—Oh, shit, creo que me he sentado sobre el maldito sombrero —murmuró Gideon a mi lado.
—¡Deja de maldecir! ¡Aún conseguirás que se nos derrumbe el techo sobre la cabeza! —susurré yo—. ¡Y si no te pones el sombgegó, me chivagé a madame Rossini!
Xemerius, que esta vez no había querido perderse de ninguna manera nuestra excursión, soltó un cacareo.
—¡El sombrero tampoco lo arreglará! —exclamó—. Con ese peinado, en el año 1912 todo el mundo le tomará por lo menos por un buscador de oro. Al menos se habría podido hacer la raya como Dios manda.
Oí maldecir de nuevo en voz baja a Gideon, esta vez porque se había dado un golpe en el codo. No era tan sencillo cambiarse de ropa en un confesionario, y yo estaba bastante segura de que además era un sacrilegio espantoso utilizar un lugar como ese a modo de vestuario. Aparte de que sin duda también existía un castigo terrenal por entrar en una iglesia por la fuerza, aunque no se viniera a robar y solo se pretendiera saltar rápidamente desde la actualidad al año 1912. Gideon había forzado la puerta lateral con un gancho metálico, aunque había actuado tan deprisa que no me había dado tiempo a ponerme nerviosa.
—¡Repámpanos! —susurró Xemerius admirativamente—. Debería enseñarte ese truco. Tú y yo formaríamos un equipo de ladrones admirable. Inmortalmente bueno, podríamos decir.
La iglesia en la que nos encontrábamos era, por cierto, la misma en la que Xemerius y yo nos habíamos conocido y en la que Gideon me había besado por primera vez. Aunque no era momento para perderse en recuerdos nostálgicos, sentí como si aquellos acontecimientos quedaran muy, muy lejos, sobre todo si se pensaba en todo lo que había sucedido desde entonces. Porque en realidad solo habían pasado unos días entre las dos visitas.
Gideon golpeó la puerta desde afuera.
—¿Lista?
—No. Por desgracia cuando hicieron mi vestido aún no se había descubierto la cremallera —dije desesperada con todos esos botones en la espalda, algunos de los cuales eran imposibles de alcanzar por más que me contorsionara.
Me deslicé fuera del confesionario. ¿Dejaría de acelerárseme alguna vez el corazón al contemplar a Gideon? ¿Dejaría alguna vez de tener la sensación de que con cada mirada que le dirigía algo increíblemente bello me cegaba? Probablemente no. Y eso que esa vez solo llevaba un traje gris oscuro nada espectacular y debajo un chaleco y una camisa blanca. Pero sencillamente la ropa le sentaba de maravilla, y esos anchos hom…
Xemerius, que se balanceaba cabeza abajo colgado de la tribuna, carraspeó.
—Había una vez un corderito de mirada tierna y confiada…
—Muy bonito —dije rápidamente—. Un equipo de capos mafiosos intemporales. Además, la corbata está perfectamente anudada. Madame Rossini estaría orgullosa de ti. —Suspirando, me concentré otra vez en mis botones—. Dios mío, hace tiempo que tendrían que haber canonizado al inventor de la cremallera.
Gideon sonrió con ironía.
—Date la vuelta y déjame hacer a mí —dijo—. ¡Oh! —exclamó de repente sorprendido—, pero si aquí hay cientos de botones.
Tardó un buen rato en abrocharlos todos, y supongo que el hecho de que me diera un beso en la espalda cada dos tampoco contribuyó a acelerar las cosas. Aunque habría disfrutado más del momento si Xemerius no hubiera dicho a cada beso: «Otra vez, morritos de pez».
Por fin quedó abrochado el último botón. Madame Rossini me había encontrado un vestido gris claro de cuello alto con puntillas, pero la falda era un poco demasiado larga, de modo que inmediatamente tropecé y me habría dado de bruce si Gideon no me hubiera sujetado antes.
—La próxima vez me pondré yo el vestido —dije.
Gideon rió e hizo un intento de besarme, pero en ese momento Xemerius gritó «¡Oh no, otra vez no!» y le aparté suavemente con el brazo.
—¡Ya no nos queda tiempo! —dije. («Y, además, sobre nuestras cabezas cuelga una criatura con alas de murciélago que hace muecas raras»).
Levanté los ojos y fulminé a Xemerius con la mirada.
—¿Qué pasa? —preguntó Xemerius—. Pensaba que esto era una misión importante y no una cita amorosa. En realidad deberías estarme agradecida.
—Ah, ¿sí? —gruñí.
Entretanto, Gideon había corrido hacia el presbiterio y se había arrodillado ante el cronógrafo. Después de mucho pensar, habíamos optado por colocarlo bajo el altar, confiando en que allí nadie lo encontraría durante nuestra ausencia, a no ser que tuvieran una asistenta que trabajara los sábados.
—Yo vigilo la posición —prometió Xemerius—. Si alguien viene y trata de robar ese trasto, le… escupiré sin compasión.
Gideon me cogió de la mano.
—¿Lista, Gwendolyn?
Le miré a los ojos y el corazón me dio un brinco.
—Estoy lista si tú lo estás —dije en voz baja.
La réplica de Xemerius (seguro que sarcástica) ya no llegó a mis oídos, porque la aguja penetró en mi dedo y me sentí arrastrada por las olas de luz rojo rubí.
Un momento más tarde me incorporé de nuevo en la iglesia, que estaba tan vacía y silenciosa como en nuestra época. Medio esperé, medio temí descubrir a Xemerius colgado de la tribuna, porque de hecho él ya andaba por ahí en el año 1912.
Gideon aterrizó a mi lado y enseguida volvió a cogerme de la mano.
—¡Ven, tenemos que apresurarnos! Solo tenemos dos horas y apuesto a que eso no bastará ni para una décima parte de las preguntas que tenemos que hacerles.
—¿Y qué pasará si no encontramos a Lucy y a Paul en casa de lady Tilney? —dije, y mientras pronunciaba esas palabras me puse tan nerviosa que empezaron a castañearme los dientes. Me seguía resultando imposible pensar en ellos como en mis padres, y si la conversación con mamá ya había sido difícil, ¿cómo iba a ser la que mantendría con unas personas a las que no conocía de nada?
Cuando salimos de la iglesia, llovía a cántaros.
—Fantástico —dije; en esos momentos habría dado cualquier cosa por llevar uno de los horrorosos sombreros de madame Rossini—. Hubieras podido leer antes el parte meteorológico, ¿no?
—Bah, no pasa nada, será solo un chaparrón de verano —afirmó Gideon, y me arrastró hacia delante.
Cuando llegamos a Eaton Place, el chaparrón de verano ya nos había dejado completamente empapados, y no podía decirse precisamente que hubiéramos pasado desapercibidos, porque todas las personas con las que nos habíamos cruzado por el camino llevaban paraguas y habían girado la cabeza a nuestro paso para mirarnos con aire compasivo.
—Suerte que no nos hemos preocupado por la autenticidad de los peinados —dije mientras esperábamos ante la puerta de la casa de lady Tilney.
Me pasé las manos por el cabello, que tenía pegado al cráneo. Mis dientes seguían castañeando.
Gideon hizo sonar la campanilla y me apretó la mano con más fuerza.
—Tengo una sensación desagradable en el estómago —susurré—. Aún estamos a tiempo de desaparecer y volver otra vez, ¿no? Tal vez sería mejor pensar primero con calma en qué orden vamos a plantear…
—Chist —dijo Gideon—. Todo va bien, Gwenny. Estoy contigo.
—Sí, estás conmigo —dije, y volví a repetirlo enseguida como un mantra tranquilizador—. Estás conmigo, estás conmigo, estás conmigo.
Como la última vez, nos abrió el mayordomo de los guantes blancos, que se quedó parado en la puerta contemplándonos con franca animosidad.
—Mister Millhouse, ¿no es eso? —Gideon sonrió cortésmente—. Si fuera tan amable de anunciar nuestra visita a lady Tilney. Miss Gwendolyn Shepherd y Gideon de Villiers.
El mayordomo dudó un momento.
—Esperen aquí —dijo, y luego nos cerró la puerta en las narices.
—¿Has visto eso? Mister Bernhard nunca se permitiría hacer algo así —dije indignada—. Claro, supongo que debe de pensar que otra vez te has traído una pistola y que pretendes sacarle sangre a su patrona. No puede saber que lady Lavinia te robó la pistola, y por cierto, aún me sigo preguntando cómo pudo hacerlo. Quiero decir que qué demonios pudo hacer para distraer tu atención hasta ese punto. Si alguna vez me vuelvo a tropezar con ella, se lo preguntaré, aunque, para serte sincera, no estoy segura de si realmente quiero saberlo. Oh, ya vuelvo a hablar como una cotorra, siempre me pasa cuando estoy nerviosa, no creo que pueda presentarme ante ellos, Gideon. Y me estoy quedando sin aire, pero supongo que es sencillamente porque no respiro, lo que de hecho no importa porque soy inmortal. —Al llegar a este punto, solté un gallo por los nervios, pero de todos modos seguí adelante sin detenerme—. Sería mejor que diéramos un paso atrás, porque cuando se abra la puerta la próxima vez quizá ese Millhouse te dé un puñetazo en los…
La puerta volvió a abrirse.
—… morros —murmuré, a pesar de todo, rápidamente.
El fornido mayordomo nos invitó a entrar con un gesto.
—Lady Tilney les espera arriba en el saloncito —dijo secamente—. En cuanto les haya registrado para ver si llevan armas.
—¡Si no queda otro remedio!
Gideon extendió los brazos complaciente, y se dejó palpar por Millhouse.
—Está bien. Pueden subir —dijo finalmente el mayordomo.
—¿Y a mí no me registran? —pregunté desconcertada.
—Tú eres una dama, y las damas no llevan armas.
Gideon me sonrió, me cogió de la mano y me arrastró escaleras arriba.
—¡Qué falta de seriedad! —Eché una mirada a Millhouse, que nos seguía a unos pasos de distancia—. ¿Solo porque soy una mujer ya no le doy ningún miedo? ¡Ese hombre debería ver Tom Raider! Podría llevar una bomba atómica debajo del vestido y una granada de mano en cada alforja de la BH. Me parece una actitud descaradamente misógina.
Por mí hubiera podido seguir hablando sin parar hasta la puesta de sol, pero arriba, junto a la escalera, nos esperaba lady Tilney, fina y tiesa como una vela. Era una mujer extraordinariamente hermosa, y ni siquiera su mirada glacial podía cambiar eso. De hecho, mi primera reacción fue sonreírle, pero a medio camino forcé las comisuras de los labios para volver a su punto de partida. En el año 1912 lady Tilney resultaba mucho más intimidante que más tarde, después de desarrollar su afición por los cerdos de ganchillo, y en ese momento fui desagradablemente consciente de que no solo nuestros peinados eran del todo impresentable, sino que además el vestido me colgaba de los hombros como un saco mojado. Instintivamente me pregunté si ya se habrían inventado los secadores.
—¿Otra vez por aquí? —le dijo lady Tilney a Gideon con una voz tan fría como su mirada. Solo lady Arista habría podido igualar ese tono—. Son ustedes realmente insistentes. Creo que en su última visita ya deberían haber comprendido que no voy a darles mi sangre.
—No estamos aquí por su sangre, lady Tilney —replicó Gideon—. Hace tiempo que… —Se aclaró la garganta—. Nos gustaría hablar de nuevo con usted y con Lucy y Paul. Esta vez sin… malentendidos.
—¡Malentendidos! —lady Tilney cruzó los brazos sobre su pecho adornado con encajes—. La última vez que estuvo aquí no se comportó usted de un modo muy correcto, joven, y dio muestras de poseer una alarmante predisposición a la violencia. Por otra parte, en este momento desconozco el lugar donde se encuentran Lucy y Paul, de modo que incluso en otras circunstancias me sería imposible ayudarles. —Hizo una breve pausa, durante la cual su mirada se posó en mí—. De todas maneras, creo que podría arreglar un encuentro. —Su voz se había vuelto un poco más cálida—. Tal vez solo con Gwendolyn y naturalmente en otra fe…
—No quisiera parecer descortés, pero seguro que comprenderá que el tiempo de que disponemos es muy limitado —la interrumpió Gideon mientras tiraba de mí hasta el rellano (donde mi vestido y yo dejamos la cara alfombrada empapada)—. Sé que en la actualidad Lucy y Paul viven en su casa, de modo que, por favor, llámelos sencillamente. Le prometo que esta vez me comportaré.
—Esto no es… —empezó a decir lady Tilney, pero en ese momento se oyó el chasquido de una puerta al fondo y un instante después apareció una joven de aspecto delicado.
Lucy.
Mi madre.
Apreté con más fuerza la mano de Gideon mientras miraba fijamente a Lucy y esta vez trataba de registrar en mi mente cada detalle de lo que veía. Con sus cabellos rojos, su tez pálida aporcelanada y sus grandes ojos azules, todas las mujeres Montrose tenían un innegable aire familiar, pero yo buscaba sobre todo parecidos conmigo misma. ¿No eran esas mis orejas? ¿Y esa nariz pequeña, no era clavada a la mía? ¿No era muy parecido el arco de las cejas? ¿Y esas arrugas que se formaban cuando arrugaba la frente?
—Tiene razón, no deberíamos perder ni un minuto, Margaret —dijo Lucy en voz baja. Se percibía un ligero temblor en su voz, y al oírla se me encogió el corazón—. ¿Tendría la amabilidad de ir a buscar a Paul, mister Millhouse?
Lady Tilney suspiró, pero respondió a la mirada interrogativa de Millhouse con una seña de asentimiento. Mientras el mayordomo pasaba junto a nosotros para dirigirse al piso de arriba, lady Tilney dijo:
—Me gustaría recordarte, Lucy, que la última vez te colocó una pistola en la nuca.
—Yo también lo siento muchísimo, de verdad —dijo Gideon—. Por otra parte… en ese momento las circunstancias me forzaron a hacerlo. —Y añadió dirigiendo una mirada significativa a Lucy—: Pero entretanto han llegado hasta nosotros algunas informaciones que nos han hecho cambiar de opinión.
Bonita forma de expresarlo. Tenía la sensación de que poco a poco debería ir introduciendo algo de ternura a esta conversación. Pero ¿qué podía decir?: ¿«Madre, sé quién eres, estréchame entre tus brazos»?, ¿«Lucy, te perdono que me abandonaras, ahora ya nada ni nadie podrá separarnos»?
Supongo que solté algún ruido extraño, que Gideon interpretó correctamente como el inicio de un ataque de histeria, porque me pasó el brazo por los hombros. Y lo hizo justo a tiempo, porque de repente mis piernas ya no parecían estar en condiciones de soportar mi peso.
—¿Qué os parece si subimos al salón? —propuso Lucy.
Buena idea. Si no recordaba mal, allí podría sentarme.
En la pequeña habitación redonda esta vez no estaba preparada la mesa del té, pero, aparte de eso, todo seguía exactamente igual, con excepción del arreglo floral, que había pasado de las rosas blancas a los alhelíes y las espuelas de caballero. En el mirador con ventanas que daban a la calle había una cuantas delicadas sillas y butacas.
—Sentaos, por favor —dijo lady Tilney.
Yo me dejé cae en una de las acolchadas sillas Chintz, mientras los otros se quedaron de pie.
Lucy me sonrió. Dio un paso hacia mí y me pareció que iba a acariciarme el pelo. Me volví a levantar de un salto.
—Siento que estemos tan mojados, pero es que, por desgracia, no hemos traído paraguas —solté estúpidamente.
La sonrisa de Lucy se hizo más amplia.
—¿Qué dice siempre lady Arista?
Se me escapó una risita.
—¡Niña, no irás a empaparme los cojines buenos! —recitamos al unísono.
De pronto Lucy cambió de expresión. Ahora parecía que estuviera a punto de echarse a llorar.
—Pediré que traigan el té —dijo lady Tilney en tono enérgico, cogiendo una campanita—. Té a la menta con mucho azúcar y limón caliente.
—¡No, por favor! —Gideon sacudió la cabeza desesperado—. No podemos entretenernos con esas cosas. No estoy seguro de haber elegido bien el momento para venir, pero espero que el encuentro entre Paul y yo en el año 1782 ya haya tenido lugar visto desde vuestra perspectiva —Lucy, que ya se había rehecho, inclinó lentamente la cabeza, y Gideon respiró aliviado—. Entonces ya sabréis que me entregasteis los papeles secretos del conde. Necesitamos un poco de tiempo para entenderlo todo, pero ahora ya sabemos que la piedra filosofal no es un remedio que vaya a servir para curar todos los males de la humanidad, sino que solo debe proporcionar al conde la inmortalidad.
—¿Y que su inmortalidad acabará en el momento del nacimiento de Gwendolyn? —dijo Lucy con un hilo de voz—. ¿Y que por eso tratará de matarla en cuanto el circulo se haya cerrado?
Gideon asintió con la cabeza, y yo le miré desconcertada. Aún no habíamos discutido bastante a fondo ese detalle; pero tampoco parecía que ese fuera el momento oportuno para hacerlo, porque enseguida continuó:
—Vuestra única preocupación siempre fue proteger a Gwendolyn.
—Ves, Luce, ya te lo decía yo.
Paul había aparecido en la puerta. Llevaba el brazo en cabestrillo, y la mirada de sus ojos dorados se paseó entre Gideon, Lucy y yo mientras se acercaba.
Contuve la respiración. Solo era unos años mayor que yo y en la vida normal habría pensado que su aspecto era fantástico, con su pelo negro azabache, los extraños ojos de los De Villiers y el pequeño hoyuelo en la barbilla. En cuanto a las patillas, supongo que no podía evitarlo, debía ser lo normal en esa época. Pero con patillas o sin patillas, realmente no tenía aspecto de ser mi padre, ni el padre de nadie en realidad.
—A veces vale la pena dar un margen de confianza a la gente —dijo, y repasó a Gideon con la mirada—. Incluso a los pequeños granujas como este.
—Y a veces sencillamente se tiene una suerte loca al encontrar a según qué gente —resopló Lucy, y se volvió hacia Gideon—. Te estoy muy agradecida por haberle salvado la vida a Paul, Gideon —dijo muy seria—. Si no hubieras pasado por allí por casualidad, ahora estaría muerto.
—¿Por qué tienes que exagerar siempre de esta manera, Lucy? —Paul hizo una mueca—. De algún modo habría conseguido salir del apuro.
—Sí, claro —dijo Gideon sonriendo con ironía.
Paul arrugó al frente y luego sonrió.
—Muy bien, lo reconozco, probablemente no. Ese Alastair es un perro traicionero y un espadachín condenadamente bueno. ¡Y, además, eran tres! Si me lo encuentro otra vez…
—Eso es más bien improbable —murmuré yo, y al ver que Paul me miraba intrigado, añadí—: Gideon lo clavó a la pared con su sable en el año 1782. Y si Rakoczy lo encontró a tiempo, no creo que sobreviviera a esa noche.
Lady Tilney se dejó caer en una silla.
—¡Clavado a la pared con un sable! —repitió—. Qué barbaridad.
—Ese psicópata no merecía otra cosa —replicó Paul poniéndole a Lucy la mano en el hombro.
—Supongo que no —asintió Gideon en voz baja.
—Me siento tan aliviada —dijo Lucy con la mirada clavada en mí—. ¡Ahora que sabéis que el conde tiene intención de matar a Gwendolyn cuando el círculo se haya cerrado, eso nunca llegará a ocurrir! —Paul quiso añadir algo, pero ella siguió adelante sin prestarle atención—. Con los papeles, el abuelito debería conseguir convencer por fin a los Vigilantes de que nosotros teníamos razón y el conde nunca había pensado en el bien de la humanidad, sino solo en el suyo propio. Esos estúpidos Vigilantes, empezando por ese repulsivo Marley, no podrían seguir ignorando las pruebas. ¡Ja! ¡Conque ensuciábamos la memoria del conde Saint Germain! Que además no es en absoluto un auténtico conde, sino un canalla como no se ha visto otro igual. ¡Y si antes he dicho que me siento aliviada es porque lo estoy, ya lo creo que lo estoy!
Inspiró hondo, y me dio la sensación de que hubiera podido seguir hablando así durante horas si Paul no la hubiera cogido del brazo un momento y le hubiera murmurado cariñosamente:
—¿Lo ves, princesa? Todo irá bien.
Aunque aquellas palabras no iban dirigidas a mí, extrañamente aquella fue la gota que colmó el vaso en sentido literal. Porque por más que me esforcé, no pude contener las lágrimas por más tiempo.
—¡No, no irá bien! —exclamé, y esta vez me olvidé del acolchado y me dejé caer en la primera silla que encontré—. No todo irá bien. Porque el abuelito hace seis años que murió y ya no puede ayudarnos.
Lucy se agachó ante mí.
—No llores, por favor —dijo apenada mientras a ella se le saltaban las lágrimas—. Cariño, no debes llorar de este modo, no es bueno para los… —No pudo contener un sollozo—. ¿De verdad ha muerto? —preguntó desconsolada—. Su corazón, ¿verdad? Y eso que siempre le decía que no debía comer a escondidas esa torta de crema con tanta mantequilla.
Paul se inclinó sobre nosotras, y por la cara que ponía parecía que también él estaba a punto de romper a llorar.
Perfecto. Si Gideon también se apuntaba, podríamos hacerle la competencia al chaparrón de fuera.
Fue lady Tilney la que lo evitó. Mi antepasada se sacó dos pañuelos del bolsillo de la falda, le tendió uno a Lucy y otro a mí y dijo en un tono asombrosamente parecido al de lady Arista:
—Para eso ya habrá tiempo, queridas. Ahora controlaos. Tenemos que concentrarnos. Quién sabe cuánto tiempo nos queda todavía.
Gideon me acarició el hombro.
—Tiene razón —susurró.
Me sorbí los mocos y se me escapó la risa al oír cómo trompeteaba Lucy al sonarse. Bueno, solo esperaba no haber heredado también esa costumbre de ella.
Paul se acercó a la ventana y miró hacia la calle. Cuando se volvió, su expresión era de nuevo totalmente neutra.
—Bien. Volvamos a nuestro asunto —dijo rascándose la oreja—. Por lo que se ve, Lucas ya no puede ayudarnos. Pero aun sin él debería ser posible convencer por fin a los Vigilantes de las intenciones egoístas del conde con ayuda de los papeles. —Dirigió a Gideon una mirada interrogativa—. Y entonces el círculo nunca se cerrará.
—Pasaría demasiado tiempo hasta que se hubiera verificado la autenticidad de los papeles —replicó Gideon—. En la actualidad Falk es el gran maestre de la logia y es posible que nos creyera. Pero tampoco es algo que pueda asegurar. De hecho, hasta ahora no me he atrevido a mostrar estos escritos a ningún miembro de la logia.
Asentí con la cabeza. Ya me había hablado en el sofá, en el año 1953, de su sospecha de que existía un traidor entre los Vigilantes.
—¿Sabéis? —intervine entonces—, existe la posibilidad de que entre los Vigilantes de nuestro tiempo haya uno o varios que conozcan el auténtico efecto de la piedra filosofal y apoyen los planes del conde para convertirse en inmortal.
Traté de concentrarme en los hecho, y para mi estupefacción, lo conseguí sorprendentemente bien en medio de ese torbellino de emociones, o quizá precisamente por eso.
—¿Y si el abuelo hubiera descubierto a esos traidores? Eso explicaría por qué fue asesinado.
—¿El abuelo fue asesinado? —repitió Lucy perpleja.
—No está demostrado —replicó Gideon—, pero todo indica que fue así.
Yo ya le había explicado lo de la visión de la tía Maddy y el robo el día del entierro.
—Eso significa que se está trabajando para cerrar el círculo de sangre desde ambos lados —dijo lady Tilney pensativa—. En el pasado, el conde tira de los hilos, y en el futuro hay uno o incluso varios aliados que apoyan sus planes.
Paul golpeó con el puño el respaldo de la butaca que tenía delante.
—Maldita sea —gruñó con los dientes apretados.
Lucy levantó la cabeza.
—¡Pero también podéis explicar a los Vigilantes que no nos habéis encontrado! —exclamó—. Si nuestra sangre no se registra, el círculo no se cerrará.
—No es tan sencillo —dijo Gideon—. Los Vigilantes han…
—Lo sé, han contratado a detectives privados para que nos sigan la pista —le interrumpió lady Tilney—. Los señores De Villiers y ese engreído de Pinkerton-Smythe… Afortunadamente, se consideran muy listos y a mí, en cambio —como soy una mujer—, me consideran muy tonta. Que unos detectives privados también puedan estar interesados en retener información a cambio de un suplemento con el que complementar sus modestos ingresos es algo que ni siquiera se les pasa por la cabeza. —Se permitió una sonrisa triunfal—. Este arreglo aquí en mi casa será por un breve espacio de tiempo, y Lucy y Paul pronto habrán borrado todas las pistas. Empezarán una nueva vida bajo nombres falsos y…
—… se trasladarán a una vivienda de Blandford Street —completó Gideon, y la sonrisa triunfal se borró del rostro de lady Tilney—. Eso lo sabemos todos, y se indicó a Pinkerton-Smythe que retuviera a Lucy y a Paul en Temple hasta que yo les hubiera extraído la sangre allí. Para ser más precisos, mañana por la mañana se le entregará una carta con las informaciones correspondientes.
—¿Mañana? —preguntó Paul, que parecía tan desconcertado como yo misma me sentía en ese momento—. ¡Pero entonces aún no es demasiado tarde!
—Sí lo sé —dijo Gideon—. Porque desde mi perspectiva hace tiempo que ha ocurrido. Ya hace unos días que entregué la carta a los Vigilantes de servicio en la guardia de Cerbero. Por entonces yo aún no sabía nada.
—Pues en ese caso sencillamente nos escondemos —dijo Lucy.
—¿Mañana por la mañana? —Lady Tilney apretó los labios—. Veré lo que puedo hacer.
—Y yo también —dijo Gideon, mientras dirigía una mirada al reloj de pared—. Pero no sé si eso bastará. Porque, aunque podamos evitar que los Vigilantes atrapen a Lucy y a Paul, estoy convencido de que el conde encontrará otros medios para alcanzar su objetivo.
—En todo caso no conseguirá mi sangre —dijo lady Tilney.
Gideon suspiró.
—Hace tiempo que tenemos su sangre, lady Tilney. Yo la visité en el año 1916, cuando durante la Primera Guerra Mundial tuvo que elapsar en el sótano con los gemelos De Villiers, y dejó que se la extrajera sin plantear ninguna objeción. Yo mismo me quedé muy sorprendido. Solo espero que aún tengamos en otra ocasión la oportunidad de hablar sobre esa experiencia.
—¿Es solo cosa mía, o también os parece como si alguien estuviera construyendo un metro en vuestro cerebro? —preguntó Paul.
Me eché a reír.
—A mí me pasa lo mismo —le aseguré—. Sencillamente son demasiadas informaciones para digerirla todas a la vez. De cada idea cuelgan otras diez distintas.
—Y eso no es todo, ni mucho menos —dijo Gideon—. Aún hay un montón de cosas que comentar. Por desgracia, pronto tendremos que saltar de vuelta, pero volveremos dentro de media hora. Eso quiere decir que para Gwendolyn y para mí será mañana temprano, si todo va bien.
—No lo comprendo —murmuró Paul, pero Lucy parecía haber intuido algo.
—Si no estáis aquí en misión oficial de los Vigilantes, ¿cómo habéis llegado entonces? —preguntó lentamente, y enseguida palideció—. O mejor dicho, con qué.
—Hemos… —empecé, pero Gideon me lanzó una mirada de advertencia.
—Tendremos tiempo de aclarar esto dentro de un momento —dijo.
Yo también eché una mirada al reloj de pared y dije:
—No.
Gideon enarcó las cejas.
—¿No? —preguntó.
Inspiré hondo. De repente había comprendido que no podía esperar ni un segundo más. Les diría a Lucy y a Paul la verdad, ahí y entonces.
De pronto ya no me sentía nerviosa, sino solo infinitamente cansada. Como si hubiera corrido cincuenta kilómetros de un tirón y no hubiera dormido durante cien años. Y habría dado cualquier cosa por que antes Gideon le hubiera permitido a lady Tilney traer el té a la menta con limón y azúcar. Pero como no era así, tendría que hacerlo sin él.
Miré a Lucy y a Paul.
—Antes de que saltemos de vuelta, aún tengo algo que deciros —empecé a decir en voz baja—. Tiene que haber bastante tiempo para eso.
* * *
Cuando el hermano de Cynthia —disfrazado de enano de jardín—, nos abrió la puerta, fue como si hubiera abierto de golpe las puertas del infierno. La música estaba puesta a tope, y no era la clase de música que les gustaba bailar a los padres de Cynthia, sino entre house y dubstep. Una chica con una coronita en la cabeza se escurrió junto al enano de jardín y vomitó sobre el parterre de hortensias junto a la entrada. Tenía la cara bastante verde, aunque también podía ser maquillaje.
—¡Touchdown! —gritó cuando se incorporó de nuevo—. Uf, creí que no conseguiría llegar hasta aquí.
—Oh, Highschoolpartys —dijo Gideon en voz baja—. Qué guay.
Me quedé plantada en la entrada con los ojos abiertos de par en par, absolutamente perpleja. Estaba claro que allí había algo que no funcionaba. Ante nosotros se encontraba la elegante residencia de los Dale, en el acomodado barrio de Chelsea, un lugar en el que normalmente solo se hablaba en susurros. ¿Cómo se explicaba entonces que hubiera gente bailando en el vestíbulo de la entrada? ¿Y por qué eran tantos? ¿Y de dónde venían esas risas? Normalmente en las fiestas de Cynthia no se reía, y si alguien lo hacía alguna vez, antes se tapaba la boca con la mano. Si la palabra «aburrimiento» no existiera, seguro que se habría inventado para una de las fiestas de Cynthia.
—Sois verde, ¿no? ¡Pues adelante, adelante! —graznó el hermano de Cynthia, y me puso un vaso en la mano—. ¡Toma, baba de monstruo! Muy sano. Solo zumo, fruta fresca, colorante verde, ¡pero bío!, y una pizca de vino blanco. También bío, naturalmente.
—¿Se han ido de viaje vuestros padres este fin de semana? —pregunté mientras me esforzaba en hacer entrar mi vestido de Sisí por la puerta.
—¿Qué?
Repetí la pregunta diez decibelios más alto.
—No, qué va, tienen que estar por ahí en algún sitio. —La pronunciación del enano de jardín era un poco pastosa—. Se han peleado porque antes papá se ha empeñado en hacer malabarismos con las bolitas de soja verdes y luego ha pedido a todos que le imitaran. El que acertara en el sombrero de mamá recibiría un premio. Eh, Muriel, ¿qué haces en el armario? Los lavabos están arriba.
—¡Bueno, está claro que aquí pasa algo raro! —le dije a Gideon, y tuve que gritar para me entendiera—. Normalmente tendrían que estar todos reunidos en grupitos, tiesos como un rábano, esperando que llegara la medianoche. Y tratando de evitar a los padres de Cynthia, porque si te cogen por banda, te obligan a jugar a unos juegos muy graciosos que solo les divierten a ellos.
Gideon me cogió el vaso de la mano y tomó un sorbito.
—Diría que aquí tienes tu explicación —replicó sonriendo con ironía—. ¿Una pizca de vino blanco? Calcula que la mitad de esto es vodka como mínimo.
Bueno, eso explicaría algunas cosas. Miré hacia la pista de baile, en el comedor, donde la madre de Cynthia, disfrazada de estatua de la Libertad, bailaba de forma bastante descontrolada.
—Busquemos a Leslie y a Raphael y larguémonos de aquí cuanto antes —dije.
Un pimiento verde atropelló a Gideon.
—Peddón —murmuró Sarah, que estaba cosida al pimiento, y a continuación puso unos ojos como platos y añadió—: Oh Dios mío, ¿eres de verdad? —Hundió el índice en la chaqueta de Gideon para comprobarlo.
—Sarah, ¿has visto a Leslie en algún sitio? —le pregunté fastidiada—. ¿O estás demasiado borracha para acordarte?
—¡Estoy muy pero que muy sobria! —gritó Sarah, y se tambaleó de tal modo que se hubiera ido al suelo si Gideon no la hubiera sujetado—. Te lo demostraré: Tres tristes tigres comen trigo en un trigal. ¡Tres tristes tigres comen trigo en un trigal! ¡A ver si puedes hacerlo tú! Esto no se puede decir si estás borracha. ¿Verdad que no? —Lanzó una mirada lánguida a Gideon, que parecía encontrarlo todo muy divertido—. Si eres un vampiro, te doy permiso para morderme.
Por un momento estuve tentada de arrancarle a Gideon de la mano el vaso de baba de monstruo y vaciarlo de un trago. El aullante infierno verde en plena ebullición era puro veneno para mis nervios destrozados.
En realidad ya habíamos abandonado la idea de ir a la fiesta, con o sin vestido de Sisí. La conversación con Lucy y Paul me había afectado mucho, y después de que nos hubiéramos despojado de nuestras ropas de principios del siglo XX y hubiéramos salido de la iglesia, yo seguía temblando como una azogada. En ese momento solo quería una cosa: acurrucarme en mi cama y no volver a salir hasta que todo hubiera pasado. O al menos (la versión cama enseguida se reveló como poco realista) conceder a mi exprimido cerebro una sesión de reflexiones estructuradas en una atmósfera tranquila. Con unas cuantas hojas de papel, casillas y flechas, a ser posibles de varios colores. La comparación de Paul sobre el metro que alguien construía en nuestras cabezas me parecía muy acertada. Lo que faltaba ahora era trazar el plano de las líneas.
Pero entonces Leslie me envió cuatro SMS en los que reclamaba con urgencia (sobre todo en el último: «Será mejor que mováis el culo de una vez, porque si no ya no podré garantizar nada») nuestra presencia en la fiesta.
—¡Uau! ¡Gwenny! —Gordon Gelderman, vestido con un mono de césped artificial, lanzó un silbido con la mirada clavada en mi escote—. ¡Siempre he sabido que tu blusa ocultaba algo más que un buen corazón!
Puse los ojos en blanco. Gordon era así, sencillamente no podía dejar de comportarse como un orangután, pero ¿tenía que sonreír además a Gideon de una forma tan estúpida?
—¡Eh, Gordon! Di cuatro veces seguidas: ¡Tres tristes tigres comen trigo en un trigal! —gritó Sarah.
—¡Tes tistres tigre comen tigro en un trigal! ¡Tres trigues tristes comen tigro en un trigal! —gritó Gordon muy seguro de sí mismo—. ¡Está chupado! Eh, Gwenny, ¿ya has probado el ponche? —Se inclinó hacia mí en plan confidencial y me aulló en la oreja—: Me temo que no he sido el único que ha tenido la idea de… animar un poco la receta.
Durante un breve instante tuve una visión de los invitados a la fiesta pasando junto al bufet, mirando alrededor con aire conspirativo y vaciando una tras otra botellitas de vodka en el ponche.
—¡El cielo está enladrillado, quién lo desenladrillará! Prueba a decirlo cuatro veces seguidas —recitó Sarah mientras le palpaba el trasero a Gideon aprovechando el tumulto—. Leslie está detrás, en el invernadero. Allá hay un karaoke. Yo también voy a ir enseguida, pero antes me serviré un poquito de ponche. —La borla del gorrito de fieltro verde que llevaba en la cabeza se bamboleó alegremente—. De verdad que esta es la mejor fiesta a la que he ido nunca.
Gordon rió entre dientes.
—Sí, Cynthia tendría que estarnos agradecida. Después de esta noche nadie dirá que sus fiestas son aburridas. ¡Ha tenido una suerte bárbara! Y, además. Como el servicio de catering se ha pasado con las tapas, todos hemos tenido que llamar a algún amigo. Hay algunos que ni siquiera se han disfrazado, ¡por no hablar de ir vestidos de verde!
Volví a poner los ojos en blanco y luego tiré enérgicamente de Gideon para arrastrarlo hasta el invernadero, cruzando entre la multitud de bailarines enloquecidos.
Gordon nos siguió.
—¿Hoy también cantarás en el karaoke, Gwenny? La última vez fuiste la mejor. Yo te hubiera votado si Kate no se hubiera echado agua por encima. Con la camiseta mojada quedaba tope sexy, ¿sabes?; por eso…
—¿Por qué no cierras el pico de una vez, Gordon?
Iba a volverme hacia él cuando de repente vi a Charlotte. O a alguien que hubiera podido ser Charlotte si ese alguien no hubiera estado en el invernadero de pie sobre una mesa y con un micro en la mano, cantando con entusiasmo a todo volumen «Paparazzi» de Lady Gaga.
—Oh, Dios mío —murmuró Gideon, y se sujetó al marco de la puerta.
—Ready for those flashing light… —cantó Charlotte.
Me quedé momentáneamente sin habla.
En torno a la mesa se había agrupado una multitud de groupies aulladores, porque la verdad es que Charlotte no cantaba nada mal, y Gordon se unió rápidamente a la mesa de fans y empezó a bramar:
—¡Que se desnude! ¡Que se desnude!
Descubrí a Raphael y a Leslie —que estaba encantadora con su vestido de Grace Kelly casi verde y su peinado ondulado a juego— y me abrí paso hasta ellos. Gideon se quedó parado en la puerta.
—¡Vaya, por fin! —gritó Leslie echándome los brazos al cuello—. Ha bebido de ese ponche y ya no es ella misma. Desde las nueve y media está tratando de explicarle a la gente lo de la sociedad secreta del conde de Saint Germain y que hay viajeros en el tiempo que viven entre nosotros. Lo hemos intentado todo para llevarla a casa, pero es escurridiza como una anguila.
—Además, es mucho más fuerte que nosotros —dijo Raphael, que llevaba un divertido sombrero verde, pero, aparte de eso, no parecía muy divertido—. Antes casi consigo arrastrarla hasta la puerta, pero entonces me ha retorcido el brazo y me ha amenazado con partirme la rodilla.
—Y ahora además tiene un micro —dijo Leslie con aire sombrío.
Miramos hacia arriba, hacia Charlotte, como si fuera una bomba de relojería a punto de explotar. Aunque admito que era una bomba de relojería muy bien empaquetada.
Caroline no había exagerado: el traje de elfo era realmente para caerse de espaldas. Ningún auténtico elfo hubiera podido estar más encantador que Charlotte, cuyos delicados hombros se elevaban airosamente sobre una nube de tules verdes. Mi prima tenía las mejillas encendidas, le brillaban los ojos y los cabellos le caían en rizos resplandecientes por la espalda hasta la altura de las alas, que estaba tan bien hechas que parecía que hubiera nacido con ellas. No me hubiera sorprendido demasiado se de repente se hubiera elevado del suela y se hubiera puesto a flotar en el aire del invernadero.
Su voz, de todos modos, no era absolutamente élfica. De hecho, tenía un cierto parecido con la de Lady Gaga.
—You know that I’ll be your Papa-Paparazzi… —bramó en el micrófono, y cuando Gordon volvió a gritar «¡Que se desnude!», empezó a quitarse lascivamente uno de los largos guantes verdes, ayudándose con los dientes.
—Esto es de una película —comentó Leslie impresionada a pesar suyo—. Aunque otra vez he vuelto a olvidarme de cuál.
La multitud se puso a aullar entusiasmada cuando Gordon atrapó el guante.
«¡Sigue!», chillaron todos, y Charlotte se concentró en el otro guante. Pero, entonces, de repente, se detuvo: había descubierto a Gideon junto a la puerta. Sus ojos se entornaron.
—¡Vaya, mirad a quién tenemos aquí! —dijo micro en mano, y su mirada se deslizó por encima de las cabezas de la gente hasta detenerse en mí—. ¡Y mi primita también está, naturalmente! Eh, chicos, ¿sabíais que en realidad Gwendolyn es una viajera en el tiempo? De hecho, debía serlo yo, pero el destino tenía reservados otros planes. Y aquí esto ahora, como una de esas hermanas bobas de la Cenicienta.
—¡Que siga cantando! —gritaron sus groupies desconcertados.
—¡Que se desnude! —gritó Gordon.
Charlotte inclinó la cabeza de lado y miró a Gideon con los ojos ardientes.
—But I won’t stop until that boy is mine? Ja, ja, ¡ni hablar de eso! No voy a caer tan bajo. —Tendió el índice en dirección a Gideon y gritó—: ¡Él también puede viajar en el tiempo. Y pronto curará a la humanidad de todas sus enfermedades!
—Oh, shit —murmuró Leslie.
—Alguien tiene que bajarla de ahí —dije.
—Sí, pero ¿cómo? Es una máquina de combate. No sé, tal vez podríamos lanzare algún objeto pesado —propuso Raphael.
El público de Charlotte estaba un poco inquieto. De algún modo parecía haber percibido que la actitud de Charlotte no tenía nada de chistosa. Solo Gordon seguía bramando alegremente: «¡Que se desnude!».
Traté de establecer contacto visual con Gideon, pero él solo tenía ojos para Charlotte. Lentamente se abrió paso hacia la mesa a la que se había subido.
Charlotte inspiró hondo, y el micro hizo llegar su suspiro hasta el último rincón del invernadero.
—Él y yo lo sabemos todo sobre historia. Lo aprendimos para nuestros viajes en el tiempo juntos. Deberíais ver cómo baila el minué. O cómo cabalga. O cómo utiliza la espada. O cómo toca el clavicordio.
Gideon ya casi había llegado hasta ella.
—Es increíblemente bueno en todo lo que hace. Y puede hacer declaraciones de amor en ocho lenguas —dijo Charlotte con voz soñadora, y por primera vez en mi vida vi cómo las lágrimas se asomaban a sus ojos—. ¡A mí nunca me ha dedicado una, porque solo tiene ojos para mi estúpida prima!
Me mordí los labios. Aquello sonaba claramente a un corazón partido, y nadie en el mundo podía comprenderla mejor que yo. ¿Quién habría pensado que Charlotte tenía corazoncito? Una vez más deseé que Leslie tuviera razón sobre su teoría del mazapán, mientras mi propio corazón se contraía dolorosamente y me esforzaba en contener la oleada de celos que amenazaba con asfixiarme.
Gideon extendió la mano hacia Charlotte.
—Es hora de ir a casa.
—¡Buuu…! —gritó Gordon, tan sensible como una segadora, pero todos los demás contuvieron la respiración.
—Déjame —le dijo Charlotte a Gideon desde arriba tambaleándose un poco—. No he acabado ni mucho menos.
Gideon subió a la mesa de un salto y le desconectó el micro.
—La representación ha acabado —dijo—. Ven, Charlotte, te llevaré a casa.
Charlotte le soltó un bufido, como una gata furiosa.
—Si me tocas, te partiré la rodilla. ¡Domino el Krav Maga!, ¿sabes?
—Yo también, ¿ya lo has olvidado?
De nuevo le tendió la mano. Charlotte dudó un segundo, pero luego la cogió e incluso dejó que la bajara de la mesa, como un elfo cansado y borracho que apenas podía sostenerse ya sobre sus piernas.
Gideon le rodeó la cintura con el brazo y se volvió hacia nosotros. Como tantas veces, era imposible adivinar lo que pensaba por la expresión de su rostro.
—Tengo que arreglar esto rápido. Vosotras iréis con Raphael a mi piso —dijo escuetamente—. Luego nos encontraremos allí.
Nuestras miradas se cruzaron un segundo.
—Hasta ahora —dijo.
Asentí con la cabeza.
—Hasta ahora.
Charlotte ya no dijo nada.
Y en ese momento me pregunté si la Cenicienta no se habría sentido tal vez también un poco culpable mientras se alejaba con el príncipe a lomos de su caballo blanco.