0700 HORAS

Tenía una atroz jaqueca, pulsante, que hacia que el brillo de las luces del habitáculo le resultara insoportable. Y sentía frío. Beth lo había envuelto en mantas y lo había colocado junto a los grandes calefactores de ambiente del Cilindro D, tan próximo a ellos que el zumbido de los elementos eléctricos le sonaba muy fuerte en los oídos; a pesar de ello, seguía sintiendo frío. En ese momento bajó la vista hacia Beth, que le estaba vendando la rodilla herida.

—¿Cómo está? —le preguntó.

—Regular —contestó ella—. La herida llega hasta el hueso. Pero te vas a poner bien. Sólo es cuestión de esperar unas pocas horas más.

—Sí, yo…, ¡ay!

—Lo siento. Está casi listo.

Beth estaba siguiendo las instrucciones para primeros auxilios que daba el ordenador. Para distraer su mente del dolor, Norman leyó la pantalla:

COMPLICACIONES MÉDICAS DE MENOR IMPORTANCIA

(NO LETALES)

7.113 Trauma

7.115 Microsueño

7.118 Temblor debido al helio

7.119 Otitis

7.121 Contaminantes tóxicos

7.143 Dolor de cápsula sinovial

Elegir uno:

—Eso es lo que necesito —dijo Norman—: un poco de microsueño o, mejor aún, un poco de macrosueño en serio.

—Sí. Todos lo necesitamos.

En ese instante, un pensamiento acudió a la memoria de Norman.

—Beth, cuando estabas liberándome de las serpientes, ¿por qué necesitabas saber qué hora era en ese momento?

—Las serpientes marinas son diurnas. Muchas serpientes venenosas son, alternativamente, hostiles o pasivas, de acuerdo con ciclos de doce horas, correspondientes al día y a la noche. Durante el día, cuando son inofensivas, se pueden tocar y nunca muerden. En la India, por ejemplo, jamás se ha sabido que la krait rayada haya picado durante el día; hasta los niños juegan con ella. Pero al llegar la noche, ¡cuidado! Por eso yo estaba tratando de establecer en qué momento se encontraban las serpientes marinas, hasta que decidí que ése tenía que ser su ciclo pasivo diurno.

—¿Cómo se te ocurrió eso?

—Porque tú aún estabas vivo.

Norman comprendió entonces que Beth había usado sus manos desnudas para quitarle las serpientes, a sabiendas de que tampoco le picarían a ella.

—Con las manos llenas de serpientes te parecías a Medusa.

—¿Quién es? ¿Una estrella del rock?

—No, un personaje mitológico.

—¿La que mató a los hijos? —preguntó, lanzándole, de soslayo, una mirada suspicaz, siempre alerta ante un insulto encubierto.

—No, ésa era otra. Esa era Medea. Según la mitología, Medusa era una mujer que tenía la cabeza cubierta por serpientes, y que convertía en piedra a los hombres que la miraban directamente. La mató Perseo, quien no la miró directamente, sino que miró su imagen reflejada en el escudo que él había bruñido con esa intención.

—Lo siento, Norman. No es mi campo.

Norman pensó: «Es notable que, en una época, todo occidental instruido sabía quiénes eran estas figuras de la mitología, así como las historias inherentes a ellas; las conocían tan a fondo como la historia de familiares y amigos. Antes, los mitos representaron un conocimiento compartido por toda la especie humana, y actuaban a guisa de mapa del mundo consciente. En cambio ahora una persona bien educada como Beth no posee el menor conocimiento de los mitos». Era como si los hombres hubiesen decidido que el mapa del mundo consciente de los seres humanos había cambiado. Pero ¿había cambiado en realidad? Norman tuvo un escalofrío. Ella le preguntó:

—¿Todavía sientes frío, Norman?

—Sí. Pero lo peor es el dolor de cabeza.

—Es probable que estés deshidratado. Veamos si puedo hallar algo para que bebas. —Se dirigió hacia el botiquín de primeros auxilios que estaba en la pared—. ¿Sabes? Lo que hiciste fue un verdadero despliegue de coraje —dijo Beth—. Saltar de esa manera, sin traje… La temperatura del agua está apenas un par de grados por encima del punto de congelación. Fue un acto muy valiente. Estúpido, pero valiente. —Sonrió y agregó—: Me salvaste la vida, Norman.

—No pensé —repuso él—. Simplemente lo hice.

Y después le contó cómo, cuando la vio allí fuera y descubrió la nube giratoria de sedimentos que se le acercaba, experimentó un horror antiguo e infantil, algo que provenía de recuerdos muy lejanos.

—¿Sabes lo que fue? Me recordó el tornado de El mago de Oz. Cuando era pequeño, ese tornado me había dejado pasmado de terror, y no quise que volviera a ocurrir.

En el mismo momento en que pronunciaba esas palabras, pensó: «Quizá éstos sean nuestros nuevos mitos: Dorothy, Toto y la Bruja Perversa; el capitán Nemo y el calamar gigante…».

—Pues cualquiera que haya sido la razón, me salvaste la vida. Gracias.

—De nada. —Sonrió y agregó—: Lo que te pediría es que no lo vuelvas a hacer.

—No, no volveré a salir.

Beth le ofreció un vasito de papel con una bebida viscosa y dulce.

—¿Qué es esto?

—Complemento isotónico de glucosa. Bébelo.

Tomó un sorbo, pero la bebida era desagradable por lo empalagosa. Al otro lado de la habitación, en la pantalla de la consola todavía se leía: OS MATARÉ AHORA. Norman miró a Harry, que seguía inconsciente y aún tenía la sonda intravenosa en el brazo.

Harry había estado inconsciente todo el tiempo.

Norman no se había planteado lo que se infería de este hecho. Había llegado la hora de hacerlo. No quería, pero estaba obligado a ello.

—Beth, ¿por qué crees que está ocurriendo todo esto?

—¿A qué te refieres?

—A las palabras que aparecieron en la pantalla, y a esa otra manifestación que vino a atacarnos.

Beth le dirigió una de esas miradas neutras, insulsas.

—¿Qué crees tú, Norman?

—No es Harry.

—No, no lo es.

—Entonces, ¿qué está sucediendo?

Se puso de pie y apretó las mantas contra su cuerpo. Flexionó la rodilla vendada; le dolía, pero no demasiado. Avanzó hacia la portilla y miró por la ventana: a lo lejos, alcanzaba a ver el rosario de luces rojas, correspondientes a los explosivos que Beth había colocado y montado. No entendía por qué había hecho eso; se había comportado de un modo muy extraño en relación con ese asunto…

Miró hacia abajo, en dirección a la base del habitáculo, y vio que también allí refulgían luces rojas, justo debajo de la portilla. Beth había conectado los explosivos que estaban alrededor del habitáculo.

—Beth, ¿qué hiciste?

—¿Qué hice?

—Has conectado los explosivos en torno al DH-8.

—Sí, Norman —confirmó Beth.

Estaba de pie y lo observaba, muy quieta, muy tranquila.

—Beth, prometiste que no lo harías.

—Lo sé. Tuve que hacerlo.

—¿Cómo están conectados? ¿Dónde se halla el botón?

—No hay ningún botón: están calibrados con sensores automáticos de vibración.

—¿Quieres decir que se dispararán de forma automática?

—Sí, Norman.

—Eso es una locura. Alguien sigue haciendo manifestaciones. ¿Quién lo hace, Beth?

La mujer sonrió lentamente, con una sonrisa felina, morosa, como si, en secreto, se divirtiera a costa de Norman.

—¿De veras no lo sabes?

Sí, él lo sabía, y el conocimiento le daba escalofríos.

—Tú estás haciendo esas manifestaciones Beth.

—No, Norman —repuso ella sin perder la calma—. Yo no las estoy haciendo: las estás haciendo tú.