—En serio —dijo Norman—. Creo que alguien tiene que hacer la pregunta: ¿No deberíamos tomar en cuenta la posibilidad de no abrirla?
—¿Por qué? —preguntó Barnes—. Escuchen, acabo de largar el teléfono…
—Lo sé —respondió Norman—. Pero quizá debamos pensar esto dos veces.
Con el rabillo del ojo vio que Tina asentía enérgica con la cabeza; Harry parecía ser escéptico, y Beth se frotaba los ojos, soñolienta.
—¿Tiene usted miedo, o cuenta con algún argumento de peso? —preguntó Barnes.
—Me da la impresión —dijo Harry— de que Norman está a punto de citar material de sus propios trabajos.
—Pues, sí —admitió Norman—. Sí, puse esto en mi informe. En dicho informe, Norman le había llamado «el problema antropomórfico». Básicamente, el problema consistía en que todos los que alguna vez habían pensado o escrito sobre la vida extra-terrestre imaginaron que la vida es, en esencia, humana. Incluso si las formas de vida extra-terrestre no tuvieran aspecto humano, si fueran como un reptil o un insecto grande, o un cristal inteligente, seguirían actuando en forma humana.
—Usted está hablando de las películas —dijo Barnes.
—También estoy hablando de trabajos de investigación. Toda concepción de la vida de otros planetas, ya se deba a un director cinematográfico o a un profesor universitario, ha sido, en lo básico, humana. Siempre se han supuesto valores humanos, comprensión humana, maneras humanas de enfocar un Universo comprensible para los seres humanos, y, por lo general, también un aspecto humano: dos ojos, una nariz, una boca y demás.
—¿Y qué?
—Eso es a todas luces un desatino —opinó Norman—. En principio porque en el comportamiento humano existe suficiente variación como para hacer que el entendimiento, ya dentro de nuestra propia especie, sea muy dificultoso. Las diferencias entre norteamericanos y japoneses, por poner un ejemplo, son enormes. Los norteamericanos y los japoneses en modo alguno miran el mundo del mismo modo.
—Sí, sí —dijo Barnes con impaciencia—. Todos sabemos que los japoneses son diferentes…
—Y cuando se trata de una nueva forma de vida, las diferencias, literalmente, pueden ser inabarcables. Los valores y la ética que sustente esta nueva forma de vida han de ser por completo diferentes.
—Quiere usted decir que esa forma de vida puede no creer en la bondad ni en el «no matarás» —anticipó Barnes, impaciente.
—No —repuso Norman—. Quiero decir que puede ocurrir que a ese ser no se le pueda matar y que, en consecuencia, puede carecer del concepto de «matar», en primer lugar.
Barnes tuvo un sobresalto.
—¿Sería posible que se tratara de un ser al que no se le pudiera dar muerte?
Norman asintió con la cabeza:
—Como dijo alguien alguna vez, no se le pueden romper los brazos de un ser que no los tiene.
—¿Que no se puede matar? ¿Quiere decir que sea inmortal?
—No sé —dijo Norman—. Ese es el quid.
—Lo que yo me planteo, por Cristo, es que a un ser al que no se puede matar… —dijo Barnes—. ¿Cómo lo mataríamos? —Se mordió el labio. No me gustaría abrir esa esfera y liberar un ser al que no se le pudiese dar muerte.
—No habría ascensos por un acto así, Hal —comentó Harry riendo.
Barnes miró los monitores, que brindaban varias vistas de la pulida esfera. Al final, el militar dijo:
—No, eso es ridículo. Ningún ser vivo es inmortal. ¿Estoy en lo cierto, Beth?
—En realidad, no —contestó ella—. Se podría argumentar que algunos seres vivos de nuestro propio planeta son inmortales; por ejemplo, ciertos organismos unicelulares, como las bacterias y las levaduras, tienen, al parecer, capacidad de vivir de modo indefinido.
—Levaduras —resopló Barnes—. No estamos hablando de levaduras.
—Y, prácticamente, a un virus se le podría considerar inmortal.
—¿Un virus? —Barnes tuvo que sentarse en una silla: no había tomado en cuenta a los virus—. Pero ¿cuál es la probabilidad de que se trate de eso? ¿Harry?
—Creo que las posibilidades van mucho más allá de lo que hayamos mencionado hasta el momento —dijo el interpelado—, pues nos hemos limitado a considerar seres tridimensionales, como los que existen en nuestro Universo de tres dimensiones… o, para ser más precisos, en el Universo que percibimos como constituido por tres dimensiones, porque hay quienes piensan que nuestro Universo tiene nueve u once dimensiones.
Barnes tenía aspecto de estar agotado.
—Pero las otras seis u ocho dimensiones son casi imperceptibles, por eso no las notamos.
Barnes se frotó los ojos.
—Por consiguiente, este ser —prosiguió Harry— puede ser multidimensional, por lo que, en un sentido literal, no existiría, al menos no por completo, en nuestras tres dimensiones conocidas. Para tomar el caso más sencillo: si fuese un ser de cuatro dimensiones…
—Esperen un momento. ¿Por qué ninguno de ustedes mencionó todo esto antes?
—Supusimos que usted lo sabría —dijo Harry.
—¿Que yo sabía algo acerca de seres de cinco dimensiones a los que no se puede matar? Nadie me dijo nunca una palabra. —Movió la cabeza—. Abrir esa esfera podría resultar peligrosísimo.
—En efecto.
—Lo que tenemos aquí es nada menos que la caja de Pandora.
—Es cierto.
—Bueno —dijo Barnes—. Consideremos las peores probabilidades. ¿Qué es lo peor que podemos encontrar?
Fue Beth quien respondió.
—Creo que está claro: independientemente de que se trate de un ser multidimensional o de un virus o de lo que fuere, al margen de que comparta nuestros valores morales o de que lisa y llanamente no tenga valores morales, el caso peor es que nos dé un golpe bajo.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Eso quiere decir que se comporte de un modo que se interfiera en nuestros mecanismos vitales básicos. Un buen ejemplo es el virus del sida. El motivo por el que el sida es tan peligroso no estriba en que sea un virus nuevo. Obtenemos virus nuevos todos los años…, todas las semanas. Y todos los virus funcionan de la misma manera: atacan las células y transforman la maquinaria de éstas para que elaboren más virus. Lo que hace que el virus del sida sea tan peligroso es que ataca las células específicas que utilizamos para defendernos contra los virus. El sida interfiere nuestro mecanismo básico de defensa. Y no tenemos defensa contra eso.
—Bueno —dijo Barnes—, si esta esfera contiene un ser que pueda interferir nuestros mecanismos básicos, ¿cómo sería ese ser?
—Podría inhalar aire y exhalar gas cianuro —sugirió Beth.
—Podría excretar desechos radiactivos —apuntó Harry.
—Podría perturbar nuestras ondas cerebrales —aventuró Norman—, interferir nuestra capacidad de pensar.
—O simplemente podría perturbar la conducción de impulsos eléctricos cardíacos y hacer que nuestro corazón deje de latir —agregó Beth.
—¿Y si produjera una vibración sonora que resonase en nuestro sistema óseo y nos hiciera añicos los huesos? —dijo Harry, y sonrió a los otros integrantes del equipo—. De todas las hipótesis, ésta es la que más me gusta.
—Ingenioso —comentó Beth—; pero, como siempre, pensamos en nosotros mismos. Podría ocurrir que ese ser en ningún momento nos hiciera un daño directo.
—Ah —dijo Barnes.
—Simplemente podría exhalar una toxina que matase los cloroplastos, de modo que las plantas ya no pudiesen transformar la luz solar. Entonces, morirían las plantas que existen en la Tierra… y, en consecuencia, también lo haría toda la vida que hay en ella.
—Ah —volvió a decir Barnes.
—Verán —intervino Norman—, al principio pensé que el «problema antropomórfico», el hecho de que sólo podamos concebir la vida extra-terrestre como básicamente humana, representaba falta de imaginación: el Hombre es Hombre y todo lo que conoce es el Hombre, y en todo lo que puede pensar es en lo que él conoce. Sin embargo, como pudieron apreciar, eso no es cierto. Podemos pensar en muchas otras cosas más… pero no lo hacemos. Así que tiene que haber otra razón por la que sólo podemos concebir a los extra-terrestres como seres humanos. Y creo que la respuesta es que, en realidad, somos animales terriblemente débiles, y no nos gusta que se nos recuerde cuán débiles somos, cuán delicados son los equilibrios que se producen dentro de nuestro cuerpo, cuán breve es nuestra permanencia sobre la Tierra y con cuánta facilidad concluye. Así que imaginamos que otras formas de vida deben ser como nosotros, con lo que no tenemos que pensar en la verdadera amenaza, la terrorífica amenaza que pueden representar, sin que siquiera lo intenten.
Se produjo un silencio; luego, Barnes dijo:
—Tampoco debemos olvidar otra posibilidad: podría ser que la esfera encerrara algún extraordinario beneficio para nosotros. Algún maravilloso conocimiento nuevo, alguna idea nueva, una tecnología superior, algo que nos deje atónitos y que mejore las condiciones de vida de la especie humana, algo que supere nuestros sueños más fantásticos.
—Aunque esa posibilidad existe —dijo Harry—, no habría ninguna idea nueva que nos pueda ser de utilidad.
—¿Por qué? —preguntó Barnes.
—Bueno, digamos que los extra-terrestres están mil años adelantados a nosotros tal como nosotros lo estamos, por ejemplo, en relación a la Europa medieval. Suponga que usted retrocede a esa Europa con un televisor: no habría ningún lugar donde enchufarlo.
Barnes los miró con fijeza durante largo rato.
—Lo siento —dijo—. Esta es una responsabilidad demasiado grande para mí. No puedo tomar la decisión de abrir la esfera. Tengo que llamar a Washington para consultar.
—Ted no va a sentirse feliz —opinó Harry.
—Al diablo con Ted —exclamó Barnes—. Voy a comunicarle esto al Presidente. Y hasta que no recibamos noticias suyas, no quiero que nadie trate de abrir esa esfera.
Barnes propuso un período de descanso de dos horas, y Harry se retiró a su habitación camarote para acostarse. Beth anunció que también ella se iba a dormir, pero se quedó en el puesto de monitores, con Tina Chan y Norman. El lugar de trabajo de Tina tenía cómodos asientos con respaldos altos, y Beth hacía girar uno de ellos, balanceando las piernas hacia atrás y hacia adelante; al tiempo que jugaba con su cabello, haciéndose rulitos al lado de la oreja. Tenía la mirada fija en el vacío espacio.
«Está cansada —pensó Norman—. Todos lo estamos». Observó a Tina, quien, tensa y alerta, se movía de forma suave, pero continua, para ajustar los monitores, revisar la información de los sensores y cambiar los casetes de vídeo. Como Jane Edmunds, estaba en la nave espacial con Ted, además de atender su propia consola de comunicaciones, Tina tenía que hacerse cargo de las unidades de grabación. Esta mujer, que pertenecía a la Armada, no parecía hallarse tan cansada como los científicos. Claro que no había estado dentro de la astronave; la cual, para ella, era sólo algo que veía en los monitores, un programa de televisión, una abstracción. Tina no se había visto cara a cara con la realidad del nuevo ambiente, con la agotadora lucha mental para entender qué estaba pasando, qué significaba todo aquello.
—Tiene aspecto de cansado, señor —dijo Tina.
—Sí. Todos estamos cansados.
—Es la atmósfera —explicó Tina—. Por respirar helio.
«Está todo dicho sobre las explicaciones psicológicas», pensó Norman.
—La densidad del aire aquí abajo causa efecto en el organismo. Nos encontramos a treinta atmósferas. Si estuviéramos respirando aire normal a esta presión, sería casi tan denso como un líquido. El helio es más ligero; pero es mucho más denso que lo que estamos habituados a respirar. Uno no se da cuenta, pero nada más que respirar, mover los pulmones, cansa.
—Sin embargo, usted no parece cansada.
—Ah, yo estoy acostumbrada. Ya antes estuve en ambientes saturados.
—¿De veras? ¿Dónde?
—La verdad es que no se lo puedo decir, doctor Johnson.
—¿Operaciones navales?
La mujer sonrió.
—Se sobrentiende que no debo hablar de eso.
—¿Es ésa su sonrisa inescrutable?
—Así lo espero, señor. ¿Pero no cree usted que debería intentar dormir?
—Probablemente —asintió Norman.
Tomó en cuenta la idea de irse a dormir; pero la perspectiva de acostarse en su húmeda litera no le resultaba atractiva. De modo que prefirió bajar al comedor, con la esperanza de encontrar alguno de los postres de Rose Levy. Ella no estaba allí, pero había un poco de tarta de coco debajo de una tapa de plástico. El psicólogo buscó un plato, cortó una porción y se la llevó hacia una de las portillas. Pero afuera todo estaba negro; las luces de la parrilla se hallaban apagadas y los buzos se habían retirado. Norman vio luces en las portillas del DH-7, el habitáculo de los buzos, situado a unos pocos metros de distancia. Aquellos hombres estarían preparándose para regresar a la superficie o tal vez ya se hubieran ido.
En la portilla, el psicólogo vio reflejado su propio rostro: se vio cansado y viejo. «Éste no es un lugar para un hombre de cincuenta y tres años», pensó al contemplar su imagen.
Mientras miraba descubrió unas luces que se movían a lo lejos: después un breve relumbrón amarillo; uno de los mini-submarinos se detuvo debajo de un cilindro, el DH-7. Instantes después llegó un segundo submarino, que atracó junto al primero; las luces de éste se apagaron. Un momento después, el segundo submarino zarpó hacia las negras aguas; el primer submarino se quedó atrás.
«¿Qué está sucediendo?», se preguntó Norman, aunque sabía que aquello era algo que no le importaba realmente. Se sentía demasiado cansado. Estaba más interesado en el sabor de la tarta. Miró el plato: la porción de pastel ya no estaba; sólo quedaban algunas migajas.
«Estoy cansado —pensó—. Muy cansado». Puso los pies sobre la mesa de café, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó sobre el frío acolchado de la pared.
Debió de haberse quedado dormido durante un largo rato, porque se despertó desorientado, en medio de la oscuridad. Se sentó y, de inmediato, las luces se encendieron. Entonces vio que todavía estaba en la cocina.
Barnes le había prevenido respecto al modo en que el habitáculo se adaptaba a la presencia de las personas. Según parecía, los sensores de movimiento dejaban de registrar la presencia de la persona cuando ésta se quedaba dormida, y automáticamente, apagaban las luces de la habitación. Después, cuando esa persona se despertaba y se movía, las luces se volvían a encender. Norman se preguntó si las luces permanecerían encendidas cuando la persona roncaba. ¿Quién había diseñado todo aquello? Los ingenieros y planificadores que trabajaron en el habitáculo de la Armada, ¿habrían tomado en cuenta el ronquido? ¿Habría un sensor de ronquidos?
Comería otra ración dulce.
Se puso de pie y se dirigió hacia la mesa de la cocina: ahora faltaban varias porciones de tarta. ¿Se las había comido él? No estaba seguro: no podía recordar.
—Muchas casetes de vídeo —dijo Beth.
Norman se dio vuelta.
—Sí —dijo Tina—. Estamos grabando todo lo que ocurre en este habitáculo; y también en la nave. Tendremos una gran cantidad de material.
Había un monitor montado justo sobre la cabeza de Norman; mostraba a Beth y Tina arriba, delante de la consola de comunicaciones. Ambas estaban comiendo tarta.
«De modo que es ahí adonde fue a parar la tarta de coco», pensó Norman.
—Cada doce horas las cintas se transfieren al submarino —dijo Tina.
—¿Para qué? —preguntó Beth.
—De ese modo, si algo ocurriera aquí abajo, el submarino ascendería a la superficie de forma automática.
—Ah, grandioso —dijo Beth—. Pero no quiero pensar demasiado en eso. ¿Dónde está el doctor Fielding ahora?
—Desistió de abrir la esfera y fue a la cubierta principal de vuelo. Está con Jane Edmunds —informó Tina.
Norman observó el monitor: la encargada de las comunicaciones había salido del campo visual; y Beth estaba sentada de espaldas al monitor, comiendo dulce de coco. En el monitor que se encontraba detrás de ella, Norman podía ver, con toda claridad, la refulgente esfera. «Monitores que muestran monitores —pensó—. El personal naval que, en última instancia, revise estas grabaciones se va a volver loco».
—¿Cree que alguna vez lograrán abrir la esfera?
—Quizá. No lo sé —respondió Beth sin dejar de comer su porción de tarta.
Y, en ese instante, en el monitor que estaba detrás de Beth Norman vio, horrorizado, que la puerta de la esfera se estaba deslizando lentamente. La gran bola metálica se estaba abriendo y revelaba la negrura de su interior.