Parroquia de Saint Thomas

Augusta, Massachusetts

Julio de 1992

Harry Bloom dejó la cesta con la colecta encima de la mesa del fondo de la sacristía. Echó una última ojeada a la iglesia. No quedaba nadie… No iba mucha gente a primera hora los sábados. Sabía que si se daba prisa llegaría a tiempo de ver la final de los 100 metros lisos. Solo tenía que dejar la casulla de monaguillo en el armario, cambiar los brillantes zapatos por las zapatillas deportivas y volar a casa. La señorita Mona, la maestra de cuarto grado, le reñía cada vez que corría en los pasillos del colegio. Su madre le reñía cada vez que corría dentro de casa. Pero en la media milla que separaba la iglesia de su casa estaba la libertad… podía correr todo lo que quisiera, siempre que mirara a ambos lados antes de cruzar la calle. Cuando fuera mayor sería atleta.

Dobló cuidadosamente la casulla y la colocó en el armario. Dentro estaba su mochila, de la que sacó las zapatillas. Se estaba quitando los zapatos con cuidado cuando sintió la mano del padre Karoski en el hombro.

—Harry, Harry… estoy muy decepcionado contigo.

El niño se iba a girar, pero la mano del padre Karoski no le dejó.

—¿Es que he hecho algo malo?

Hubo un cambio de inflexión en la voz del padre. Como si respirase más deprisa.

—Ah, y encima te haces el listillo. Aún peor.

—Padre, de verdad que no sé lo que he hecho…

—Qué descaro. ¿Acaso no has llegado tarde al rezo del Santo Rosario antes de misa?

—Padre, es que mi hermano Leopold no me dejaba usar el baño, y bueno, ya sabe… No ha sido culpa mía.

—¡Silencio, desvergonzado! No inventes excusas. Ahora añades el pecado de la mentira al de tu desinterés.

Harry se sorprendió de que le hubiera pillado. Lo cierto es si había sido culpa suya. Ponían G. I. Joe en la tele, y remoloneó un rato en el salón antes de salir zumbando por la puerta al ver la hora que era.

—Perdón, padre…

—Está muy mal que los niños mientan.

Jamás había escuchado al padre Karoski hablando de esa manera, tan enfadado. Ahora estaba comenzando a asustarse mucho. Intentó darse la vuelta una vez más, pero la mano le apretó contra la pared, muy fuerte. Solo que ya no era una mano. Era una Garra, como la del Hombre Lobo en el serial de la NBC. Y la Garra le clavaba las uñas, aprisionaba su rostro contra la pared como si quisiera obligarle a atravesarla.

—Ahora, Harry, recibirás tu castigo. Bájate los pantalones y no te vuelvas, o será mucho peor.

El niño escuchó el ruido de algo metálico cayendo al suelo. Se bajó los pantalones con auténtico pánico, convencido de que iba a recibir una tanda de azotes. El anterior monaguillo, Stephen, le había contado en voz baja que el padre Karoski le había castigado una vez, y que le había dolido mucho.

— Ahora recibirás tu castigo —repitió Karoski, con voz ronca, la boca muy cerca de su nuca. Sintió un escalofrío. Le llegó una vaharada de aliento a menta fresca mezclada con after shave. En una increíble pirueta mental, se dio cuenta que el padre Karoski usaba la misma loción que su padre.

—¡Arrepiéntete!

Harry sintió un empujón y un dolor agudo entre las nalgas y creyó que se moría. Se arrepintió de haber llegado tarde, lo sentía de verdad, mucho. Pero aunque se lo dijo a la Garra, no sirvió de nada. El dolor continuó, más fuerte con cada «arrepiéntete». Harry, con la cara aplastada contra la pared, alcanzaba a ver sus zapatillas en el suelo de la sacristía, y deseó tenerlas puestas, correr lejos con ellas, libre y lejos.

Libre y lejos, muy lejos.