Norman subió al centro de comunicaciones para ver si podía hablar con Jerry; pero éste no respondía. El psicólogo tuvo que haberse adormecido en la silla de la consola, porque de repente se quedó espantado al alzar la vista y ver a un acicalado marinero negro, de uniforme, de pie exactamente detrás de él, mirando las pantallas por encima de su hombro.
—¿Cómo van las cosas, señor? —preguntó el marinero.
Se le veía muy tranquilo y su uniforme estaba planchado, sin una arruga, y perfectamente almidonado.
Norman sintió que lo invadía una inmensa alegría, ya que la llegada de este hombre al habitáculo no podía significar más que una cosa: que las naves de superficie habían regresado. ¡Los buques habían vuelto y se había hecho descender a los submarinos para recuperar a los ocupantes del habitáculo! ¡Habían ido a salvarlos!
—Marinero —dijo Norman, subiendo y bajando la mano—, me produce una maldita gran satisfacción verlo.
—Gracias, señor.
—¿Cuándo ha llegado?
—Acabo de hacerlo, señor.
—¿Los demás ya lo saben?
—¿Los demás, señor?
—Sí. Quedamos seis. ¿Ya han sido informados de la llegada de ustedes?
—No conozco la respuesta a eso, señor.
En aquel hombre había una insulsez que le resultó extraña. El marinero estaba recorriendo el habitáculo con la mirada, y, durante un instante, Norman vio el ambiente a través de los ojos de ese hombre: el interior empapado, las consolas deshechas, las paredes salpicadas con espuma de uretano. Todo tenía el aspecto de que allí se hubiera librado una guerra.
—Hemos pasado momentos difíciles —dijo Norman.
—Ya lo veo, señor.
—Murieron tres de los nuestros.
—Lamento oír eso, señor.
Nuevamente esa insulsez…, esa neutralidad. ¿Sólo estaba actuando con excesiva corrección? ¿Se hallaba preocupado por una inminente corte marcial? ¿O se trataba de algo diferente?
—¿De dónde viene usted? —preguntó Norman.
—¿Venir, señor?
—Sí. ¿De qué nave?
—¡Ah! Del Sea Hornet, señor.
—¿Está en la superficie ahora?
—Sí, señor, lo está.
—Bueno, pues vayamos —dijo Norman—. Comunique a los demás que está usted aquí.
—Sí, señor.
Una vez que el marinero se hubo retirado, Norman se puso de pie y gritó:
—¡Estamos salvados!
—Por lo menos no fue una ilusión óptica —dijo Norman, mirando con fijeza la pantalla—. Ahí está, de cuerpo entero, en el monitor.
—Sí. Ahí está…, pero, ¿adonde se fue? —inquirió Beth.
Durante una hora habían revisado concienzudamente el habitáculo, sin hallar señales del marinero negro. Tampoco había ningún indicio de que hubiese un submarino fuera. No existían pruebas de la presencia de naves de superficie. El balón que se había lanzado mar arriba había registrado vientos de ochenta nudos y olas de nueve metros, antes de que el cable se cortara.
Entonces, ¿de dónde había venido ese hombre? ¿Y adonde se había ido?
Fletcher estaba operando las consolas y de pronto una de las pantallas se llenó de datos.
—¿Qué opinan de esto? El registro computarizado de buques en servicio activo muestra que no hay ninguna nave llamada Sea Hornet.
—¿Qué demonios está ocurriendo? —exclamó Norman.
—Quizá el marinero fue una ilusión óptica —apuntó Ted.
—Las ilusiones ópticas no quedan registradas en videocintas —dijo Harry—. Además, yo también lo vi.
—¿Lo viste? —le preguntó Norman.
—Sí, acababa de despertarme y había soñado que venían a rescatarnos. Estaba todavía acostado en la litera cuando oí pasos y ese hombre entró en la habitación.
—¿Hablaste con él?
—Sí. Pero me pareció una persona extraña. Sin gracia. Muy sosa.
Norman asintió con la cabeza.
—Se podría decir que algo no era normal en ese hombre.
—Sí, se podría decir.
—Pero ¿de dónde vino? —preguntó.
—Sólo se me ocurre una posibilidad —dijo Ted—: vino de la esfera. O, por lo menos, fue creado por la esfera, por Jerry.
—¿Para qué iba a hacer eso Jerry? ¿Para espiarnos?
Ted negó con un movimiento de cabeza:
—Estuve pensando mucho en esto, y me parece que Jerry tiene la facultad de crear cosas. Animales. No creo que Jerry sea un calamar gigante, sino que Jerry creó el calamar gigante que nos atacó. No me parece que Jerry nos quiera atacar, sino que, basándome en lo que Beth nos estaba diciendo, supongo que, una vez Jerry lo creó, el calamar atacó el habitáculo creyendo que los cilindros eran su enemigo mortal, la ballena. De manera que el ataque se produjo como consecuencia de la creación.
Todos escucharon a Ted con una clara expresión de desaprobación. Para Norman la explicación era demasiado conveniente en todos sus aspectos.
—Creo que existe otra posibilidad: que Jerry sea hostil.
—No considero que sea así —dijo Ted—. No acepto que Jerry sea hostil.
—Pues se comporta con bastante hostilidad, Ted.
—No pienso que pretenda ser hostil.
—Pretenda lo que pretenda —intervino Fletcher—, es mejor que no suframos otro ataque, porque la estructura del habitáculo no lo puede soportar. Y tampoco los sistemas de mantenimiento de la vida. Después del primer ataque hube de aumentar la presión positiva, con el objeto de tapar las fugas. Para impedir que entrara el agua tuve que incrementar la presión del aire interior, a fin de que fuera mayor que la presión del agua exterior. Eso detuvo las filtraciones, pero significó que el aire escapó en forma de burbujas a través de todas las fisuras. Y una hora de trabajo de reparaciones consumió cerca de dieciséis horas de nuestro aire de reserva.
Hubo una pausa. Todos comprendieron lo que entrañaba esto que acababa de decir Fletcher.
—Para compensar —prosiguió la mujer— reduje la presión interna en tres centímetros de mercurio. En este preciso momento tenemos una presión ligeramente negativa, y con eso estamos bien: el aire nos va a durar. Pero si se produce otro ataque en estas condiciones, quedaremos aplastados como una lata de cerveza vacía.
A Norman no le gustaba lo que estaba escuchando pero, al mismo tiempo, se hallaba impresionado por la eficacia de Fletcher; pensó que la mujer era un recurso que tendrían que utilizar.
—¿Qué puede sugerirnos para el caso de que haya otro ataque?
—Pues tenemos algo, el SDAV, en el Cilindro B.
—¿Qué es eso?
—Sistema de Defensa por Alto Voltaje. En B hay una cajita que, en todo momento, electriza la pared metálica de los cilindros para evitar la corrosión electrolítica. Es una carga eléctrica muy leve; uno no se da cuenta de que existe. De todos modos hay otra caja, color verde, conectada a la anterior, y ése es el SDAV. Básicamente es un transformador de bajo amperaje, para instalación, que envía dos millones de voltios por la superficie de los cilindros. Para cualquier animal debe ser sumamente desagradable.
—¿Por qué no lo usamos antes? —preguntó Beth—. ¿Por qué no lo utilizó Barnes, en vez de arriesgar…?
—Porque la Caja Verde presenta ciertos problemas —dijo Fletcher—. En primer lugar se puede decir que es un concepto teórico. Que yo sepa nunca se empleó en una verdadera situación de trabajo bajo el mar.
—Sí, pero seguramente se la habrá sometido a pruebas.
—Desde luego. Y, en todas ellas inició incendios dentro del habitáculo.
Hubo otra pausa, mientras los presentes reflexionaban acerca de lo que acababan de escuchar. Finalmente, Norman preguntó:
—¿Incendios peligrosos?
—Mostraban tendencia a quemar la cubierta aislante, el acolchado de la pared.
—¡Los incendios eliminan el aislamiento!
—En pocos minutos moriríamos por la pérdida del calor.
—¿Cuál es el peligro de un incendio? El fuego necesita oxígeno que quemar, y aquí abajo sólo tenemos un dos por ciento de oxígeno —observó Beth.
—Eso es cierto, doctora Halpern —reconoció Fletcher—, pero el porcentaje real de oxígeno varía. El habitáculo está construido para enviar impulsos con una frecuencia tan elevada como del sesenta por ciento, durante períodos breves, a razón de cuatro veces por hora. Todo está controlado de forma automática y no se puede contrarrestar. Y si el porcentaje de oxígeno es elevado los incendios se propagan con una rapidez tres veces mayor que en la superficie del mar. Enseguida quedan fuera de control.
Norman recorrió el cilindro con la mirada y descubrió tres extintores de incendios colgados en las paredes. Ahora que lo pensaba, había extintores por todo el habitáculo, pero nunca les prestó atención.
—Y aunque lográramos dominar los incendios, son una maldición para los sistemas —dijo Fletcher—, ya que los purificadores de aire no están hechos para absorber los productos resultantes del monóxido ni el hollín.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Utilizarlos solamente como último recurso —contestó Fletcher—. Ésa es mi recomendación.
Los miembros del grupo se miraron entre sí y asintieron con la cabeza.
—Muy bien —concluyó Norman—. Como último recurso nada más.
—Esperemos que no tenga lugar otro ataque.
«Otro ataque…». Se produjo un largo silencio cuando los circunstantes tomaron en cuenta esa posibilidad. Y, en ese instante, las pantallas de plasma gaseoso de la consola de Tina se activaron de repente y un suave ping continuado llenó la cabina.
—Tenemos un contacto en los térmicos de la periferia —dijo Tina con voz impersonal.
—¿Dónde? —preguntó Alice Fletcher.
—Norte. Acercándose.
Y en el monitor, todos vieron las palabras:
VOY PARA ALLÁ.
Apagaron todas las luces, tanto las interiores como las exteriores. Norman atisbo por la portilla, esforzando la vista para ver en la oscuridad. Hacía mucho que se sabía que, a esa profundidad, la oscuridad no era absoluta; las aguas del Pacífico, en particular, eran tan claras que, incluso a trescientos metros, algo de luz llegaba al fondo, aunque muy tenue. Jane Edmunds la había comparado con la luz de las estrellas, pero Norman sabía que, en la superficie, se podía ver con la luz estelar.
El psicólogo ahuecó las manos y se las puso a ambos lados de la cara para bloquear la luz procedente de las consolas de Tina. Aguardó a que sus ojos se adaptaran. Detrás de él, Alice Fletcher estaba trabajando con los monitores. En la habitación se oía el siseo de los hidrófonos.
La situación se repetía…
Ted, de pie junto al monitor, decía:
—Jerry, ¿me puedes oír? Jerry, ¿estás escuchando?
Pero no obtenía respuesta.
Beth apareció cuando Norman escrutaba el exterior a través de la portilla.
—¿Ves algo?
—Todavía no.
Detrás de ellos, Tina dijo:
—Setenta metros y acercándose… Cincuenta y cinco metros. ¿Quieres el sonar?
—Sin sonar —decidió Fletcher—. Nada que nos vuelva interesantes para él.
—¿No deberíamos, entonces, apagar todo nuestro equipo electrónico?
—Sí. Apágalo.
Las luces de la consola se apagaron. Ahora tan sólo las luces rojas de los calefactores de ambiente brillaban sobre los ocupantes del habitáculo. Todos estaban sentados en la oscuridad, mirando con fijeza hacia el exterior. Norman trató de recordar cuánto tiempo se necesitaba para la adaptación de la visión en la oscuridad, y recordó que serían unos tres minutos.
Empezó a ver formas: el contorno de la parrilla sobre el fondo del mar y, muy difusa, la elevada aleta de la nave espacial que se erguía de pronto sobre el lecho oceánico.
Y en ese instante vio algo más.
Un fulgor verde a lo lejos. En el horizonte.
—Es como un amanecer verde —comentó Beth.
La intensidad del fulgor aumentó y divisaron un objeto amorfo y de color verde, con rayas laterales. «Es exactamente como lo vimos antes. Idéntico», pensó Norman. Todavía no le era posible distinguir los detalles.
—¿Es un calamar? —preguntó.
—Sí —contestó Beth.
—No puedo verlo…
—Lo estás viendo de frente: el cuerpo se halla delante de nosotros, y los tentáculos, hacia atrás, ocultos en parte por la masa corporal. Ésa es la causa de que no lo distingas.
El calamar se volvía cada vez más grande: era indudable que iba derecho a ellos.
Ted abandonó la portilla y volvió a las consolas.
—Jerry, ¿estás escuchando? ¡¿Jerry?!
—El equipo electrónico está desconectado, doctor Fielding —dijo Fletcher.
—¡Pues hagamos el intento, tratemos de hablar con él, por el amor de Dios!
—Creo que ya estamos más allá de la etapa de conversaciones, señor.
El calamar era de color verde intenso y poseía una tenue luminosidad.
Ahora Norman podía ver una marcada cresta vertical en el cuerpo. Los móviles tentáculos y brazos se distinguían con claridad. El contorno se hizo más grande. El calamar se desplazaba en sentido lateral.
—Está pasando alrededor de la parrilla.
—Sí —dijo Beth—. Son animales inteligentes: tienen la facultad de aprender de la experiencia. Es probable que no le haya gustado cuando antes golpeó la parrilla, y lo recuerda.
El calamar pasó la aleta de la nave espacial, y los ocupantes del habitáculo pudieron estimar su tamaño. «Es tan grande como una casa», pensó Norman. El monstruo se deslizaba con suavidad por el agua, y se dirigía hacia ellos. A pesar de que el corazón le latía con violencia, Norman tuvo la sensación de temor reverente.
—¿Jerry? ¡Jerry!
—Ahórrate el esfuerzo, Ted.
—Veintisiete metros —informó Tina—. Sigue acercándose.
A medida que el calamar se aproximaba, Norman pudo contar los brazos, y también vio dos largos tentáculos, que eran líneas refulgentes que se extendían mucho más allá del cuerpo. Los brazos y tentáculos parecían moverse en el agua con laxitud, en tanto que el cuerpo efectuaba rítmicas contracciones musculares. El calamar se autopropulsaba con agua y para nadar no empleaba los brazos.
—Dieciocho metros.
—Dios mío, qué grande es —exclamó Harry.
—¿Sabes? —dijo Beth—. Somos los primeros seres humanos de la Historia que pueden ver un calamar gigante nadando con entera libertad. Éste debería ser un gran momento.
El gorgoteo y el torrente del agua se oía a través de los hidrófonos, a medida que el calamar se acercaba cada vez más.
—Nueve metros.
Durante un instante el enorme animal giró y quedó de costado, lo que permitió que vieran su perfil: el enorme cuerpo refulgente de nueve metros de largo, el inmenso ojo que no pestañeaba, el círculo de brazos que ondulaban como serpientes malignas y los dos largos tentáculos, cada uno rematado por una sección aplanada y con forma de hoja.
El calamar siguió girando hasta que sus brazos y tentáculos se extendieron en dirección al habitáculo, y entonces todos tuvieron una rápida visión de la boca, el pico masticador de filosos bordes, embutido en una masa muscular verde refulgente.
—¡Oh, Dios…!
El calamar se desplazó hacia adelante. Entre el fulgor que penetraba por las portillas, los ocupantes del habitáculo podían verse los unos a los otros.
«Está empezando, y esta vez no podremos sobrevivir», pensó Norman.
Hubo un ruido sordo, cuando un tentáculo golpeó el habitáculo.
—¡Jerry! —aulló Ted; su voz sonó atiplada, deformada por la tensión.
El calamar se detuvo. El cuerpo se desplazó de forma lateral y pudieron ver el enorme ojo que los escrutaba.
—¡Jerry, escúchame!
El calamar pareció vacilar.
—¡Me escucha! —gritó Ted. Tomó una linterna que había en una repisa, la encendió y dirigió el haz de luz hacia la portilla; la apagó, y luego volvió a encenderla y apagarla.
El gran cuerpo verde del calamar refulgió; después se oscureció un instante, para después volver a refulgir.
—Está escuchando —dijo Beth.
—Por supuesto que está escuchando: es inteligente.
Ted encendió y apagó la linterna dos veces, en rápida sucesión.
El calamar respondió encendiéndose y apagándose, también dos veces.
—¿Cómo puede hacer eso? —preguntó Norman.
—Es una especie de célula epidérmica llamada «cromatóforo» —explicó Beth—. El animal puede abrir y cerrar esas células a voluntad e interceptar la luz[25].
Ted encendió y apagó la linterna tres veces.
El calamar hizo lo propio otras tantas veces, con su fulgor verde.
—Puede hacerlo con rapidez —comentó Norman.
—Sí, es rápido.
—Es inteligente —dijo Ted—. Se lo repito: es inteligente y quiere hablar.
Ted hizo un guiño luminoso largo, otro corto y otro corto. El calamar repitió la pauta.
—Ése es mi muchacho —dijo Ted—. Tan sólo continúa hablándome, Jerry.
Ted produjo un patrón luminoso más complejo y el calamar respondió, pero después se desplazó hacia la izquierda.
—Tengo que hacer que siga hablando —dijo Ted.
A medida que el calamar se desplazaba, también lo hacía Ted, quien saltaba de una portilla a otra, encendiendo y apagando su linterna. El gran cefalópodo todavía encendía y apagaba su refulgente cuerpo, a modo de respuesta, pero Norman sentía que ahora tenía otro propósito.
Todos siguieron a Ted, desde el Cilindro D al C. Ted hacía guiños con su linterna. El calamar respondía, pero proseguía desplazándose hacia adelante.
—¿Qué está haciendo?
—Puede ser que nos esté guiando…
—¿Porqué?
Fueron al Cilindro B, donde estaba situado el equipo para mantenimiento de la vida, pero no había portillas en ese cilindro. Ted avanzó al A, la esclusa de aire, pero también éste carecía de portillas. Saltó hacia abajo y abrió la escotilla que había en el suelo. Se vieron las oscuras aguas del exterior.
—Con cuidado, Ted.
—Les digo que es inteligente. —El agua que tenía a sus pies brillaba con fulgor verde tenue—. Aquí viene.
Ted encendió y apagó su linterna en el agua. La masa verde respondió con un parpadeo.
—Sigue hablando —dijo Ted—. Y mientras esté hablando…
Con pasmosa celeridad, el tentáculo irrumpió por la escotilla a través de la superficie que separaba el agua del interior del habitáculo, y describió un gran arco alrededor de la esclusa de aire. Norman tuvo la fugaz imagen de un tallo refulgente, grueso como el cuerpo de un hombre, y de una gran hoja fosforescente de casi dos metros de largo, que oscilaban a ciegas frente al propio Norman. Cuando el psicólogo se agachó para protegerse, vio cómo el tentáculo golpeaba a Beth y la lanzaba de lado. Tina estaba gritando, presa del terror. Intensas emanaciones de amoníaco hacían arder los ojos de Norman, hacia quien se agitó ahora el tentáculo. Alzó las manos para protegerse y, al hacerlo, tocó una carne viscosa y fría. El brazo gigantesco le hizo girar y lo lanzó con violencia contra las paredes metálicas de la esclusa. El animal tenía una fuerza increíble.
—¡Salgan! ¡Todo el mundo fuera, aléjense del metal! —gritaba Alice Fletcher.
Ted pugnaba por subir y alejarse de la escotilla y del brazo que se le enroscaba como una serpiente; casi había alcanzado la puerta, cuando la hoja osciló hacia atrás y lo envolvió, cubriéndole la mayor parte del cuerpo. Ted, con los ojos desorbitados por el horror, lanzó un alarido gutural y empujó la hoja con las manos.
Norman corrió hacia él, pero Harry lo sujetó.
—¡Déjalo! ¡Nada puedes hacer!
A través de la esclusa, el calamar blandía a Ted por el aire, para un lado y para otro, haciendo que golpeara contra las paredes. La cabeza de Ted colgaba laxa; de la frente le manaba sangre, que caía sobre el tentáculo refulgente. Sin embargo, el calamar seguía agitando el inerte cuerpo de Ted para atrás y para adelante. Con cada golpe, el cilindro resonaba como un gong.
—¡Fuera! —gritaba Fletcher—. ¡Todo el mundo fuera!
Beth pasó presurosa frente a Norman y Harry, el cual tiró de Norman en el preciso momento en que el segundo tentáculo irrumpía corno una explosión a través de la superficie del agua para coger a Ted como una tenaza.
—¡Fuera del metal! ¡Maldición, fuera del metal! —gritaba Fletcher.
Todos subieron al Cilindro B, y Fletcher alzó el interruptor de la Caja Verde. Desde los generadores se oyó un ronroneo y cuando dos millones de voltios sacudieron el habitáculo, el fulgor rojo de las hileras de calefactores se amortiguó.
La reacción fue instantánea: al ser golpeado por esa fuerza enorme, el suelo del habitáculo se estremeció, y a Norman le pareció oír un chillido, si bien pudo haber sido el crujido del metal al romperse. Los tentáculos retrocedieron con rapidez y volvieron a sumergirse a través de la esclusa. Los supervivientes tuvieron una última y fugaz visión del cuerpo de Ted cuando era arrastrado hacia las negras aguas. Con un brusco movimiento, Fletcher bajó la palanca de la Caja Verde. Pero las alarmas ya habían empezado a sonar y los tableros de advertencia se habían encendido.
—¡Fuego! —gritó Fletcher—. ¡Fuego en el Cilindro E!
Alice Fletcher les dio máscaras antigás; a Norman se le resbalaba por la frente y le obstaculizaba la visión. Cuando lograron llegar al Cilindro D, el humo era denso, y todos tosían, tropezaban y se golpeaban contra las consolas.
—Manténganse cerca del suelo —ordenó Tina, dejándose caer sobre las rodillas. Ella abría el camino; Alice se había quedado atrás, en el B.
Delante de ellos, un brillo color rojo furioso delineaba la puerta que, a través del mamparo, conducía al E. Tina cogió un extintor y pasó por la puerta; Norman iba pisándole los talones. Al principio, el psicólogo creyó que todo el cilindro estaba ardiendo, pues feroces llamas lamían el acolchado lateral y densas nubes de humo se elevaban hacia el techo. El calor casi se podía palpar. Tina empezó a rociar espuma blanca, describiendo un círculo con el cilindro del extintor. Norman vio otro y lo agarró; pero el metal estaba tan caliente que tuvo que dejarlo caer al suelo.
—¡Fuego en D! —dijo Alice Fletcher a través del intercomunicador—. ¡Fuego en D!
«¡Jesús!», pensó Norman, que a pesar de la máscara tosía por efecto del humo acre. Cogió del suelo el extintor y empezó a rociar; de inmediato, el cilindro metálico se enfrió. Tina le gritó algo, pero Norman nada oía, salvo el rugido de las llamas. Tina y él estaban controlando el incendio, pero seguía habiendo un gran foco de fuego cerca de una de las portillas. Norman se volvió y roció el suelo que ardía bajo sus pies.
No estaba preparado para la explosión; el mazazo de la concusión hizo que le dolieran los oídos. Se volvió y descubrió que una manguera se había soltado en la habitación; en ese momento se dio cuenta de que una de las pequeñas portillas había volado, o se había quemado, y que el agua estaba irrumpiendo con fuerza incontrolable.
No divisaba a Tina; después vio que había sido derribada; la mujer consiguió ponerse en pie y le quitó algo a Norman, pero resbaló y volvió a caer en el torrente de agua, que la levantó y la despidió con tanta fuerza contra la pared opuesta, que Norman supo de inmediato que Tina tenía que haber muerto. Cuando bajó la vista la vio flotando boca abajo en el agua, que rápidamente estaba llenando la habitación. La parte posterior de la cabeza de Tina estaba abierta a lo largo, y Norman vio la masa blanquecina de su cerebro.
El psicólogo se volvió y corrió. Cuando cerró violentamente la pesada puerta y giró el volante de la cerradura para trabarla, el agua ya estaba rebasando el reborde del mamparo.
No podía ver absolutamente nada en el D, pues el humo era más denso que antes. Había algunos focos de llamas rojas que parecían mortecinas a través del humo. Oyó el siseo de los extintores. ¿Dónde estaba su propio extintor? Tuvo que haberlo dejado en el E. Como un ciego, avanzó palpando las paredes en busca de otro extintor; el humo le hacía toser, y a pesar de la máscara los ojos y los pulmones le ardían.
Y entonces, con un tremendo gemido del metal, recomenzó el golpeteo del calamar, que se encontraba fuera; el habitáculo era sacudido por los tirones del animal. Norman oyó que Alice Fletcher decía algo por el intercomunicador, pero la voz de la mujer salía con interferencias y no era clara. El golpeteo continuaba, al igual que el horrible retorcimiento del metal, y Norman pensó: «Vamos a morir. Esta vez, vamos a morir».
No pudo hallar un extintor, pero sus manos tocaron un objeto metálico que había en la pared, y lo palpó en la oscuridad de la humareda; el objeto sobresalía y Norman se estaba preguntando qué sería, cuando dos millones de voltios recorrieron sus brazos y le llegaron al cuerpo. Dio un solo grito y cayó hacia atrás.