Acurrucado en la oscuridad escuchaba el silbido que, a intervalos regulares, emitía la alarma de su placa, y el siseo del aire que se escapaba. La presión disminuía con rapidez: los oídos se le taponaron, como si se encontrara a bordo de un avión que estuviera despegando.
«Haz algo», pensó, sintiendo que el pánico lo invadía.
Pero no había nada que pudiera hacer: se hallaba encerrado en la cámara superior del Cilindro D y no podía salir. Beth tenía el control de toda la instalación y sabía cómo operar los sistemas para mantenimiento de la vida. Le había cortado la corriente, había quitado la calefacción y ahora interrumpía el acceso de aire. Norman estaba atrapado.
A medida que la presión disminuía, las botellas herméticamente cerradas, que contenían especímenes, explotaban como bombas, y disparaban fragmentos de vidrio por todo el cuarto. Norman se agazapó debajo de las mantas y sentía cómo los cristales rasgaban la tela. Ahora respirar era más difícil. Al principio, Norman había pensado que era la tensión, pero después se dio cuenta de que el aire se volvía menos denso. Pronto perdería el conocimiento.
Haz algo.
Tenía la impresión de que no podía recuperar el aliento.
Haz algo.
Pero en lo único que pensaba era en respirar. Necesitaba aire, le hacía falta oxígeno. Entonces pensó en el botiquín de primeros auxilios. ¿Había oxígeno de emergencia en el botiquín? No estaba seguro. Le parecía recordar… Cuando se levantó explotó otra botella con especímenes, y tuvo que agacharse para esquivar los trozos de vidrio que volaban.
Boqueaba, casi asfixiado; el pecho le subía y le bajaba trabajosamente. Empezaba a ver puntos grises.
Avanzó a tientas en la oscuridad, en busca del botiquín; sus manos se desplazaban a lo largo de la pared. Tocó un cilindro. ¿Oxígeno? No, demasiado grande: tenía que ser el extintor de incendios. ¿Dónde se hallaba el botiquín? Siguió palpando la pared. ¿Dónde?
Sintió la caja metálica, la tapa en la que se hallaba estampada la cruz en relieve. La abrió de un tirón y metió las manos en ella.
Más puntos flotaron ante sus ojos: no le quedaba mucho tiempo.
Sus dedos tocaron frascos pequeños, y blandos paquetes de vendas. No había botellas de aire. ¡Maldición! Los frascos cayeron al suelo, y algo grande y pesado le aterrizó sobre un pie, con un ruido sordo. Norman se inclinó, tocó el pavimento y sintió que un pedazo de cristal le había hecho un corte en un dedo, no le prestó atención. Sus manos se cerraron sobre un frío cilindro de metal; era pequeño, apenas más largo que la palma de la mano. En uno de los extremos había una especie de tubo de unión, una tobera…
Era una lata de aerosol, una maldita lata de algún producto para rociar. La tiró lejos. Oxígeno. ¡Necesitaba oxígeno!
Recordó que junto a la litera… ¿No había oxígeno de emergencia al lado de cada litera del habitáculo? A tientas, buscó el sofá en el que dormía Beth; palpó la pared que estaba por encima de lo que tenía que ser la cabecera. Seguramente había oxígeno allí. Ahora Norman sentía vahídos, comenzaba a dejar de pensar con claridad.
No había oxígeno.
Entonces recordó que no era un lecho común y corriente, que no estaba diseñado para que en él durmiera nadie, así que no habrían puesto oxígeno allí. ¡Maldición! Y, en ese momento, su mano tocó un cilindro metálico sujeto a la pared. En uno de los extremos había algo blando…
Una mascarilla de oxígeno.
Con gran presteza, se puso la máscara sobre la boca y la nariz. Palpó la botella e hizo girar un mando. Oyó un siseo e inhaló aire frío. Sintió una ola de intenso vértigo y después la cabeza se le aclaró. ¡Oxígeno! ¡Ya se sentía bien!
Tanteó la botella para evaluar su tamaño: era un recipiente de emergencia, con apenas unos pocos centenares de centímetros cúbicos. ¿Cuánto duraría? «No mucho», pensó. Algunos minutos. Sólo representaba un alivio temporal.
Haz algo.
Pero no se le ocurría qué hacer. Carecía de opciones. Estaba encerrado en un cuarto.
Recordó lo que solía decir uno de sus profesores, el gordo y viejo Temkin: «Siempre tienen una opción. Siempre hay algo que pueden hacer. Nunca están desprovistos de una posibilidad».
«Ahora sí lo estoy», pensó. No tenía alternativas. De todos modos, Temkin se refería al tratamiento de pacientes, no al hecho de tener que escapar de cámaras selladas. Su maestro no tenía ninguna experiencia sobre cómo salir de recintos cerrados. Y tampoco la tenía Norman.
El oxígeno lo había aturdido… ¿O era que ya se estaba terminando? Por su mente cruzó un desfile de sus antiguos profesores. ¿Sería esto como ver pasar la propia vida ante los ojos, cuando se está a punto de morir? Los vio a todos: la señora Jefferson, que le había sugerido que sería mejor que estudiara para abogado. El viejo Joe Lamper, que siempre reía y decía: «Todo es sexo. Créanme. Siempre todo se reduce a lo sexual». El doctor Stein, que sostenía: «No existe ningún paciente que se resista. Mostradme un paciente que se resiste, y os mostraré un terapeuta que se resiste. Si no lográis avanzar con el paciente, pues haced alguna otra cosa, la que sea. Pero haced algo».
Haced algo.
Stein era partidario de los recursos disparatados. Si no se lograba llegar al paciente, entonces había que comportarse como un loco: vestirse de payaso, patear al sujeto, mojarlo con una pistola de agua, hacer cualquier maldita cosa que al terapeuta se le ocurriera, pero hacer algo.
—Mira —solía decir—. Lo que estás haciendo ahora no da resultado. Así que prueba algo nuevo, no importa lo loco que te parezca.
«Eso estaba bien en aquel entonces», pensó Norman. Le gustaría ver al doctor Stein evaluando este problema. ¿Qué le diría que hiciera?
Abre la puerta. No puedo; ella la atrancó.
Habla con ella. No puedo: no me escucha.
Abre el paso de aire. No puedo; ella controla el sistema.
Consigue el control del sistema. No puedo; lo tiene ella.
Busca ayuda dentro del cuarto. No puedo; no queda nada que sirva.
Entonces, sal. No puedo; yo…
Se detuvo en su cavilación: eso no era cierto. Podía salir rompiendo una portilla o abriendo la escotilla del techo. Pero no había ningún lugar al que pudiera ir, pues no tenía traje de buzo y el agua estaba a la temperatura de congelación; ya se había expuesto a esa agua, durante unos segundos nada más, y casi muere. Si saliera de esa cabina para sumergirse en el océano, casi con seguridad perecería. Era probable que su temperatura corporal bajara hasta límites letales, aun antes de que la cámara llegara a llenarse de agua. Sin duda, moriría.
En su mente vio entonces que el doctor Stein alzaría sus pobladas cejas y que, con una sonrisa burlona, le diría: Y si vas a morir de todos modos, ¿qué tienes que perder?
Norman comenzó a idear un plan: si abría la escotilla del techo podría ir al exterior del cilindro. Una vez fuera, quizá lograra descender hasta el Cilindro A, entrar en él a través de la esclusa de aire y ponerse su traje. Entonces, estaría bien.
Si lograse llegar hasta la esclusa de aire… ¿Cuánto tiempo necesitaría para ello? ¿Treinta segundos? ¿Un minuto? ¿Sería capaz de contener la respiración tanto rato? ¿Podría resistir el frío durante tan largo tiempo?
Morirás, de todos modos.
Y entonces pensó: «Maldito idiota, en tu mano tienes una botella de oxígeno; tienes suficiente aire, si no te quedas aquí, perdiendo tiempo, preocupándote. ¡Adelante, sal!».
«No —pensó—. Hay algo más, algo que estoy olvidando».
¡Adelante!
Dejó de pensar y empezó a trepar hacia la escotilla situada en el techo del cilindro. Después contuvo la respiración, se afianzó bien, listo para la acometida del agua, giró el volante y abrió la escotilla.
—¡Norman! ¡Norman! ¿Qué estás haciendo? ¡Norman! Te has vuelto loco… —gritó Beth.
Después, sus palabras se perdieron en el rugido del agua que, a una temperatura glacial, caía dentro del cilindro como una poderosa cascada.
En el instante en que estuvo fuera se dio cuenta de su error: necesitaba pesos, pues su cuerpo boyaba hacia la superficie. Norman tomó una última bocanada de aire, dejó caer la botella de oxígeno y se agarró con desesperación a las frías tuberías de la parte externa del cilindro, a sabiendas de que si se soltaba no habría nada que lo detuviera, ninguna cosa a la que agarrarse en su ascenso hacia la superficie del mar, donde apenas llegara estallaría como un globo.
Sin dejar de agarrarse a las tuberías, se esforzaba para ir hacia abajo, siempre con una mano sobre la otra, en busca del siguiente tubo, de la siguiente protuberancia que le sirviese de asidero. Era como escalar una montaña, pero al revés: si se dejaba ir, «caería» hacia arriba y moriría. Ya tenía las manos entumecidas, y su cuerpo, rígido por el frío, se movía con lentitud. Los pulmones le quemaban.
Le quedaba muy poco tiempo.
Alcanzó la parte inferior del habitáculo, se dio impulso y osciló para quedar debajo del Cilindro D; se estiró hacia arriba y, en la oscuridad, palpó el metal buscando la esclusa… ¡No se encontraba allí! ¡La esclusa de aire no estaba! Entonces se dio cuenta de que se hallaba debajo del Cilindro B. Se desplazó hacia el A, y buscó a tientas la esclusa: estaba cerrada. Tiró con fuerza del volante. Tiró otra vez, pero no logró moverlo.
Estaba aislado en el exterior.
El terror más intenso se apoderó de Norman. Su cuerpo estaba casi paralizado a causa del frío, y él sabía que sólo le quedaban unos segundos antes de perder el conocimiento. Tenía que abrir la escotilla. Le dio puñetazos, golpeó el metal que rodeaba los bordes, sin experimentar ninguna sensación en sus manos ateridas.
En ese instante, el volante empezó a girar por sí mismo y la escotilla se abrió, como impulsada por un resorte. Seguramente existía un botón de emergencia, y Norman temía haberlo…
Irrumpió sobre la superficie del agua, aspiró una bocanada de aire y se volvió a hundir. Emergió otra vez, pero no podía trepar al cilindro porque estaba demasiado entumecido; sus músculos se hallaban congelados y el cuerpo no le respondía.
«Tienes que hacerlo —pensó—. Tienes que hacerlo». Sus dedos se aferraron al metal, resbalaron y volvieron a agarrarse. «Un empujón —pensó—. Un último empujón». Lanzó el pecho sobre el reborde metálico y cayó pesadamente sobre la cubierta. Pero estaba tan entumecido que no sentía absolutamente nada. Torció el cuerpo, en un intento por hacer que sus piernas alcanzaran el borde de la escotilla… Y volvió a caer al agua helada.
—¡No!
Una vez más, la última, se impulsó hacia arriba para alcanzar el borde; llegó a la cubierta y se retorció hasta que pudo apoyar una pierna en equilibrio precario; después levantó la otra pierna, la cual ya no sentía, y entonces se quedó fuera del agua, tendido sobre la cubierta del cilindro.
Estaba tiritando. Trató de ponerse de pie, pero se derrumbó. Todo su cuerpo se sacudía de tal modo, que no podía conservar el equilibrio.
Al otro lado de la esclusa divisó su traje, que colgaba en la pared del cilindro. Vio el casco, con su nombre, JOHNSON, escrito en él. Norman reptó hacia el equipo, mientras su cuerpo se sacudía con violencia. Trató de ponerse en pie. No pudo. Las botas estaban frente a su cara; trató de agarrarlas, pero sus manos no se cerraban. Intentó morder el traje para usar los dientes como punto de apoyo, y los dientes le castañeteaban de modo incontrolable.
El intercomunicador restalló:
—¡Norman! ¡Sé lo que estás haciendo!
Beth llegaría de un momento a otro. Tenía que ponerse el traje. Lo contempló, a unos centímetros de él, pero sus manos seguían temblando incapaces de sostener nada. Finalmente, vio las presillas de tela que había cerca de la cintura, y que servían para sujetar instrumentos. Enganchó una mano en una presilla y se las arregló para sostenerse. Se estiró hasta ponerse de pie. Metió un pie dentro del traje, y después, el otro.
—¡Norman!
Extendió los brazos para coger el casco, pero antes de que lograra retirarlo del gancho y se lo dejara caer sobre la cabeza, el casco tamborileó contra la pared. Una vez puesto, lo hizo girar sobre el cuello del traje hasta que oyó el clic que produjo el cierre del resorte.
Todavía tenía mucho frío. ¿Por qué no se calentaba el traje? En ese momento se dio cuenta de que no había corriente, pues la fuente de alimentación estaba en la mochila, se la colgó con un encogimiento de hombros y se tambaleó bajo su peso. Tenía que enganchar el cordón «umbilical» por el que corrían los conductos encargados de transferir oxígeno al interior del traje, y de conservar una temperatura compatible con la vida. Norman tendió la mano hacia atrás, palpó el cordón, lo sostuvo y lo enchufó en el traje, a la altura de la cintura; luego lo conectó…
Oyó un sonido breve y seco.
El ventilador empezó a zumbar con un ruido sordo.
Norman sintió que largas franjas de dolor le recorrían todo el cuerpo. Los elementos eléctricos estaban dando calor pero, sobre su piel helada, ese calor le producía dolor. Sentía como si se le clavaran alfileres y agujas por todo el cuerpo.
Beth estaba hablando por el intercomunicador. La oía pero no entendía lo que decía. Se sentó pesadamente sobre la cubierta, respirando con dificultad.
Sabía que se iba a poner bien, pues el dolor estaba disminuyendo, la cabeza se le estaba despejando y su cuerpo ya no se sacudía con tanta brusquedad. Había estado expuesto a un frío muy intenso, pero no el tiempo suficiente como para que el daño fuese irremediable. Se estaba recuperando con rapidez.
—¡Nunca vas a lograr agarrarme, Norman! —dijo Beth por el intercomunicador.
Norman consiguió ponerse de pie; se colocó el cinturón de lastre y cerró las hebillas.
—¡Norman!
No respondió. Ahora sentía que su temperatura había subido por completo, que era normal.
—¡Norman! ¡Estoy rodeada de explosivos! ¡Si te acercas a mí, aunque sea un poco, te volaré en pedazos! ¡Morirás, Norman! ¡Nunca vas a lograr agarrarme!
Pero Norman no iba a buscar a Beth. Tenía un plan muy distinto. Oyó el siseo de su tanque de aire, cuando la presión se igualó dentro del traje.
Entonces volvió a saltar al agua.