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Jueves, 7 de abril de 2005. 08:32
Fowler apartó la mirada de las fotos desperdigadas por el suelo. No hizo ningún ademán de recogerlas, simplemente pasó por encima de ellas con elegancia. Paola se preguntó si aquello en sí mismo significaba una respuesta implícita a las acusaciones de Dante. A lo largo de los próximos días, Paola sufriría muchas veces la sensación de estar ante un hombre tan insondable como educado, tan equívoco como inteligente. Fowler en si mismo era una contradicción y un jeroglífico indescifrable. Pero en aquella ocasión a ese sentimiento acompañaba una sorda cólera, que le asomaba a los labios en forma de temblor.
El sacerdote se sentó frente a Paola, dejando a un lado de la silla su gastado maletín negro. Llevaba en la mano izquierda una bolsa de papel con tres cafés. Le ofreció uno a Dicanti.
—¿Capuccino?
—Odio el capuccino. Me recuerda al vómito de un perro que tuve —dijo Paola—. Pero lo aceptó de todos modos.
Fowler permaneció en silencio durante un par de minutos. Finalmente Paola dejó de simular que leía el expediente de Karoski y decidió enfrentarse al sacerdote. Tenía que saberlo.
—¿Y bien? ¿Es que no va a…?
Y se paró en seco. Desde que Fowler entró en su despacho no le había mirado a la cara. Pero al hacerlo, descubrió que estaba a miles de kilómetros de allí. Las manos llevaban el café a la boca inseguras, vacilantes. Minúsculas gotas de sudor perlaban la calva del sacerdote, a pesar de que aún hacía fresco. Y sus ojos verdes proclamaban que su dueño había contemplado horrores indelebles y que los volvía a contemplar.
Paola no dijo nada, cayendo en la cuenta de que la aparente elegancia con la que Fowler había pasado por encima de las fotos era solo fachada. Esperó. Al sacerdote le llevó unos cuantos minutos recuperarse, y cuando lo hizo la voz le salió distante y apagada.
—Es duro. Crees que lo has superado, pero luego vuelve a aparecer, como un corcho que intentas hundir inútilmente en una bañera. Se escurre, flota hasta la superficie. Y allí te lo encuentras de nuevo…
—Hablar le ayudará, padre.
—Puede creerme, dottora… no lo hace. No lo ha hecho en ninguna ocasión. No todos los problemas se resuelven hablando.
—Curiosa expresión para un sacerdote. Increíble para un psicólogo. Aunque apropiada para un agente de la CIA entrenado para matar.
Fowler reprimió una mueca triste.
—No me entrenaron para matar, no más que a cualquier otro soldado. Fui adiestrado en tácticas de contraespionaje. Dios me dio el don de una puntería infalible, cierto, pero yo no solicité ese don. Y, anticipándome a su próxima pregunta, no he matado a nadie desde 1972. Maté a 11 soldados del Vietcong, al menos que yo sepa. Pero todas esas muertes fueron en combate.
—Usted fue quien se alistó voluntario.
—Dottora, antes de juzgarme permita que le cuente mi historia. Nunca le he dicho a nadie lo que le voy a decir a usted, así que por favor, sólo le pido que acepte mis palabras. No que me crea o que confíe en mí, ya que eso es pedir demasiado. Simplemente acepte mis palabras.
Paola asintió, despacio.
—Supongo que toda ésta información le habrá llegado cortesía del superintendente. Si es el expediente del Sant’Uffizio se habrá hecho una idea muy aproximada de mi historial. Me alisté voluntario en 1971, debido a ciertas… discrepancias con mi padre. No quiero hacerle un relato de terror acerca de lo que significó para mí la guerra, porque las palabras no alcanzarían a describirlo. ¿Ha visto usted Apocalipsis Now, dottora?
—Si, hace tiempo. Me sorprendió su crudeza.
—Una pálida farsa. Eso es lo que es. Una sombra en la pared, comparada con lo que aquello significó. Vi dolor y crueldad suficientes para llenar varias vidas. También allí apareció ante mí la vocación. No fue en una trinchera en plena noche, con el fuego del enemigo silbando en los oídos. No fue mirando a la cara a niños de diez años con collares hechos de orejas humanas. Fue en una tranquila tarde en retaguardia, junto al capellán de mi regimiento. Allí supe que tenía que dedicar mi vida a Dios y a sus criaturas. Y eso hice.
—¿Y la CIA?
—No se adelante… No quise volver a Estados Unidos. Allí seguían mis padres. Así que me fui lo más lejos que pude, hasta el borde del telón de acero. Allí aprendí muchas cosas, pero alguna de ellas no tendría cabida en su cabeza. Usted sólo tiene 34 años. Para comprender lo que significaba el comunismo para un católico en Alemania en los años 70 tendría que haberlo vivido. Respirábamos a diario la amenaza de la guerra nuclear. El odio entre mis compatriotas era una religión. Parecía que cada día estábamos más cerca de que alguien, ellos o nosotros, saltara el Muro. Y entonces todo habría terminado, se lo aseguro. Antes o después, alguien habría pulsado «El Botón».
Fowler hizo una breve pausa para tomar un sorbo de café. Paola encendió uno de los cigarrillos de Pontiero. Fowler tendió la mano hacia el paquete pero Paola negó con la cabeza.
—Son míos, padre. He de fumármelos yo sola.
—Ah, no se preocupe. No pretendía coger uno. Sólo me preguntaba por qué de repente usted había vuelto.
—Padre, si no le importa, prefiero que continúe. No quiero hablar de esto.
El sacerdote intuyó una gran pena en sus palabras y siguió con su historia.
—Por supuesto… Yo quería seguir ligado a la vida militar. Amo el compañerismo, la disciplina y el sentido de la vida castrense. Si lo piensa no es muy distinto del concepto de sacerdocio: se trata de entregar la vida por los demás. Los ejércitos en sí mismos no son malos, lo que son malas son las guerras. Pedí ser destinado como capellán a una base norteamericana, y, al ser yo sacerdote diocesano, mi obispo cedió.
—Que quiere decir diocesano, ¿padre?
—Más o menos que soy un agente libre. No estoy sujeto a una congregación. Si quiero puedo solicitarle a mi obispo que me asigne a una parroquia. Pero si lo creo conveniente, puedo iniciar mi labor pastoral donde lo crea oportuno, siempre con el beneplácito del obispo, entendido como aquiescencia formal.
—Comprendo.
—Allí, en la base, conviví con varios miembros de la Agencia que estaban impartiendo un programa especial de formación en actividades de contraespionaje para militares en activo que no pertenecieran a la CIA. Me invitaron a unirme a ellos, cuatro horas al día cinco días por semana durante dos años. No era incompatible con mis labores pastorales, sólo me restaba horas de sueño. Así que acepté. Y resultó que fui un buen alumno. Una noche, al acabar las clases, uno de los instructores se acercó a mí y me propuso unirme a la Compañía. Así se llama a la Agencia en los círculos internos. Yo le dije que era sacerdote y que sería imposible. Tenía una labor tremenda por delante con los centenares de jóvenes católicos de la base. Sus superiores dedicaban muchas horas al día a enseñarles a odiar a los comunistas. Yo dedicaba una hora a la semana a recordarles que todos somos hijos de Dios.
—Una batalla perdida.
—Casi siempre. Pero el sacerdocio, dottora, es una carrera de fondo.
—Creo que he leído esas palabras en una de sus entrevistas con Karoski.
—Es posible. Nos limitamos a ir anotando pequeños puntos. Pequeñas victorias. De vez en cuando se consigue alguna de las grandes, pero son contadas las ocasiones. Vamos sembrando pequeñas semillas, con la esperanza de que parte de la simiente fructifique. Muchas veces no es uno mismo quien recoge los frutos, y eso desmoraliza.
—Eso si que tiene que ser jodido, padre.
—Una vez un rey paseaba por el bosque y vio a un pobre viejecito que se afanaba en un surco. Se acercó a él y vio que estaba plantando nogales. Le preguntó porqué lo hacía y el viejecito le respondió: «Me encantan las nueces». El rey le dijo: «Anciano, no afanes tu encorvada espalda sobre ese hoyo. ¿Acaso no ves que cuando el nogal crezca tu no vivirás para recoger sus frutos?». Y el anciano le respondió: «Si mis ancestros hubieran pensado como vos, majestad, yo nunca hubiera probado las nueces».
Paola sonrió, sorprendida ante la verdad absoluta de aquellas palabras.
—¿Sabe qué nos enseña esa anécdota, dottora? —continuó Fowler—. Que siempre se puede seguir adelante con voluntad, amor a Dios y un empujoncito de Johnnie Walker.
Paola parpadeó ligeramente. No se imaginaba al recto y educado sacerdote con una botella de whisky, pero era evidente que había estado muy solo toda su vida.
—Cuando el instructor me dijo que a los jóvenes de la base podría ayudarlos otro sacerdote, pero a los miles de jóvenes tras el telón de acero no podría ayudarlos nadie, comprendí que tenía una importante parte de razón. Miles de cristianos languidecían bajo el comunismo, rezando en el retrete y escuchando misa en lúgubres sótanos. Ellos podrían servir a la vez a los intereses de mi país y a los de mi Iglesia, en aquellos puntos en los que coincidían. Sinceramente, entonces pensé que las coincidencias eran muchas más.
—¿Y ahora qué piensa? Porque ha vuelto al servicio activo.
—Enseguida responderé a su pregunta. Se me ofreció ser un agente libre, aceptando sólo aquellas misiones que yo creyese justas. Viajé por muchos lugares. A algunos fui como sacerdote. A otros como ciudadano normal. Vi mi vida en peligro alguna vez, aunque valió la pena casi siempre. Ayudé a gente que me necesitaba, de una forma u otra. A veces esa ayuda tomaba la forma de un aviso a tiempo, un sobre, una carta. Otras veces era necesario organizar una red de información. O sacar a una persona de un embrollo. Aprendí idiomas, e incluso me sentí suficientemente bien como para viajar de vuelta a Estados Unidos. Hasta que ocurrió lo de Honduras…
—Padre, espere. Se ha saltado una parte importante. El funeral de sus padres.
Fowler hizo un gesto de disgusto.
—No llegué a ir. Simplemente arreglé unos flecos legales que había pendientes.
—Padre Fowler, me sorprende usted. Ochenta millones de dólares no es un fleco legal.
—Vaya, así que también sabe eso. Pues sí. Renuncié al dinero. Pero no lo regalé, como muchos piensan. Lo destiné para crear una fundación sin ánimo de lucro que colabora activamente en varios campos de interés social, dentro y fuera de los Estados Unidos. Lleva el nombre de Howard Eisner, el capellán que me inspiró en Vietnam.
—¿Usted creó la Eisner Foundation? —se asombró Paola—. Vaya, si que es viejo entonces.
—Yo no la cree. Sólo le di un empujón y aporté los medios económicos. En realidad la crearon los abogados de mis padres. Contra su voluntad, debo añadir.
—Bien, padre, cuénteme lo de Honduras. Y tómese el tiempo que necesite.
El sacerdote miró con curiosidad a Dicanti. Su actitud había cambiado de repente, de manera sutil pero importante. Ahora estaba dispuesta a creerle. Se preguntó qué podría haberle provocado ese cambio.
—No quiero aburrirle con detalles, dottora. La historia de El Aguacate daría para llenar un libro entero, pero iré a lo esencial. El objetivo de la CIA era favorecer una revolución. El mío ayudar a los católicos que sufrían la opresión del régimen sandinista. Se formó y entrenó a un ejército de voluntarios, que deberían emprender una guerra de guerrillas para desestabilizar el gobierno. Los soldados se reclutaron entre lo más pobre de Nicaragua. Las armas las vendió un antiguo aliado del gobierno, del que pocos sospechaban cómo iba a resultar: Osama Bin Laden. Y el mando de la Contra recayó en un profesor de bachillerato llamado Bernie Salazar, un fanático, como sabríamos después. En los meses de entrenamiento acompañé a Salazar al otro lado de la frontera, en incursiones cada vez más arriesgadas. Ayudé a la extracción de religiosos comprometidos, pero mis discrepancias con Salazar eran cada vez mayores. Comenzaba a ver comunistas por todas partes. Debajo de cada piedra había un comunista, según él.
—Según leí en un antiguo manual de psiquiatría, la paranoia aguda se desarrolla muy deprisa entre los líderes fanáticos.
—Éste caso corrobora su libro a la perfección, dottora Dicanti. Yo sufrí un accidente, del que no supe hasta mucho después que había sido intencionado. Me rompí una pierna y no pude ir en más excursiones. Y los guerrilleros comenzaban a regresar cada vez más tarde. No dormían en los barracones del campo, sino en claros de la jungla, en tiendas de campaña. Por las noches hacían supuestas prácticas de tiro, que luego se revelaron ejecuciones sumarísimas. Yo estaba postrado en cama, pero la noche en la que Salazar capturó a las monjas y las acusó de comunismo, alguien me avisó. Era un buen chico, como muchos de los que iban con Salazar, aunque le tenía un poco menos de miedo que los otros. Sólo un poco menos, porque me lo contó bajo secreto de confesión. Sabía que así yo no lo revelaría a nadie, pero pondría de mi parte todo lo necesario para ayudar a las monjas. Hicimos lo que pudimos…
La cara de Fowler estaba mortalmente pálida. Se interrumpió el tiempo necesario para tragar saliva. No miraba a Paola, sino a un punto más allá de la ventana.
—… pero no fue suficiente. Hoy tanto Salazar como el chico están muertos, y todo el mundo sabe que los guerrilleros secuestraron el helicóptero y lanzaron a las monjas sobre uno de los pueblos de los sandinistas. Necesitó tres viajes para ello.
—¿Por qué lo hizo?
—El mensaje dejaba poco margen de error. Mataremos a cualquier sospechoso de aliarse con los sandinistas. Sea quien sea.
Paola estuvo unos instantes en silencio, reflexionando sobre lo que había escuchado.
—Y usted se culpa, ¿verdad padre?
—Sería difícil no hacerlo. No conseguí salvar a aquellas mujeres. Ni cuidé bien de aquellos chicos, que acabaron matando a su propia gente. Me arrastró hasta allí el afán de hacer el bien, pero no fue eso lo que conseguí. Solo fui una pieza más en el engranaje de la fábrica de monstruos. Mi país está tan habituado a ello que ya no se asombra cuando uno de los que hemos entrenado, ayudado y protegido se vuelve contra nosotros.
A pesar de que la luz del sol comenzaba a darle de lleno en el rostro, Fowler no parpadeó. Se limitó a entrecerrar los ojos hasta convertirlos en dos finas líneas verdes y siguió mirando por encima de los tejados.
—La primera vez que vi las fotografías de las fosas comunes —continuó el sacerdote—, vino a mi memoria el tableteo de los subfusiles en la noche tropical. Las «prácticas de tiro». Me había acostumbrado a ese ruido. Hasta tal punto que una noche, medio dormido, creí oír unos gritos de dolor entre los disparos y no le presté mayor atención. El sueño me venció. A la mañana siguiente me dije que había sido producto de mi imaginación. Si en aquel momento hubiera hablado con el comandante del campo y hubiéramos investigado más de cerca a Salazar, se habrían salvado muchas vidas. Por eso soy responsable de todas esas muertes, por eso dejé la CIA y por eso fui llamado a declarar por el Santo Oficio.
—Padre… yo ya no creo en Dios. Ahora sé que cuando morimos se acabó. Creo que todos volvemos a la tierra, tras un breve trayecto por la tripa de un gusano. Pero si de verdad necesita una absolución, le ofrezco la mía. Usted salvó a los sacerdotes que pudo antes de que le tendieran una trampa.
Fowler se permitió media sonrisa.
—Gracias, dottora. No sabe lo importante que son para mí sus palabras, aunque lamente el profundo desgarro que hay tras una afirmación tan dura en una antigua católica.
—Pero aún no me ha dicho cuál ha sido la causa de su vuelta.
—Es muy simple. Me lo pidió un amigo. Y nunca les fallo a mis amigos.
—Así que eso es usted ahora… un espía de Dios.
Fowler sonrió.
—Podría llamarlo así, supongo.
Dicanti se levantó y se dirigió a la cercana estantería.
—Padre, esto va contra mis principios pero, como diría mi madre, sólo se vive una vez.
Cogió un grueso libro de Análisis Forense y se lo alargó a Fowler. Éste lo abrió. Las páginas estaban vaciadas, formando tres huecos en el papel, convenientemente ocupados por una botella de Dewar’s mediada y dos pequeños vasos.
—Apenas son las nueve de la mañana, dottora.
—¿Va a hacer los honores o a esperar el anochecer, padre? Me sentiré orgullosa de beber con el hombre que creó la Eisner Foundation. Entre otras cosas, padre, porque esa fundación pagó mis beca de estudios en Quantico.
Entonces fue el turno de Fowler para asombrarse, aunque no dijo nada. Sirvió dos medidas iguales de whisky y alzó su copa.
—¿Por quién brindamos?
—Por los que se fueron.
—Por los que se fueron, entonces.
Y ambos vaciaron su copa de un trago. El líquido rodó garganta abajo y para Paola, que no bebía nunca, fue como tragar clavos empapados de amoniaco. Sabía que tendría acidez todo el día, pero se sintió orgullosa de haber alzado su vaso con aquel hombre. Ciertas cosas, simplemente, había que hacerlas.
—Ahora lo que debe preocuparnos es recuperar para el equipo al superintendente. Como usted intuyó, le debe a Dante este inesperado regalo —dijo Paola, señalando las fotografías—. Me pregunto porqué lo ha hecho. ¿Tiene alguna clase de resentimiento contra usted?
Fowler rompió a reír. Su risa sorprendió a Paola, que nunca había escuchado un sonido teóricamente alegre que en la práctica sonase tan desgarrado y triste.
—No me diga que no lo ha notado.
—Perdone padre, pero no le entiendo.
—Dottora, para ser usted una persona tan versada en aplicar ingeniería inversa a las acciones de las personas está usted demostrando una radical falta de juicio en ésta ocasión. Es evidente que Dante tiene un interés romántico en usted. Y, por alguna absurda razón, cree que yo le hago la competencia.
Paola se quedó absolutamente de piedra, con la boca entreabierta. Notaba que un sospechoso calor le subía a las mejillas, y no era debido al whisky. Era la segunda vez que aquel hombre conseguía que se ruborizara. No estaba plenamente segura de cómo le hacía sentir aquello, pero deseaba sentirlo más a menudo, igual que un niño de estómago débil insiste en montar de nuevo en la montaña rusa.
En aquel momento sonó el teléfono, providencial para salvar una embarazosa situación. Dicanti contestó inmediatamente. Los ojos se le iluminaron de emoción.
—Bajo enseguida.
Fowler la miró intrigado.
—Deprisa, padre. Entre las fotos que hicieron los técnicos de la UACV en la escena del crimen de Robayra hay una en la que se ve al hermano Francesco. Puede que tengamos algo.