BETH

—¡Maldita sea, nada funciona! —Con un ademán, Beth abarcó la mesa de su laboratorio—. ¡Ni uno solo de los productos químicos o de los reactivos que hay aquí vale un comino!

—¿Qué intentó hacer? —preguntó Barnes con calma.

—Zenker-Formol, H y E, y los demás colorantes. Extracciones proteolíticas, descomposiciones enzimáticas. Lo que se le ocurra. No hay ninguna cosa que sirva. ¿Sabe lo que creo? Que quienquiera que haya abastecido este laboratorio lo llenó de productos caducados.

—No —dijo Barnes—. Es la atmósfera.

Y le explicó que el ambiente en el que se hallaban contenía nada más que un dos por ciento de oxígeno y un uno por ciento de bióxido de carbono, pero nada de nitrógeno.

—Las reacciones químicas son impredecibles —manifestó—. Alguna vez le tendría que echar un vistazo al recetario de Rose Levy. Nunca en su vida habrá visto usted algo así. Cuando ella termina de prepararla, la comida tiene un aspecto normal, pero créame que en modo alguno la prepara de manera normal.

—¿Y el laboratorio?

—El laboratorio fue abastecido sin que se conociera la profundidad a la que íbamos a permanecer. Si nos encontrásemos más cerca de la superficie estaríamos respirando aire comprimido, y todas las reacciones químicas que usted intenta hacer se producirían… solo que de un modo muy rápido. Pero con el helio las reacciones son impredecibles. Y si no se producen, bueno…

Barnes se encogió de hombros.

—¿Qué esperan que yo haga? —preguntó Beth.

—Lo mejor que pueda —contestó Barnes—. Lo mismo que todos nosotros.

—Pues lo único que puedo hacer son análisis anatómicos gruesos. Todo esto es inútil.

—Entonces haga la anatomía gruesa.

—Si al menos tuviera más capacidad en el laboratorio…

—Hay lo que hay —dijo Barnes—. Acéptelo, y siga adelante.

Ted entró en la estancia.

—Será mejor que echen un vistazo afuera —dijo, señalando las portillas—. Tenemos más visitantes.

Los calamares se habían ido. Por un momento, Norman no vio nada, salvo el agua y el sedimento blanco en suspensión, que era visible por acción de las luces.

—Miren hacia abajo. Hacia el lecho oceánico.

El fondo estaba vivo. Literalmente vivo: reptaba, serpenteaba y palpitaba, hasta donde las luces permitían ver.

—¿Qué es eso?

—Son camarones. Un enorme cardumen de camarones —dijo Beth, y salió corriendo a buscar su red.

—Ahora sí, eso es lo que tendríamos que estar comiendo —comentó Ted—. Me encantan los camarones. Y éstos parecen tener el tamaño perfecto: un poco más pequeños que los langostinos. Tienen que estar deliciosos. Recuerdo que una vez, en Portugal, mi segunda esposa y yo comimos los langostinos más fabulosos…

Norman se sentía un poco inquieto:

—¿Qué están haciendo aquí?

—No sé. ¿Qué suelen hacer los camarones? ¿Emigran?

—Y yo qué sé —replicó Barnes—. Siempre los compro congelados porque mi esposa odia pelarlos.

Norman seguía inquieto, aunque no sabía por qué. Ahora podía ver con toda claridad que el fondo del mar estaba cubierto de camarones. Pululaban por todas partes. ¿Por qué tenía que molestarle eso?

Norman se apartó de la portilla con la esperanza de que si miraba alguna otra cosa, la sensación de vaga desazón se le fuera. Pero no ocurrió así, sino que se le quedó, como un nudito tenso, en lo más profundo del estómago. Aquella sensación no le gustaba en absoluto.