Las luces del laboratorio iluminaban la mesa, sobre la que había una fila de especímenes cuidadosamente embotellados: calamares, camarones y huevos de calamar gigante. Norman tocó las botellas distraídamente. Encendió el monitor del laboratorio y apretó varias teclas hasta que en la pantalla apareció Beth, que estaba trabajando en la consola principal del Cilindro D; a un lado vio a Harry, aún inconsciente.
—Norman, ¿me puedes oír?
—Sí, Beth. Te oigo —le respondió en voz alta.
—Norman, estás actuando de forma irresponsable. Eres una amenaza para toda esta expedición.
¿Era cierto eso? Norman no creía ser una amenaza para la expedición. No tenía la sensación de que eso fuese cierto. Pero ¿cuántas veces, en el curso de su vida, se había enfrentado con pacientes que rehusaban reconocer lo que les estaba ocurriendo? Recordó ejemplos triviales: un profesor, compañero suyo de la universidad, tenía terror a los ascensores, pero insistía en que subía siempre por la escalera debido a que era un buen ejercicio. Ese hombre subía hasta quince pisos; pero rechazaba las citas en edificios más altos. Había organizado toda su vida para adaptarla a un problema que no admitía tener. Mantuvo oculto el problema hasta que, al final, sufrió un ataque cardíaco. Recordó el caso de la mujer que, agotada por los años de cuidar a su hija mentalmente perturbada, le dio a ésta un frasco de pastillas para dormir; la madre decía que su hija necesitaba descansar, pero la muchacha se suicidó. Norman también se acordó del marino novato que, un día de fuerte viento, reunió alegremente a toda su familia para dar un paseo hasta Catalina, y todos estuvieron a punto de morir.
Docenas de ejemplos acudieron a su mente. Esta ceguera respecto de uno mismo era corriente en psicología. ¿Imaginaba que él era inmune?
Tres años atrás se había producido un pequeño escándalo, cuando, en el transcurso del fin de semana del Día del Trabajo, uno de los profesores adjuntos del Departamento de Psicología se suicidó, disparándose un tiro en la boca. Ese suceso había merecido titulares como: «PROFESOR SE SUICIDA. Sus colegas expresan sorpresa: siempre estaba feliz».
El decano de la facultad, que se quedó en una situación embarazosa para conseguir fondos para la institución, había regañado a Norman por ese episodio. Pero la verdad, difícil de aceptar, era que la psicología adolecía de serias limitaciones. Aun con conocimiento profesional y con las mejores intenciones, seguía habiendo una enorme cantidad de cosas ignoradas relativas a los amigos más íntimos, los colegas, las esposas y maridos, y los hijos. Y la ignorancia con respecto a nosotros mismos es todavía mayor. La consciencia de sí mismo es la más difícil de lograr. Pocas personas llegan a tenerla… En realidad, quizá nadie llega a tenerla.
—Norman, ¿estás ahí?
—Sí, Beth.
—Creo que eres una buena persona, Norman.
No le contestó; se limitó a observarla en el monitor.
—Pienso que tienes integridad, y que crees que dices la verdad. Éste es un momento difícil para ti: debes hacer frente a tu propia realidad. Sé que ahora tu mente pugna por encontrar excusas, por echarle la culpa a alguna otra persona. No obstante, sé que lo puedes lograr, Norman. Harry no pudo, pero tú puedes. Espero que seas capaz de admitir la dura verdad: que, en tanto permanezcas consciente, la expedición está amenazada.
Norman sintió el gran poder de convicción de Beth, oyó la serena fuerza de su voz. Cuando ella hablaba, era casi como si sus ideas fuesen ropajes que iban envolviendo el cuerpo de Norman, el cual empezaba a ver las cosas a la manera de Beth. Ella estaba tan serena, era tan persuasiva… Tenía que estar en lo cierto. Las ideas de Beth tenían tanto poder… Las ideas de Beth tenían tanto poder…
—Beth, ¿estuviste en la esfera?
—No, Norman. Ésa es tu mente, que trata de evadir la cuestión otra vez. Yo no estuve en la esfera. Tú estuviste.
Con toda honestidad, Norman no podía recordar que hubiera entrado en la esfera. No lo recordaba en absoluto. Cuando Harry entró en ella, después pudo recordarlo. ¿Por qué lo olvidaba Norman? ¿Por qué bloqueaba ese recuerdo?
—Eres psicólogo, Norman —le estaba diciendo Beth—, y por eso no quieres admitir que posees un lado de sombras. Tienes el compromiso profesional de creer en tu propia salud mental. Naturalmente, lo vas a negar.
Norman no pensaba así. Pero ¿cómo resolverlo? ¿Cómo establecer si Beth tenía razón o no la tenía? La mente de Norman no estaba funcionando bien. Su rodilla herida le latía y le producía dolor; por lo menos no había duda respecto a eso: la herida de la rodilla era real.
Era una prueba de realidad.
«Ésa es la manera de resolverlo», pensó. Una prueba de realidad. ¿Cuáles eran las pruebas objetivas de que Norman había ido a la esfera? Se habían grabado cintas de todo lo que acontecía en el habitáculo, de modo que si Norman había entrado en la esfera muchas horas atrás, en alguna parte tenía que haber una cinta que lo mostrara en la esclusa de aire, solo, vistiéndose, deslizándose por la esclusa hacia el mar. Beth debería poder mostrarle esa cinta. ¿Dónde estaba esa cinta?
En el submarino, por supuesto.
La había llevado al submarino. Norman mismo pudo haberlo hecho cuando efectuó su salida hacia allí.
No había pruebas objetivas.
—Norman, ríndete, por favor. Por el bien de todos nosotros.
«Quizá tengan razón», pensó. Beth se mostraba muy segura de sí misma, así que si él estaba eludiendo la verdad, si estaba poniendo la expedición en peligro, entonces tenía que rendirse y admitir que Beth lo pusiera en estado de inconsciencia.
¿Podría confiar en ella para permitirle eso? Tendría que hacerlo. No había otra alternativa.
«Tengo que ser yo —pensó—, tengo que ser yo». Ese pensamiento le era tan horrible… que le resultaba sospechoso. Se estaba resistiendo con mucha violencia… «y eso no es buena señal», demasiada resistencia.
—¿Norman?
—Está bien, Beth.
—¿Lo harás?
—No me apremies. Dame un minuto, ¿quieres?
—Claro, Norman. Por supuesto.
Miró el videograbador que estaba al lado del monitor, y recordó que Beth lo había usado para reproducir la misma cinta, una y otra vez; aquella que mostraba cómo la esfera se había abierto por sí misma. Ahora, esa casete estaba sobre la mesita que había al lado del video-grabador. Norman la introdujo en la ranura y apretó el botón que encendía el equipo. «¿Por qué molestarme en mirar eso ahora? —pensó—. Solamente estoy demorando las cosas. Estoy ganando tiempo».
La pantalla parpadeó, y Norman esperó que surgiera la familiar imagen de Beth comiendo tarta, de espaldas al monitor. Pero ésta era una cinta diferente: era una transmisión directa procedente del monitor que mostraba la esfera, la gran bola reluciente que descansaba en la nave.
Norman observó durante unos segundos, pero nada ocurrió. La esfera estaba inmóvil, como siempre. Pulida, perfecta. La contempló un rato más, pero no había nada que ver.
—Norman, si ahora abro la escotilla, ¿bajarás con tranquilidad?
—Sí, Beth.
Suspiró y se echó hacia atrás para apoyarse en el respaldo de la silla. ¿Cuánto tiempo estaría inconsciente? Poco menos de seis horas. No habría problema. Pero, fuere como fuere, Beth tenía razón: él debía entregarse.
—¿Norman, por qué estás mirando esa cinta?
Rápidamente, Norman observó en torno suyo y se preguntó si en ese cuarto había una cámara de televisión que permitía que Beth lo viera. Sí, había una bien en lo alto, en el techo, junto a la escotilla superior.
—¿Por qué estás mirando esa cinta, Norman?
—Se hallaba aquí.
—¿Quién te dijo que podías mirarla?
—Nadie —respondió Norman—. Simplemente estaba aquí.
—Detén la cinta, Norman. Detenía ahora.
La voz de Beth ya no se mostraba serena.
—¿Qué es lo que pasa, Beth?
—¡Detén esa condenada cinta, Norman!
Estaba a punto de preguntarle por qué tenía que detenerla, pero en ese momento vio a Beth entrar en la imagen y detenerse junto a la esfera. Cerró los ojos y apretó los puños con fuerza. Las espiraladas estrías de la superficie se separaron y revelaron la negrura interior. La pantalla mostró a Norman que Beth entraba en la esfera.
Luego, la puerta de la esfera se cerró detrás de la bióloga.
—Malditos seáis los hombres —exclamó Beth con voz tensa y enojada—. Todos vosotros sois iguales: no podéis dejar que alguien esté bien, solo y tranquilo, ninguno de vosotros.
—Me mentiste, Beth.
—¿Por qué miraste esa cinta? Te rogué que no la miraras. Verla solamente te podría herir, Norman.
Beth ya no estaba enojada; ahora se mostraba suplicante, al borde de las lágrimas. Estaba experimentando rápidos cambios emocionales. Inestable, impredecible.
Y tenía el control del habitáculo.
—Beth…
—Lo siento, Norman. Ya no puedo confiar más en ti.
—Beth…
—Voy a cortar la comunicación, Norman. No voy a escucharte…
—Beth, espera…
—… más. Sé lo peligroso que eres. Vi lo que le hiciste a Harry. Cómo torciste los hechos, de modo que él apareciera como culpable. Sí, todo habría sido culpa de Harry, en el momento en que hubieras terminado. Y ahora quieres que parezca que es culpa de Beth, ¿no? Pues voy a decirte una cosa: no lo podrás hacer, porque he cortado la comunicación contigo, Norman. No voy a oír tus palabras suaves y convincentes. No puedo escuchar tus manipulaciones. Así que no gastes energías.
Norman detuvo la cinta; ahora el monitor mostraba a Beth en vez de la consola, en el cuarto de abajo.
Estaba apretando teclas.
—¿Beth? —llamó.
La mujer no respondió y continuó trabajando en la consola, refunfuñando para sí:
—Eres un verdadero hijo de puta, Norman, ¿lo sabes? Te sientes tan mal que necesitas que todo el mundo se sienta tan vil como tú.
«Está hablando de sí misma», pensó Norman.
—Te sientes tan poderoso en eso del subconsciente, Norman: lo subconsciente esto, lo subconsciente aquello. ¡Cristo, estoy harta de ti! Probablemente tu subconsciente nos quiere matar a todos, nada más que porque te quieres suicidar y piensas que los demás debemos morir contigo.
Norman sintió que recorría su cuerpo un estremecedor escalofrío: Beth, con su carencia de autoestima, con su profundo odio a sí misma, había penetrado en la esfera, y ahora estaba actuando con el poder que ésta le había conferido, pero sin estabilidad en sus pensamientos. Beth se veía a sí misma como una víctima que luchaba contra su sino, y siempre sin éxito. Beth era la víctima de los hombres, de la organización de la sociedad, de la investigación científica, de la realidad. En ningún caso alcanzaba a ver cómo todo eso se lo había hecho ella a sí misma… «Y puso explosivos alrededor de todo el habitáculo», pensó Norman.
—No te permitiré hacerlo, Norman. Te voy a detener antes de que nos mates a todos.
Cuanto ella decía era inversión de la verdad. Ahora Norman empezaba a ver el patrón de su conducta.
Beth se había dado cuenta de cómo abrir la esfera y había ido allí en secreto, porque siempre había sentido la atracción del poder. Siempre había creído que le faltaba poder, que necesitaba más. Pero como no estaba preparada para manejarlo una vez que lo tuviera, seguía viéndose a sí misma como una víctima, de modo que tenía que negar la posesión del poder y disponer las cosas para ser víctima de ese poder.
Su situación era muy diferente de la de Harry, pues éste había negado sus miedos y, por ese motivo, las imágenes aterradoras se manifestaron por sí mismas. Pero Beth negó su poder y, en consecuencia, hizo que se manifestara una nube remolineante de poder amorfo e incontrolado.
Harry era un matemático que vivía en un mundo consciente de abstracciones, de ecuaciones y de ideas. De manera que un ser concreto, como un calamar, era lo que le causaba miedo. Pero Beth, una zoóloga que todos los días estaba en contacto con animales, seres a los que podía tocar y ver, tuvo que crear una abstracción, un poder al que ella no podía ni tocar ni ver. Un poder abstracto y sin forma que llegaba para atraparla a ella.
Y al objeto de defenderse, había rodeado el habitáculo de explosivos.
«No es gran cosa como defensa», pensó Norman.
A menos que, secretamente, esa persona quisiera matarse.
Norman vio con claridad todo el horror de la situación.
—No vas a salirte con la tuya, Norman. No permitiré que ocurra. No consentiré que me suceda a mí.
Continuaba apretando teclas en la consola. ¿Qué estaba planeando? ¿Qué podría hacerle? Norman tenía que pensar.
De súbito, las luces del laboratorio se apagaron. Un instante después ocurrió lo mismo con el gran calefactor de ambiente, cuyos elementos irradiantes empezaron a enfriarse y a oscurecerse.
Beth había cortado la corriente.
Con el calefactor apagado, ¿cuánto tiempo podría resistir? Norman cogió las mantas de la cama de Beth y se envolvió en ellas. ¿Cuánto tiempo aguantaría sin calor? «Desde luego, no seis horas», pensó con pesimismo.
—Lo siento, Norman, pero debes entender la posición en la que me encuentro: mientras te halles consciente, yo estoy en peligro.
«Quizá una hora —pensó—. Tal vez pueda durar una hora».
—Lo siento, Norman. Pero me veo obligada a hacerte esto.
Oyó un suave siseo: la alarma de la placa que tenía en el pecho empezó a emitir un sonido intermitente y agudo. Bajó la vista y la miró. Incluso en la oscuridad pudo ver que ahora la placa estaba gris. Supo de inmediato qué era lo que había pasado: Beth había cortado el suministro de aire al laboratorio.