Palazzo del Governatorato
Ciudad del Vaticano
Miércoles, 6 de abril de 2005. 13:31
Paola le mostró a Dante y a Fowler la foto de Robayra. Un primer plano perfecto, en el que el cardenal sonreía con afectación y los ojos le brillaban tras sus gruesas gafas de concha. Dante al principio miró la foto sin comprender.
—Las gafas, Dante. Las gafas que desaparecieron.
Paola buscaba el móvil, marcaba como loca, andaba hacia la puerta, salía a toda prisa del despacho del asombrado Camarlengo.
—¡Las gafas! ¡Las gafas del carmelita! —gritó Paola desde el pasillo.
Y entonces el superintendente comprendió.
—¡Vamos, padre!
Pidió apresuradas disculpas al Camarlengo y salió junto con Fowler en pos de Paola.
La inspectora colgó el móvil con rabia. Pontiero no lo cogía. Debía de tenerlo en silencio. Corrió escaleras abajo, hacia la calle. Tenía que recorrer completa la Via del Governatorato. En aquel momento pasaba un utilitario con la matrícula SCV[21]. Tres monjas iban en su interior. Paola les hizo gestos desesperados para que pararan y se colocó delante del coche. El parachoques se detuvo a escasos centímetros de sus rodillas.
—¡Santa Madonna! ¿Está usted loca, señorita?
La criminalista se acercó a la puerta del conductor, enseñando su placa.
—Por favor, no tengo tiempo para explicaciones. Necesito llegar a la puerta de Santa Ana.
Las religiosas le miraron como si estuviera loca. Paola subió al coche por una de las puertas de atrás.
—Desde aquí es imposible, tendría que atravesar a pie el Cortile del Belvedere —le dijo la que conducía—. Si quiere puedo acercarle hasta la Piazza del Sant’Uffizio, es la salida más rápida de la Città en éstos días. La Guardia Suiza está colocando barreras con motivo del Cónclave.
—Lo que sea, pero por favor, dese prisa.
Cuando la monja estaba ya metiendo primera y arrancando clavó de nuevo el coche al suelo.
—¿Pero es que se ha vuelto loco todo el mundo? —gritó la monja.
Fowler y Dante se habían colocado frente al coche, ambos con las manos en el capó. Cuando la monja frenó se apretujaron en la parte de atrás del utilitario. Las religiosas se santiguaron.
—¡Arranque, hermana, por el amor de Dios! —dijo Paola.
El cochecito no tardó ni veinte segundos en recorrer el medio kilómetro que les separaba de su destino. Parecía que la monja tenía prisa por desembarazarse de su extraña, inoportuna y embarazosa carga. Aún no había frenado el coche en la Plaza del Santo Oficio cuando Paola ya corría hacia la cancela de hierro negro que protegía aquella entrada a la Città, con el móvil en la mano. Marcó deprisa el número de la jefatura y contestó la operadora.
—Inspectora Paola Dicanti, código de seguridad 13897. Agente en peligro, repito, agente en peligro. El subinspector Pontiero se encuentra en la Via Della Conciliazione, 14. Iglesia de Santa María in Traspontina. Repito: Via Della Conciliazione, 14. Iglesia de Santa María in Traspontina. Envíen tantas unidades como puedan. Posible sospechoso de asesinato en el interior. Procedan con extrema precaución.
Paola corría, con la chaqueta al viento dejando entrever la pistolera y gritando como una posesa por el móvil. Los dos guardias suizos que custodiaban la entrada se asombraron e hicieron ademán de detenerla. Paola intentó evitarles haciendo un quiebro de cintura, pero uno de ellos finalmente le agarró por la chaqueta. La joven echó hacia atrás los brazos. El teléfono cayó al suelo y la chaqueta quedó en manos del guardia. Éste iba a salir en su persecución cuando llegó Dante, a toda velocidad. Llevaba en alto su identificación del Corpo de Vigilanza.
—¡Déjala! ¡Es de los nuestros!
Fowler les seguía, aferrado a su maletín. Paola decidió seguir el camino más corto. Atravesaría la Plaza de San Pedro, ya que allí las aglomeraciones eran más pequeñas: la policía había formado una única cola muy estrecha en contraste con el terrible apelotonamiento de las calles que conducían a ella. Mientras corría, la inspectora exhibía la placa en alto para evitar problemas con sus propios compañeros. Tras atravesar la explanada y la columnata de Bernini sin demasiados problemas llegaron a la Via dei Corridori sin aliento. Allí la masa de peregrinos era amenazadoramente compacta. Paola pegó el brazo izquierdo al cuerpo para camuflar en lo posible su pistolera, se arrimó a los edificios e intentó avanzar lo más deprisa posible. El superintendente se colocó delante de ella y sirvió como improvisado pero efectivo ariete, todo codos y antebrazos. Fowler cerraba la formación.
Les costó diez angustiosos minutos alcanzar la puerta de la sacristía. Allí les esperaban dos agentes que tocaban insistentemente el timbre. Dicanti, empapada en sudor, en camiseta, con la funda del arma a la vista y con el pelo aplastado fue toda una aparición para los dos policías, que sin embargo la saludaron respetuosos en cuanto les mostró, con la respiración entrecortada, su acreditación de la UACV.
—Hemos recibido su aviso. Nadie contesta dentro. En la otra entrada hay cuatro compañeros.
—¿Se puede saber por qué coño no han entrado ya? ¿No saben que puede haber un compañero ahí dentro?
Los agentes agacharon la cabeza.
—El director Boi ha llamado. Ha dicho que actuemos con discreción. Hay muchísima gente mirando, ispettora.
La inspectora se apoyó en la pared y se tomó cinco segundos para pensar.
Mierda, espero que no sea demasiado tarde.
—¿Han traído la «llave maestra»[22]?
Uno de los policías le mostró una palanca de acero terminada en doble punta. La llevaba pegada a la pierna, disimulándola de las múltiples miradas de los peregrinos de la calle, que ya empezaban a volver comprometida la situación del grupo. Paola señaló al agente que le había enseñado la barra de acero.
—Déme su radio.
El policía le tendió el auricular, que llevaba enganchado con un cable al dispositivo de su cinturón. Paola dictó unas instrucciones breves, precisas, al equipo de la otra entrada. Nadie debía mover un dedo hasta su llegada, y por supuesto nadie debía entrar ni salir.
—¿Podría alguien explicarme de qué va todo esto? —dijo Fowler, entre toses.
—Creemos que el sospechoso está ahí dentro, padre. Ahora se lo contaré más despacio. Por lo pronto quiero que se quede aquí fuera, esperando —dijo Paola. Hizo un gesto en dirección a la marea humana que les rodeaba—. Haga lo posible por distraerlos mientras rompemos la puerta. Ojalá lleguemos a tiempo.
Fowler asintió. Miró en derredor, buscando un lugar al que encaramarse. No había ningún coche, ya que la calle estaba cortada al tráfico. Tenía que darse prisa. Solo había personas, así que eso usaría para elevarse. Vio no muy lejos a un peregrino alto y fuerte. Debía de medir metro noventa. Se le acercó y le dijo:
—¿Crees que podrías alzarme a hombros?
El joven hizo gestos de no hablar italiano y Fowler le indicó por gestos lo que quería. El otro finalmente comprendió. Hincó la rodilla en tierra y alzó al sacerdote, sonriendo. Éste comenzó a entonar en latín el canto de comunión de la misa de difuntos.
Un montón de personas se giraron a mirarle. Fowler indicó por gestos a su sufrido portador que avanzase hasta el centro de la calle, alejando la atención de Paola y los demás. Algunos fieles, monjas y sacerdotes en su mayor parte, se unieron a su cántico en honor del papa fallecido por el cual esperaban a pie firme desde hacía muchas horas.
Aprovechando la distracción, entre los dos agentes abrieron la puerta de la sacristía con un crujido. Pudieron colarse dentro sin llamar la atención.
—Muchachos, hay un compañero dentro. Tengan mucho cuidado.
Entraron de uno en uno, primero Dicanti, como una exhalación, sacando la pistola. Dejó para los dos policías el registrar la sacristía, y salió a la iglesia. Miró apresurada en la capilla de Santo Tomás. Estaba vacía, aún cerrada por el precinto rojo de la UACV. Recorrió las capillas del lado izquierdo, arma en mano. Le hizo una seña a Dante, quien cruzó la iglesia, mirando en cada una de las capillas. Los rostros de los santos se removían inquietos en las paredes a la vacilante y enfermiza luz de los cientos de velas encendidas por todas partes. Ambos se encontraron en el pasillo central.
—¿Nada?
Dante negó con la cabeza.
Entonces lo vieron, escrito en el suelo, cerca de la entrada, al pie de la pila de agua bendita. Con grandes caracteres rojos, retorcidos estaba escrito.
VEXILLA REGIS PRODEUNT INFERNI
—«Avanzan los estandartes del rey de los infiernos» —dijo una voz detrás de ellos.
Dante y la inspectora se dieron la vuelta, sobresaltados. Era Fowler, quien había conseguido finalizar el cántico y escabullirse dentro.
—Creí haberle dicho que se quedara fuera.
—Eso no importa ahora —dijo Dante, señalándole a Paola la trampilla abierta en el suelo—. Llamaré a los otros.
Paola tenía el gesto desencajado. Su corazón le decía que bajara allí inmediatamente, pero no se atrevía a hacerlo a oscuras. Dante fue hasta la puerta delantera y descorrió los cerrojos. Entraron dos de los agentes, dejando a los otros dos en la puerta. Dante consiguió que uno de ellos le prestase una MagLite que llevaba en el cinturón. Dicanti se la quitó de las manos y bajó delante de él, los músculos en tensión, el arma apuntando al frente. Fowler se quedó arriba, musitando una pequeña oración.
Al cabo de un rato emergió la cabeza de Paola, que salió a toda prisa a la calle. Dante salió despacio. Miró a Fowler y meneó la cabeza.
Paola escapó al aire libre, sollozando. Vomitó el desayuno lo más lejos que pudo de la puerta. Unos jóvenes con aspecto extranjero que esperaban en la cola se acercaron a interesarse por ella.
—¿Necesita ayuda?
Paola los alejó con un gesto. Junto a ella apareció Fowler, quien le tendió un pañuelo. Lo aceptó, y se limpió con él la bilis y las lágrimas. Las de fuera, porque las de dentro no podía sacárselas tan fácilmente. La cabeza le daba vueltas. No podía ser, no podía ser Pontiero la masa sanguinolenta que había encontrado atada a aquella columna. Maurizio Pontiero, superintendente, era un buen hombre, delgado y lleno de un constante, abrupto, simpático mal humor. Era un padre de familia, era un amigo, un compañero. En las tardes de lluvia se rebullía inquieto dentro del traje, era un colega, siempre pagaba los cafés, siempre estaba allí. Llevaba muchos años estando. No podía ser que dejase de respirar, convertido en aquel bulto informe. Intentó borrar aquella imagen de sus pupilas, sacudiendo la mano ante los ojos.
Y en aquel momento sonó su móvil. Lo sacó del bolsillo con gesto de disgusto, y se quedó paralizada. En la pantalla, la llamada entrante era de:
M. PONTIERO
Paola descolgó, muerta de miedo. Fowler la miró intrigado.
—¿Sí?
—Buenas tardes, inspectora. ¿Qué tal se encuentra?
—¿Quien es?
—Inspectora, por favor. Usted misma me pidió que le llamara a cualquier hora si recordaba algo. Acabo de recordar que he tenido que acabar con su compañero. Lo lamento de veras. Se cruzó en mi camino.
—Vamos a cogerle, Francesco. ¿O debería decir Viktor? —dijo Paola, escupiendo las palabras con rabia, con los ojos empapados en lágrimas, pero intentando mantener la calma, golpear donde dolía. Que supiera que su máscara había caído.
Hubo una breve pausa. Muy breve. No le había cogido por sorpresa en absoluto.
—Ah, si claro. Ya saben quien soy. Déle recuerdos de mi parte al padre Fowler. Ha perdido pelo desde que no nos vemos. Y a usted la veo más pálida.
Paola abrió mucho los ojos, sorprendida.
—¿Dónde está, maldito hijo de puta?
—¿No es evidente? Detrás de usted.
Paola miró a los miles de personas que abarrotaban la calle, cubiertos por sombreros, gorras, agitando banderas, bebiendo agua, rezando, cantando.
—¿Por qué no se acerca, padre? Podremos charlar un ratito.
—No, Paola, por desgracia me temo que he de permanecer alejado de ustedes un poco más. Ni por un segundo piensen que han realizado ningún avance con descubrir al bueno del hermano Francesco. Su vida se había agotado ya. En fin, he de dejarla. En breve tendrá noticias mías, descuide. Y no se preocupe, ya he perdonado su pequeña descortesía de antes. Usted es importante para mí.
Y colgó.
Dicanti se lanzó de cabeza a la multitud. Iba apartando gente sin ton ni son, buscando a los hombres de una cierta altura, sujetándolos por el brazo, dando la vuelta a los que miraban hacia otro lado, quitando sombreros, gorras. La gente se alejaba de ella. Estaba desquiciada, con la mirada perdida, dispuesta a examinar a todos los peregrinos uno a uno, si era preciso.
Fowler se abrió paso al corazón de la muchedumbre y la retuvo del brazo.
—Es inútil, ispettora.
—¡Suélteme!
—Paola. Déjalo. Se ha ido.
Dicanti se echó a llorar. Fowler la abrazó. A su alrededor, la gigantesca serpiente humana avanzaba, lentamente, hacia el cuerpo insepulto de Juan Pablo II. Y llevaba un asesino en su interior.