Norman se bajó de la litera y buscó su reloj de pulsera, pero como allí abajo había perdido el hábito de usarlo, no tenía idea de qué hora era ni de cuánto tiempo había dormido. Miró por la portilla y no vio más que agua negra. Las luces de la parrilla seguían apagadas. Volvió a tenderse de espaldas y miró los caños grises que tenía justo por encima de la cabeza: parecían estar más bajos que antes, como si se hubieran acercado mientras dormía. Todo daba la impresión de ser más estrecho, más opresivo, más asfixiante.
«Varios días más de esto —pensó—. ¡Dios!».
Tenía la esperanza de que la Armada se lo notificara a su familia ya que, después de tantos días, Ellen empezaría a preocuparse. Norman la imaginó, llamando primero a la FAA y después a la Armada, tratando de saber qué había pasado. Naturalmente, nadie sabría absolutamente nada, porque el proyecto era ultrasecreto. Ellen estaría enloquecida.
Después dejó de pensar en Ellen. «Es más fácil preocuparse por los seres queridos que por uno mismo», pensó. Pero no había razón para inquietarse. Ellen estaría bien. Y lo mismo le ocurriría a él. No era más que cuestión de esperar. Conservar la calma y aguardar a que pasara la tormenta.
Al ir a ducharse se preguntó si seguirían teniendo agua caliente, ya que el habitáculo estaba funcionando con energía de emergencia. La tenían, y Norman se sintió menos tenso después de haberse duchado. Le resultaba extraño hallarse a trescientos metros bajo el agua y gozar los efectos sedantes de una ducha caliente.
Se vistió y se dirigió hacia el Cilindro C. Oyó que la voz de Tina decía:
—¿… Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?
Y Beth respondía:
—Quizá. No lo sé.
—Esto me asusta.
—No creo que haya motivo para tener miedo.
—Es lo desconocido —decía Tina.
Cuando Norman entró, encontró a Beth pasando la videocinta, viéndose a sí misma y a Tina.
—Por supuesto —decía Beth en la cinta—, pero no es probable que algo desconocido sea peligroso y aterrador. Lo más probable es que sea inexplicable, nada más.
—No sé cómo puede decir eso —decía Tina.
—¿Les tiene miedo a las serpientes? —preguntaba Beth en la pantalla.
Beth apagó el videorreproductor.
—Solamente estaba tratando de ver si podía dilucidar qué había ocurrido —dijo.
—¿Tuviste suerte? —preguntó Norman.
—Hasta ahora, no. —En el monitor adyacente podían ver la esfera: continuaba cerrada.
—¿Harry todavía está dentro? —inquirió Norman.
—Sí —respondió Beth.
—¿Cuánto tiempo lleva ahí?
Beth miró hacia arriba, por encima de las consolas.
—Poco más de una hora.
—¿Sólo he dormido una hora?
—Sí.
—Me estoy muriendo de hambre —confesó Norman.
Bajó a la cocina para comer algo. La tarta de coco se había terminado, y el psicólogo estaba buscando alguna otra cosa cuando apareció Beth:
—No sé qué hacer, Norman —dijo ella.
—¿Respecto a qué?
—Nos están mintiendo.
—¿Quién nos está mintiendo?
—Barnes. La Armada. Todo el mundo. Todo esto es una tramoya, Norman.
—Vamos, Beth. No empecemos ahora con ideas de conspiraciones. Tenemos bastante para preocuparnos, sin…
—Voy a hacerte ver algo —dijo Beth.
Condujo a Norman otra vez arriba; allí, con movimientos secos, rápidos, activó una consola y apretó varias teclas.
—Empecé a reunir todas las piezas del rompecabezas cuando Barnes hablaba por teléfono —explicó—. Él estaba conversando con alguien en el preciso instante en que el cable empezó a enroscarse… Pero el hecho es que ese cable tiene trescientos metros de largo, Norman; así que en superficie tienen que haber cortado las comunicaciones varios minutos antes de desprenderlo.
—Es probable, sí.
—Entonces, ¿con quién estuvo hablando Barnes hasta el último minuto? Con nadie.
—Beth…
—Mira —dijo la zoóloga, señalando la pantalla:
RESUMEN COM DH-SURCOM/1: 0910 BARNES A SURCOM/1:
PERSONAL CIVIL Y DE ARMADA VOTÓ. AUNQUE SE LES INFORMÓ SOBRE RIESGOS, TODO EL PERSONAL OPTA POR PERMANECER LECHO OCEÁNICO MIENTRAS DURE TORMENTA, PARA CONTINUAR INVESTIGACIÓN DE ESFERA EXTRA-TERRESTRE Y NAVE ESPACIAL CONCOMITANTE.
BARNES, USN.
—Es una broma —dijo Norman—. Creí que Barnes deseaba irse.
—Lo deseaba; pero cambió de opinión cuando vio ese último compartimiento y no se molestó en decírnoslo. Me gustaría matar a ese bastardo. Tú sabes de qué se trata. ¿No es así, Norman?
Él asintió con la cabeza:
—Espera encontrar una nueva arma.
—Exacto. Barnes pertenece al Pentágono, y quiere encontrar una nueva arma.
—Pero no es probable que la esfera…
—No se trata de la esfera —dijo Beth—. En realidad, a Barnes no le importa la esfera. Lo que le interesa es la «nave espacial concomitante». Porque, según la teoría de las congruencias, es la nave espacial lo que tiene probabilidades de rendir dividendos. No la esfera.
La teoría de las congruencias era un asunto enojoso para quienes pensaban en la vida extra-terrestre. Dicho en forma simple, los astrónomos y físicos que consideraban la posibilidad de contacto con vida extra-terrestre imaginaban que de tal contacto se derivarían maravillosos beneficios para la especie humana. Pero otros pensadores, filósofos e historiadores no preveían beneficio alguno derivado de tal contacto.
Los astrónomos, por ejemplo, creían que si se lograba establecer comunicación con habitantes de otros mundos, la Humanidad experimentaría una conmoción tal, que cesarían las guerras en la Tierra y empezaría una nueva era de cooperación pacífica entre las naciones.
Pero los historiadores pensaban que eso era un disparate, y se basaban en el hecho de que, cuando los europeos descubrieron el Nuevo Mundo, descubrimiento que, de manera análoga, también hizo añicos el concepto que en ese momento se tenía del mundo, no detuvieron sus incesantes luchas. Ocurrió todo lo contrario: lucharon con más ardor todavía. Los europeos sencillamente hicieron del Nuevo Mundo una extensión de las animosidades preexistentes. El Nuevo Mundo se convirtió en otro sitio para luchar, y por el que luchar.
Los astrónomos, por su parte, también imaginaban que cuando los humanos se encontraran con seres de otros planetas, se produciría un intercambio de información y tecnología, lo que le brindaría a la Humanidad un maravilloso progreso.
Los historiadores de la ciencia pensaban que eso también era una necedad: señalaban que lo que denominábamos «Ciencia» consistía, en realidad, en una concepción bastante arbitraria del Universo, y que no era probable que tal concepción fuera compartida por seres extra-terrestres. Nuestras ideas sobre la Ciencia son las ideas de seres parecidos a los simios, en quienes predomina el sentido de la vista y a los que les gustaba alterar su ambiente físico; pero si los extra-terrestres fuesen ciegos y se comunicaran a través de olores, podrían haber desarrollado una ciencia muy diferente, que describen un Universo muy distinto. Y podrían haber elegido opciones dispares, en relación con los senderos que habría de explorar su ciencia. Por ejemplo, esos seres tal vez se hubiesen desentendido por completo del mundo físico y desarrollado, en cambio, una compleja ciencia de la mente. En otras palabras, era posible que hubiesen hecho exactamente lo opuesto a lo que hizo la Ciencia de la Tierra. Era posible que la tecnología de los habitantes de otro planeta fuera puramente mental, sin ninguna intervención de la parte física.
Este problema era el nudo de la teoría de las congruencias, la cual afirmaba que, a menos que los extra-terrestres fuesen seres notablemente similares a nosotros, no era probable que se produjera un intercambio de informaciones. Naturalmente, Barnes conocía esta teoría, por lo que sabía que de una esfera procedente de otro planeta no era probable que se pudiera extraer ninguna tecnología útil; pero sí era probable que se la pudiera extraer de la nave espacial en sí, ya que ésta había sido construida por hombres y en este caso la congruencia era elevada.
Y Barnes les había mentido para mantenerlos en el fondo del mar, a fin de hacer que la investigación continuara.
—¿Qué debemos hacer con este bastardo? —preguntó Beth.
—Nada, por el momento —dijo Norman.
—¿No quieres enfrentarte a él? Pues yo sí.
—No serviría de nada —le advirtió Norman—. A Ted no le importará y todo el personal de la Armada está obedeciendo órdenes. De todos modos, aun cuando se hubiera dispuesto que partiéramos según lo planeado, ¿te habrías ido abandonando a Harry en la esfera?
—No —admitió Beth.
—Pues entonces todo esto no es más que una discusión académica…
—Por Dios, Norman…
—Ya sé. Pero ahora estamos aquí y, durante los próximos dos días, no existe una maldita cosa que podamos hacer al respecto. Afrontemos la realidad lo mejor que podamos, y señalemos con el dedo más tarde.
—¡Ya lo creo que voy a señalar con el dedo!
—Está bien. Pero no ahora, Beth.
—Muy bien. No ahora —repitió Beth con un suspiro. Y volvió a irse arriba.
Una vez solo, Norman se quedó mirando fijamente la consola. Ya se había fijado la tarea que tenía que cumplir: mantener a todo el mundo en calma durante los próximos días.
Nunca había estudiado el sistema para procesamiento electrónico de datos. Empezó a oprimir botones y muy pronto encontró un archivo rotulado: biog equipo contacto FDV.
Miembros Civiles del Equipo:
Elegir uno:
Norman se quedó contemplando la lista, pues no podía creer lo que veía.
Conocía a John Thompson, joven y entusiasta psicólogo de Yale. Había alcanzado renombre mundial por sus investigaciones sobre la psicología de los pueblos primitivos; y, durante el año anterior, había estado en algún lugar de Nueva Guinea, estudiando las tribus nativas.
Norman apretó otros botones.
PSICÓLOGO EQUIPO FDV: OPCIONES EN FUNCIÓN DE CLASIFICACIÓN
Norman los conocía a todos: Bill Hartz, de Berkeley, estaba seriamente enfermo de cáncer. Jeremy White había ido a Hanoi durante la guerra de Vietnam, y nunca obtendría el visto bueno de Seguridad. Sólo quedaba él, Norman.
Ahora entendía por qué había sido el último en ser llamado. Ahora entendía el por qué de los exámenes especiales. Sintió una oleada de intensa ira contra Barnes, contra todo el sistema que lo había llevado allí abajo a pesar de su edad, sin la menor preocupación por su seguridad. A los cincuenta y tres años, Norman Johnson no tenía por qué hallarse a trescientos metros bajo el agua, en un ambiente constituido por un gas exótico sometido a presión… y la Armada lo sabía.
«Es un ultraje», pensó. Tenía ganas de ir arriba y poner a Barnes de vuelta y media, y en términos que no dejaran lugar a ninguna ambigüedad. «Ese mentiroso hijo de puta…».
Aferró los brazos de su asiento y se recordó a sí mismo lo que le había dicho a Beth: fuera lo que fuera lo ocurrido hasta ese momento, ninguno de los científicos podía hacer nada al respecto. Por cierto que él pondría a Barnes de vuelta y media, se prometió a sí mismo que lo haría; pero sólo cuando estuvieran de regreso en la superficie. Hasta entonces, de nada serviría crear problemas.
Meneó la cabeza y lanzó una maldición.
Después, apagó la consola.
Las horas transcurrieron con lentitud. Harry seguía en la esfera.
Tina hizo pasar la intensificación que, en un intento por ver detalles del interior, le había dado la imagen de la videocinta, en la que se veía la esfera abierta.
—Por desgracia, en el habitáculo contamos con limitada potencia de procesamiento de datos —dijo—. Si pudiéramos conectar un cable con la superficie, yo haría un verdadero trabajo de intensificación, pero tal como están las cosas…
Se encogió de hombros.
La joven mostró a los investigadores una serie de fotogramas ampliados, con imágenes «congeladas» de la esfera abierta. Las imágenes pasaban unas tras otras, con intervalos de un segundo mientras la cinta producía un sonido seco e intermitente al saltar cada fotograma. La calidad era mala y aparecía una carga estática intermitente que producía interferencias con forma de dientes de sierra.
—Las únicas estructuras internas que podemos ver en la negrura —dijo Tina, señalando la abertura— son estas numerosas fuentes puntiformes de luz. Parecen desplazarse de un fotograma a otro.
—Es como si la esfera estuviera llena de luciérnagas —observó Beth.
—Salvo que estas luces son mucho más mortecinas que las de las luciérnagas, y no parpadean. Son muy numerosas y dan la impresión de moverse juntas, siguiendo patrones ondulantes…
—¿Una especie de enjambre de luciérnagas?
—Algo por el estilo.
La cinta se terminó y la pantalla quedó a oscuras.
—¿Eso es todo? —preguntó Ted.
—Temo que sí, doctor Fielding.
—Pobre Harry —murmuró Ted, con tristeza.
De todo el grupo, era el único que mostraba su inquietud por Harry. Siguió mirando fijamente en el monitor la esfera cerrada mientras insistía:
—¿Cómo lo hizo? Espero que se encuentre bien.
Lo repitió tantas veces que al final, Beth dijo:
—Creo que sabemos cuáles son tus sentimientos, Ted.
—Estoy muy preocupado por él.
—También yo. Todos lo estamos.
—¿Piensas que estoy celoso, Beth? ¿Es eso lo que quieres decir?
—¿Por qué habría de pensar eso, Ted?
Norman cambió de tema, pues consideraba que era crucial evitar los choques entre los miembros del grupo. Le hizo a Ted algunas preguntas sobre el análisis que el astrofísico había hecho de los datos de vuelo, a bordo de la nave espacial.
—Es muy interesante —repuso Ted, entusiasmado por hablar de su tópico—. El detallado examen que hice de las primeras imágenes de los datos de vuelo me convenció de que esas imágenes muestran tres planetas: Urano, Neptuno y Plutón, y, al fondo, muy pequeño, el Sol. Por consiguiente, las fotografías fueron tomadas desde un punto que está más allá de la órbita de Plutón. Esto sugiere que el agujero negro no se halla muy alejado de nuestro propio sistema solar.
—¿Es posible? —preguntó Norman.
—Ah, por supuesto. En verdad, durante los últimos diez años, algunos astrofísicos pensaron que existe un agujero negro, no muy grande, pero agujero negro al fin, justo en el exterior de nuestro sistema solar.
—No lo sabía.
—Ah, sí. De hecho, algunos de nosotros hemos sostenido que, si fuese lo bastante pequeño, dentro de unos pocos años podríamos salir al espacio y capturar ese agujero negro; podríamos traerlo, ponerlo en órbita alrededor de la Tierra, y emplear la energía que genera para alimentar todo el planeta.
—¿Cazadores de agujeros negros? —comentó Barnes sonriendo.
—En teoría, no existe razón alguna por la que no se pueda hacer. Entonces, piensen nada más que en esto: todo el planeta se emanciparía de su dependencia de los combustibles fósiles… Se alteraría el sistema de vida de la Humanidad.
—Es probable que también constituya un arma tremenda —conjeturó Barnes.
—Un agujero negro, incluso de lo más diminuto, sería demasiado poderoso para utilizarlo como arma.
—¿Así que usted piensa que esta astronave salió para capturar un agujero negro?
—Lo dudo —contestó Ted—. Esta nave espacial está construida con tanta solidez, está tan protegida contra las radiaciones, que sospecho que tenía el propósito de pasar a través de un agujero negro. Y es lo que hizo.
—¿Y por eso la nave viajó hacia atrás en el tiempo? —preguntó Norman.
—No estoy seguro —repuso Ted—. Verán: un agujero negro se encuentra, en realidad, en el borde del Universo. Lo que ocurre allí no está claro para nadie que viva en el momento presente. Pero algunos científicos piensan que no se «va a través del agujero», sino que ocurre algo así como que se roza y se avanza a saltos, como sucede con un guijarro que salta sobre la superficie del agua, cuando se arroja al ras, y lo que consigue es rebotar hacia un tiempo, un espacio, o un Universo diferente.
—¿Así que la nave rebotó?
—Sí, y es posible que más de una vez. Y cuando rebotó de vuelta a la Tierra, hizo una entrada corta y llegó a esta época, unos pocos siglos antes de haber partido.
—¿Y fue en uno de sus rebotes cuando recogió eso? —preguntó Beth, señalando el monitor.
Todos miraron la pantalla: la esfera seguía cerrada, pero tendido a su lado, con los brazos y las piernas extendidos en una posición extraña, estaba Harry Adams.
Durante un instante pensaron que se encontraba muerto. Después, Harry levantó la cabeza y lanzó un quejido.