LOS PUESTOS DE COMBATE

Beth deslizó uno de los redondos huevos blancos sobre la platina del microscopio.

—Bueno —dijo mientras observaba por el ocular—, no hay duda de que se trata de un invertebrado marino. Lo interesante es este recubrimiento mucoso.

Lo sondeó con unos fórceps.

—¿Qué es? —preguntó Norman.

—Alguna especie de material de naturaleza proteínica. Pegajoso.

—No. Lo que quiero saber es de qué es el huevo.

—Todavía no lo sé.

Beth continuó con su examen, pero en ese momento sonó la alarma y las luces rojas volvieron a destellar. Norman sintió un pavor súbito.

—Probablemente sea otra falsa alarma —conjeturó Beth.

—Atención todo el personal —dijo Barnes por el intercomunicador—. Todos a sus puestos de combate.

—¡Oh, mierda! —exclamó Beth.

La zoóloga se deslizó airosamente por la escalera, como si se tratara del poste por el que bajan los bomberos; Norman la siguió con torpeza, bajando de espaldas. En la sección de Comunicaciones, en el Cilindro D, Norman se encontró con una escena familiar: todo el mundo apiñado alrededor del ordenador y, una vez más, los paneles posteriores habían sido separados. Las luces todavía destellaban y la alarma seguía atronando.

—¿Qué sucede? —gritó Norman.

—¡Falla el equipo!

—¿Qué es lo que falla del equipo?

—¡No podemos apagar la maldita alarma! —chilló Barnes—. ¡Se encendió, pero no la podemos apagar! Fletcher…

—¡Trabajando en eso, señor!

La corpulenta ingeniera estaba en cuclillas, detrás de la computadora. Norman vio la ancha curva de la espalda de la mujer.

—¡Haga que se apague esa condenada cosa!

—¡Estoy intentándolo, señor!

—¡Haga que se calle! ¡No puedo oír!

«¿Qué quiere oír?», se preguntó Norman y, en ese instante, Harry entró en la sala, dio un tropezón y chocó con Norman.

—¡Jesús…!

—¡Es una emergencia! —vociferaba Barnes—. ¡Esta vez es una emergencia! ¡Marinera Chan! ¡Sonar!

Tina estaba al lado de Barnes, serena como siempre, ajustando cuadrantes en monitores laterales. Se puso unos auriculares.

En la pantalla del vídeo, Norman veía la esfera: estaba cerrada.

Beth fue hacia una de las portillas y miró de cerca el material blanco que la bloqueaba. Bajo las parpadeantes luces rojas, Barnes giraba como un loco, gritando y maldiciendo en todas direcciones.

Y entonces, de repente, la alarma se detuvo y las luces rojas dejaron de destellar. Todo quedó en silencio. Fletcher se enderezó y suspiró.

—Creí que usted lo había arreglado… —empezó a decir Harry.

—Chissst…

Oyeron el suave y reiterativo sonido de las pulsaciones del sonar. Tina ahuecó las manos sobre los auriculares y frunció el entrecejo, concentrada.

Nadie se movió ni habló. Estaban de pie, tensos, escuchando los sonidos de rebote del sonar.

Barnes les dijo en tono quedo:

—Hace unos minutos nos llegó una señal. Desde el exterior. Algo muy grande.

—No lo recibo ahora, señor —informó Tina.

—Pasar a pasivo.

—A la orden, señor. Pasando a pasivo.

El ruido del sonar cesó. En su lugar se oyó un leve siseo. Tina ajustó el volumen del altavoz.

—¿Hidrófonos? —preguntó Harry en voz baja.

Barnes asintió con la cabeza:

—Transductores polares de vidrio. Los mejores del mundo.

Todos se esforzaban por escuchar, pero nada oían, salvo el siseo carente de diferenciación, que a Norman le parecía el ruido de arrastre de una cinta magnetofónica, acompañado por un ocasional gorgoteo de agua. Si no hubiera estado tan tenso, el sonido le habría resultado irritante.

—El bastardo es astuto: se las arregló para cegarnos, cubriendo todas nuestras portillas con esa pasta pegajosa —comentó Barnes.

—No es una pasta pegajosa —dijo Beth—. Son huevos.

—Lo que sea ha cubierto cada una de las malditas portillas del habitáculo.

El siseo continuaba, sin modificaciones. Tina hacía girar los mandos del hidrófono. Se oía un suave crujido continuo, como el que produce el celofán al arrugarlo.

—¿Qué es eso? —preguntó Ted.

—Peces. Comiendo —respondió Beth.

Barnes asintió con la cabeza; Tina movió la aguja del dial.

—Sintonizando exterior.

Una vez más oyeron el monótono siseo. La tensión del ambiente disminuyó. Norman se sintió cansado y tomó asiento. Harry se sentó a su lado. Norman se percató de que Harry parecía estar más meditabundo que preocupado. Al otro lado de la sala, de pie junto a la puerta de la esclusa, se hallaba Ted. Se mordía el labio y tenía el aspecto de un niño asustado.

Hubo un suave «bip» electrónico, y las líneas que salían en las pantallas de plasma gaseoso dieron un salto.

—Tengo un positivo en los términos periféricos —dijo Tina.

Barnes corroboró con un movimiento de cabeza.

—¿Dirección?

—Este. Acercándose.

Oyeron un ¡clanc! metálico. Después, otro.

—¿Qué es eso?

—La parrilla. Está golpeando la parrilla.

—¿Golpeándola? Por el ruido parece que la está destrozando. Norman recordó que la parrilla estaba hecha con tubos de siete centímetros y medio.

—¿Un pez grande? ¿Un tiburón? —aventuró Beth.

Barnes negó con la cabeza.

—No se mueve como un tiburón. Y es demasiado grande.

—Térmicos positivos en el parámetro de entrada directa al ordenador —informó Tina.

—Pasar a activo —ordenó Barnes.

En la sala retumbó el ¡pong! del sonar.

—Dar imagen del blanco.

—SAF sobre blanco, señor.

Se produjo una rápida sucesión de sonidos del sonar: ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! Después hubo una pausa, y luego otra vez: ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

Norman estaba perplejo. Alice Fletcher se inclinó y le susurró:

—El sonar de abertura falsa produce una imagen detallada a partir de la información que envían emisores del exterior. Eso permite echarle un vistazo al objeto.

Norman sintió olor a licor en el aliento de Alice y pensó: «¿De dónde habrá sacado el licor?».

¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

—Formando imagen. Ochenta metros.

¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

—Hay imagen.

Se volvieron hacia las pantallas y Norman vio una mancha amorfa, con rayas, que no significaba mucho para él.

—¡Jesús! —exclamó Barnes—. ¡Miren el tamaño que tiene!

¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

—Setenta metros.

¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

Apareció otra imagen. Ahora la mancha tenía una forma diferente, con las rayas en otra dirección. Los bordes se hallaban más definidos, pero aquello seguía sin significar nada para Norman. Una mancha grande con rayas…

—¡Jesús! ¡Debe de tener nueve, doce metros de ancho!

—No hay pez en el mundo que posea ese tamaño —dijo Beth.

—¿Una ballena?

—No es una ballena.

Norman vio que Harry estaba sudando: el matemático se quitó las gafas y las secó en su mono. Después volvió a ponérselas y las empujó hacia arriba para colocarlas en el puente de la nariz, pero volvieron a deslizarse hacia abajo. Harry lanzó una mirada a Norman y se encogió de hombros.

—Cuarenta y cinco metros, y acercándose —informó Tina.

¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

—Veintisiete metros.

¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

—Veintisiete metros.

¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

—Conservando posición a veintisiete metros, señor.

¡Pong! ¡Pong! ¡Pong! ¡Pong!

—Sigue conservando posición.

—Apagar activo.

Una vez más oyeron el siseo de los hidrófonos. Después, un claro chasquido. A Norman le ardían los ojos porque en ellos había entrado sudor. Se secó la frente con la manga del mono. Los demás también transpiraban. La tensión era insoportable. Norman volvió a echar un vistazo al monitor del vídeo: la esfera seguía cerrada.

Se oyó el siseo de los hidrófonos, y luego un suave sonido de fricción, como el que produce una bolsa pesada al ser arrastrada por un suelo de madera. Después, volvió el siseo.

—¿Quiere que lo vuelva a poner en imagen? —susurró Tina.

—No —contestó Barnes.

Escucharon: más sonido de fricción. Un instante de silencio, seguido por un gorgoteo de agua, muy intenso, muy cercano.

—¡Dios mío! —susurró Barnes—. Está ahí afuera.

Hubo un golpazo sordo contra el costado del habitáculo.

La pantalla se encendió:

ESTOY AQUÍ.

El primer choque llegó de forma súbita e hizo que todos perdieran el equilibrio, se desplomaran y rodaran por el suelo. En derredor de ellos, todo el habitáculo crujía y los sonidos eran de una intensidad aterradora. A tientas, Norman se puso en pie, y vio que Alice Fletcher tenía la frente ensangrentada. En ese momento se produjo el segundo choque. Norman fue arrojado de costado contra el mamparo. Cuando su cabeza tropezó con él, produjo un sonido metálico. Sintió un dolor agudo, y entonces Barnes aterrizó sobre su cuerpo, gruñendo y maldiciendo. Cuando el psicólogo pugnaba por ponerse en pie, Barnes se dio impulso apoyándole la mano sobre la cara; Norman se volvió a deslizar hasta el suelo y un monitor de televisión se estrelló a su lado despidiendo chispas.

En esos momentos todo el habitáculo se estremecía como un edificio durante un terremoto y los tripulantes se agarraban a consolas, paneles y marcos de puertas, en su intento por mantener el equilibrio. Pero era el ruido lo que a Norman le resultaba más aterrador: la increíble intensidad de los crujidos del metal cuando los cilindros se movían, a pesar de estar amarrados.

El extra-terrestre estaba sacudiendo todo el habitáculo.

Barnes se encontraba en el extremo opuesto de la cabina, tratando de llegar hasta la puerta del mamparo. A lo largo de uno de los brazos tenía una gran herida que sangraba. Daba órdenes a gritos, pero Norman no podía oír otra cosa que no fuera el pavoroso sonido del metal. Vio que Alice Fletcher se abría paso a través del mamparo; después, lo hizo Tina, y luego Barnes logró forzar su entrada, dejando impresa sobre el metal la sanguinolenta huella de su mano.

Norman no alcanzó a ver a Harry; Beth se le acercó tambaleándose, alzando un brazo y gritando:

—¡Norman! ¡Norman! Tenemos que…

Pero en ese momento cayó de bruces sobre Norman, quien, como consecuencia del topetazo, se precipitó sobre la alfombra, debajo del diván, y se deslizó hacia la fría pared exterior del cilindro; allí se dio cuenta, horrorizado, de que la alfombra estaba mojada. En el habitáculo se estaba filtrando agua del mar.

Norman comprendió que tenía que hacer algo. Pugnó por volver a ponerse en pie y se irguió bajo una fina llovizna sibilante que salía de una de las junturas de la pared. Miró rápidamente en derredor y vio otras filtraciones en el techo y en las paredes.

El lugar estaba a punto de abrirse de un extremo a otro.

Beth se aferró a Norman y gritó:

—¡Tenemos filtraciones de agua! ¡Dios mío, tenemos filtraciones!

—Lo sé —respondió Norman.

Barnes gritó a través del intercomunicador:

—¡Presión positiva! ¡Obtener presión positiva!

Justo antes de tropezar con él y de caer contra las consolas del ordenador, Norman vio a Ted en el suelo, con la cara cerca de la pantalla, en la que volvieron a aparecer unas grandes y brillantes letras:

NO TENGA MIEDO.

—¡Jerry! —gritó Ted—. ¡Detén esto, Jerry! ¡Jerry!

De repente la cara de Harry, con las gafas torcidas, estuvo al lado de la de Ted:

—¡Ahorra tu aliento! ¡Nos va a matar a todos!

—Jerry no entiende —gritó Ted, mientras caía de espaldas sobre la litera, agitando los brazos.

El terrible desgarramiento del metal prosiguió sin pausa, y arrojaba a Norman de un lado a otro. Continuaba tratando de encontrar dónde asirse, pero tenía las manos mojadas y no lograba asirse a cosa alguna.

—¡Atiendan todos! —dijo Barnes a través del intercomunicador—. ¡Chan y yo vamos afuera! ¡Fletcher asume el mando!

—¡No salgan! —gritó Harry—. ¡No vayan al agua!

—Abriendo la esclusa ahora —dijo Barnes, lacónicamente—. Tina, usted me sigue.

—¡Los va a matar! —gritó Harry; pero en ese momento se vio lanzado hacia Beth.

Norman volvió a caer al suelo y se golpeó la cabeza en una de las patas del diván.

—Estamos fuera —dijo Barnes.

De repente el martilleo cesó. El habitáculo estaba inmóvil. Nadie se movió. Con el agua surgiendo a través de una docena de finas fisuras brumosas, los supervivientes alzaron la vista hacia el altavoz del intercomunicador, y escucharon.

—Alejados de la esclusa —dijo Barnes—. Nuestra situación es buena. Armamento: lanzas J-19, con cabeza explosiva provista de cargas Taglin-50. Le vamos a enseñar un par de cositas a este bastardo.

Silencio.

—Agua… Visibilidad, mala. Visibilidad inferior al metro y medio. Parece estar… revuelto el sedimento del fondo y… muy negro, muy oscuro. Avanzamos a tientas a lo largo de las construcciones.

Silencio.

—Lado norte. Yendo al este ahora. ¿Tina?

Silencio.

—¿Tina?

—Detrás de usted, señor.

—Muy bien. Ponga su mano sobre mi tanque, de modo que… Bien, muy bien.

Silencio.

Dentro del cilindro, Ted suspiró y dijo en voz baja:

—No creo que deban matarlo…

Norman pensó: «No creo que puedan».

Nadie más dijo nada; sólo escuchaban la respiración amplificada de Barnes y Tina.

—Ángulo nordeste… Muy bien. Siento corrientes fuertes: agua en movimiento, activa… Hay algo en las proximidades… No puedo ver… Visibilidad inferior al metro y medio. Apenas veo el puntal al que me agarro. Sin embargo, puedo sentir a Jerry. Es grande. Está cerca. ¿Tina?

Silencio.

Un sonido alto y claro de crepitación estática. Después, silencio.

—¿Tina? ¿Tina?

Silencio.

—He perdido a Tina.

Otro silencio muy prolongado.

—No sé qué… Tina, si me puede oír, quédese donde está; yo desde aquí… Muy bien… El ser se encuentra muy cerca… Lo siento moverse… Este tipo desplaza un montón de agua. Es un verdadero monstruo.

Otra vez silencio.

—Ojalá pudiera ver mejor.

Silencio.

—¿Tina? ¿Es…?

Y entonces se oyó un golpe apagado, que podría haber sido una explosión. Todos se miraron entre sí, tratando de saber qué significaba; pero el habitáculo empezó enseguida a balancearse y retorcerse otra vez. Norman, que no estaba preparado, salió despedido de lado y pegó en el borde cortante de la puerta del mamparo. El mundo se volvió gris. Vio cómo, contra la pared que tenía a su lado, se golpeaba Harry, cuyas gafas cayeron sobre el pecho de Norman, el cual trató de cogerlas para dárselas a su dueño, pues las necesitaba. Luego, Norman perdió el conocimiento y todo se volvió negro.