Sede central de la UACV

Via Lamarmora, 3

Jueves, 7 de abril de 2005. 09:15

La imagen aparecía borrosa en la pantalla. El fotógrafo había captado una vista general desde el interior de la capilla, y al fondo se veía a Karoski, en la piel del hermano Francesco. El técnico había ampliado aquella zona de la imagen un mil seiscientos por cien, y el resultado no era excesivamente bueno.

—No es que se vea gran cosa —dijo Fowler.

—Tranquilo, padre —dijo Boi, que entraba en la sala con un montón de papeles en las manos—. Angelo es nuestro escultor forense. Es un experto en optimización de imágenes y seguro que consigue darnos una perspectiva diferente, ¿verdad Angelo?

Angelo Biffi, uno de los técnicos de la UACV, raramente se levantaba de su ordenador. Lucía unas gafas de gruesos cristales, el pelo grasiento, y aparentaba unos treinta años. Habitaba un despacho grande pero mal iluminado, con restos de olor a pizza, colonia barata y plástico quemado. Una decena de monitores de última generación hacían las veces de ventanas. Mirando alrededor, Fowler dedujo que probablemente preferiría dormir allí con sus ordenadores que regresar a casa. Angelo tenía todo el aspecto de haber sido toda su vida una rata de biblioteca, pero sus facciones eran agradables y siempre sonreía tímidamente.

—Verá, padre, nosotros, es decir, el departamento, o sea yo…

—No te atragantes, Angelo. Toma un café —dijo Dicanti alargándole el que Fowler había traído para Dante.

—Gracias, dottora. ¡Eh, está helado!

—No te quejes, que pronto va a hacer calor. De hecho cuando seas mayor dirás, «Está siendo un abril caluroso, pero no tanto como cuando murió el papa Wojtyla». Ya lo verás ya.

Fowler miró sorprendido a Dicanti, que apoyaba tranquilizadora una mano en el hombro de Angelo. La inspectora estaba intentando bromear, a pesar de la tormenta que él sabía que arrasaba su interior. Apenas había dormido, tenía más ojeras que un mapache y su corazón estaba confuso, dolorido, lleno de rabia. No hacía falta ser psicólogo o sacerdote para verlo. Y pese a todo estaba intentando ayudar a aquel muchacho a sentirse más seguro con aquel sacerdote desconocido que le intimidaba un poco. En aquél momento la amó por eso, aunque apartó rápido el pensamiento de su mente. No olvidaba la vergüenza que le había hecho pasar hace un momento en su propio despacho.

—Explícale tu método al padre Fowler —pidió Paola—. Seguro que le resultará interesante.

El chico se animó al oír eso.

—Observe la pantalla. Tenemos, tengo, bueno, he diseñado un software especial de interpolación de imágenes. Como sabe, cada imagen está compuesta de puntos de colores, llamados píxeles. Si una imagen normal tiene, por ejemplo, 2500 x 1750 píxeles, pero nosotros sólo queremos una esquinita de la foto, al final tenemos unas manchitas de color sin mayor valor. Al ampliarlo, da como resultado esta imagen borrosa que está usted mirando. Verá, normalmente cuando un programa convencional intenta ampliar una imagen lo hace por el método bicúbico, es decir, teniendo el cuenta el color de los ocho píxeles adyacentes al que intenta multiplicar. Por lo que al final tenemos la misma manchita pero en grande. Pero con mi programa…

Paola miraba de reojo a Fowler, que se inclinaba sobre la pantalla con interés. El sacerdote procuraba prestar atención a la explicación de Angelo a pesar del dolor que había sufrido apenas minutos antes. El contemplar las fotografías había sido una prueba muy dura que le había dejado muy tocado. No hacía falta ser psiquiatra o criminalista para darse cuenta de ello. Y pese a todo estaba esforzándose por caerle bien a un chico tímido al que no volvería a ver en su vida. En aquel momento le amó por eso, aunque apartó rápido el pensamiento de su mente. No olvidaba la vergüenza que acababa de pasar en su despacho.

—… y al considerar las variables de los puntos de luz, se le aporta al programa información tridimensional que puede considerar. Está basado en un logaritmo complejo que tarda varias horas en renderizar.

—Demonios, Angelo, ¿y para eso nos has hecho bajar?

—Esto, es que verá…

—No pasa nada, Angelo. Dottora, lo que sospecho que éste inteligente muchacho quiere decirnos es que el programa lleva varias horas trabajando y está a punto de darnos el resultado.

—Exacto, padre. De hecho, está saliendo por aquella impresora.

El zumbido de la impresora láser junto a Dicanti dio como resultado un folio en el que se veían unos rasgos ancianos y unos ojos en sombra, pero mucho más enfocados que en la imagen original.

—Buen trabajo, Angelo. No es que sea válido para una identificación pero es un punto de partida. Eche un vistazo, padre.

El sacerdote estudió atentamente los rasgos de la foto. Boi, Dicanti y Angelo le miraban expectantes.

—Juraría que es él. Pero es complicado sin verle los ojos. La forma de las cuencas oculares y algo indefinible me dicen que es él. Pero si me lo hubiera cruzado por la calle no le hubiera dedicado una segunda mirada.

—¿Entonces éste es un nuevo callejón sin salida?

—No necesariamente —apuntó Angelo. Tengo un programa que es capaz de conseguir una imagen tridimensional a partir de ciertos datos. Creo que podríamos deducir bastante con lo que tenemos. He estado trabajando con la foto del ingeniero.

—¿Ingeniero? —se sorprendió Paola.

—Si, del ingeniero Karoski, que está haciéndose pasar por un carmelita. Que cabeza tiene usted, Dicanti…

El doctor Boi abría mucho los ojos haciendo gestos ostensibles de alarma por encima del hombro de Angelo. Finalmente Paola comprendió que a Angelo no se le había informado de los detalles del caso. Paola sabía que el director había prohibido marcharse a casa a los cuatro técnicos de la UACV que habían trabajado recogiendo pruebas en los escenarios de Robayra y Pontiero. Les había autorizado a hacer una llamada a sus familias para explicarles la situación y les tenía en cuarentena en una de las salas de descanso. Boi podía ser muy duro cuando quería, pero también era un hombre justo: les pagaba las horas extras al triple.

—Ah sí, en que estaría yo pensando. Prosigue, Angelo.

Seguramente Boi estaría fragmentando la información a todos los niveles, para que nadie tuviese todas las piezas del puzzle. Nadie debía saber que investigaban la muerte de dos cardenales. Algo que evidentemente complicaba el trabajo de Paola y que suscitaba en ella serias dudas de que tal vez ella misma tampoco tuviese todas las piezas.

—Como les decía, he estado trabajando en la foto del ingeniero. Creo que en unos treinta minutos podremos tener una imagen tridimensional de su foto de 1995 que podremos comparar con la imagen tridimensional que estamos obteniendo de 2005. Si vuelven por aquí en un rato, podré darles algo más sólido.

—Perfecto. Si les parece, padre, ispettora… me gustaría que recapituláramos en la sala de reuniones. Ahora venimos, Angelo.

—De acuerdo, director Boi.

Los tres se dirigieron a la sala de reuniones, situada dos pisos más arriba. Nada más entrar a Paola le asaltó la terrible sensación de que la última vez que había estado allí había sido en compañía de Pontiero.

—¿Se puede saber qué le han hecho ustedes dos al superintendente Dante?

Paola y Fowler se miraron brevemente y sacudieron la cabeza al unísono.

—Absolutamente nada.

—Mejor. Espero no haberle visto pasar hecho una furia porque hayan tenido ustedes un problema. Será mejor que esté preocupado por los resultados del calzio[24] del domingo, porque no quiero a Cirin rondándome a mí o al ministro de Interior.

—No creo que deba usted preocuparse. Dante está perfectamente integrado en el equipo —mintió Paola.

—¿Y porqué no me lo creo? Anoche salvó usted el tipo por muy poco, Dicanti. ¿Quiere decirme dónde está Dante?

Paola se quedó callada. No podía hablarle a Boi de los problemas internos que estaban teniendo en el grupo. Abrió la boca para hablar, pero una voz conocida lo hizo por él.

—Había salido a comprar tabaco, director.

La chaqueta de cuero y la sonrisa socarrona de Dante estaban en la puerta de la sala de reuniones. Boi le estudió despacio, incrédulo.

—Es un vicio de lo más horrendo, Dante.

—De algo tenemos que morir, director.

Paola se quedó mirando a Dante, mientras éste se sentaba junto a Fowler como si no hubiera pasado nada. Pero bastó un cruce de miradas de ambos para que Paola se diera cuenta de que la cosa no iba tan bien como querían dar a entender. Mientras se comportasen civilizadamente durante unos días, todo podría arreglarse. Lo que no entendía era lo rápido que se le había pasado el enfado a su colega del Vaticano. Algo había sucedido.

—Bien —dijo Boi. Este maldito caso se complica por momentos. Ayer hemos perdido en acto de servicio y en pleno día a uno de los mejores policías que he conocido en muchos años y nadie sabe que está en una nevera. Ni siquiera podemos hacerle un funeral público, no hasta que podamos dar una explicación razonable de su muerte. Por eso quiero que pensemos juntos. Dígame lo que sabe, Paola.

—¿Desde cuando?

—Desde el principio. Un resumen somero del caso.

Paola se levantó y se dirigió a la pizarra para escribir. Pensaba mucho mejor de pie y con algo en las manos.

—Veamos: Viktor Karoski, sacerdote con historial de abusos sexuales, escapó de una institución privada de baja seguridad donde había sido sometido a cantidades excesivas de un fármaco que le castró químicamente y aumentó sus niveles de agresividad. Desde junio de 2000 hasta finales de 2001 no hay constancia de sus actividades. En 2001 sustituye ilícitamente y con nombre falso a un carmelita descalzo al frente de la Iglesia de Santa María in Traspontina a pocos metros de la Plaza de San Pedro.

Paola traza unas rayas en la pizarra y comienza a confeccionar un calendario:

—Viernes, 1 de abril, veinticuatro horas antes de la muerte de Juan Pablo II: Karoski secuestra al cardenal italiano Enrico Portini en la residencia Madri Pie. ¿Hemos confirmado presencia de la sangre de los dos cardenales en la cripta? —Boi hizo un gesto afirmativo—. Karoski lleva a Portini a Santa María, le tortura y le devuelve, finalmente al último sitio en el que se le vio con vida: la capilla de la residencia. Sábado, 2 de abril: El cadáver de Portini se descubre la misma noche de la muerte del papa, aunque la Vigilanza Vaticana decide «limpiar» las evidencias, creyéndolo un acto aislado de un loco. Por pura suerte el asunto no trasciende, en buena medida gracias a los responsables de la residencia. Domingo, 3 de abril: El cardenal argentino Emilio Robayra llega a Roma con billete de sólo ida. Creemos que alguien le aborda en el aeropuerto o en el trayecto hacia la residencia de sacerdotes Santi Ambrogio, donde le esperaban la noche del domingo. Sabemos que nunca llegó. ¿Hemos sacado algo en claro de las cámaras del aeropuerto?

—Nadie lo ha comprobado. No tenemos suficiente personal —se excusó Boi.

—Sí lo tenemos.

—No puedo involucrar a más detectives en esto. Lo más importante es tenerlo tapado, cumpliendo con los deseos de la Santa Sede. Tocaremos de oído, Paola. Pediré las cintas personalmente.

Dicanti hizo un gesto de disgusto, pero era la respuesta que esperaba.

—Seguimos en el domingo, 3 de abril. Karoski secuestra a Robayra y le conduce a la cripta. Allí le tortura durante más de un día e incluye mensajes en su cuerpo y en la escena del crimen. El mensaje en el cuerpo dice Mt 16, Undeviginti. Gracias al padre Fowler sabemos que el mensaje remite a una frase del evangelio: Te daré las llaves del Reino de los cielos, que referencia al momento de la elección del primer Sumo Pontífice de la Iglesia Católica. Eso y el mensaje escrito en sangre en el suelo, sumado a las graves mutilaciones del cadáver, nos hace pensar que el asesino tiene la mirada puesta en el Cónclave. Martes, 5 de abril. El sospechoso conduce el cuerpo a una de las capillas de la iglesia y después llama tranquilamente a la policía, en su papel del hermano Francesco Toma. Para mayor burla en todo momento lleva puestas las gafas de la segunda víctima, el cardenal Robayra. Los agentes llaman a la UACV y el director Boi llama a Camilo Cirin.

Paola hizo una breve pausa y luego miró directamente a Boi.

—En el momento de llamarle usted, Cirin ya sabe el nombre del criminal, aunque en ningún caso espera que sea un asesino en serie. He meditado mucho sobre ello y creo que Cirin sabe el nombre del asesino de Portini desde la noche del domingo. Probablemente tuvo acceso a la base de datos del VICAP, y la entrada «manos cortadas» arrojará pocos casos. Su red de influencias activa el nombre del mayor Fowler, quien llega aquí la noche del 5 de abril. Probablemente el plan original no fuera contar con nosotros, director Boi. Fue Karoski quien nos metió en el juego, deliberadamente. El porqué es uno de los grandes interrogantes de éste caso.

Paola trazó una última raya.

—Miércoles 6 de abril: mientras Dante, Fowler y yo intentamos averiguar algo acerca de las víctimas en el despacho de las víctimas, el subinspector Maurizio Pontiero es asesinado a golpes por Viktor Karoski en la cripta de Santa María in Traspontina.

—¿Tenemos el arma homicida? —preguntó Dante.

—No hay huellas dactilares, pero sí la tenemos —respondió Boi—. Karoski le hizo varios cortes con lo que podría ser un cuchillo de cocina muy afilado y le golpeó varias veces con un candelabro que sí se ha encontrado en la escena. Pero no tengo demasiadas esperanzas en ésta línea de investigación.

—¿Por qué, director?

—Esto se aleja mucho de nuestros métodos normales, Dante. Nosotros nos dedicamos a averiguar quién es el asesino. Normalmente con la certeza del nombre finaliza nuestra labor. Pero ahora debemos aplicar nuestros conocimientos a discernir dónde está el asesino. La certeza del nombre ha sido nuestro punto de partida. Por eso la labor de la ispettora es más importante que nunca.

—Quiero aprovechar para dar la enhorabuena a la dottora. Me ha parecido una cronología brillante —dijo Fowler.

—Extremadamente —se burló Dante.

Paola pudo palpar el resentimiento en sus palabras, pero decidió que sería mejor ignorar el tema, por ahora.

—Un buen resumen, Dicanti —le felicitó Boi—. ¿Cuál es el siguiente paso? ¿Se ha metido ya en la cabeza de Karoski? ¿Ha estudiado similitudes?

La criminalista pensó unos instantes antes de contestar.

—Todas las personas cuerdas se parecen, pero cada uno de estos hijoputas chalados lo está a su propia y distinta manera.

—¿Y eso qué demuestra, dottora, aparte de que ha leído usted a Tolstoi[25]? —preguntó Boi.

—Pues que cometeríamos un error si creyéramos que un asesino en serie es igual a otro. Puedes intentar buscar pautas, encontrar equivalencias, sacar conclusiones de similitudes, pero a la hora de la verdad cada uno de estos mierdas es una mente solitaria, que vive a millones de años luz del resto de la humanidad. No hay nada ahí. No son seres humanos. No sienten empatía. Sus emociones están dormidas. Lo que le hace matar, lo que le lleva a creer que su egoísmo es más importante que las personas, las razones con las que excusa su sinrazón no son válidas para mí. No intento entenderle más allá de lo estrictamente necesario para detenerle.

—Para eso tenemos que saber cual será su siguiente paso.

—Evidentemente, volver a matar. Probablemente buscará una nueva identidad o tendrá ya una predefinida. Pero no puede estar tan trabajada como la del hermano Francesco, ya que a esa le ha dedicado varios años. Quizá el padre Fowler pueda echarnos una mano en éste punto.

El sacerdote meneó la cabeza, preocupado.

—Todo lo que sé está en el dossier que le dejé, dottora. Pero hay algo que quiero enseñarles.

En una mesita auxiliar había una jarra de agua y unos vasos. Fowler llenó uno hasta la mitad y después echó un lapicero dentro.

—Me cuesta tremendamente pensar como él. Observe éste vaso. Es claro como el agua, pero cuando introduzco un lápiz aparentemente recto, aparece a mis ojos como partido. Del mismo modo, su monolítica actitud cambia en puntos fundamentales, como una línea recta que se quiebra y acaba en algún lugar incógnito.

—Ese punto de quiebra es la clave.

—Tal vez. No envidio su labor, dottora. Karoski es un hombre que se asquea ante la iniquidad un minuto, para al minuto siguiente cometer iniquidades mayores. Lo que sí tengo claro es que debemos buscarle cerca de los cardenales. Intentará matar de nuevo, y lo hará pronto. El Cónclave cada vez está más cerca.

Volvieron al laboratorio de Angelo algo confusos. El joven técnico se presentó a Dante, quien apenas le prestó atención. Paola no pudo evitar fijarse en el desplante. Aquel hombre tan atractivo era una mala persona en el fondo. Sus bromas ácidas no ocultaban nada, de hecho eran de lo mejor que había en el superintendente.

Angelo les esperaba con los resultados prometidos. Oprimió varias teclas y les mostró en dos pantallas sendas imágenes tridimensionales, compuestas por delgados hilos verdes sobre fondo negro.

—¿Puedes incorporarles una textura?

—Si. Aquí tienen una piel, rudimentaria pero piel.

La pantalla de la izquierda mostró un modelo tridimensional de la cabeza de Karoski tal y como era en 1995. En la pantalla de la derecha se veía la mitad superior de la cabeza, tal y como había sido visto en Santa María in Traspontina.

—No he modelado la mitad inferior porque con la barba es imposible. Los ojos tampoco se veían nada claros. En la foto que me han dejado caminaba con los hombros encorvados.

—¿Puede copiar la mandíbula del primer modelo y pegarla sobre el modelo actual?

Angelo respondió con un veloz movimiento de teclas y de clics de ratón sobre los teclados. En menos de dos minutos la petición de Fowler se cumplió.

—¿Dígame, Angelo, en qué medida juzgaría usted fiable éste segundo modelo? —inquirió el sacerdote.

El joven técnico se azaró enseguida.

—Bueno, verá… Sin jugar las condiciones adecuadas de iluminación in situ…

—Eso está descartado, Angelo. Ya lo hemos hablado —terció Boi.

Paola habló, despacio y tranquilizadora.

—Venga Angelo, nadie juzga si has hecho un buen modelo. Sólo queremos saber en qué medida podemos fiarnos de él.

—Pues… entre el 75 y el 85%. No más.

Fowler miró atentamente la pantalla. Los dos rostros eran muy distintos. Demasiado diferentes. La nariz más ancha, los pómulos más fuertes. Pero ¿eran rasgos naturales del sujeto o simple maquillaje?

—Angelo, por favor, rota ambas imágenes a un plano horizontal y haz una medición de los pómulos. Así. Eso es. Es lo que me temía.

Los otros cuatro le miraron expectantes.

—¿Qué, padre? Díganoslo, por el amor de Dios.

—Éste no es el rostro de Viktor Karoski. Esas diferencias de tamaño son irreproducibles mediante un maquillaje amateur. Tal vez un profesional de Hollywood podría haberlo conseguido mediante moldes de látex, pero sería demasiado notorio para cualquiera que le mirase de cerca. No hubiera mantenido un engaño prolongado.

—¿Entonces?

—Sólo hay una explicación. Karoski ha pasado por un quirófano y se ha sometido a una reconstrucción facial completa. Ahora sí que buscamos un fantasma.