Sede central de la UACV

Via Lamarmora, 3

Martes, 5 de abril de 2005. 22:32

—Veamos, ¿qué tenemos?

—Tenemos dos cardenales muertos de una forma horrible, Dicanti.

Dicanti y Pontiero comían sándwiches y bebían café en la sala de reuniones del laboratorio. El lugar, a pesar de ser moderno, era gris y deprimente. El único colorido de toda la sala lo ponía el centenar de fotografías de la escena del crimen que había esparcido frente a ellos. A un lado de la enorme mesa de la sala había cuatro bolsas de plástico con pruebas periciales. Lo que tenían hasta el momento, a falta de lo que les trajera Dante acerca del primer crimen.

—De acuerdo Pontiero, empezaremos por Robayra. ¿Qué sabemos de él?

—Vivía y trabajaba en Buenos Aires. Llegó en un vuelo de Aerolíneas Argentinas el domingo por la mañana. Tenía un billete abierto comprado desde hacía semanas, y esperó a cerrarlo a la una de la tarde del sábado. Con la diferencia horaria, supongo que fue el momento en que murió el Santo Padre.

—¿Ida y vuelta?

—Solo ida.

—Qué curioso… o el cardenal era muy poco previsor o venía al Cónclave con muchas esperanzas. Maurizio, tú me conoces: yo no soy especialmente religiosa. ¿Sabes algo de las posibilidades de Robayra como papable?

—No gran cosa. Leí algo sobre él hace una semana, creo que fue en la Stampa. Le consideraban bien colocado, pero no uno de los grandes favoritos. De todas formas, ya sabes cómo son los medios de comunicación italianos. Sólo prestan atención a nuestros cardenales. Acerca de Portini sí había leído, y mucho.

Pontiero era un hombre de familia, de impecable honestidad. Era, hasta donde alcanzaban los datos de Paola, un buen marido y un buen padre. Iba a misa todos los domingos, como un reloj. Como puntual era su invitación a acompañarles, que Dicanti rechazaba con múltiples excusas. Algunas eran buenas, otras malas, pero ninguna colaba. Pontiero sabía que en el alma de la inspectora no había mucha fe. Se le marchó al cielo con su padre, hace diez años.

—Hay algo que me preocupa, Maurizio. Es importante conocer qué clase de frustración une al asesino con los cardenales. Si detesta el rojo, si es un seminarista chiflado o si simplemente odia los sombreritos redondos.

—Capelo cardenalicio.

—Gracias por la aclaración. Sospecho que hay un nexo de unión entre las víctimas, más allá del capelo. En fin, por ese camino no vamos a llegar muy lejos sin consultar a alguna auténtica fuente de autoridad. Mañana Dante tendrá que allanarnos el camino para hablar con alguien que esté arriba en la Curia. Y cuando digo arriba, me refiero arriba.

—No será fácil.

—Eso ya lo veremos. Por ahora, centrémonos en las pruebas. Para empezar, sabemos que Robayra no murió en la iglesia.

—Había muy poca sangre, en efecto. Tuvo que morir en otro sitio.

—Definitivamente, el asesino tuvo que retener en su poder al cardenal un cierto tiempo en un lugar privado y secreto, donde aprovecharía para interactuar con el cuerpo. Sabemos que tuvo que ganarse su confianza de algún modo, para que la víctima entrara voluntariamente en ese lugar. Desde ahí, movió el cadáver hasta Santa María in Traspontina, evidentemente con un motivo.

—¿Qué hay de la iglesia?

—Hablé con el párroco. Estaba cerrada a cal y canto cuando él se acostó. Recuerda que tuvo que abrir a la policía cuando llegó. Pero hay una segunda puerta, muy pequeña, que da a la Via dei Corridori. Probablemente esa fue la vía de entrada. ¿Lo han comprobado?

—La cerradura estaba intacta, pero era moderna y fuerte. Pero aunque la puerta estuviera abierta de par en par, no comprendo cómo pudo entrar el asesino.

—¿Porqué?

—¿Te fijaste en la cantidad de gente que había en la puerta principal, en la Via della Conciliazione? Pues en la calle de atrás hay aún más gente, joder. Está a rebosar de peregrinos. Si hasta la han cortado al tráfico. No me digas que el asesino entró con un cadáver en las manos a la vista de todo el mundo.

Paola pensó durante unos segundos. Tal vez aquella marea humana había sido el mejor camuflaje para el asesino, pero ¿cómo había entrado sin forzar la puerta?

—Pontiero, averiguar cómo entró está entre nuestras prioridades. Presiento que es muy importante. Mañana iremos a ver al hermano ¿cómo se llamaba?

—Francesco Toma, fraile carmelita.

El subinspector asintió, lentamente, escribiendo en su libreta.

—A ése. Por otro lado tenemos los detalles macabros: el mensaje en la pared, las manos cortadas sobre el lienzo… y estas bolsas de aquí. Procede.

Pontiero comenzó a leer, mientras la inspectora Dicanti rellenaba el informe de pruebas a bolígrafo. Una oficina ultramoderna y aún tenían reliquias del siglo XX como esos anticuados impresos.

—Prueba pericial número 1. Estola. Rectángulo de tela bordada empleada por los sacerdotes católicos en el sacramento de la confesión. Se encontró colgando de la boca del cadáver, totalmente bañada en sangre. El grupo sanguíneo coincide con el de la víctima. Análisis de ADN, en curso.

Ése era el objeto pardusco que en la penumbra de la iglesia no habían podido distinguir. El análisis de ADN tardaría al menos dos días, y eso gracias a que la UACV contaba con uno de los laboratorios más avanzados del mundo. Muchas veces, a Dicanti le entraba la risa cuando veía CSI[6] en la tele. Ojalá las pruebas se procesaran tan rápido como aparecía en las series americanas.

—Prueba pericial número 2. Lienzo blanco. Procedencia desconocida. Material, algodón. Presencia de sangre, pero muy leve. Sobre él se encontraron las manos cortadas de la víctima. El grupo sanguíneo coincide con el de la víctima. Análisis de ADN, en curso.

—Una cosa, ¿Robayra es con y griega o con i latina? —dudó Dicanti.

—Con y griega, creo.

—Bien, sigue, Maurizio, por favor.

—Prueba pericial número 3. Papel arrugado, de unos tres por tres centímetros. Se encontró en la cuenca ocular izquierda de la víctima. El tipo de papel, su composición, gramaje y porcentaje de cloro están siendo estudiados. Sobre el papel hay escrito, a mano y con bolígrafo, las letras:

—Mt 16 —dijo Dicanti—. ¿Una dirección?

—El papel se encontró cubierto de sangre y hecho una bola. Es evidente que se trata de un mensaje del asesino. La ausencia de los ojos en la víctima podría no ser tanto un castigo para él como un indicio… como si nos estuviera diciendo donde mirar.

—O que estamos ciegos.

—Un asesino lúdico… es el primero de ellos que aparece en Italia. Creo que por eso Boi quería que te encargaras tú, Paola. No un detective normal, sino alguien capaz de pensar de forma creativa.

Dicanti reflexionó sobre las palabras del subinspector. De ser eso cierto, las apuestas se doblaban. El perfil del asesino lúdico solía responder a personas muy inteligentes, y normalmente mucho más difíciles de atrapar, si no cometían un error. Tarde o temprano todos lo cometían, pero mientras llenaban las cámaras de la morgue.

—De acuerdo, pensemos un momento. ¿Qué calles tenemos con esas iniciales?

—Viale del Muro Torto…

—No vale, atraviesa un parque y no tiene números, Maurizio.

—Entonces tampoco vale Monte Tarpeo, que es la que atraviesa los jardines del Palazzo dei Conservatori.

—¿Y Monte Testaccio?

—Por el Parco Testaccio… esa podría valer.

—Espera un momento —Dicanti cogió el teléfono y marcó un número interno—. ¿Documentación? Ah, hola Silvio. Compruébame qué hay en Monte Testaccio, 16. Y tráenos un callejero de Roma a la sala de reuniones, por favor.

Mientras esperaban, Pontiero siguió haciendo la enumeración de pruebas.

—Por último (por ahora): Prueba pericial número 4. Papel arrugado, de unos tres por tres centímetros. Se encontró en la cuenca derecha de la víctima, en idénticas condiciones que la Prueba Número 3. El tipo de papel, su composición, gramaje y porcentaje de cloro están siendo estudiados. Sobre el papel hay escrito, a mano y con bolígrafo, la palabra:

Undeviginti.

—Joder, es como un puñetero jeroglífico —se desesperó Dicanti. Solo espero que no sea la continuación de un mensaje que dejó en la primera víctima, porque la primera parte se ha convertido en humo.

—Supongo que tendremos que conformarnos con lo que tenemos por ahora.

—Estupendo, Pontiero. ¿Por qué no me dices lo que es undeviginti, para que pueda conformarme con ello?

—Tienes un poco oxidado el latín, Dicanti. Significa diecinueve.

—Maldita sea, es cierto. Siempre me suspendían en la escuela. ¿Y la flecha?

En aquel momento entró uno de los ayudantes de Documentación con el callejero de Roma.

—Aquí tiene, inspectora. He buscado lo que me pidió: Monte Testaccio 16 no existe. Esa calle sólo tiene catorce portales.

—Gracias, Silvio. Hazme un favor, quédate aquí con Pontiero y conmigo y comprueba qué calles de Roma comienzan por MT. Es un tiro a ciegas, pero he tenido una intuición.

—Esperemos que sea mejor psicóloga que adivina, dottora Dicanti. Haría mejor en ir a buscar una Biblia.

Los tres giraron la cabeza hacia la puerta de la sala de reuniones. En el umbral había un sacerdote vestido con clergyman. Era alto y delgado, fibroso, con una pronunciada calva. Aparentaba cincuenta muy bien conservados años, y tenía unos rasgos duros y fuertes, propios del que ha visto muchos amaneceres a la intemperie. Dicanti pensó que parecía más un soldado que un sacerdote.

—¿Quién es usted y qué es lo que quiere? Ésta es una zona restringida. Haga el favor de marcharse inmediatamente —dijo Pontiero.

—Soy el padre Anthony Fowler, y he venido a ayudarles. —Hablaba un italiano correcto, pero algo cadencioso y vacilante.

—Éstas son dependencias policiales y usted ha entrado en ellas sin autorización. Si quiere ayudarnos, vaya a la iglesia y rece por nuestras almas.

Pontiero se dirigió hacia el recién llegado, con ánimo de invitarle a marcharse con malos modos. Dicanti ya se daba la vuelta para seguir estudiando las fotos, cuando Fowler habló:

—Es de la Biblia. Del Nuevo Testamento, más concretamente.

—¿Cómo? —se sorprendió Pontiero.

Dicanti alzó la cabeza y miró a Fowler.

—De acuerdo, explíquese.

—Mt, 16. Evangelio según San Mateo, capítulo 16. ¿Dejó alguna otra nota?

Pontiero parecía contrariado.

—Escucha, Paola, de verdad no irás a hacer caso a…

Dicanti le detuvo con un gesto.

—Escuchémosle.

Fowler entró en la sala de juntas. Llevaba un abrigo negro en la mano, y lo dejó sobre una silla.

—El Nuevo Testamento cristiano se divide en cuatro libros, como bien saben: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. En la bibliografía cristiana se representa el libro de Mateo con las letras Mt. Un número a continuación hace referencia al capítulo. Y con dos números más, se indicaría una cita del mismo, entre dos versículos.

—El asesino dejó esto.

Paola le mostró la prueba número 4, embolsada en plástico. Le miraba muy atenta a los ojos. El sacerdote no dio muestras de reconocer la nota, y tampoco se asqueó ante la sangre. Sólo la miró detenidamente y dijo:

—Diecinueve. Qué apropiado.

Pontiero se enfureció.

—¿Va a decirnos lo que sabe de una vez o nos va a hacer esperar mucho rato, padre?

Et tibi dabo claves regni coelorum, —recitó Fowler— et quodcumque ligaveris super terram, erit legatum et in coelis; et quodcumque solveris super terram, erit solutum et in coelis. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo. Mateo 16, versículo 19. Es decir, las palabras con las que Jesús confirmó a San Pedro como jefe de los Apóstoles y le otorgó a él y a sus sucesores el poder sobre toda la cristiandad.

—Santa Madonna —exclamó Dicanti.

—Considerando lo que está a punto de suceder en ésta ciudad, señores, creo que deberían ustedes preocuparse. Y mucho.

—Joder, un loco errático acaba de degollar a un cura y usted hace sonar las sirenas. No lo veo tan preocupante, padre Fowler —dijo Pontiero.

—No, amigo mío. El asesino no es un loco errático. Es una persona cruel, metódica e inteligente, y está terriblemente trastornado, pueden creerme.

—¿Ah si? Parece que sabe mucho sobre sus motivaciones, padre —se burló el subinspector.

El sacerdote miró fijamente a Dicanti mientras respondía.

—Sé mucho más que eso, señores. Sé quién es.