La esfera resplandecía bajo las luces. En su superficie perfectamente pulida, Norman vio su propia imagen reflejada; después contempló cómo esa imagen se deshacía, se fragmentaba al llegar a los surcos espiralados, cuando él rodeó la esfera para situarse ante su parte posterior.
Delante de la puerta.
Pensó que se parecía a una boca, a las fauces de una bestia primitiva, listas para engullirlo. Frente a la esfera, al ver una vez más el patrón extra-terrestre, no humano, de los surcos, Norman se sintió flaquear. De repente, tuvo miedo. No creía poder seguir adelante con lo que pretendía hacer.
«No seas tonto —se dijo—. Harry lo logró. Y Beth también. Y sobrevivieron».
Examinó los surcos espiralados, como si quisiera recobrar la confianza en sí mismo. Pero no lo logró en absoluto: en el metal no había más que estrías curvas, que reflejaban la luz que caía sobre ellas.
«Muy bien —pensó finalmente—, lo haré. Llegué hasta aquí y, hasta ahora, he sobrevivido a todo. No hay razón para que no lo haga».
«Sigue adelante y ábrela».
Pero la esfera no se abrió. Permaneció exactamente igual: una bola reluciente, bruñida, perfecta.
¿Cuál era la finalidad de este objeto? Norman deseaba de modo ferviente descubrir la finalidad de la esfera.
Volvió a pensar en el doctor Stein. ¿Cuál era su expresión favorita? «La comprensión es una táctica dilatoria». Stein solía enfadarse cuando los licenciados en psicología empezaban a examinar las cosas de manera demasiado racional y pronunciaban largas peroratas sobre los pacientes y sus problemas. Stein los interrumpía, sin ocultar su irritación, y les decía:
—¿A quién le importa? ¿A quién le importa que entendamos la psicodinámica de este caso, o que no lo hagamos? ¿Preferís entender por qué se nada, o saltar al agua y empezar a nadar? Sólo la gente que le teme al agua quiere entender por qué se nada; los demás saltan y se mojan.
«Muy bien —pensó Norman—. Mojémonos». La esfera no se abrió.
—Ábrete —dijo en voz alta.
La esfera no se abrió.
Norman había pensado en la posibilidad de no lograrlo, porque Ted lo había intentado durante horas. Cuando Harry y Beth entraron no habían pronunciado palabra: tan sólo hicieron algo, dentro de su mente.
Cerró los ojos, concentró la atención y pensó: «Ábrete».
Levantó los párpados y miró la esfera: seguía cerrada.
«Estoy listo para que te abras —pensó—. Estoy listo ahora».
Nada ocurrió. La esfera seguía cerrada.
Aunque Norman había tomado en cuenta la posibilidad de que fuera incapaz de abrir la esfera, íntimamente pensaba que, después de todo, dos personas ya lo habían conseguido. ¿Cómo?
Harry, con su mente lógica, había sido el primero en resolver la cuestión. Pero la había resuelto sólo después de ver la cinta de Beth. De modo que Harry había descubierto una pista en la cinta, una pista importante…
Beth también había hecho un repaso de la cinta, la había mirado una y otra vez, hasta que, al final, también ella resolvió el problema. Había algo en la cinta…
«¡Qué lástima que no la tenga aquí!», pensó Norman. Pero la había visto varias veces, así que era probable que pudiera reconstruirla, que lograra reproducirla en su mente. ¿Cómo era? Mentalmente, vio las imágenes: Beth y Tina hablaban; Beth comía su porción de tarta. Después Tina decía algo sobre las cintas guardadas en el submarino. Y Beth respondía no sé qué. Luego Tina se alejaba y salía del cuadro, pero antes había dicho: «¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?». Y Beth había respondido: «Quizá. No lo sé». Y la esfera se había abierto en ese instante.
—¿Porqué?
«¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?», había preguntado Tina. Y en respuesta a esa pregunta, Beth tenía que haber imaginado la esfera abierta, en su mente tenía que haber visto una imagen de la esfera abierta…
Se oyó un sonido bajo y profundo, como de algo que rodara; fue una vibración que llenó la sala.
La esfera estaba abierta; la puerta, abierta como en un inmenso bostezo, amplia y negra.
«Eso es —pensó—. Hay que representarse mentalmente que eso ocurre, y ocurre». Lo que significaba que, si se representaba la puerta de la esfera cerrada…
Con otra rodadura profunda, la esfera estaba cerrada… o abierta…
La esfera se abrió otra vez.
—Será mejor que no abuse de mi suerte —dijo en voz alta.
La puerta aún estaba abierta. Atisbo el interior, pero sólo vio una negrura profunda, sin matices. «Ahora o nunca», pensó.
Entró en la esfera.
Y la esfera se cerró detrás de Norman.
Todo es oscuridad; pero, a medida que sus ojos se adaptan, ve algo parecido a luciérnagas. Es una espuma danzante, luminosa…, millones de puntos de luz que remolinean alrededor de su cuerpo.
«¿Qué es?», piensa. Todo lo que ve es la espuma. No constituye una estructura, y parece no tener límites. Es un océano embravecido, una espuma reluciente, y muchas facetas. Norman siente que es muy bello, que hay una gran paz. Estar aquí es apacible.
Mueve las manos y coge espuma en el hueco de ellas; sus movimientos hacen que la espuma se arremoline. Pero en ese instante se da cuenta de que las manos se están volviendo transparentes, de que puede ver la centelleante espuma a través de su propia carne. Baja la vista y se mira el cuerpo: piernas, torso, todo él se está volviendo transparente. Él es parte de la espuma. La sensación es muy agradable.
Se hace más ligero, y pronto se ve elevado y flotando en el limitado océano reluciente. Entrelaza las manos sobre la nuca, y flota. Se siente feliz. Se quedaría aquí para siempre.
Adquiere conciencia de que hay algo más en este océano, otra presencia.
—¿Hay alguien aquí?
—Yo estoy aquí.
Se sobresalta. Se oye tan alto… O parece alto. Después, se pregunta si oyó algo en realidad.
—¿Alguien ha hablado?
—No.
—¿Cómo nos estamos comunicando?
—Del mismo modo que todo se comunica con todo lo demás.
—¿Qué modo es ése?
—¿Por qué preguntas, si ya conoces la respuesta?
—Es que no conozco la respuesta.
La espuma lo mece con suavidad, pero Norman no recibe respuesta durante un rato, y se pregunta si está otra vez solo.
—¿Está usted ahí?
—Sí.
—Creí que se había ido.
—No hay donde ir.
—¿Quiere decir que está aprisionado dentro de esta esfera?
—No.
—¿Me responderá a una pregunta? ¿Quién es usted?
—Yo no soy un quién.
—¿Es usted Dios?
—Dios es una palabra.
—Quiero decir, ¿es usted un ser superior, o una conciencia superior?
—¿Superior a qué?
—Superior a mí, supongo.
—¿En qué altura estás?
—Bastante bajo. Por lo menos eso es lo que imagino.
—Bueno, eso es cosa tuya.
Mientras flota dentro de la espuma, a Norman lo perturba la posibilidad de que Dios se esté burlando de él.
—¿Está bromeando conmigo?>
—¿Por qué me preguntas, si ya conoces la respuesta?
—¿Estoy hablando con Dios?
—No estás hablando en absoluto.
—Usted toma lo que digo en sentido literal. ¿Se debe eso a que proviene de otro planeta?
—No.
—¿Es usted de otro planeta?
—No.
—¿Es usted de otra civilización?
—No.
—¿De dónde es usted?
—¿Por qué preguntas, si ya conoces la respuesta?
Norman piensa que, en otro momento, esa contestación reiterativa lo habría irritado; pero ahora no tiene emociones. No hay juicios: sencillamente está recibiendo información.
—Pero esta esfera viene de otra civilización.
—Sí.
—Y quizá de otro tiempo.
—Sí.
—¿Y no es usted parte de esta esfera?
—Lo soy ahora.
—Si es así, ¿de dónde es usted?
—¿Por qué preguntas, si ya conoces la respuesta?
La espuma lo lleva de un lado para otro con delicadeza, meciéndolo de modo apaciguante.
—¿Está usted ahí?
—No hay donde ir.
—Temo que no sé mucho sobre religión. Soy psicólogo, de modo que me ocupo de cómo piensa la gente. En mi preparación profesional nunca aprendí mucho sobre religión.
—Ah, entiendo.
—La psicología no tiene mucho que ver con la religión.
—Por supuesto.
—¿Así que coincide conmigo?
—Coincido contigo.
—Eso es reconfortante.
—Yo no veo por qué.
—¿Quién es yo?
—¿Quién es, por cierto?
Mecido por la espuma, siente una profunda paz, a pesar de las dificultades de la conversación.
—Estoy preocupado.
—Dime.
—Estoy preocupado porque usted habla como Jerry.
—Eso era de esperar.
—Pero Jerry era, en realidad, Harry.
—Sí.
—¿Así que usted también es Harry?
—No. Por supuesto que no.
—¿Quién es usted?
—Yo no soy un quién.
—¿Entonces, por qué habla de modo similar a Jerry o Harry?
—Porque surgimos de la misma fuente.
—No comprendo.
—Cuando miras en el espejo, ¿qué ves?
—Me veo a mí mismo.
—Ya entiendo.
—¿No es lo normal?
—Es cosa tuya.
—No comprendo.
—Lo que ves es cosa tuya.
—Eso ya lo sé. Todo el mundo sabe eso. Es una perogrullada de psicología, una frase hecha.
—Ya veo.
—¿Es usted una inteligencia extra-terrestre?
—¿Es usted una inteligencia extra-terrestre?
—Encuentro que es difícil hablar con usted. ¿Me dará el poder?
—¿Qué poder?
—El poder que les concedió a Harry y a Beth. El poder de hacer que ocurran cosas mediante el empleo de la imaginación. ¿Me lo va a conceder?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque ya lo tienes.
—No siento que lo tenga.
—Lo sé.
—Entonces, ¿cómo es que tengo el poder?
—¿Cómo entraste aquí?
—Imaginé que la puerta se abría.
—Sí.
Se mecía en la espuma, aguardando una respuesta, pero no hubo respuesta: sólo un delicado movimiento de la espuma, una atemporalidad pacífica, y una sensación de adormecimiento.
Después de haber transcurrido cierto tiempo, Norman piensa:
—Lo siento, pero desearía que usted se limitara a explicar y que dejara de hablar con acertijos.
—En vuestro planeta tenéis un animal llamado oso. Es un animal grande, en ocasiones más grande que vosotros; es inteligente, tiene ingenio y posee también un cerebro tan grande como el vuestro. Pero el oso difiere de vosotros en un solo aspecto importante: no puede realizar la actividad mental que denomináis «imaginar»; no puede elaborar imágenes mentales de cómo podría ser la realidad, no puede hacerse la representación mental de lo que llaman «lo pasado» y de lo que llaman «lo futuro». Esta capacidad especial, la de imaginar, es la que hizo que vuestra especie sea lo grandiosa que es. Ninguna otra cosa: no es su naturaleza de simio, ni la capacidad de usar herramientas, ni el lenguaje, ni la violencia, ni el cuidado que prestan a los miembros jóvenes de su especie, ni sus agrupamientos sociales. No es ninguna de estas cosas, todas las cuales se hallan en otros animales. Vuestra grandeza estriba en la imaginación.
La capacidad de imaginar es la parte más grande de lo que vosotros denomináis «inteligencia». Creéis que la capacidad de imaginar no es más que una etapa útil en el camino para conseguir la resolución de un problema, o para hacer que algo ocurra. Pero imaginario es lo que hace que ese algo ocurra.
Éste es el don de vuestra especie, y éste es el peligro, porque vosotros no os preocupáis por controlar lo que genera vuestra imaginación: imagináis cosas maravillosas y cosas terribles, y no asumís la responsabilidad de esa elección. Se dice que en vuestro interior tenéis tanto el poder del bien como el poder del mal, el ángel y el demonio, pero, en honor a la verdad, dentro de vosotros no hay más que una cosa: la capacidad de imaginar.
Espero que hayáis disfrutado de este discurso, que tengo planeado pronunciar en la próxima asamblea de la Asociación Norteamericana de Psicólogos y Asistentes Sociales, que se reúne en marzo en Houston. Opino que este discurso tendrá una muy buena acogida.
—¿Qué? —piensa Norman, pasmado.
—¿A quién creías que le estabas hablando? ¿A Dios?
—¿Quién es?
—Tú, por supuesto.
—Pero usted es alguien diferente de mí, alguien aparte. Usted no es yo.
—Sí, lo soy. Tú me imaginaste.
—Dígame más.
—No hay más.
Tenía la mejilla apoyada sobre un frío metal. Rodó sobre la espalda y miró la superficie pulida de la esfera, que se curvaba por encima de él. Los surcos espiralados de la puerta habían vuelto a cambiar.
Norman se puso de pie. Se sentía relajado y en paz, como si hubiera estado durmiendo durante largas horas. Igual que si despertara de un maravilloso sueño. Lo recordaba todo con mucha claridad.
Se desplazó por la nave, regresó a la cubierta de vuelo y, después, bajó por el pasadizo de las luces ultravioleta. Llegó a la sala que tenía los tubos en la pared.
Estaban llenos: había un tripulante en cada uno.
Era tal como lo había pensado: Beth había manifestado una sola tripulante, una solitaria mujer, a modo de advertencia para Harry y Norman. Ahora era Norman el que tenía el control, y encontró la sala poblada.
«No está mal».
Miró la sala y pensó: «Que desaparezcan uno tras otro».
De uno en uno, los miembros de la tripulación que se hallaban en los tubos se desvanecieron ante sus ojos; todos desaparecieron.
«Que vuelvan, a razón de uno cada vez».
Rápidamente, los miembros de la tripulación volvieron a materializarse dentro de los tubos.
«Todos hombres».
Las mujeres se convirtieron en hombres.
«Todos mujeres».
Fueron mujeres en su totalidad.
Tenía el poder.