Palacio Apostólico

Sábado, 2 de abril de 2005. 21:37

El hombre de la cama dejó de respirar. Su secretario personal, monseñor Stanislao Dwisicz, que llevaba treinta y seis horas aferrado a la mano derecha del moribundo, rompió a llorar. Los médicos de guardia tuvieron que apartarle con violencia, y dedicaron más de una hora a intentar recuperar al anciano. Fueron mucho más allá de lo razonable. Mientras comenzaban una y otra vez el proceso de reanimación, todos ellos sabían que debían hacer todo lo posible, y aún más, para tranquilizar sus propias conciencias.

Los aposentos privados del Sumo Pontífice hubieran sorprendido a más de un observador desinformado. El gobernante ante quien se inclinaban con respeto los líderes de las naciones vivía en un espacio de pobreza total. Su habitación era una estancia austera hasta lo indecible, con las paredes desnudas salvo por un crucifijo y el mobiliario de madera lacada: una mesa, una silla y un humilde lecho. Éste último había sido sustituido en los últimos meses por una cama de hospital. Junto a ella se afanaban los enfermeros en un esfuerzo por reanimarle, mientras gruesas gotas de sudor caían sobre las sábanas de blanco inmaculado. Cuatro monjas polacas las cambiaban tres veces al día.

Finalmente el doctor Silvio Renato, médico personal del Papa, detuvo el inútil esfuerzo. Con un gesto ordenó a los enfermeros que cubrieran el viejo rostro con un velo blanco. Pidió a todos que salieran, quedando sólo junto a Dwisicz. Redactó el certificado de defunción allí mismo. La causa de la muerte estaba más que clara, un colapso cardiocirculatorio, agravado por la inflamación de la laringe. Tuvo dudas a la hora de escribir el nombre del anciano, aunque finalmente escogió su nombre civil, para evitar problemas.

Tras extender y firmar el documento, el doctor se lo tendió al cardenal Samalo, que acababa de entrar en la habitación. El purpurado tenía la penosa tarea de certificar oficialmente la muerte.

—Gracias, doctor. Con su permiso, procedo.

—Es todo suyo, Eminencia.

—No, doctor. Ahora es de Dios.

Samalo se acercó, despacio, al lecho de muerte. A sus 78 años había pedido al Señor muchas veces no ver éste momento. Era un hombre tranquilo y reposado, y sabía de la pesada carga y las múltiples responsabilidades y tareas que ahora recaían sobre sus hombros.

Miró el cadáver. Aquel hombre había llegado a los 84 años superando un balazo en el pecho, un tumor en el colon, y una complicada apendicitis. Pero el parkinson le debilitó día a día, y le dejó tan débil que su corazón, finalmente, no resistió más.

Desde la ventana del tercer piso del Palacio, el Cardenal podía ver como casi doscientas mil personas abarrotaban la Plaza de San Pedro. Las azoteas de los edificios circundantes estaban abarrotadas de antenas y cámaras de televisión. «Dentro de poco serán aún más —pensó Samalo—. La que se nos viene encima. La gente le adoraba, admiraba su sacrificio y su voluntad de hierro. Será un golpe duro, aunque todos lo esperaran desde enero… y no pocos lo desearan. Y luego está el otro asunto».

Se oyó ruido junto a la puerta, y el jefe de seguridad del Vaticano, Camilo Cirin, entró precediendo a los tres cardenales que debían certificar la muerte. Se notaba en sus caras la preocupación y el sueño. Los purpurados se acercaron al lecho. Ninguno apartó la vista.

—Empecemos —dijo Samalo.

Dwisicz le acercó un maletín abierto. El Camarlengo levantó el velo blanco que cubría el rostro del difunto, y abrió una ampolla que contenía los santos óleos. Comenzó el milenario ritual en latín:

Si vives, ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti, Amén[1].

Samalo trazó la señal de la cruz sobre la frente del difunto y agregó:

Per istam sanctam Unctionem, indulgeat tibi Dominus a quidquid… Amen[2].

Con gesto solemne, invocó la bendición apostólica:

—Por la facultad que me ha sido otorgada por la Sede Apostólica, yo te concedo indulgencia plenaria y remisión de todos los pecados… y te bendigo. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo… Amén.

Tomó un martillo de plata del maletín que le tendía el obispo. Golpeó suavemente tres veces en la frente del muerto con él, diciendo después de cada golpecito:

—Karol Wojtyla, ¿estás muerto?

No hubo respuesta. El Camarlengo miró a los tres cardenales que estaban junto a la cama, quienes asintieron.

—Verdaderamente, el Papa está muerto.

Con la mano derecha, Samalo le quitó al difunto el anillo del Pescador, símbolo de su autoridad en el mundo. Con la derecha volvió a cubrir el rostro de Juan Pablo II con el velo. Respiró hondo, y miró a sus tres compañeros.

—Tenemos mucho trabajo que hacer.