—¡Dale gas, viejo! —gritó Xemerius acurrucado en mi regazo en el asiento del acompañante del Mini de Gideon, que avanzaba a paso de tortuga por el Strand entre el tráfico de primera hora de la tarde—. Poco a poco se acerca la hora del enfrentamiento decisivo con el maligno.
—Chitón —le murmuré a Xemerius—. Por mí el conde puede esperar por los siglos de los siglos.
—¿Cómo dices? —Gideon me miró extrañado.
—No, nada. —Miré hacia fuera de la ventana—. Gideon, ¿crees que realmente bastará con lo que hemos pensado? —Mi euforia de la mañana se había esfumado y había sido sustituida por una especie de excitación nerviosa de esas que hacen que no puedas parar de morderte las uñas.
Gideon se encogió de hombros.
—En todo caso nuestro plan es mejor que… ¿cómo lo llamaste?; ah, sí, la «estrategia general de actuación» de esta mañana.
—Yo no lo llame así, fue Leslie —le corregí.
Durante un rato permanecimos callados, absortos en nuestros pensamientos. Supongo que aún no nos habíamos recuperado del todo de nuestro encuentro con Lucy y Paul. Yo, en todo caso, no me había dado realmente cuenta de lo estresantes que podían ser los viajes en el tiempo hasta que en el salto de vuelta habíamos interrumpido en un ensayo del coro de la iglesia y habíamos tenido que escapar a todo correr, perseguidos por varias vociferantes sopranos que debían de rondar los setenta años. Pero al menos ya estábamos preparados para nuestro encuentro con el conde de Saint Germain. Había sido Lucy la que nos había ayudado a dar con la idea clave, y esta idea era también la razón de que me estuviera quedando sin uñas.
—¡Chico, a ver si conduces como Dios manda! —chilló Xemerius tapándose los ojos con las zarpas—. ¡El semáforo no podía estar más rojo!
Gideon apretó el acelerador y se saltó la preferencia del paso de un taxi antes de girar a la derecha en dirección al cuartel general de los Vigilantes. Poco después frenó haciendo chirriar los neumáticos en el aparcamiento. Se volvió hacia mí y me apoyó las manos en los hombros.
—Gwendolyn —empezó a decir muy serio—, pase lo que pase…
No pudo seguir, porque en ese instante la puerta de mi lado se abrió de golpe, y cuando ya iba a girarme para echarle una bronca al inefable mister Marley vi que quien nos había interrumpido no era él, sino mister George, que se pasaba la mano por su resplandeciente calva con aire preocupado.
—¡Gideon, Gwendolyn, por fin! —dijo en tono de reproche—. Llegáis más de una hora tarde.
—Los más guapos de la fiesta siempre se hacen esperar —graznó Xemerius saltando de mi regazo. Le lancé una mirada a Gideon, suspiré y bajé del coche.
—Vamos, chicos —nos apremió mister George mientras me cogía del brazo—. Ya está todo preparado.
«Todo» era un sueño de bordados y puntillas color crema combinados con terciopelo y brocado de un frío tono dorado para mí y una levita con colores vivos para Gideon.
—¿Esto que veo son monos? —Gideon miró la prenda como si estuviera impregnada de cianuro.
—Para ser más precisos, monos capuchinos.
Madame Rossini le dirigió una sonrisa radiante y le aseguró que los animales exóticos era el último grito en 1782. Y ya iba a extenderse sobre lo que le había costado generar los datos del bordado para su máquina de coser a partir de documentos originales cuando mister George, que estaba esperando ante la puerta mirando su reloj dorado, intervino para cortarla. No me explicaba por qué tenía tanta prisa. Al fin y al cabo, para el conde, la hora que fuera no representaba ninguna diferencia.
—Hoy elapsaréis en la Sala de Documentos —anunció mister George abriendo la marcha.
Hasta ese momento ni Falk ni los otros Vigilantes habían hecho acto de presencia. Seguramente estarían sentados en la Sala del Dragón renovando sus votos o brindando por las reglas de oro o haciendo lo que sea que los Vigilantes suelen hacer.
La única persona con la que nos cruzamos fue mistress Jenkins, que nos saludó con la mano y se alejó apresuradamente por el pasillo cargada con un grueso archivador. (¡Y eso en domingo!).
—Mister George, ¿cuáles son las instrucciones para hoy? —preguntó Gideon—. ¿Hay algún detalle en concreto que debamos tener en cuenta?
—Veamos, para el conde de Saint Germain ha pasado tanto tiempo desde el baile como para vosotros, es decir, dos días —explicó mister George con aire solícito—. A nosotros mismos nos han desconcentrado un poco las instrucciones de la carta. Según ellas, tu visita debe durar solo quince minutos, mientras que Gwendolyn deberá permanecer con él tres horas y media. Pero suponemos que a ti se te confiarán otras tareas para las que se requerirán tu contingente de tiempo, ya que ha hecho constar expresamente que no debéis elapsar antes de verle. —Calló un momento y miró a través de la gruesa ventana, que ofrecía una buena panorámica de la Temple Church—. Las indicaciones que nos ha facilitado al respecto no nos han aclarado demasiado las cosas, pero… por lo visto el conde está seguro de que el círculo de sangre va a cerrarse de forma inminente. Ha escrito que todos debemos estar preparados para el momento.
—Oh, oh —dijo Xemerius.
Oh, oh pensé yo, y le lancé una rápida mirada a Gideon. Aquello sonaba como si el conde hubiera contado con el fracaso de la operación Zafiro y Turmalina negra, que en realidad estaba prevista para el día anterior, y desde el principio hubiera tenido en mente otro plan.
Posiblemente un plan más genial que el nuestro.
Mi excitación nerviosa dio paso a un miedo cerval. La idea de quedarme sola con el conde me ponía la carne de gallina. Como si pudiera leer mis pensamientos, Gideon se detuvo y me atrajo hacia sí sin preocuparse por mister George.
—Todo irá bien —me susurró al oído—. No olvides que él no puede hacerte nada. Y mientras no lo sepa, estarás segura.
Me aferré a él como un mono capuchino.
Mister George carraspeó.
—Me alegro de que hayáis arreglado vuestras diferencias —dijo, y una pícara sonrisa asomó a su rostro—. Pero, de todos modos, debemos seguir adelante.
* * *
—¡Procura cuidar de ella, cabeza de serrín! —oí bramar aún a Xemerius, y un instante después había saltado al año 1782.
Lo primero que vi al aterrizar fue la cara de Rakoczy a solo medio metro de mí. Lancé un gritito y salté de lado, y también Rakoczy retrocedió sobresaltado.
Entonces resonó una risa, una risa agradable y melodiosa, que, sin embargo, hizo que todos los pelos de la nuca se me pusieran de punta.
—Ya te dije que sería mejor que te hicieras a un lado, Miro.
Mientras Gideon aterrizaba junto a mí, me volví despacio. Ahí estaba: el conde de Saint Germain, enfundado en una sencilla levita gris verdosa y, como siempre, con una peluca blanca. El conde se apoyó en su bastón, y por un momento pareció un hombre frágil y viejo, terriblemente viejo.
Luego, sin embargo se irguió y adquirió de nuevo su porte habitual. A la luz de las velas vi como sus labios se deformaban en una sonrisa burlona.
—Bienvenidos, queridos. Me alegro de ver que estáis bien. Y de comprobar que las descripciones morbosas de Alastair sobre la muerte de Gwendolyn solo eran fruto de la fantasía de un moribundo.
Se acercó un paso y me observó expectante. Vacilé un segundo, y luego pensé que seguramente estaba esperando una reverencia, de modo que me incliné profundamente. Pero cuando me volví a incorporarme, el conde ya hacía rato que había centrado su atención en Gideon.
—Hoy no podemos tener tiempo para formalidades. ¿Una nota de tu gran maestre? —preguntó.
Gideon le tendió la carta sellada que nos había entregado mister George. Mientras el conde rompía el sello y leía, eché un vistazo a la habitación. Había un escritorio y varias sillas y sillones. Los anaqueles que cubrían las paredes a nuestro alrededor estaban repletos de libros y de rollos y pilas de papel, y encima de la chimenea colgaba, como en nuestra época, un cuadro. Pero no era el retrato del conde de Saint Germain, sino una agradable naturaleza muerta con libros, pergamino, una pluma y un tintero. Rakoczy se había dejado caer sin más ceremonias en una silla y había apoyado sus botas sobre el escritorio. Sostenía relajadamente en la mano su espada desenvainada, como si fuera un juguete del que no podía separarse. Sus lúgubres ojos sin brillo apuntaron fugazmente hacia mí y contrajo sus labios en forma de desdén. Si es que recordaba nuestro último encuentro, era evidente que no tenía intención de disculparse por su comportamiento.
El conde, que había acabado la lectura, me dirigió una mirada escrutadora, y luego hizo un gesto de asentimiento.
—«Con la magia del cuervo dotado, sol mayor cierra el círculo que los doce han formado». ¿Cómo escapaste a la furiosa espada de lord Alastair? ¿O solo fueron imaginaciones suyas?
—No. Efectivamente hirió a Gwendolyn —dijo Gideon, y me quedé asombrada de que su voz sonara tan serena y afable—. Pero solo fue un arañazo inofensivo, tuvo mucha suerte.
—Lamento que tuvierais que veros en esta situación —dijo el conde—. Os había prometido que nadie os tocaría ni un pelo, y por regla general cumplo mis promesas, pero esta noche amigo Rakoczy no estuvo del todo atento a sus deberes, ¿no es cierto, Miro? Lo que de nuevo me dio ocasión para constatar que a veces no es bueno confiar demasiado en los demás. Si la encantadora lady Lavinia no hubiera acudido a mí, posiblemente mi primer secretario se habría recuperado de su desmayo y hubiera puesto pies en polvorosa… Y lord Alastair se habría desangrado solo.
—La encantadora Lady Lavinia fue la primera en traicionarnos —se me escapó—. Esa mujer…
El conde levantó la mano.
—Lo sé todo, querida. Alcott tuvo tiempo más que suficiente para confesar sus pecados.
Rakoczy soltó una risotada ronca.
—Y también Alastair tenía aún muchas cosas que contarnos, aunque al final era un poco difícil entenderle, ¿no es cierto, Miro? —El conde embozó una desagradable sonrisa—. Pero ya tendremos ocasión de hablar de esto después, hoy el tiempo nos apremia. —Levantó la carta—. Ahora que ha quedado aclarado el auténtico origen de Gwendolyn, no debería ser difícil convencer a sus padres para que efectúen una pequeña donación de sangre. Confío en que habréis seguido exactamente todas mis instrucciones.
Gideon asintió con la cabeza. Su rostro estaba pálido y tenso, y evitaba mirarme. Y eso que hasta entonces todo estaba transcurriendo tal como habíamos previsto, al menos en términos generales.
—La operación Turmalina negra y Zafiro se efectuará hoy mismo —dijo—. Si el reloj de la pared funciona bien, dentro de unos minutos saltaré de vuelta al año 2011. Y desde allí todo está preparado para que visite a Lucy y a Paul.
—Exacto —dijo el conde satisfecho; luego cogió un sobre del bolsillo de su levita y se lo tendió a Gideon—. Aquí está explicado mi plan a grandes rasgos. A nadie, entre mis Vigilantes del futuro, debe ocurrírsele la idea de interponerse en tu camino.
Se acercó a la chimenea y durante un momento permaneció mirando el fuego con aire meditabundo. Luego se volvió. Sus ojos centellaban sobre la nariz del águila, y de repente toda la habitación pareció llenarse con su presencia. Levantó los brazos.
—En el día de hoy se cumplirán todas las profecías. Hoy la humanidad dispondrá por fin un remedio de un poder curativo nunca visto —exclamó.
Hizo una pequeña pausa y nos miró como si esperara que aplaudiéramos. Pensé por un momento en si no debería esforzarme en lanzar un «¡Uau! ¡Genial!» maravillado, pero en ese instante mis cualidades como actriz no me merecían mucha confianza. También Gideon se limitó a mirarle sin decir nada. Y Rakoczy incluso tuvo el descaro de soltar un ligero eructo en ese solemne momento.
El conde chasqueó la lengua enojado.
—Bien… —continuó despacio—. Creo que ya está todo dicho —se acercó y me puso la mano en el hombro. Tuve que hacer un esfuerzo para no sacudírmela de encima como antes a la tarántula—. Nosotros dos, bella niña, ya encontraremos una forma de matar el tiempo mientras tanto, ¿no es cierto? —dijo con voz melosa—. Seguro que comprendes la necesidad de que me hagas compañía aquí un rato más que el joven Gideon. —Asentí y me pregunté si el conde no habría recapacitado y estaría cambiando poco a poco su imagen de las mujeres. Si suponía que yo lo había comprendido todo, no podía ser tan tonta ¿no? Pero enseguida añadió en tono autoritario—: Al fin y al cabo nuestro joven Gideon debe hacer comprender con claridad a Turmalina negra y a su Zafiro que su hija morirá si no le dan su sangre en el acto. —Rió suavemente y se volvió hacia Gideon—. Podrías adornarlo un poco hablándoles de la pasión de Rakoczy por la sangre de las vírgenes y de la costumbre transilvana de arrancarle a la gente el corazón en vida, pero estoy seguro de que no será necesario. Si no me he equivocado al juzgar a esos testarudos jóvenes, no dudo de que te entregarán la sangre inmediatamente.
Rakoczy soltó una carcajada que sonó como un ladrido y el conde le secundó.
—La gente es tan fácil de manipular, ¿verdad?
—Pero supongo que no iréis a hacerle realmente a Gwendolyn… —dijo Gideon, que seguía sin mirarme, y esta vez pude percibir un ligero temblor en su voz.
El conde sonrió benévolamente.
—Pero ¿cómo puedes imaginar algo así, mi querido muchacho? Nadie le tocará ni un pelo. Sencillamente será mi rehén durante un rato. Concretamente desde que hayas vuelto a saltar desde el año 1912 hasta el año 2011. —Levantó la voz—. Y estas sagradas salas temblarán cuando la hermandad se reúna y el círculo de sangre se cierre en el cronógrafo. —Suspiró—. Ah, cómo me gustaría poder asistir a ese mágico momento. ¡Debes contármelo todo con detalle!
Claro, claro. Bla bla bla. Me di cuenta de que estaba apretando los dientes en un acto reflejo. Ya empezaba a dolerme la mandíbula. Entretanto, el conde se había acercado tanto a Gideon que las punta de sus narices casi se tocaban. Gideon no movió ninguna ceja. El conde levantó el índice:
—Tu tarea consistirá en traerme sin demora el elixir que encontraréis bajo la Constelación de los Doce. —Sujetó a Gideon de los hombros y le miró a los ojos—. Sin demora.
Gideon asintió con la cabeza.
—Solo me pregunto por qué queréis que traiga el elixir a este año —dijo—. ¿Este remedio no sería más útil a la humanidad en nuestra época?
—Una pregunta inteligente, una pregunta filosófica, diría —replicó el conde, sonriendo, y le soltó—. Me alegro de que la plantees. Pero ahora no tenemos tiempo para este tipo de conversaciones. Te revelaré gustosamente mis complicados planes cuando esta tarea haya quedado resuelta. ¡Hasta entonces, sencillamente, tendrás que confiar en mí!
Estuve a punto de soltar una carcajada, pero solo a punto. Traté de captar la mirada de Gideon, pero, aunque estaba seguro que él se había dado cuenta, siguió mirando con obstinación hacia otro lado. Hacia el reloj, cuyas agujas avanzaban inexorablemente.
—Aún hay otra cosa que me gustaría comentar: Lucy y Paul tienen un cronógrafo a su disposición —dijo Gideon—. Podrían tratar de visitaros aquí, hoy o también antes… y sabotearlo todo, incluida la entrega del elixir.
—Veamos… Sin duda ya habrás comprendido, por lo que sabes sobre las leyes de continuidad, que hasta ahora no han podido sabotear mis planes, porque en otro caso no estaríamos aquí sentados, ¿no es cierto? —El conde sonrió—. Y para las próximas horas, hasta que el elixir se encuentre en mi poder, he adoptado, como es natural, medidas de protección muy especiales. Rakoczy y sus hombres matarían a cualquiera que se atreva a acercarse a nosotros sin estar autorizado a hacerlo.
Gideon asintió con la cabeza y se llevó la mano al estómago.
—Ha llegado el momento —dijo, y por fin se encontraron nuestras miradas—. Pronto estaré de vuelta con el elixir.
—Estoy seguro de que sabrás ejecutar a la perfección la tarea encomendada, muchacho —dijo el conde jovialmente—. Buen viaje. Mientras tanto, Gwendolyn y yo mataremos el tiempo con un vasito de oporto.
Clavé la mirada en Gideon tratando de hacerle llegar todo mi amor, y en un instante después había desaparecido. Mi primer impulso fue echarme a llorar, pero seguí apretando los dientes y me forcé en pensar en Lucy.
En el salón de lady Tilney, ante unos sándwiches y unas tazas de té, lo habíamos repasado una y otra vez. Yo sabía que teníamos que atacar al conde con sus propias armas si queríamos derrotarle definitivamente. Y, de hecho, sonaba muy sencillo, en todo caso si Lucy no se equivocaba en su suposición. Al principio, cuando la había lanzado al aire así de repente, todos la habíamos rechazado, pero luego Gideon había asentido con la cabeza.
—Sí —había dicho—. Podría ser que tuvieras razón. —Y había vuelto a ponerse a pasear como un león enjaulado de un lado a otro de la habitación.
—Suponiendo que hagamos lo que dice el conde y le demos a Gideon nuestra sangre —había continuado Lucy—, él podría cerrar entonces el círculo de sangre del segundo cronógrafo y entregar el elixir al conde, que así se volverá inmortal.
—Que es justamente el motivo de que estemos haciendo lo imposible por evitarlo desde hace años, ¿no? —dijo Paul.
Lucy levantó la mano.
—Un momento. Deja al menos que lo pensemos un poco más.
Yo asentí con la cabeza. Aunque no sabía exactamente adónde quería ir a parar, en algún lugar en el fondo de mi mente se había formado un pequeño interrogante que poco a poco se iba transformado en un signo de admiración:
—El conde se vuelve inmortal, y lo será hasta mi nacimiento.
—Correcto —dijo Gideon, y dejó de caminar de un lado a otro—. Lo que significa que puede saltar a sus anchas por la historia, y que también puede hacerlo hasta nuestro presente.
—¿Queréis decir que…? —dijo Paul frunciendo el entrecejo.
Lucy asintió con la cabeza.
—Queremos decir que el conde contempla todo el drama en vivo y en directo. —Hizo una pequeña pausa—. E incluyo que tiene una entrada en primera fila.
—Apuesto por el Círculo Interior —había dicho yo entonces.
Y los demás habían asentido.
—El Círculo Interior. El conde es uno de los Vigilantes.
Miré el conde a la cara. ¿Quién podía ser? Podía oír el tic tac del reloj de la chimenea. Aún faltaba una eternidad para que volviera a saltar de vuelta.
El conde me indicó que me sentara en uno de los sillones, llenó dos vasos de un vino rojo oscuro y me tendió uno. Luego se sentó en el sillón que se encontraba frente a mí y levantó su brazo para brindar.
—¡A tu salud, Gwendolyn! Hoy hace dos semanas que nos conocimos tú y yo; en fin, en todo caso desde mi perspectiva. Y debo decir que mi primera impresión no fue precisamente buena. Pero, entre tanto, nos hemos convertido en amigos, ¿no es cierto?
Sí, claro. Tomé un sorbito de mi vaso y luego dije:
—En ese primer encuentro estuvisteis apunto de estrangularme. —Tomé otro trago y solté sin reflexionar, bastante atrevidamente—: Entonces pensé que podíais leer los pensamientos de la gente, pero supongo que me equivocaba.
El conde sonrió complacido.
—Bueno, desde luego estoy capacitado para captar corrientes de pensamientos dominantes, pero mis poderes no son de carácter mágico. En el fondo cualquiera podría aprenderlo. La última vez ya te hablé de mis visitas a Asia y de cómo allí pude adquirir la sabiduría y las habilidades de unos monjes tibetanos.
Sí, eso era cierto. Y si la última vez ya no había prestado mucha atención, también en esos momentos me resultaba difícil atender a sus palabras. De pronto sonaban extrañamente distorsionabas, a veces se alargaban y a veces era como si las cantara.
—Qué demonios… —murmuré.
Ante mis ojos se habían formado unos velos rosas que no podía eliminar por más que parpadeara.
El conde interrumpió su charla.
—Te sientes mareada, ¿no es cierto? Y ahora, si no me equivoco, notas que se te seca la boca cada vez más.
¡Sí! ¿Cómo podía haberlo adivinado? ¿Y por qué su voz sonaba tan metálica? Le miré fijamente a través de los curiosos velos de color rosa.
—No temas, pequeña —dijo—. Enseguida habrá pasado; Rakoczy me ha prometido que no sufrirás ningún dolor. Te dormirás antes que empiecen las convulsiones. Y con un poco de suerte, no llegarás a despertarte antes que todo haya acabado.
Oí reír a Rakoczy. Sonaba como esos chirridos que hacen las vagonetas en el túnel de terror de las ferias.
—¿Por qué…? —traté de hablar, pero de repente tenía los labios totalmente entumecidos.
—No es nada personal —dijo el conde fríamente—, pero para llevar a cabo mis planes, por desgracia tengo que matarte. También eso está determinado por el destino.
Quise mantener los ojos abiertos en vano. La barbilla me topó contra el pecho, mi cabeza basculó hacia un lado y finalmente se me cerraron los ojos. La oscuridad me envolvió.
* * *
Quizá esta vez me haya muerto de verdad, fue lo primero que me pasó por la mente cuando recuperé la conciencia, pero el hecho es que no me imaginaba a los ángeles como unos chiquillos desnudos que, aparte de sus imponente mofletes, solo llamaban la atención por su sonrisa boba, como ocurría con los ejemplares tañedores de arpa que tenía delante. Ejemplares que, por otra parte, solo estaban pintados en el techo. Volví a cerrar los ojos. Tenía la garganta tan seca que apenas podía tragar saliva. Estaba tendida sobre algo duro y me sentía tan infinitamente cansada, que tenía la sensación de que nunca podría volver a moverme.
En algún sitio detrás de mí sonaba una melodía. Era el motivo de la marcha fúnebre del Crepúsculo de los dioses, la opera favorita de lady Arista. La voz que tarareaba con una animación fuera de lugar me resultaba vagamente conocida, pero no podía ponerle nombre. Y tampoco podía ver a quien pertenecía, porque sencillamente no lograba abrir los ojos.
—Jake, Jake —dijo la voz—. Nunca habría pensado que precisamente tú fueras a descubrir mi secreto; pero en adelante tampoco tu latín de médico va a poder servirte de nada. —La voz rió suavemente—. Porque cuando despiertes, ya hará tiempo que habré puesto pies en polvorosa. Brasil en esta época del año es muy agradable, ¿sabes? Viví allí a partir de 1940. Y también Argentina y Chile tienen mucho que ofrecer. —La voz hizo una pausa para silbar unas notas del tema de Wagner—. Siempre me he sentido atraído por Sudamérica. Brasil, por otra parte, tiene a los mejores cirujanos plásticos del mundo. Ellos me liberaron de los párpados caídos, la nariz ganchuda y el mentón huidizo. Y por eso, desafortunadamente, ya no me parezco en nada a mi propio retrato.
Empezaba a sentir un hormigueo en los brazos y en las piernas, pero me dominé y seguí inmóvil. Tal vez fuera más ventajoso para mí permanecer quieta de momento.
La voz rió.
—De todos modos, aunque alguien me hubiera reconocido en la logia —continuó—, estoy seguro de que ninguno de vosotros habría tenido suficiente seso para sacar las conclusiones correctas. A parte de ese obstinado de Lucas. La verdad es que no faltó mucho para que me desenmascarara… Ay, Jake, y ni siquiera tú fuiste capaz de ver que no había sucumbido a un infarto, sino a los pérfidos métodos de Marley sénior. Porque vosotros, los hombres, siempre veis lo que queréis ver.
—Eres un hombre muy tonto y muy malo —pió una voz horrorizada en algún lugar detrás de mí. ¡El pequeño Robert!—. ¡Le has hecho daño a mi papá! —sentí una corriente de aire frío—. ¿Y qué has hecho con Gwendolyn?
Eso justamente me estaba preguntado. ¿Qué me habían hecho? ¿Y por qué no oía nada sobre Gideon?
Se oyó un tintineo seguido del chasquido de una maleta al cerrarse.
—Siempre listo para defender en todo momento la causa de los Vigilantes. Salvar a la humanidad de todas las enfermedades, vaya estupidez. —Un bufido de desprecio—. ¡Como si la humanidad se mereciera algo así! A Gwendolyn en todo caso ya no podrás ayudarla. —La voz se movía de un lado a otro por la habitación, y poco a poco empecé a intuir con quién tenía que vérmelas, aunque no pudiera creerlo—. Está tan muerta como esas ratas de laboratorio que tú siempre diseccionas. —La voz rió suavemente—. Lo que, por cierto, es una comparación y no una metáfora.
Abrí los ojos y levanté la cabeza.
—Aunque también podría utilizarse perfectamente como un símbolo, ¿verdad, míster Whitman? —pregunté, e inmediatamente lamenté haberme descubierto.
¡Ni rastro de Gideon! Solo estaba el doctor White, que yacía inconsciente en el suelo no muy lejos de mí, con la cara tan gris como su traje. Y el pequeño Robert, que se encontraba agachado junto a su cabeza con aire afligido.
—Gwendolyn.
Debo de reconocer que mister Whitman mostró un gran dominio de sí mismo al no pegar un grito, ni dar, de hecho, la menor muestra de excitación. Sencillamente se quedó plantado bajo el retrato del conde de Saint Germain, con la mano apoyada en el asa de una maleta con ruedas y una funda de ordenador portátil colgada al hombro, mirándome fijamente. Llevaba un elegante abrigo gris con un pañuelo de seda y se había levantado las gafas de sol, que se le apoyaban en el pelo como si fuera Brad Pitt en unas vacaciones en la playa. No se parecía en nada al conde del retrato de encima.
Me senté con la mayor dignidad posible (el voluminoso vestido dificultaba un poco las cosas) y me di cuenta de que había estado tendida sobre el escritorio.
Mister Whitman chasqueó la lengua, miró el reloj y luego soltó la maleta.
No pude evitar que se me escapara una sonrisa.
—¿No es verdad? —pregunté.
Mister Whitman se acercó y con un movimiento rápido sacó una pistolita negra del bolsillo de su abrigo.
—¿Cómo ha podido pasar? ¿Rakoczy no removió bien la bebida?
Sacudí la cabeza.
Mister Whitman arrugó la frente y apuntó la pistola contra mi pecho.
Traté de reír, pero solo me salió una especie de jadeo medroso.
—¿Quiere probar otra vez? —pregunté a pesar de todo, e intenté mirarle a los ojos con aire intrépido—. ¿O por fin se ha dado cuenta de que no puede hacerme nada?
Ajá. Nuestro plan empezaba a tomar impulso, y de qué manera. Aunque no estaría mal que Gideon empezara a pensar en dejarse caer por aquí.
Mister Whitman se frotó su bien rasurado mentón y me miró pensativamente antes de guardarse la pistola.
—No —dijo con su voz suave de profesor comprensivo, y de pronto descubrí en él algo del viejo conde—. Supongo que esto no tendría ningún sentido. —Volvió a chasquear la lengua—. Sin duda he cometido un error de razonamiento. La magia del cuervo… ¡Qué injusto que hayas podido gozar del don de la inmortalidad ya desde la cuna! Precisamente tú. Pero la verdad es que tiene sentido: en ti se unen las dos líneas…
El doctor White emitió un débil gemido. Le lancé una mirada, pero su rostro seguía ceniciento. El pequeño Robert se levantó de un salto.
—¡Vigila, por favor, Gwendolyn! —dijo alarmado—. ¡Seguro que está pensando en hacerte algo malo!
Sí, yo también me lo temía. Pero ¿qué?
—«Y solo por amor se extingue una estrella, si ha elegido libremente su final» —citó mister Whitman en voz baja—. ¿Por qué no lo comprendí enseguida? En fin, aún no es demasiado tarde.
Dio unos pasos hacia mí, se sacó un pequeño estuche de plata del bolsillo y lo colocó en la mesa a mi lado.
—¿Una cajita de rapé? —pregunté desconcertada. Empezaban a surgirme algunas dudas sobre la eficacia de nuestro plan. Había algo que no funcionaba, estaba segura.
—Naturalmente, una vez más te cuesta comprender las cosas —dijo el conde de Saint Germain formerly know as mister Whitman lanzando un suspiro—. Esta cajita contiene tres cápsulas de cianuro potásico y ahora podría explicarte por qué las llevo siempre conmigo, pero mi vuelo sale a las dos y media, y por eso vamos un poco justos de tiempo. En otras circunstancias también podrías tirarte al metro o lanzarte desde un rascacielos; pero, bien mirado, el cianuro es el método más humano. Sencillamente te tomas una cápsula y la trituras entre los dientes. El efecto es inmediato. ¡Abre el estuche!
Mi corazón empezó a palpitar más rápido.
—¿Quiere que yo…? ¿Pretende que me quite la vida?
—Exactamente. —Acarició con ternura su pistola—. Como que no hay forma de matarte de otro modo, y podríamos decir que para ayudarte un poco en tu decisión, dispararé contra tu amigo Gideon en cuanto entre. —Miró el reloj—. Debería ocurrir dentro de unos cinco minutos. Si quieres salvarle la vida, será mejor que te tomes las cápsulas enseguida. Aunque también puedes esperar a verle tendido muerto ante ti. Según muestra la experiencia, se trata de una motivación extremadamente fuerte; solo hay que pensar en Romeo y Julieta…
—¡Eres tan malo! —gritó el pequeño Robert, y empezó a llorar.
Traté de dirigirle una sonrisa de ánimo, pero fracasé estrepitosamente. En realidad, más bien tenía ganas de sentarme junto a él y echarme a llorar también.
—Mister Whitman… —empecé a decir.
—La verdad es que prefiero el título de conde —dijo jovialmente.
—Por favor… No puede… —Se me rompió la voz.
—¿Cómo es posible que aún no lo comprendas, estúpida criatura? —Suspiró—. No sabes cuánto he anhelado que llegara este día. Me moría por volver, por fin, a mi auténtica vida. ¡Profesor en la Saint Lennox Highschool! De todas las actividades que he desempeñado desde hace doscientos treinta años, realmente esto era lo último. Durante siglos me he movido siempre en las altas esferas del poder. Hubiera podido almorzar con presidentes, con magnates del petróleo, con reyes. Aunque los de hoy tampoco son lo que eran en otro tiempo. Pero no, en lugar de eso he tenido que dar clases a unos críos cortos de mollera y además abrirme paso en mi propia logia desde el grado de novicio hasta el Círculo Interior. Todos estos años, desde tu nacimiento, han sido horribles para mí. No tanto porque mi cuerpo empezara de nuevo a envejecer y poco a poco fuera mostrando ligeros signos de decadencia —al llegar a este punto esbozó una sonrisa vanidosa—, sino por ser tan… vulnerable. Durante siglos viví sin ningún temor. Marché por los campos de batalla bajo el fuego de los cañones y me expuse a toda clase de peligros, siempre a sabiendas de que no podía pasarme nada. ¿Y ahora? ¡Cualquier virus hubiera podido mandarme a la tumba, cualquier maldito autobús hubiera podido atropellarme, cualquier estúpido ladrillo hubiera podido abrirme la cabeza y matarme!
En ese momento oí unos ruidos sordos, y un instante después Xemerius llegó volando a toda velocidad a través de la pared y aterrizó a mi lado sobre el escritorio.
—¿Dónde están esos malditos Vigilantes? —le grité, olvidando que el conde podía oírme. Pero, por lo visto, este creyó que la pregunta iba dirigida a él, porque se limitó a contestar:
—No pueden ayudarte ahora.
—En eso, por desgracia, tiene razón. —Xemerius aleteó excitado—. Esos majaderos han cerrado el círculo de sangre con Gideon. Y mister Modelo, aquí presente, ha tomado a ese bobo de Marley como rehén y ha obligado a los caballeros a ir a la Sala del Cronógrafo a punta de pistola. Ahora están allí encerrados, lamentándose en silencio por su estupidez.
El conde sacudió la cabeza.
—No, esa ya no era vida para mí. Y tiene que acabar de una vez por todas. ¿Qué tiene que ofrecerle al mundo una muchachita como tú? Yo, en cambio, aún tengo muchos planes. Grandes planes…
—¡Distráele! —gritó Xemerius—. Tienes que distraerle como sea.
—¿Cómo se las ha arreglado para elapsar durante todo este tiempo? —pregunté rápidamente—. Ha debido de ser terriblemente engorroso tener que saltar de una forma tan incontrolada.
Rió.
—¿Elapsar? Bah. Mi tiempo de vida natural llegó a su fin. A partir del punto en que hubiera muerto, todo ese fatigoso saltar en el tiempo cesó.
—¿Y a mi abuelo? ¿También le mató? ¿Y le robó los diarios?
Las lágrimas brotaron de mis ojos. Pobre abuelito. Había estado tan cerca de descubrir el complot…
El conde asintió con la cabeza.
—Debíamos dejar fuera de juego al astuto Lucas Montrose. Marley sénior se encargó de eso. Los sucesores del barón Rakoczy me han servido fielmente durante siglos, solo el último de la saga ha constituido una decepción. Ese pedante soñador pelirrojo no ha heredado nada del espíritu del Leopardo Negro. —De nuevo echó una ojeada al reloj, y luego volvió la mirada hacia los sillones. Sus ojos brillaban de impaciencia—. Puede llegar en cualquier momento, Julieta —añadió—. ¡Parece que quieres ver a tu Romeo tendido en el suelo bañado en sangre! —Desamartilló la pistola—. Realmente es una lástima. Me gustaba el muchacho. ¡Tenía un gran potencial!
—Por favor —susurré una vez más, pero en ese instante Gideon aterrizó en una postura ligeramente encorvada junto a la puerta, y no había tenido tiempo aún de incorporarse del todo cuando mister Whitman apretó el gatillo. Y volvió a apretarlo. Disparó una y otra vez hasta que el cargador estuvo vacío del todo.
Los disparos atronaron el espacio y las balas le alcanzaron en el pecho y en el vientre. Sus ojos verdes estaban abiertos de par en par, y su mirada extraviada recorrió la habitación hasta detenerse en mí.
Grité su nombre.
Como si se moviera a cámara lenta, se deslizó contra la puerta dejando un reguero de sangre, hasta quedar tendido en el suelo, extrañamente contorsionado.
—¡Gideon! ¡No! —Gritando, me precipité hacia él y abracé su cuerpo inerte.
—¡Oh, Dios, Dios, Dios! —exclamó Xemerius, y escupió un chorro de agua—. Por favor, dime que esto es parte de vuestro plan. Aunque está claro que no lleva un chaleco antibalas. ¡Oh, Dios mío! ¡Cuánta sangre!
Tenía razón. Había sangre por todas partes. La orla de mi vestido se empapó como una esponja con la sangre de Gideon. El pequeño Robert se acurrucó gimiendo en un rincón y se tapó la cara con las manos.
—¿Qué ha hecho? —susurré.
—¡Lo que debía hacer! Y lo que tú, por lo visto, no querías evitar. —Mister Whitman, que había dejado la pistola sobre el escritorio, me tendió el estuche con las cápsulas de cianuro potásico. Tenía el rostro ligeramente enrojecido y su respiración era más rápida de lo habitual—. ¡Pero ahora no deberías seguir dudando! —exclamó—. ¿No querrás vivir con el peso de esta culpa sobre tu conciencia? ¿No querrás seguir viviendo sin él?
—¡No se te ocurra hacerlo! —me gritó Xemerius, y escupió un chorro de agua sobre el rostro del doctor White.
Sacudí la cabeza despacio.
—¡Entonces pórtate bien y deja de jugar con mi paciencia! —dijo mister Whitman, y por primera vez oí cómo perdía el control sobre su voz. Ahora no sonaba suave ni irónica, sino casi un poco histérica—. ¡Porque si me haces esperar más, tendré que darte nuevas razones para que acabes con tu vida! Los mataré uno tras otro: a tu madre, a tu cargante amiga Leslie, a tu hermano, a tu encantadora hermanita… ¡Créeme! ¡No perdonaré a nadie!
Temblando, cogí el estuche que me tendía. Y en el mismo momento vi con el rabillo del ojo cómo el doctor White se incorporaba con esfuerzo sujetándose al escritorio. Estaba empapado.
Por suerte, mister Whitman solo tenía ojos para mí.
—Así me gusta —dijo—. Tal vez aún llegue a tiempo de coger mi avión. En Brasil me…
Pero no llegó a explicar lo que haría en Brasil, porque el doctor White le golpeó en la nuca con la culata de la pistola. Se oyó un fuerte ruido sordo y mister Whitman cayó al suelo como un roble cortado.
—¡Sí! —gritó Xemerius—. ¡Así se hace! ¡Enséñale a ese cerdo que aún le quedan arrestos al viejo doctor!
Pero el esfuerzo había acabado con las energías del maltrecho doctor White, que, lanzando una mirada horrorizada a toda esa sangre, volvió a derrumbarse lanzando un ligero quejido y quedó tendido en el suelo junto a mister Whitman.
Y así solo Xemerius, el pequeño Robert y yo fuimos testigos de cómo Gideon de pronto se ponía a toser y se sentaba. Aún estaba blanco como una sábana, pero sus ojos estaban llenos de vida. Una sonrisa iluminó su rostro.
—¿Ya ha pasado todo? —preguntó.
—¡Será cuentista! —dijo Xemerius, que estaba tan impresionado que de pronto se había puesto a hablar en susurros—. ¿Cómo se las ha arreglado para hacer eso?
—¡Sí, Gideon, se ha acabado! —Me lancé a sus brazos sin preocuparme por sus heridas—. Era mister Whitman, y aún no consigo comprender cómo no le hemos reconocido antes.
—¿Mister Whitman?
Asentí con la cabeza y me apreté contra él.
—Tenía tanto miedo de que al final no lo hubieras hecho. Porque mister Whitman tenía toda la razón: sin ti no querría seguir viviendo. ¡Ni un solo día!
—¡Te quiero, Gwenny! —Gideon me abrazó tan fuerte que me quedé sin aire—. Y claro que lo hice. Con Paul y Lucy controlándome, de todos modos no me quedaba otro remedio. Disolvieron el polvo en un vaso de agua y me obligaron a vaciarlo hasta la última gota.
—¡Ah, conque era eso! —gritó Xemerius—. ¡Así que este era vuestro plan genial! Gideon se ha zampado la piedra filosofal y ahora también él es inmortal. No está mal, sobre todo si se piensa que si no, en algún momento, Gwenny se hubiera sentido bastante sola.
El pequeño Robert se había apartado las manos de la cara y nos miraba con los ojos abiertos como platos.
—Todo irá bien, tesoro —le dije (Era una lástima que aún no existieran terapeutas para espíritus traumatizados: un vacío de mercado sobre el que sin duda valía la pena reflexionar.)—. ¡Tu padre se recuperará! Y es un héroe.
—¿Con quién estás hablando?
—Con un amigo muy valiente —dije, y el pequeño fantasma me sonrió tímidamente.
—Oh, oh, creo que vuelve en sí —dijo Xemerius.
Gideon me soltó, se levantó y miró a mister Whitman desde su altura.
—Supongo que tendré que atarle. —Suspiró—. Y hay que vendarle la herida al doctor White.
—Sí, y luego tenemos que liberar a los de la Sala del Cronógrafo —dije—. Pero antes deberíamos pensar bien qué vamos a decirles.
—Y antes que nada tengo que besarte —dijo Gideon, y me estrechó de nuevo entre sus brazos.
Xemerius lanzó un gemido.
—¡Vamos, por Dios! ¡Ahora tenéis toda la eternidad para estas cosas!
* * *
El lunes, en la escuela, todo estaba como siempre. Bueno, casi todo:
Cynthia, a pesar del tiempo primaveral, llevaba un grueso pañuelo atado al cuello y cruzaba el vestíbulo mirando al frente, perseguida de cerca por Gordon Gelderman.
—¡Vamos, Cynthia, ya está bien! —protestaba Gordon—. Lo siento. Pero no puedes estar enfadada conmigo eternamente. Además, yo no fui el único que quiso… animar un poco la fiesta; vi perfectamente cómo el amigo de Madison Gardener también vertía una botella de vodka en el ponche. Y al final Sarah confesó que la gelatina de fruta verde consistía en un noventa por ciento en aguardiente de grosellas casero fabricado por su abuela.
—¡Lárgate! —dijo Cynthia mientras se esforzaba en ignorar a un grupo de alumnos de tercero que soltaban risitas y la señalaban con el dedo—. ¡Tú… tú… me has convertido en el hazmerreír de toda la escuela! ¡Nunca te lo perdonaré!
—¡Y yo, tonto de mí, que me perdí esa fiesta! —dijo Xemerius, que contemplaba la escena instalado sobre el busto de William Shakespeare, al que desde «un lamentable pequeño accidente» (como lo había llamado el director Gilles después de que el padre de Gordon hubiera contribuido con una generosa donación a la renovación del gimnasio —antes había hablado de deliberada destrucción de un valioso bien cultural) le faltaba un trocito de nariz.
—¡Cyn, eso es una estupidez! —chilló Gordon (seguramente el pobre nunca llegaría a cambiar la voz)—. A nadie le importa un pimiento que hicieras manitas con ese crío, y los chupetones ya habrán desaparecido la semana que viene, y en el fondo la verdad es que es muy se… ¡uaaa! —La palma de la mano de Cynthia había aterrizado ruidosamente sobre la mejilla de Gordon—. ¡Esto duele!, ¿sabes?
—Pobre Cynthia —susurré—. Cuando se entere además, dentro de un momento, de que su idolatrado mister Whitman ha abandonado el trabajo, se quedará destrozada.
—Sí, será curioso esto sin la Ardilla. Incluso podría ser que a partir de ahora el inglés y la historia nos parezcan divertidos. —Leslie me agarró del brazo y me arrastró hacia las escaleras—. Pero tampoco quiero ser injusta. Aunque nunca pude soportarle (parece que tengo buen instinto), sus clases no estaban tan mal.
—No es extraño; lo había vivido todo en directo.
Xemerius nos siguió aleteando. En el camino hacia arriba noté que empezaba a ponerme melancólica.
—Más sabe el diablo por viejo que por diablo —dijo Leslie—. Me parece que ahora entiendo mejor el dicho. Espero que se pudra en los calabozos de los Vigilantes. ¡Oh, mira, ahora Cynthia corre gimoteando hacia los lavabos! —Se echó a reír—. Alguien debería explicarle a Cynthia lo de Charlotte, apuesto a que entonces enseguida se sentiría mejor. Y por cierto, ¿dónde se ha metido tu prima? —Leslie miró a su alrededor buscándola.
—¡En el oncólogo! —le expliqué—. Hemos tratado de hacerle ver a la tía Glenda con mucho tacto que también podía haber otras razones para el malestar, la cara verdosa, el malhumor y los terribles dolores de cabeza de Charlotte; pero la resaca no entra dentro de los esquemas de mi tía, especialmente cuando se está hablando de su perfecta hija. Está absolutamente convencida de que Charlotte tiene leucemia o un tumor cerebral. Y esta mañana tampoco estaba dispuesta a creer en una curación milagrosa, a pesar de que le había pasado discretamente un folleto sobre los adolescentes y el alcohol.
Leslie rió entre dientes.
—Sé que no debería sentirme así, pero supongo que una también puede alegrarse un poco de las desgracias de los demás sin acumular enseguida un mal karma, ¿no? Solo un poco. Solo por hoy. A partir de mañana seremos muy amables con Charlotte. Tal vez podríamos presentársela a mi primo…
—Sí, si quieres ir al infierno, puedes hacerlo tranquilamente.
Estiré el cuello para mirar hacia el nicho de James por encima de las cabezas de los alumnos. Estaba vacío. Aunque era lo que esperaba, sentí una punzada en el corazón.
Leslie me apretó la mano.
—No está, ¿verdad?
Sacudí la cabeza.
—Supongo que eso significa que el plan ha funcionado. Gideon se convertirá en un buen médico —dijo Leslie.
—Ahora no te pondrás a llorar por ese zopenco esnob, ¿no? —Xemerius dio una voltereta en el aire sobre mi cabeza—. Gracias a ti podrá disfrutar de una vida larga y plena, en la que sin duda volverá locas a un montón de personas.
—Sí, lo sé —dije, y me froté disimuladamente la nariz. Leslie me tendió un pañuelo. Vio a Raphael y le hizo señas con la mano.
—Y, además, aún sigues teniéndome a mí para el resto de la eternidad. —Xemerius me rozó con una especie de beso húmedo—. Yo soy mucho más interesante. Y más peligroso. Y más útil. Y seguirás teniéndome a tu lado aun en el caso de que tu inmortal novio, dentro de doscientos o trescientos años, cambie de idea y empiece a sonreírle a una nueva. Yo soy el más fiel, el más bello y el más inteligente acompañante que se pueda desear.
—Sí, lo sé —dije de nuevo mientras observaba al pasar cómo Raphael y Leslie se saludaban dándose los tres besitos de rigor en las mejillas a la manera francesa. De algún modo consiguieron que sus cabezas chocaran durante la maniobra.
Xemerius sonrió con picardía.
—Pero si de todos modos te sientes sola, ¿qué te parecería tener un gato?
—Más tarde tal vez —dije—. Cuando ya no viva en casa y tú te portes… —me interrumpí a media frase. Ante mí, saliendo directamente de la pared de la clase de mistress Counter, se había materializado una figura oscura. De un raído manto de terciopelo sobresalía un cuello delgado y reseco, y por encima me miraban con fijeza los ojos negros, cargados de odio, del conde di Madrone, alias Darth Vader, que inmediatamente empezó a declamar con su voz ronca:
—¡Por fin os he encontrado, demonio de los ojos de zafiro! Sin descanso he recorrido los siglos, y en todas partes os busqué a vos y a vuestros semejantes, pues juré que os daría muerte y un Madrone siempre cumple su palabra.
—¿Un amigo tuyo? —me preguntó Xemerius mientras yo seguía petrificada de espanto.
—Aaargh. —El fantasma emitió un bramido, y acto seguido desenvainó la espada y se dirigió hacia mí tambaleándose—. ¡Vuestra sangre empapará la tierra, demonio! Las espadas de la Alianza Florentina perforarán vuestra carne…
Levantó la espada para descargar un golpe que me hubiera cercenado el brazo si no hubiera sido una espada fantasma. Pero, aun así, me estremecí del susto.
—Eh, eh, amiguito, tómatelo con calma ¿quieres? —dijo Xemerius, y aterrizó a mis pies—. Está claro que no tienes ni la más remota idea de lo que es un demonio y lo que no. Esta de aquí es una persona (aunque una persona bastante especial) y tu estúpida espada fantasma no puede hacerle absolutamente nada. Pero si quieres matar daimones, estaré encantado de que pruebes suerte conmigo.
Por un instante Darth Vader pareció desconcertado, pero enseguida se recuperó y anunció jadeando en tono decidido:
—No me apartaré del lado de esta criatura demoníaca hasta que haya cumplido con mi deber. Estaré siempre junto a ella para maldecir el aire que respira.
Suspiré. Qué idea más espantosa. Ya estaba viendo a Darth Vader tambaleándose junto a mí y escupiendo amenazas terroríficas por el resto de mi vida. Suspendería los exámenes porque él estaría roncándome cosas al oído todo el rato, me fastidiaría el baile de fin de estudios y mi boda y…
Por lo visto, Xemerius estaba pensando algo parecido, porque me miró desde abajo con cara de inocencia y me dijo:
—Por favor, ¿me lo puedo comer?
Le sonreí.
—¡Ya que me lo preguntas tan amablemente, me siento incapaz de decir que no!