Las abejas de la Muerte son grandes y negras, zumban en tono grave y sombrío, guardan la miel en panales de cera tan blanca como la de los cirios de iglesia. Su miel es negra como la noche, espesa como el pecado y dulce como la melaza.

Es bien sabido que la suma de ocho colores da el blanco. Pero también están los ocho colores de la negrura, para aquellos a quienes les es dado verlos, y las colmenas de la Muerte se encuentran entre la hierba negra del huerto negro que hay bajo las ramas vetustas y llenas de flores negras de unos árboles que con el tiempo producirán unas manzanas que digamos que… probablemente no serán rojas.

Ahora aquella hierba estaba recién cortada. La guadaña que había hecho el trabajo estaba apoyada en el tronco retorcido de un peral. La Muerte se dedicaba a examinar sus abejas, levantando cuidadosamente los panales con sus dedos esqueléticos.

A su alrededor zumbaban unas cuantas abejas. Como todos los apicultores, la Muerte llevaba velo. No es que tuviera ningún sitio donde le pudieran picar, pero a veces se le metía alguna dentro del cráneo, se ponía a zumbar y le daba dolor de cabeza.

Mientras sostenía en alto un panal bajo la luz gris de su pequeño mundo situado entre las realidades se produjo un ligero temblor. Un murmullo se elevó de la colmena y una hoja cayó flotando. Una breve ráfaga de aire recorrió el huerto y aquello sí que resultó asombroso, porque en la tierra de la Muerte el aire siempre era cálido y estaba inmóvil.

A la Muerte le pareció oír, de forma muy fugaz, el ruido de unos pies a la carrera y una voz que decía, no, una voz que pensaba: «¡Ohmierdaohmierdaohmierda, voy a morir, voy a morir, voy a MORIR!».

La Muerte era casi la criatura más anciana del universo y tenía hábitos y modos de pensar que los hombres mortales no podían entender ni de lejos, pero debido a que también era un buen apicultor volvió a colocar con cuidado el panal en sus trencas y le puso la tapa a la colmena antes de reaccionar.

Regresó a su casa de campo cruzando el jardín oscuro, se quitó el velo, se sacó con cuidado unas cuantas abejas que se le habían perdido en las profundidades del cráneo y se retiró a su estudio.

Mientras se sentaba a su mesa de trabajo, otra ráfaga de viento hizo tintinear los relojes de arena de las estanterías y provocó que el enorme reloj de péndulo del salón hiciera una brevísima pausa en su interminable tarea de dividir el tiempo en fragmentos manejables.

La Muerte suspiró y miró con atención.

No había ningún sitio adonde la Muerte no alcanzara a ir, por muy lejano y peligroso que fuera. De hecho, cuanto más peligroso fuera, más probable era que ya estuviera allí.

Ahora miró a través de las brumas del tiempo y del espacio.

OH, dijo. ES ÉL.

Era una tarde calurosa de finales de verano en Ankh-Morpork, normalmente la ciudad más próspera, bulliciosa y sobre todo más poblada del Disco. Ahora las saetas del sol habían conseguido lo que nunca antes consiguieron incontables invasores, diversas guerras civiles ni la ley del toque de queda. Habían pacificado el lugar.

Había perros tirados y jadeando a la sombra abrasadora. El río Ankh, que nunca se habría podido decir que resplandeciera, rezumaba entre sus orillas como si el calor le hubiera absorbido todo el espíritu. Las calles estaban vacías y calientes como los ladrillos de un horno.

Ningún enemigo había conquistado nunca Ankh-Morpork. Bueno, técnicamente sí, bastante a menudo. La ciudad daba la bienvenida a los invasores bárbaros despilfarradores, pero por alguna razón los perplejos conquistadores siempre acababan descubriendo, pasados unos días, que ya no eran propietarios de sus caballos, y al cabo de un par de meses que ya no eran más que otro grupo minoritario con sus graffiti y sus tiendas de comida propias.

Pero el calor había asediado la ciudad y había rebasado sus muros. Yacía extendido como una mortaja sobre las calles reverberantes. Bajo el soplete del sol los asesinos estaban demasiado cansados para matar. Los ladrones se volvían honestos. En el refugio cubierto de hiedras de la Universidad Invisible, la principal escuela de magia, los internos dormitaban tapándose la cara con sus sombreros puntiagudos. Hasta los moscardones azules estaban demasiado agotados para chocar con los cristales de las ventanas. La ciudad hacía la siesta, esperando la puesta de sol y el respiro breve, caluroso y aterciopelado de la noche.

Solamente el Bibliotecario se mantenía fresco. Además estaba colgado y balanceándose.

Esto se debía a que había instalado unas cuantas sogas y anillas en uno de los subsótanos de la biblioteca de la Universidad Invisible, aquel en que se guardaban los libros, ejem, eróticos[1]. En cubas de hielo picado. Y él estaba suspendido lánguidamente en medio del vapor helado que se elevaba de ellas.

Todos los libros de magia tienen vida propia. Para algunos de los que tienen más energía no basta con encadenarlos a las estanterías. Hay que asegurarlos con clavos o guardarlos entre láminas de acero. O en el caso de los volúmenes sobre magia sexual tántrica para expertos exigentes, guardarlos dentro de agua muy fría para evitar que se inflamen espontáneamente y calcinen sus cubiertas absolutamente vulgares.

El Bibliotecario se mecía suavemente de adelante hacia atrás sobre las cubas burbujeantes y dormitaba apaciblemente.

Fue entonces cuando surgieron los pasos de la nada, cruzaron a toda velocidad la sala haciendo un ruido que raspaba directamente sobre el alma y desaparecieron a través de la pared. Se oyó un grito débil y lejano que parecía decir: «¡Ohdiosesohdiosesohdioses, ya ESTÁ, voy a MORIR!».

El Bibliotecario se despertó, se soltó accidentalmente y cayó en picado sobre las escasas pulgadas de agua tibia que eran todo lo que separaba El goce del sexo tántrico con ilustraciones para estudiantes avanzados, firmado por Una Dama, de la combustión espontánea.

Y lo habría tenido mal de ser humano. Por suerte, en su estado presente el Bibliotecario era un orangután. Con tanta magia en estado puro campando a sus anchas por la biblioteca, sería sorprendente que no hubiera accidentes de vez en cuando, y uno especialmente espectacular lo había convertido en simio. No mucha gente tenía la oportunidad de abandonar la especie humana sin perder la vida, y desde entonces él había rechazado enérgicamente todos los esfuerzos para hacerlo regresar a su antigua forma. Como era el único bibliotecario del universo que podía coger libros con los pies, la universidad no había insistido sobre el tema.

Aquello también comportaba que su idea de una compañía femenina deseable ahora se pareciera más bien a un saco de mantequilla embutido en un rollo de neumáticos viejos, así que tuvo suerte de salir únicamente con quemaduras leves, dolor de cabeza y unas ideas algo ambivalentes sobre los pepinos, que se disiparon a la hora de la merienda.

En la biblioteca, por encima de él, grimorios chirriaron y agitaron las páginas con asombro mientras el corredor invisible atravesaba las estanterías y desaparecía, o, mejor dicho, desaparecía todavía más…

Ankh-Morpork se despertó gradualmente de su modorra. Algo invisible que gritaba a pleno pulmón estaba cruzando hasta el último rincón de la ciudad y dejando tras de sí una estela de destrucción. Allí por donde pasaba, las cosas cambiaban.

Una pitonisa de la calle de los Artesanos Habilidosos oyó que los pasos atravesaban corriendo el suelo de su dormitorio y se encontró con que su bola de cristal se había convertido en una esfera de vidrio transparente con una casita dentro y copos de nieve.

En un rincón tranquilo de la taberna del Tambor Remendado —donde las aventureras Herrena la Homicida Hortera, Shandrra la Roja y Diome, Bruja de la Noche, se habían reunido para charlar de cosas de chicas y jugar una partida de canasta—, todas las bebidas se convirtieron en elefantitos amarillos.

—Son los magos de la universidad de las narices —dijo el tabernero, cambiando a toda prisa los vasos—. No debería estar permitido.

La medianoche se cayó del reloj.

Los miembros del Consejo de la Magia bostezaron y se miraron entre ellos con ojos legañosos. A ellos también les parecía que no debería estar permitido, sobre todo porque no eran ellos quienes lo estaban permitiendo.

Por fin el nuevo archicanciller, Ezrolith Mantequera, refrenó un bostezo, se incorporó en su silla e intentó adoptar una expresión adecuadamente magistral. Sabía que no tenía madera de archicanciller. Él no había querido el cargo. Tenía noventa y ocho años y había llegado a aquella edad nada desdeñable teniendo cuidado de no representar ningún problema ni amenaza para nadie. Él había confiado en pasar sus últimos años terminando su tratado de siete volúmenes sobre Algunos aspectos poco conocidos de los rituales de la lluvia kuianos, que en su opinión constituían un asunto ideal para el estudio académico ya que los rituales nunca habían funcionado en ninguna otra parte que en Ku, un continente que ya hacía varios miles de años que se había hundido bajo el océano.[2] El problema era que en los últimos años la esperanza de vida de los archicancilleres parecía ser más bien corta, y la ambición natural de todos los magos por aquel puesto había dejado paso a una cortesía curiosamente modesta. Una mañana bajó y se encontró con que todo el mundo lo llamaba «señor». Tardó varios días en darse cuenta de por qué.

Le dolía la cabeza. Tenía la impresión de que hacía semanas que se le había pasado la hora de irse a la cama. Pero tenía que decir algo.

—Caballeros… —empezó.

—Oook.

—Lo siento. Caballeros y mo…

—Oook.

—Quiero decir simios, por supuesto…

—Oook.

El archicanciller guardó silencio un momento, abriendo y cerrando la boca, intentando redirigir el tren de sus pensamientos. El Bibliotecario era, ex officio, miembro del cuadro académico. Nadie había sido capaz de encontrar ninguna regla que excluyera a los orangutanes, aunque a escondidas la habían buscado a conciencia.

—Es un caso de posesión —aventuró—. Tal vez una especie de fantasma. Esto pide un exorcismo, un trabajo de campana, libro y cirio.

El tesorero suspiró:

—Eso ya lo hemos intentado, archicanciller.

El archicanciller se inclinó hacia él.

—¿Cómo? —dijo.

—Digo que eso ya lo hemos intentado, archicanciller —dijo el tesorero en voz muy alta y hablando directamente al oído del anciano—. Después de la cena, ¿no se acuerda? Hemos usado el Nombres de Hormigas de Humptemper y hemos hecho sonar al Viejo Tom.[3]

—Ah, sí, es verdad. Y ha funcionado, ¿no?

—No, archicanciller.

—¿Eh?

—En todo caso, nunca hemos tenido ningún problema con los fantasmas —dijo el tutor mayor—. Los espíritus de los magos no rondan después de muertos.

El archicanciller buscó a tientas una migaja de consuelo.

—Tal vez sea algo natural —dijo—. Es posible que sea el murmullo de un manantial subterráneo. O movimientos de la tierra, quizá. Algo en los desagües. Puede haber ruidos muy raros, ya saben, cuando el viento sopla en la dirección adecuada.

Se reclinó en su asiento y sonrió.

El resto del consejo intercambió miradas.

—Los desagües no suenan como alguien que corre, archicanciller —dijo el tesorero con aire cansado.

—A menos que alguien haya dejado que corra el agua —dijo el tutor mayor.

El tesorero le miró con el ceño fruncido. Estaba en la bañera cuando los gritos invisibles pasaron volando por su cuarto. No era una experiencia que quisiera repetir.

El archicanciller asintió en su dirección.

—Asunto solucionado, pues —dijo, y se quedó dormido.

El tesorero lo miró en silencio. Luego quitó el sombrero al anciano y se lo puso con gentileza debajo de la cabeza.

—¿Y bien? —dijo en tono cansado—. ¿Alguien tiene alguna sugerencia?

El Bibliotecario levantó la mano.

—Oook —dijo.

—Sí, muy bien, buen chico —dijo el tesorero, jovialmente—. ¿Alguien más?

El orangután le lanzó una mirada significativa mientras el resto de magos negaban con la cabeza.

—Es un temblor en la textura de la realidad —dijo el tutor mayor—. Eso es lo que es.

—¿Y qué podemos hacer al respecto?

—Ni idea. A menos que usemos el antiguo…

—Oh, no —dijo el tesorero—. No lo digas. Por favor. Es demasiado peligroso…

Sus palabras fueron interrumpidas por un grito que empezó en el otro extremo de la sala y sufrió un efecto Doppler a lo largo de la mesa, acompañado por el ruido de muchos pies corriendo. Los magos se echaron al suelo en medio de un estrépito de sillas volcadas.

Las llamas de las velas se convirtieron en lenguas largas y finas de luz octarina antes de apagarse.

Luego se hizo el silencio, ese silencio tan especial que surge después de un ruido verdaderamente desagradable.

Y el tesorero dijo:

—Muy bien, me rindo. Intentemos el rito de CuesthiEnte.

Se trata del ritual más serio que pueden llevar a cabo ocho magos. Convoca a la Muerte, que naturalmente sabe todo lo que está pasando en todas partes.

Y por supuesto se hace con reparos, porque los magos veteranos suelen ser muy viejos y preferirían no hacer nada que llamara la atención de la Muerte en su dirección.

Tuvo lugar a medianoche en la Gran Sala de la universidad, en medio de un maremagno de incienso, velas, inscripciones rúnicas y círculos mágicos, ninguno de los cuales era estrictamente necesario pero sí hacían que los magos se sintieran mejor. La magia llameó, los cánticos se cantaron y las invocaciones se invocaron a conciencia.

Los magos fijaron la mirada en el octograma mágico, donde no había aparecido nada. Al cabo de un rato el círculo de figuras con túnicas empezó a intercambiar murmullos.

—Debemos de haber hecho algo mal.

—Oook.

—Tal vez haya salido.

—O esté ocupado…

—¿No creéis que podríamos dejarlo y volvernos a la cama?

¿A QUIÉN ESTAMOS ESPERANDO EXACTAMENTE?

El tesorero se dio la vuelta lentamente en dirección a la figura que tenía detrás. Las túnicas de los magos eran fáciles de distinguir: estaban engalanadas con lentejuelas, runas, pieles y encaje, y normalmente había mucho mago en el interior. Aquella túnica, sin embargo, era muy negra. El material tenía aspecto de haber sido elegido por su resistencia al paso del tiempo. Igual que su propietario. Tenía pinta de que si escribía un libro sobre dietas, sería un best seller.

La Muerte estaba mirando el octograma con expresión de interés educado.

—Ejem —dijo el tesorero—. El hecho es, de hecho, que, ejem, usted debería estar dentro.

CUÁNTO LO SIENTO.

La Muerte caminó con aire digno hasta el centro de la sala y miró al tesorero con expresión expectante.

ESPERO QUE NO VAYAMOS A EMPEZAR OTRA VEZ CON TODO ESO DEL «ESPECTRO HEDIONDO», dijo.

—Confío en que no hayamos interrumpido ningún asunto importante —dijo el tesorero a modo de cortesía.

TODO MI TRABAJO ES IMPORTANTE, dijo la Muerte.

—Por supuesto —dijo el tesorero.

PARA ALGUIEN.

—Ejem, ejem. La razón, oh, espec… señor, por la que os hemos invocado aquí, es por la razón de que…

ES RINCEWIND.

—¿Qué?

LA RAZÓN POR LA QUE ME HABÉIS CONVOCADO. LA RESPUESTA ES: ES RINCEWIND.

—¡Pero si todavía no le hemos hecho la pregunta!

EN CUALQUIER CASO. LA RESPUESTA ES: ES RINCEWIND.

—Mire, lo que queremos saber es qué está causando este brote de… oh.

La Muerte se dedicaba de forma ostensible a quitar partículas invisibles del filo de su guadaña.

El archicanciller se llevó una mano nudosa a la oreja.

—¿Qué ha dicho? ¿Quién es el tipo del palo?

—Es la Muerte, archicanciller —dijo el tesorero, paciente.

—¿Eh?

—Que es la Muerte, señor. Ya sabe.

—Decidle que no queremos ninguna —dijo el viejo anciano, blandiendo su bastón. El tesorero suspiró.

—Lo hemos convocado nosotros, archicanciller.

—¿Ah, sí? ¿Para qué íbamos a hacer una cosa así? Menuda chorrada.

El tesorero le dedicó una sonrisa avergonzada a la Muerte.

Estaba a punto de pedirle que perdonara al archicanciller, que estaba muy viejo, pero se dio cuenta de que en aquellas circunstancias iba a ser un desperdicio total de saliva.

—¿Estamos hablando del mago Rincewind? ¿El que tiene un…? —el tesorero se estremeció— ¿… un horrible Equipaje con piernas? Pero si salió volando por los aires cuando pasó todo aquello del rechicero, ¿no?[4]

Y FUE A PARAR A LAS DIMENSIONES MAZMORRA. Y AHORA ESTÁ INTENTANDO VOLVER A CASA.

—¿Puede hacer eso?

TENDRÍA QUE DARSE UNA CONJUNCIÓN INUSUAL DE CIRCUNSTANCIAS. LA REALIDAD TENDRÍA QUE DEBILITARSE DE CIERTAS MANERAS INESPERADAS.

—No es probable que eso pase, ¿verdad? —dijo el tesorero en tono nervioso. Los individuos que han dejado escrito que se pasaron dos meses visitando a su tía siempre tienden a preocuparse porque pueda aparecer otra gente que por error piense que no ha sido así, y que debido a un efecto engañoso de la luz esa gente pueda creer que los han visto haciendo cosas que no podrían haber hecho porque estaban en casa de su tía.

LA PROBABILIDAD SERÍA DE UNO CONTRA UN MILLÓN, dijo la Muerte. EXACTAMENTE DE UNO CONTRA UN MILLÓN.

—Ah —dijo el tesorero, inmensamente aliviado—. Oh, cielos. Qué lástima. —Su tono se volvió considerablemente más jovial—. Por supuesto, hace mucho ruido. Pero por desgracia, supongo que no sobrevivirá mucho tiempo.

ES POSIBLE QUE NO, dijo la Muerte en tono distraído. SIN EMBARGO, ESTOY SEGURO DE QUE NO DESEÁIS QUE ADQUIERA LA COSTUMBRE DE HACER DECLARACIONES DEFINITIVAS EN ESE TERRENO.

—¡No! ¡Claro que no! —se apresuró a decir el tesorero—. Bien. Bueno, muchas gracias. Pobre hombre. Qué pena tan grande. Con todo, no se puede hacer nada. Tal vez deberíamos tomarnos estas cosas con filosofía.

TAL VEZ SÍ.

—Y sería mejor que no le molestáramos más —añadió el tesorero en tono cortés.

GRACIAS.

—Adiós.

NOSVEMOS.

De hecho, los ruidos se detuvieron antes del desayuno. El Bibliotecario fue el único que no se alegró. Rincewind había sido su ayudante y su amigo, y era un buen hombre cuando se trataba de pelar un plátano. También se le había dado incomparablemente bien escaparse de cosas. Al Bibliotecario no le parecía de esa clase de gente que se deja atrapar con facilidad.

Probablemente se había dado una conjunción inusual de circunstancias.

Esa era una explicación mucho más probable.

Sí que se había dado una conjunción inusual de circunstancias.

En virtud de exactamente una posibilidad contra un millón, había habido alguien mirando, estudiando, buscando las herramientas adecuadas para un trabajo especial.

Y aquí estaba Rincewind.

Casi resultaba demasiado fácil.

Así que Rincewind abrió los ojos. Tenía un techo encima: si era el suelo, estaba en apuros.

Todo iba bien por entonces.

Palpó con cuidado la superficie sobre la que estaba tumbado. Era granulenta, de hecho tenía la textura de la madera y algún que otro agujero causado por un clavo. Era una superficie de tipo humano.

Sus oídos captaron el chisporroteo de un fuego y un ruido de burbujas, de origen desconocido.

Su nariz, que tenía la sensación de que se estaba quedando al margen, se apresuró en informar de un aroma sulfuroso.

Correcto. Así pues, ¿adónde le llevaba todo aquello? Tumbado en un suelo áspero de madera en una sala iluminada por una chimenea en compañía de algo que burbujeaba y despedía un olor como a azufre. En el estado onírico e irreal en que se encontraba, aquel proceso de deducción le satisfizo bastante.

¿Qué más?

Ah, sí.

Abrió la boca y gritó y gritó y gritó.

Aquello lo hizo sentirse un poco mejor.

Se quedó un poquito más tumbado allí. Por entre el montón revuelto que era su memoria le vinieron recuerdos de mañanas en la cama cuando era niño, subdividiendo desesperadamente el paso del tiempo en unidades más y más pequeñas para postergar el momento terrible de levantarse y tener que afrontar todos los problemas de la vida, tales como, en aquel caso, quién era, dónde estaba y por qué existía.

—¿Qué eres? —dijo una voz desde el margen de su conciencia.

—Estaba llegando a eso —murmuró Rincewind.

Se levantó apoyándose en los codos y la sala osciló hasta adquirir contornos nítidos.

—Os advierto —dijo la voz, que parecía proceder de una mesa—. Me protegen muchos amuletos poderosos.

—Pues muy bien —dijo Rincewind—. Ojalá me protegieran a mí.

Empezaron a aparecer detalles en la imagen borrosa. Era una sala alargada y de techo bajo, un extremo de la cual estaba ocupado en su totalidad por una chimenea enorme. En un banco situado a lo largo de una pared había una selección de cristalería que parecía creada por un soplador de vidrio borracho y con hipo, y en el interior de sus espirales bizantinas hervían y burbujeaban líquidos de colores. Un esqueleto colgaba en actitud relajada de un gancho. En una percha al lado del mismo alguien había clavado un pájaro disecado. Fueran cuales fuesen los pecados que había cometido en vida, el bicho no se merecía lo que le había hecho el taxidermista.

La mirada de Rincewind barrió el suelo. Resultaba obvio que era lo único que había barrido el suelo en mucho tiempo. Solamente a su alrededor se había limpiado el espacio necesario entre los cristales rotos y los crisoles volcados para…

Un círculo mágico.

Parecía un trabajo extremadamente meticuloso. Estaba muy claro que quien lo había trazado a tiza era consciente de que su propósito era dividir el universo en dos partes, el interior y el exterior.

Rincewind estaba, por supuesto, en el interior.

—Ah —dijo, sintiendo que le barría una sensación familiar y casi reconfortante de terror impotente.

—¡Yo os ordeno y os conjuro contra todo acto agresivo, oh, demonio del averno! —dijo la voz, que ahora Rincewind se dio cuenta de que venía de detrás de la mesa.

—Bien, bien —dijo Rincewind, rápidamente—. A mí me parece bien, sí. Ejem. ¿No sería acaso posible que hubiera habido tal vez un errorcito de nada?

—¡Vade retro!

—¡De acuerdo! —dijo Rincewind. Miró a su alrededor a la desesperada—. ¿Cómo?

—¡No creáis que podéis arrastrarme a la perdición con vuestra lengua mendaz, oh demonio de Shamharoth! —dijo la mesa—. Estoy versado en las costumbres de los demonios. Obedeced todas mis órdenes u os devolveré al infierno hirviente del que has venido. Perdón, del que habéis venido. Mejor dicho, del que viniereis. Y va en serio.

La figura salió de detrás de la mesa. Era bastante bajito, y en su mayor parte permanecía oculto tras una larga serie de amuletos, fetiches y talismanes, que, aunque no fueran eficaces contra la magia, probablemente sí lo protegerían contra la estocada tolerablemente decidida de una espada. Llevaba gafas y un sombrero con orejeras largas que le daban pinta de spaniel miope.

Sostenía una espada con una mano temblorosa. La tenía tan llena de runas grabadas que se le estaba empezando a doblar.

—¿Has dicho infierno hirviente? —dijo Rincewind débilmente.

—Absolutamente, sí. Donde los gritos de agonía y los tormentos angustiados…

—Sí, sí, ha quedado claro —dijo Rincewind—. Lo que pasa es que, mira, la verdad es que no soy un demonio. Así que, ¿por qué no me dejas irme?

—No me engañáis con vuestro atuendo exterior, demonio —dijo la figura. Y añadió, con una voz más normal—: Además, los demonios siempre mienten. Lo sabe todo el mundo.

—¿Ah, sí? —dijo Rincewind, agarrándose a aquel clavo ardiendo—. En ese caso… Sí que soy un demonio.

—¡Ajá! ¡Vuestras propias palabras os condenan!

—Mira, no tengo por qué aguantar esto —dijo Rincewind—. No sé quién eres ni qué está pasando, pero me voy a tomar una copa, ¿vale?

Intentó salir del círculo, pero un montón de chispas se elevaron de las inscripciones rúnicas y le aterrizaron por todo el cuerpo, paralizándolo de la sacudida.

—No debiereis… No debieres… No pudiereis… —el invocador de demonios se rindió—. Mira, no puedes salir del círculo hasta que yo te libere, ¿vale? O sea, no quiero ponerme desagradable, pero es que si te dejo salir del círculo podrás asumir otra vez tu forma verdadera, que espero que sea una forma bastante horrible. ¡Vade retro! —añadió, con la sensación de que había perdido un poco de tono.

—Muy bien, ya vadeo, ya vadeo —dijo Rincewind, frotándose el codo—, pero sigo sin ser un demonio.

—Entonces, ¿cómo es que has respondido a la invocación? Supongo que pasabas por casualidad por las dimensiones paranaturales, ¿no?

—Algo así, creo. Está todo un poco borroso.

—Ve a tomarle el pelo a otro, colega. —El invocador apoyó la espada en un atril sobre el que había abierto un grueso tomo repleto de puntos de lectura. Luego se puso a bailar una jiga frenética—. ¡Ha funcionado! —dijo—. ¡Je, je! —Sorprendió la mirada horrorizada de Rincewind y recobró la compostura. Tosió con expresión avergonzada y se acercó hasta el atril.

—De verdad que no soy… —empezó a decir Rincewind.

—Tengo una lista en alguna parte —dijo la figura—. Veamos. Ah, sí, te ordeno… Quiero decir, os ordeno… que, ejem, me concedáis tres deseos. Sí. Quiero el dominio sobre todos los reinos del mundo, quiero conocer a la mujer más bella que haya existido jamás, y quiero vivir por toda la eternidad —miró a Rincewind con expresión alentadora.

—¿Todo eso? —dijo Rincewind.

—Sí.

—Ah, no hay problema —dijo Rincewind con sarcasmo—. Y luego me tomo el resto del día libre, ¿no?

—Y también quiero un cofre lleno de oro. Para ir tirando.

—Ya veo que lo tienes todo bien pensado.

—Sí. ¡Vade retro!

—Que sí, que sí. Lo que pasa… —Rincewind pensó a toda prisa: Este tío es un chiflado, pero es un chiflado con una espada en la mano, la única esperanza que me queda es disuadirlo en sus propios términos—. Lo que pasa es que, mira, no soy un demonio de una clase muy superior, y me temo que esa clase de peticiones requieren a alguien más poderoso, lo siento. Puedes vadear todo lo que quieras, pero siguen sin estar a mi alcance.

La figura de baja estatura miró por encima de sus gafas.

—Ya veo —dijo en tono malhumorado—. ¿Y qué te parece que puedes conseguir?

—Pues bueno… —dijo Rincewind—. Supongo que puedo bajar a la tienda y comprarte un paquete de pastillas de menta o algo así.

Hubo una pausa.

—¿De verdad no puedes hacer nada de todo eso?

—Lo siento. Mira, te diré qué haremos. Tú suéltame y yo te prometo que les daré el recado cuando vuelva a… —Rincewind dudó. ¿Dónde diablos vivían los demonios?— a Villademonios —dijo, esperanzado.

—¿Quieres decir a Pandemónium? —dijo su captor en tono receloso.

—Sí, eso es. A eso me refería. Se lo diré a todo el mundo, la próxima vez que estés en el mundo real ves a asegurarte… ¿cómo te llamas?

—Thursley. Eric Thursley.

—Muy bien.

—Demonólogo. Callejón del Muladar, Pseudópolis. Al lado de la curtiduría —dijo Thursley, esperanzado.

—Eso es. Tú no te preocupes. Ahora, si me dejas marchar…

A Thursley se le puso cara de palo.

—¿Estás seguro de que no puedes hacer nada de todo eso? —preguntó, y Rincewind no pudo evitar percibir el matiz de súplica de su voz—. Un cofrecito pequeño de oro ya me vendría bien. Y bueno, tampoco tiene que ser la mujer más hermosa de la historia entera. La segunda más hermosa ya sirve. O la tercera. Puedes elegir cualquiera de las mejores ci… mil. Lo que tengas en existencias, ya sabes —al final de la frase la voz se le impregnó de anhelo.

A Rincewind le vinieron ganas de decir: Mira, lo que tendrías que hacer es dejar de hacer guarradas con productos químicos en cuartos oscuros, luego te afeitas, te cortas el pelo, te das un baño, o mejor, dos baños, sales una noche y así —pero tenía que ser honesto, porque aunque se lavara, se afeitara y se sumergiera en agua de colonia, Thursley no iba a ganar ningún premio—, y así conseguirás que la mujer que elijas te dé una bofetada.

O sea, no sería gran cosa, pero por lo menos sería un contacto físico.

—Lo siento —dijo otra vez.

Thursley suspiró.

—La tetera está en el fuego —dijo—. ¿Quieres una taza?

Rincewind dio un paso y se topó con un chisporroteo de energía psíquica.

—Ah —dijo Thursley en tono incierto, mientras el mago se chupaba los dedos—. Te diré qué haremos. Te voy a poner bajo un conjuro de coacción.

—No hace falta, te lo aseguro.

—No, es mejor así. Quiere decir que te podrás mover. De todas formas ya lo tenía listo, en caso de que pudieras ir a buscar, ya sabes, a buscarla a ella.

—Bueno —dijo Rincewind. Mientras el demonólogo iba murmurando palabras del libro él pensaba: Pies. Puerta. Escaleras. Qué gran combinación.

Se le ocurrió que el demonólogo tenía algo que le resultaba un poco raro, pero no acababa de saber qué era. Su aspecto era bastante similar al de los demonólogos que Rincewind había conocido en Ankh-Morpork, que estaban todos encorvados, llenos de manchas químicas y tenían las pupilas como cabezas de alfiler por culpa de los humos tóxicos. Éste encajaba bastante bien con ellos. Y sin embargo, tenía algo raro.

—Para serte sincero —dijo Thursley, limpiando con diligencia una parte del círculo—, eres mi primer demonio. Nunca había funcionado antes. ¿Cómo te llamas?

—Rincewind.

Thursley pensó en aquello.

—No me suena —dijo—. En el Demonologie hay un tal Riinjswin. Y un tal Winswin. Pero tienen más alas que tú. Ya puedes salir. Tengo que decirte que ha sido una materialización de primera. Nadie que te viera pensaría que eres un demonio. La mayoría de los demonios, cuando quieren parecer humanos, se materializan en forma de nobles, reyes y príncipes. Este aspecto de mago apolillado es muy inteligente. Casi podrías haberme engañado. Es una pena que no puedas hacer nada de lo que te he pedido.

—No entiendo para qué quieres vivir por toda la eternidad —dijo Rincewind, decidiendo para sí mismo que el tipo se las iba a pagar a la menor oportunidad por haber usado la palabra «apolillado»—. Si se tratara de volver a ser joven, lo entendería.

—Ja. Ser joven no es muy divertido —dijo Thursley, y se tapó de golpe la boca con una mano.

Rincewind se inclinó hacia delante.

Unos cincuenta años. Aquello era lo que le faltaba.

—¡Esa barba es falsa! —dijo—. ¿Cuántos años tienes?

—¡Ochenta y siete! —chilló Thursley.

—¡Te veo los ganchos por encima de las orejas!

—¡Setenta y ocho, de verdad! ¡Vade retro!

—¡Eres un niño!

Eric recobró la compostura, digno.

—¡No es verdad! —dijo en tono cortante—. Tengo casi catorce años.

—¡Ajá!

El chico blandió la espada en dirección a Rincewind.

—¡Además, no importa! —gritó—. ¡Uno puede ser un demonólogo a cualquier edad, pero tú sigues siendo mi demonio y tienes que hacer lo que yo te diga!

—¡Eric! —dijo una voz procedente de alguna parte por debajo de ellos.

A Eric se le puso la cara blanca.

—¿Sí, madre? —gritó con la mirada clavada en Rincewind. Sus labios articularon en silencio las palabras: «No digas nada, por favor».

—¿Qué es todo ese ruido ahí arriba?

—¡Nada, madre!

—¡Baja a lavarte las manos, cariño, tienes el desayuno listo!

—Sí, madre —miró avergonzado a Rincewind—. Es mi madre —dijo.

—Tiene buenos pulmones, ¿eh? —dijo Rincewind.

—Bueno, será mejor que vaya —dijo Eric—. Tú te tienes que quedar aquí, por supuesto.

Se le ocurrió que llegado a aquel punto estaba perdiendo cierto volumen de credibilidad. Volvió a blandir la espada.

—¡Vade retro! —dijo—. ¡Te ordeno que no abandones esta sala!

—Vale. De acuerdo —dijo Rincewind, mirando de reojo las ventanas.

—¿Lo prometes? Si no, te envío de vuelta al Averno.

—Oh, no, no me apetece —dijo Rincewind—. Ve tranquilo. No te preocupes por mí.

—Voy a dejar aquí la espada y estas cosas —dijo Eric, y se quitó la mayor parte de sus accesorios para revelar a un muchacho flaco y moreno cuya cara mejoraría mucho cuando se le fuera el acné—. Si las tocas, se cernirán sobre ti cosas terribles.

—Ni se me pasaría por la cabeza —dijo Rincewind.

Cuando se quedó a solas fue hasta el atril y miró el libro. El título, impreso en unas espectaculares letras rojas parpadeantes, era Mallificarum Sumpta Diabolicite Occularis Singulamm, el Libro del Control Supremo. Lo conocía. En alguna parte de la biblioteca había un ejemplar, aunque los magos no le hacían ningún caso.

Aquello podía parecer raro, porque si hay una cosa por la cual un mago vendería a su abuela era el poder. Pero tampoco era demasiado raro, porque cualquier mago lo bastante listo para sobrevivir cinco minutos también era lo bastante listo como para darse cuenta de que cualquier poder que hubiera en la demonología lo tenían los demonios. Usarlo para tu propio beneficio sería como intentar matar ratones dándoles golpes con una serpiente de cascabel.

Incluso los magos consideraban extraños a los demonólogos. Solían ser hombres pálidos y furtivos que urdían cosas complicadas en habitaciones oscuras y que cuando te daban la mano la tenían floja y húmeda. La suya no era una magia buena y limpia. Ningún mago que se respetara a sí mismo tenía tratos con las regiones demoníacas, cuyos habitantes eran la colección más grande de majaderos que se podía encontrar fuera de un pabellón de reposo.

Examinó el esqueleto de cerca, por si acaso. No parecía inclinado a contribuir de ninguna forma a la situación.

—Pertenecía a su comosellame, abuelo —dijo una voz cascada detrás de él.

—Vaya herencia más rara —dijo Rincewind.

—No, no le pertenecía personalmente. Lo compró en una tienda. Es un comosellame de esos, un comosellame articulado.

—Pues no es que diga demasiada cosa —dijo Rincewind, y luego se quedó muy callado y pensativo—. Ejem —dijo sin mover la cabeza—. ¿Con qué estoy hablando exactamente?

—Soy un comosellame. Lo tengo en la punta de la lengua. Empieza por ele.

Rincewind se giró lentamente.

—¿Eres un loro?

—Eso.

Rincewind se quedó mirando la cosa que había en la percha. Tenía un ojo que brillaba como un rubí. La mayor parte del resto era piel rosada y purpúrea, tachonada de cabos de plumas, de forma que producía la impresión global de ser un cepillo de pelo listo para el horno. Se puso a menearse artríticamente en su percha y fue perdiendo lentamente el equilibrio hasta quedar colgando cabeza abajo.

—Pensé que estabas disecado —dijo Rincewind.

—A tomar por culo, mago.

Rincewind no le hizo caso y se arrastró hasta la ventana. Era pequeña, pero daba a un tejado en suave pendiente. Y afuera había vida de verdad, un cielo de verdad y edificios de verdad. Estiró el brazo para abrir los postigos…

Una corriente chisporroteante le subió por el brazo y tomó tierra en su cerebelo.

Se quedó sentado en el suelo, lamiéndose los dedos.

—Te lo ha dicho —dijo el loro, cabeza abajo y meciéndose hacia delante y hacia atrás—. Pero tú no quieres comosellame. Te tiene cogido de los comosellamen.

—¡Pero solamente tendría que funcionar con demonios!

—Ah —dijo el loro, cogiendo el impulso suficiente para ponerse derecho otra vez y estabilizarse en esa posición con los muñones de lo que alguna vez fueron alas—. Pero tiene sentido, ¿no? Si entras por una puerta que dice «Comosellamen», es normal que se te trate como a un comosellame, ¿no? Quiero decir, como a un demonio. Que estés sometido a todas las normas y los comosellamen. Mala suerte, chico.

—Pero tú sí que sabes que soy un mago, ¿verdad?

El loro soltó un graznido.

—Yo los he visto, colega. A los comosellamen de verdad. Algunos de los que han pasado por aquí te pondrían las plumas de punta. Unos comosellamen enormes y feroces, con escamas. Se tardaba semanas en quitar el hollín de las paredes —añadió, en tono aprobatorio—. Eso era en la época de su abuelo, claro. Al chavalín no se le da nada bien. Hasta ahora. Y eso que es listo. La culpa es de los comosellamen, de los padres. Dinero nuevo, ya sabes. Empresarios vinícolas. Lo tienen consentido, le dejan jugar con los trastos viejos de su comosellame. «Oh, es un chaval muy inteligente, siempre está con un libro» —los imitó el loro—. Nunca le han dado ninguna de las cosas que realmente necesita un comosellame sensible en edad de crecimiento, en mi opinión.

—¿Como qué? ¿Amor y orientación?

—Yo estaba pensando en un buen comosellame, coño, un azote.

Rincewind se agarró la cabeza dolorida. Si los demonios tenían que pasar por aquello todo el tiempo, no era de extrañar que estuvieran siempre tan cabreados.

—Lorito boniiito —dijo el loro en tono distraído, más o menos como un humano diría «ejem» o «como iba diciendo», y continuó—: Su abuelo sí que tenía dedicación. A eso y a las palomas…

—Las palomas —dijo Rincewind.

—Aunque tampoco se le daba muy bien. Más bien iba probando a ver qué le salía.

—Pensé que habías mencionado demonios enormes y con…

—Oh, sí. Pero es que eso no era lo que buscaba. Él intentaba conjurar un súcubo. —Debería resultar imposible sonreír con expresión lasciva cuando uno solamente tenía un pico, pero el loro lo consiguió—. Se trata de un demonio femenino que llega en plena noche y te hace el comosellame de forma loca y apasionad…

—He oído hablar de ellos —dijo Rincewind—. Son cosas muy jodidas y peligrosas.

El loro movió la cabeza a un lado.

—Nunca le salió. Lo único que consiguió fue un neuralgiador.

—¿Eso qué es?

—Un demonio que viene y te da dolor de cabeza.

Los demonios han existido en el Mundodisco durante al menos tanto tiempo como los dioses, a los que se parecen bastante en muchos sentidos. La diferencia es básicamente la misma que hay entre terroristas y revolucionarios.

La mayoría de los demonios ocupan una dimensión espaciosa cercana a la realidad, decorada tradicionalmente con sombras de llamas y mantenida a temperatura de asado. No es que nada de eso sea necesario, pero si algo son los demonios comunes, son tradicionalistas.

En el centro del infierno, alzándose majestuosa en medio de un lago de sucedáneo de lava y con unas vistas incomparables de los Ocho Círculos, está la ciudad de Pandemónium.[5] Y de momento, hacía honor a su nombre.

Astfgl, el nuevo Rey de los Demonios, estaba furioso. No solamente porque se hubiera vuelto a estropear el aire acondicionado, no porque se sintiera rodeado de idiotas y conspiradores por todas partes, ni siquiera porque todavía nadie hubiera aprendido a pronunciar bien su nombre, sino también porque le acababan de dar una mala noticia. El demonio al que le había tocado por sorteo dársela estaba encogido de miedo delante de su trono con el rabo entre las piernas. Tenía un miedo inmortal de que muy pronto le fuera a suceder algo maravilloso.[6]

—¿Que ha hecho qué? —dijo Astfgl.

—Ejem, se ha abierto, oh señor. El círculo de Pseudópolis.

—Ah, ese chaval tan listo. Tenemos grandes esperanzas puestas en él.

—Esto… y luego se ha vuelto a cerrar. —El demonio cerró los ojos.

—¿Y quién ha pasado al otro lado?

—Esto… —El demonio miró a sus colegas, apelotonados en la otra punta de la sala del trono, que tenía un kilómetro y medio de largo.

—Te he preguntado quién ha pasado al otro lado.

—Pues la verdad, oh señor…

—¿Sí?

—No lo sabemos. Alguien.

—¿Acaso no di órdenes para que cuando el chaval tuviera éxito se materializara ante él el duque Vassenego y le ofreciera placeres prohibidos y goces oscuros para doblegarlo y someterlo a Nuestra voluntad?

El Rey gruñó. El problema de ser malvado, tal como se había visto obligado a admitir, era que los demonios no tenían unas mentes muy innovadoras y necesitaban de veras la chispa del ingenio humano. Y él había estado muy pendiente de Eric Thursley, cuya variante personal de idiotez superinteligente era una extraña delicia. El infierno necesitaba gente egocéntrica y horriblemente inteligente como Eric. Se les daba mucho mejor ser desagradables que a los demonios.

—Ciertamente, señor —dijo el demonio—. Y el duque lleva años ahí esperando a ser convocado, eludiendo todas las demás tentaciones, estudiando de forma paciente y dedicada el mundo de los hombres…

—¿Y dónde estaba entonces?

—Ejem. La llamada de la sobrenaturaleza, señor —farfulló el demonio—. No se había ausentado ni dos minutos y…

—¿Y alguien pasó al otro lado?

—Estamos intentando enterarnos…

La paciencia de lord Astfgl, que ya de por sí tenía la misma resistencia a la tensión que la masilla, se quebró en aquel momento. Aquello era la gota que colmaba el vaso. Tenía la clase de súbditos que decían «enterarnos» en lugar de «discernir». La condenación era demasiado buena para ellos.

—Sal de aquí —susurró—. Y ya me encargaré de que tengas una mención de honor por este…

—¡No, amo, os lo suplico…!

—¡Fuera!

El Rey recorrió pisando fuerte los pasillos resplandecientes hasta sus aposentos privados.

Sus predecesores habían llevado pezuñas de bestia y patas traseras peludas. Lord Astfgl había rechazado de plano todas aquellas cosas. Afirmaba que aquellos hijos de puta estirados de Dunmanifestin no se iban a tomar en serio a nadie cuyo trasero se pasara todo el tiempo rumiando, así que se decidió por una capa roja de seda, unos leotardos carmesíes, una capucha con dos cuernecillos bastante sofisticados y un tridente. Al tridente no paraba de caérsele la punta, pero a él le parecía que era la clase de atuendo con el que se podía tomar en serio a un rey demoníaco…

En la frescura de sus aposentos —oh, por todos los dioses, o mejor dicho, no por todos los dioses, le había costado una eternidad conseguir que se aplicaran unos estándares mínimamente civilizados, sus predecesores se habían contentado con deambular de un lado para otro tentando a la gente, nunca habían oído hablar del estrés ejecutivo— quitó con cuidado la tela que cubría el Espejo de las Almas y lo vio cobrar vida con un parpadeo.

Tenía la superficie negra y fría rodeada de un marco ornamentado del que no paraban de elevarse volutas de humo grasiento.

«¿Su deseo, amo?», dijo.

—Muéstrame los acontecimientos de la última hora en el portal de Pseudópolis —dijo el Rey, y se acomodó para mirar.

Al cabo de un rato fue a buscar el nombre «Rincewind» en el archivador que acababa de hacerse instalar, reemplazando los vetustos libros de contabilidad penosamente encuadernados que había antes. El sistema todavía necesitaba pulirse un poco, sin embargo, ya que los perplejos demonios lo archivaban todo en la G de Gente.

Luego se sentó a mirar las imágenes parpadeantes y jugueteó distraído con las cosas que tenía en el escritorio para calmarse los nervios.

Tenía un montón de objetos de escritorio: cuadernos con sujetapapeles magnéticos, chismes prácticos para colocar los bolígrafos y aquellos blocs pequeñitos que siempre iban tan bien. Unas estatuillas increíblemente graciosas con eslóganes del tipo «Tú eres el jefe» y pequeñas bolitas metálicas y espirales operadas por una especie de movimiento perpetuo artificial y efímero. Nadie que mirara aquel escritorio podía albergar dudas acerca del hecho de que estaban objetiva y verdaderamente condenados.

—Ya veo —dijo lord Astfgl, poniendo una serie de bolitas brillantes en movimiento con un golpecito de una garra.

No recordaba a ningún demonio llamado Rincewind. Por otra parte, había millones de aquellas criaturas lamentables, atiborrando el infierno sin orden ni concierto, y él todavía no había tenido tiempo de llevar a cabo un censo como era debido y retirar a los que no eran necesarios. Aquel parecía tener menos apéndices y más vocales en su nombre que la mayoría. Pero tenía que ser un demonio.

Vassenego era un viejo tonto y arrogante, uno de los demonios más ancianos, que sonreían y lo despreciaban y no acababan de obedecer sus órdenes solamente porque el Rey había trabajado duro durante milenios para llegar desde sus humildes comienzos hasta donde estaba ahora. No le extrañaría nada que aquel viejo diablo hubiera causado todo aquello a propósito, por hacerle un desprecio.

Bueno, tendría que encargarse de aquello más adelante. Mandarle un memorando o algo así. Ahora ya era demasiado tarde para hacer nada. Tendría que involucrarse personalmente. Eric Thursley era un candidato demasiado bueno para dejarlo escapar. Si conseguía a Eric Thursley los dioses se iban a enfadar de verdad.

¡Los dioses! ¡Cómo odiaba a los dioses! Los odiaba más todavía de lo que odiaba a la vieja guardia como Vassenego, más de lo que odiaba a los humanos. La semana anterior había celebrado una pequeña soirée, se había esmerado mucho en ella, había querido demostrar que estaba dispuesto a considerar lo pasado pasado y a trabajar junto con ellos por un universo nuevo, mejor y más eficaz. Lo había llamado una fiesta «¡Vamos a conocernos!». Había habido pinchos de salchicha y todo. Se había esforzado al máximo porque resultara agradable.

Ellos ni siquiera se molestaron en contestar las invitaciones. Y eso que él se había preocupado especialmente de ponerles un SRC.

—¿Demonio?

Eric se asomó al otro lado de la puerta.

—¿Cuál es tu forma actual? —dijo.

—Bastante mala forma —dijo Rincewind.

—Te he traído comida. Tú comes, ¿no?

Rincewind probó un poco. Era un tazón de cereales, frutos secos y pasas. No tenía ningún problema con nada de todo aquello. Simplemente ocurría que, en alguna fase de la preparación, algo parecía haber llevado a cabo sobre aquellos ingredientes inocentes el mismo proceso que sufre una estrella de neutrones bajo un millón de gravedades. Si te morías al comer algo como aquello no te tenían que enterrar, solamente necesitaban tirarte en algún sitio donde el suelo fuera blando.

Consiguió tragárselo. No resultó difícil. Lo complicado habría sido evitar que fuera hacia abajo.

—Delicioso —dijo, atragantándose.

El loro hizo una imitación espléndida de alguien vomitando.

—He decidido dejarte ir —dijo Eric—. Retenerte no tiene mucho sentido, ¿verdad?

—En absoluto.

—¿No tienes poderes de ninguna clase?

—Lo siento. Un fracaso total.

—Ahora que me fijo, no tienes un aspecto muy demoníaco —dijo Eric.

—Nunca lo tienen. No se puede confiar en estos comosellamen —se rió el loro. Volvió a perder el equilibrio—. Lorito boniiito —dijo, cabeza abajo.

Rincewind se dio la vuelta.

—¡Tú no te metas, pajarraco!

Detrás de ellos se oyó un ruido, como si el universo estuviera carraspeando. Las marcas de tiza del círculo mágico brillaron terriblemente durante un instante, se convirtieron en líneas de fuego sobre los tablones desgastados y por fin algo se materializó en medio del aire y cayó pesadamente al suelo.

Era un baúl grande, con remaches metálicos. Había caído sobre su tapa curvada. Al cabo de un momento empezó a mecerse violentamente, luego extendió varios centenares de piernecitas rosadas y haciendo un esfuerzo considerable consiguió darse la vuelta.

Entonces giró hasta mirarlos a ellos. Resultaba todavía más desconcertante porque les estaba clavando la mirada sin tener ojos con que hacerlo.

Eric fue el primero en moverse. Agarró la espada mágica de fabricación casera, que se combó como una loca.

—¡Sí que eres un demonio! —dijo—. ¡Casi te creí cuando me dijiste que no lo eras!

—¡Yuju! —dijo el loro.

—No es más que mi Equipaje —dijo Rincewind a la desesperada—. Es una especie de… Bueno, va conmigo a todas partes, no tiene nada de demoníaco… Ejem —vaciló—. Bueno, no mucho —terminó sin convicción.

—¡Vade retro!

—Oh, no, otra vez no.

El chico miró el libro abierto.

—Retomo mis órdenes anteriores —dijo en tono firme—. La mujer más bella que haya existido jamás, el dominio sobre todos los reinos del mundo y vivir por toda la eternidad. Manos a la obra.

Rincewind permaneció inmóvil.

—Vamos, ponte a ello —dijo Eric—. Se supone que tienes que desaparecer en un estallido de humo.

—Escucha, ¿crees que me basta con chasquear los dedos y…?

Rincewind chasqueó los dedos.

Hubo un estallido de humo.

Rincewind se quedó mirándose los dedos con cara de asombro, igual que uno miraría una pistola que lleva décadas colgada de la pared y que de pronto se dispara y perfora al gato.

—Casi nunca han hecho eso antes —dijo.

Miró hacia abajo.

—¡Aaargh! —dijo, y cerró los ojos. En la oscuridad del interior de sus párpados el mundo era mejor. Si tanteaba con los pies se podía convencer a sí mismo de que notaba el suelo, podía saber que en realidad estaba en la sala y que las señales urgentes de todos los demás sentidos, que le decían que estaba suspendido en el aire a unos cuantos miles de kilómetros por encima del Disco, no eran más que una pesadilla de la que acabaría despertándose. Canceló aquel pensamiento a toda prisa. Si estaba dormido prefería seguir así. En sueños uno podía volar. Si se despertaba, la caída sería muy larga.

«Tal vez me he muerto y soy realmente un demonio», pensó.

Era una idea interesante.

Volvió a abrir los ojos.

—¡Uau! —dijo Eric, con los ojos brillando—. ¿Puedo tenerlo todo?

El chico estaba en la misma posición que en la sala. Igual que el Equipaje. Y también, para irritación de Rincewind, el loro. Estaba apoyado en el aire, mirando el paisaje cósmico que tenía debajo con aire especulativo.

El Disco casi podría haber sido diseñado para verlo desde el espacio. De lo que Rincewind estaba condenadamente seguro era que no había sido diseñado para vivir en él. Aun así tuvo que admitir que resultaba impresionante.

El sol estaba a punto de salir por el borde del otro lado y trazaba una línea de fuego que resplandecía a lo largo de medio perímetro. Un amanecer largo y lento empezaba a bañar el paisaje oscuro e inmenso.

Por debajo, apenas iluminada en el árido vacío de espacio, Gran A'Tuin, la tortuga del mundo —macho o hembra, la cuestión nunca se había solucionado del todo—, se afanaba bajo el peso de la Creación. En su caparazón los cuatro elefantes gigantes se esforzaban por sostener el Disco en sí.

Podía haber formas más eficaces de construir un mundo. Se podría empezar con una bola de hierro fundido y luego ir recubriéndola de capas sucesivas de piedra, como si fuera uno de aquellos viejos caramelos redondos. Así uno tendría un planeta muy funcional, pero no igual de bonito. Además, las cosas se caerían de la parte de abajo.

—Está muy bien —dijo el loro—. Lorito quiere contineeente.

—Es enorme —suspiró Eric.

—Sí —dijo Rincewind con voz inexpresiva.

Sentía que se esperaba algo más de él.

—No lo rompas —añadió.

Tenía una duda que le carcomía en relación con todo aquello. Si mantenía la premisa de que era un demonio, y últimamente le habían pasado tantas cosas que estaba dispuesto a admitir que en medio de la confusión podía haber muerto sin darse cuenta[7], aun así no entendía por qué tenía potestad sobre el mundo para dárselo a alguien. Estaba bastante seguro de que el mundo tendría dueños que pensaban como él.

Además, estaba seguro de que al demonio había que darle algo escrito a cambio.

—Creo que tienes que echarme una firma —dijo—. Con sangre.

—¿Sangre de quién? —dijo Eric.

—Creo que tuya —dijo Rincewind—. O sangre de pájaro, si hiciera falta —miró al loro con cara aviesa y el loro le gruñó.

—¿No puedo probarlo primero?

—¿Qué?

—Bueno, supongamos que no funcionara. No voy a firmar nada hasta estar seguro de que funciona.

Rincewind se quedó mirando al chico. Luego miró hacia abajo, en dirección al amplio panorama de los reinos del mundo. «Me pregunto si yo era como él a su edad —pensó—. Me pregunto cómo sobreviví.»

—Es el mundo —dijo en tono paciente—. Pues claro que funciona, joder. O sea, míralo. Huracanes, deriva continental, el ciclo de la lluvia… Lo tiene todo. Todo encaja como en un puto reloj. Un mundo así te dura toda la vida. Si lo usas con cuidado.

Eric escrutó el mundo con ojo crítico. Tenía la expresión de alguien que sabe que los mejores regalos que existen parecen requerir el equivalente psíquico de dos pilas de las gordas y que las tiendas no van a volver a abrir hasta después de las vacaciones.

—Tiene que haber un tributo —dijo llanamente.

—¿El qué?

—Los reyes del mundo —dijo Eric—. Tienen que rendirme tributo.

—Realmente has estado estudiando esto, ¿no? —dijo Rincewind en tono sarcástico—. ¿Nada más que tributo? ¿No te apetece la luna ya que estamos aquí arriba? Es la oferta especial de esta semana, un satélite gratis por cada mundo dominado.

—¿Hay alguna sustancia útil?

—¿Qué?

Eric soltó un suspiro de paciencia sufridora.

—Rocas —dijo—. Polvos. Hierbas. Ya sabes.

Rincewind se ruborizó.

—No creo que un chaval de tu edad tenga que estar pensando en…

—Me refiero a materias primas. De nada me sirve si solamente hay un montón de piedras.

Rincewind bajó la vista. La luna diminuta del Mundodisco asomaba apenas por encima del otro extremo y proyectaba un resplandor pálido por todo el puzle de tierra y mar.

—Oh, no sé. Parece un mundo bastante majo —dijo en tono voluntarioso—. Mira, ahora está oscuro. ¿No te pueden rendir tributo por la mañana?

—Quiero un poco de tributo ahora.

—Ya me lo imaginaba.

Rincewind se examinó con atención los dedos. Tampoco es que se le diera muy bien chasquearlos. Lo intentó de nuevo.

Cuando volvió a abrir los ojos tenía barro hasta los tobillos.

Entre los talentos de Rincewind destacaba su gran habilidad para salir corriendo, que con el paso de los años había elevado al estatus de verdadera ciencia pura. No importaba si huía de algo o hacia algo con tal de que huyera. Lo que contaba era el hecho en sí de huir. Corro, luego existo. O más correctamente, corro, por tanto si hay suerte podré seguir existiendo.

Pero también se le daban bien los idiomas y la geografía práctica. Sabía gritar «¡Socorro!» en catorce idiomas y pedir piedad a gritos en otros doce. Había cruzado muchísimos países del Disco, algunos de ellos a alta velocidad, y durante las horas largas, maravillosas y aburridas que había pasado trabajando en la biblioteca había matado el tiempo leyendo sobre todos los lugares lejanos y exóticos en los que jamás había estado. Recordaba que por entonces había suspirado de alivio porque ya no tendría que visitarlos nunca.

Y ahora estaba aquí.

Lo rodeaba la selva. No era una selva agradable, interesante ni abierta, como esas selvas por donde se columpiaban héroes vestidos con pieles de leopardo, sino una selva real y en serio, una selva que se elevaba en forma de bloques sólidos de color verde, llenos de espinas y de púas, una selva en la que todos y cada uno de los representantes del reino vegetal se habían remangado las cortezas y se habían enfrascado en la dura tarea de crecer más que todos sus competidores. El suelo apenas era suelo, sino un manto de plantas muertas y en plena transición al abono orgánico. Caía agua de hoja en hoja, los insectos zumbaban en el aire húmedo y atiborrado de esporas y había ese terrible silencio exhausto causado por los motores de la fotosíntesis funcionando a plena máquina. Cualquier héroe gritón que intentara columpiarse por aquel lugar acabaría como si hubiera intentado pasar a través de un cortador de judías.

—¿Cómo haces eso? —dijo Eric.

—Es cogerle el tranquillo —dijo Rincewind.

Eric sometió los prodigios de la naturaleza a una mirada somera y despectiva.

—Esto no parece un reino —se quejó—. Dijiste que podíamos ir a un reino. ¿A esto lo llamas un reino?

—Probablemente estamos en las selvas de Klatch —dijo Rincewind—. Están abarrotadas de reinos perdidos.

—¿Te refieres a misteriosas razas arcanas de princesas amazonas que someten a todos los prisioneros masculinos a extraños y agotadores ritos reproductores? —dijo Eric.

Las gafas se le empezaron a empañar.

—Ja, ja —dijo Rincewind fríamente—. Menuda imaginación tiene el chavalín.

—¡Comosellame, comosellame, comosellame! —graznó el loro.

—He leído sobre ellos —dijo Eric, mirando la vegetación—. Por supuesto, también poseo esos reinos —se quedó contemplando alguna fantasía privada—. Caray —dijo en tono voraz.

—Yo si fuera tú me concentraría en lo del tributo —dijo Rincewind, echando a andar por algo que podría ser un sendero.

Las flores de colores brillantes de un árbol cercano se giraron para verlo partir.

En las selvas de Klatch central hay ciertamente reinos perdidos de misteriosas princesas amazonas que capturan a los exploradores varones para que cumplan deberes específicamente masculinos. Se trata de deberes rigurosos y agotadores y las víctimas infortunadas no duran mucho.[8]

También hay mesetas escondidas donde retozan y juegan monstruosos reptiles de épocas remotas, además de tumbas de elefantes, minas perdidas de diamantes y extrañas ruinas decoradas con jeroglíficos cuya mera visión puede congelar hasta el corazón más valiente. En cualquier mapa razonable de la zona apenas queda sitio para los árboles.

Los pocos exploradores que han regresado vivos de allí han dejado una serie de pistas prácticas para quienes vengan detrás: 1) evitar en la medida de lo posible cualquier planta trepadora colgante que en un extremo tenga ojos saltones y lengua bífida; 2) no recoger ninguna planta trepadora a rayas naranjas y negras que esté aparentemente tirada en medio del camino, meneándose, porque a menudo tiene un tigre en el otro extremo, y 3) no ir.

«Si soy un demonio —pensó Rincewind vagamente—, ¿por qué todo me pica y me intenta poner la zancadilla? O sea, seguramente lo único que me puede hacer daño es una estaca de madera en el corazón, ¿no? ¿O era el ajo?»

Al final la selva desembocó en una zona muy amplia y despejada que se extendía hasta una cordillera lejana y azulada de volcanes. Al pie de los mismos la tierra formaba un mosaico de lagos y extensiones pantanosas, salpicados aquí y allá de enormes pirámides escalonadas, cada una de ellas coronada por un tenue penacho de humo que se elevaba en el aire matinal. El sendero selvático se convertía en una carretera estrecha pero adoquinada.

—¿Dónde estamos, demonio? —dijo Eric.

—Parece uno de los reinos tezumanos —dijo Rincewind—. Creo que su gobernante se llama Gran Muzuma.

—Es una princesa amazona, ¿verdad?

—Extraño, pero no. Te sorprendería cuántos reinos hay que no están dominados por princesas amazonas, Eric.

—De todos modos parece bastante primitivo. Un poco Edad de Piedra.

—Los sacerdotes tezumanos tienen un calendario muy sofisticado y un gran conocimiento de los cuerpos celestiales —citó Rincewind.

—Ah —dijo Eric—. De maravilla.

—No —dijo Rincewind en tono paciente—. Quiero decir estrellas y esas cosas.

—Oh.

—Te caerían bien. Por lo visto son unos matemáticos espléndidos.

—Ja —dijo Eric, parpadeando con solemnidad—. Como si tuvieran gran cosa que contar en una civilización tan atrasada como esta.

Rincewind se quedó mirando los carros de guerra que se les acercaban a toda prisa.

—Creo que normalmente cuentan víctimas —dijo.

El Imperio tezumano, situado en los valles selváticos del centro de Klatch, es conocido por sus huertas orgánicas, su exquisita artesanía de obsidiana, plumas y jade, y sus sacrificios humanos multitudinarios en honor de Quesoricóttatl, la Boa con Plumas, el dios de los sacrificios humanos multitudinarios. Tal como se decía, con Quesoricóttatl siempre sabías a qué atenerte. Generalmente te atenías a lo alto de una enorme pirámide escalonada en compañía de un montón de gente y de alguien con un elegante tocado de plumas que afilaba un exquisito cuchillo de obsidiana para usarlo personalmente contigo.

Los tezumanos eran célebres en el continente por ser la gente más pesimista, irritable y lúgubre hasta extremos suicidas que uno pudiera encontrarse, por razones que pronto quedarán claras. Lo del calendario también era cierto. Los tezumanos se habían dado cuenta mucho tiempo atrás de que todo estaba empeorando sin parar y, dado que tenían una mente terriblemente literal, habían desarrollado un complejo sistema para calcular cuánto empeoraba el mundo cada día.

En contra de lo que se creía, los tezumanos sí que inventaron la rueda. Lo que pasaba es que tenían unas ideas radicalmente distintas acerca de para qué servía.

Era el primer carro de guerra tirado por llamas que veía Rincewind. Y eso no era lo más raro que tenía. Lo más raro era que lo llevaban a cuestas cuatro tipos, que sostenían los extremos de los ejes y corrían detrás de los animales restallando los adoquines con las sandalias.

—¿Crees que me traen el tributo? —dijo Eric.

Lo único que parecía contener el carro que iba en cabeza, aparte de su conductor, era un hombre bajo y rechoncho, de forma básicamente cúbica, vestido con un atuendo de piel de puma y un tocado de plumas.

Los corredores se detuvieron jadeando y Rincewind vio que todos llevaban algo que probablemente podía describirse como una espada primitiva, hecha a base de unir fragmentos de obsidiana a una cachiporra de madera. No le parecieron menos letales que las espadas sofisticadas y extremadamente civilizadas. De hecho, parecían peores.

—¿Y bien? —dijo Eric.

—¿Y bien qué? —dijo Rincewind.

—Diles que me den mi tributo.

El gordo se apeó pesadamente, desfiló hasta Eric y, para gran sorpresa de Rincewind, se postró.

Rincewind sintió que unas garras le subían por la espalda hasta posársele en el hombro, donde una voz que sonaba como una lámina de metal al ser cortada por la mitad le dijo:

—Eso está mejor. Muy comosellame, cómodo. Si intentas derribarme, demonio, ya puedes ir diciendo comosellame, a tu oreja. Menuda sorpresa, ¿no? Parece que lo estaban esperando.

—¿Por qué dices comosellame todo el tiempo?

—Tengo un comosellame limitado. Un nosecuántos. Un destos. Ya sabes. Tiene palabras —dijo el loro.

—¿Diccionario? —dijo Rincewind. Los pasajeros del resto de carros se habían apeado y también estaban postrados ante Eric, que sonreía como un idiota.

El loro reflexionó sobre aquello.

—Sí, probablemente —dijo—.Te debo un comosellame —siguió diciendo—. Al principio me pareciste un poco comosellame, pero ahora parece que tienes la cabeza sobre las alas.

—¿Demonio? —dijo Eric con displicencia.

—¿Sí?

—¿Qué están diciendo? ¿Hablas su idioma?

—Esto… no —dijo Rincewind—. Pero sí que lo leo —dijo levantando la voz, mientras Eric se giraba—. Si pudieras indicarles por signos que lo escribieran…

Era cerca del mediodía. La selva que Rincewind tenía detrás estaba llena de criaturas chillando y farfullando. En torno a la cabeza le zumbaban mosquitos del tamaño de colibríes.

—Por supuesto —dijo, por décima vez—. Nunca se les ha ocurrido inventar el papel.

El picapedrero dio un paso atrás, le dio el último cincel de obsidiana despuntado a su ayudante y miró a Rincewind con cara de expectación.

Rincewind dio un paso atrás y examinó la piedra con expresión crítica.

—Es muy bueno —dijo—. Quiero decir que el parecido es notable. Te ha salido muy bien su peinado y tal. Por supuesto, normalmente él no es tan, ejem, cuadrado, pero sí, muy bueno. Y aquí está el carro y aquí las pirámides escalonadas. Sí. Bueno, parece que quieren que vayas con ellos a la ciudad —le dijo a Eric.

—Diles que sí —dijo Eric con firmeza.

Rincewind se giró hacia el jefe.

—Sí —dijo.

—¿[Figura-acuclillada-con-tocado-de-tres-plumas-encima-de-tres-puntos]?

Rincewind suspiró. Sin decir una palabra, el picapedrero le puso un cincel de piedra nuevo en las manos, levantó a pulso otra losa de granito y la colocó en posición.

Uno de los problemas de ser tezumano, aparte de tener un dios como Quesoricóttatl, era que si necesitabas pedir una botella extra de leche para mañana, probablemente tendrás que haber empezado a escribirle la nota al lechero hace un mes. Los tezumanos eran la única gente que se golpeaba a sí misma hasta morir con sus propias notas de suicidio.

Ya era media tarde cuando el carro de guerra entró al trote en la ciudad de piedra que rodeaba la pirámide más grande, por entre hileras de tezumanos vitoreando.

—Esto ya es más adecuado —dijo Eric, respondiendo elegantemente a los vítores—. Están encantados de vernos.

—Sí —dijo Rincewind en tono lúgubre—. Me pregunto por qué.

—Bueno, porque soy su nuevo soberano, claro.

—Hum. —Rincewind miró de reojo al loro, que llevaba un buen rato antinaturalmente callado y ahora estaba encogido de miedo contra su oreja como una vieja solterona en un club de striptease. Estaba cavilando muy en serio sobre aquellos exquisitos tocados de plumas.

—Hijos de puta comosellamen —graznó—. El primer comosellame que me ponga la mano encima es un comosellame con un dedo menos, va en serio.

—Algo falla en todo esto —dijo Rincewind.

—¿El qué? —dijo el loro.

—Todo.

—Te lo juro, una pluma fuera de sitio…

Rincewind no estaba acostumbrado a que la gente se alegrara de verlo. Era antinatural y no presagiaba nada bueno. Aquella gente no solamente estaba vitoreando, sino que también les tiraban flores y sombreros. Los sombreros estaban hechos de piedra, pero lo que contaba era la intención.

A Rincewind le parecieron unos sombreros bastante raros. No tenían coronilla. De hecho, eran simples discos con agujeros en medio.

La procesión subió al trote las amplias avenidas de la ciudad hasta un grupo de edificios situados al pie de la pirámide, donde los estaba esperando otro grupo de dignatarios cívicos.

Llevaban montones de joyas. Todas eran básicamente iguales. A un disco de piedra con un agujero en el medio se le pueden dar muchos usos, y los tezumanos los habían explorado todos salvo uno.

Más importantes resultaban, sin embargo, las cajas y más cajas de tesoros amontonadas delante de ellos. Llenas hasta arriba de joyas.

A Eric se le pusieron los ojos como platos.

—¡El tributo! —dijo.

Rincewind se rindió. Estaba funcionando de verdad. No sabía cómo ni sabía por qué, pero por lo menos estaba saliendo Bien. El sol poniente arrancó destellos de una docena de fortunas. Por supuesto que pertenecían a Eric, presumiblemente, pero tal vez también había bastante para él.

—Naturalmente —dijo en tono débil—. ¿Qué esperabas?

Y hubo banquetes, y largos discursos que Rincewind no entendió pero que iban puntuados por aplausos y asentimientos y reverencias en dirección a Eric. Y también largos recitales de música tezumana, que sonaba como si alguien se estuviera limpiando un orificio nasal particularmente difícil.

Rincewind dejó a Eric sentado orgullosamente en un trono a la luz de la fogata y deambuló desconsolado hacia la pirámide.

—Me estaba divirtiendo con el comosellame —dijo el loro en tono de reproche.

—No me puedo quedar quieto —dijo Rincewind—. Lo siento, pero es que a mí nunca me había pasado nada así. Todas las joyas y tal. Todo va según lo previsto. No está bien.

Levantó la vista hacia la fachada monstruosa de la escarpada pirámide, roja y parpadeante a la luz de las fogatas. Todos y cada uno de sus enormes bloques tenían grabados bajorrelieves de tezumanos haciéndoles cosas terriblemente imaginativas a sus enemigos. Aquello sugería que los tezumanos, fueran cuales fuesen sus excelentes cualidades, no se sentían tradicionalmente inclinados a dar la bienvenida a unos perfectos desconocidos y a colmarlos de joyas. El efecto general de toda aquella colección de grabados era muy artístico; lo horrible eran los detalles.

Mientras avanzaba a lo largo de la pared llegó a una puerta enorme, decorada con la representación artística de un grupo de prisioneros a los que parecía que les estaban haciendo un chequeo médico.[9]

La puerta daba a un túnel corto e iluminado con antorchas. Rincewind avanzó unos pasos, diciéndose a sí mismo que siempre podía salir corriendo, y llegó a un espacio de techo muy alto que ocupaba casi todo el interior de la pirámide.

Había más antorchas a lo largo de todas las paredes, que lo iluminaban todo bastante bien.

Lo cual no resultaba del todo agradable, porque lo que iluminaban básicamente era una estatua gigante de Quesoricóttatl, la Boa con Plumas.

Si uno tuviera que estar en una sala con aquella estatua, preferiría estar a oscuras.

O mejor pensado, tal vez no. Una opción mejor sería dejar aquella cosa en una sala a oscuras mientras tú sufrías insomnio a dos mil kilómetros de distancia, intentando olvidar su aspecto.

«No es más que una estatua —se dijo Rincewind—. No es real. Simplemente han usado la imaginación, eso es todo.»

—¿Qué comosellame es eso? —dijo el loro.

—Es su dios.

—¿Estás de coña?

—No, de verdad. Es Quesoricóttatl. Medio hombre, medio pollo, medio jaguar, medio serpiente, medio escorpión y medio loco.

El pico del loro se movió mientras calculaba todo aquello.

—Eso hace un comosellame total de tres maníacos homicidas —dijo.

—Viene a ser eso, sí —dijo la estatua.

—Por otro lado —dijo Rincewind al instante—, me parece tremendamente importante que la gente ejerza el derecho a tener sus propias religiones particulares, y ahora creo que ya nos íbamos, así que…

—Por favor, no me dejéis aquí —dijo la estatua—. Por favor, llevadme con vosotros.

—Podría ser complicado, podría ser complicado —dijo Rincewind a toda prisa, mientras retrocedía—. No es por mí, ya me entiendes, es que en el sitio del que vengo todo el mundo tiene un prejuicio racial contra la gente de diez metros de altura con colmillos, garras y collares de calaveras por todas partes. Creo que tendrías problemas de adaptación.

El loro le pellizcó la oreja.

—Viene de detrás de la estatua, tonto de los comosellamen —graznó.

Resultó que la voz salía de un agujero en el suelo. Una cara pálida y miope miró a Rincewind desde las profundidades del foso. Era una cara anciana y afable con una expresión ligeramente preocupada.

—¿Hola? —dijo Rincewind.

—No tienes ni idea de lo que es volver a oír una voz amistosa —dijo la cara, sonriente—. Si pudieras ayudarme a salir…

—¿Cómo dice? —dice Rincewind—. Es usted un prisionero, ¿verdad?

—Ay, eso me temo.

—No sé si debería ir por ahí rescatando prisioneros sin más —dijo Rincewind—. O sea, podría haber hecho usted cualquier cosa.

—Le aseguro que soy completamente inocente de cualquier crimen.

—Bueno, eso es lo que usted dice —dijo Rincewind en tono grave—. Pero si los tezumanos han juzgado…

—¡Comosellame, comosellame, comosellame! —le chilló el loro al oído mientras iba dándole brincos en el hombro—. ¿Qué pasa, es que no te enteras de nada? ¿De dónde sales? ¡Es un prisionero! ¡Un prisionero en un templo! ¡A los prisioneros que te encuentras en templos hay que rescatarlos! ¡Para eso están ahí, joder!

—No es verdad —le cortó Rincewind—. ¡No lo sabes! ¡Probablemente está ahí para que lo sacrifiquen! ¿No es así? —miró al prisionero en busca de confirmación.

La cara asintió.

—Ciertamente, tienes razón. Despellejado vivo, para más datos.

—¡Ahí lo tienes! —le dijo Rincewind al loro—. ¿Lo ves? ¡Es que te crees que lo sabes todo! ¡Está aquí para que lo despellejen vivo!

—Cada centímetro de mi piel será arrancado con el acompañamiento de un dolor exquisito —añadió el prisionero, solícito.

Rincewind hizo una pausa. Le pareció conocer el significado de la palabra «exquisito» y no creía que tuviera nada que ver con «dolor».

—¿Cómo? ¿Toda entera? —dijo.

—Ese parece ser el caso.

—Caray. Pero ¿qué ha hecho usted?

El prisionero suspiró.

—No te lo creerías nunca…

El Rey de los Demonios dejó que se oscureciera el espejo y tamborileó un momento con los dedos en el escritorio. Luego cogió un tubo de comunicación y sopló por él.

Al final una voz lejana dijo:

—¿Sí, jefe?

—¡Sí, señor! —dijo el Rey en tono cortante.

La voz lejana murmuró algo.

—¿Sí, SEÑOR? —añadió.

—¿Tenemos a un tal Quesoricóttatl trabajando aquí?

—Déjeme ver, jefe.—La voz se alejó y regresó—. Sí, jefe.

—¿Es un duque, conde, vizconde o barón? —dijo el Rey.

—No, jefe.

—¿Pues qué es?

Hubo un largo silencio al otro lado.

—¿Y bien? —dijo el Rey.

—Es un don nadie, jefe.

El Rey fulminó el tubo con la mirada. «Uno lo intenta —pensó—. Uno hace planes adecuados, intenta organizarse, intenta ayudar a la gente y esto es lo que consigue.»

—Que venga a verme —dijo.

Fuera, la música se elevó en un crescendo y se detuvo. Las fogatas crepitaban. Un millar de ojos brillantes observaban el acto desde las selvas lejanas.

El sumo sacerdote se puso de pie y pronunció un discurso. Eric sonreía como una calabaza. Una larga hilera de tezumanos trajo cestas llenas de joyas y se las fue colocando delante.

Luego el sumo sacerdote pronunció otro discurso. Y este pareció terminar con una pregunta.

—Vale —dijo Eric—. Muy bien. Que no decaiga. —Se rascó la oreja y dijo en tono tentativo—: Podéis tomaros todos media jornada de fiesta.

El sumo sacerdote repitió la pregunta, esta vez en tono ligeramente impaciente.

—Soy el elegido, sí —dijo Eric, en caso de que tuvieran alguna duda—. No os habéis equivocado, no.

El sumo sacerdote volvió a hablar. Esta vez el tono no tuvo nada de ligero.

—Vamos a repasar esto, ¿de acuerdo? —dijo el Rey de los Demonios. Y se reclinó en su trono—. Resulta que un día te encontraste a los tezumanos y decidiste, si no recuerdo mal tus palabras, que eran «una pandilla de matados en plena Edad de Piedra sentados al lado de un pantano sin molestar a nadie». ¿Me equivoco? Con lo cual entraste en la mente de uno de sus sumos sacerdotes (creo que por entonces adoraban a un palito), lo hiciste enloquecer e inspiraste a las tribus para que se unieran, aterrorizaran a sus vecinos y trajeran al continente una nueva nación dedicada al propósito de llevar a todos los hombres a la cima de una pirámide ceremonial y hacerlos a cachos con un cuchillo de piedra. —El Rey se acercó sus notas—. Ah, y que a algunos también había que despellejarlos vivos.

Quesoricóttatl meneó los pies, incómodo.

—Con lo cual —dijo el Rey— emprendieron de inmediato una larga guerra contra básicamente todo el resto del mundo, llevando la muerte y destrucción a miles de personas moderadamente inocentes, etecé, etecé. Pues mira, esto se tiene que acabar.

Quesoricóttatl se echó un poquito hacia atrás.

—No era más que, ya sabe, un hobby —dijo el diablo—. Se me ocurrió, ya sabe, que estaría bien, que era lo correcto, ¿no? La muerte, la destrucción, todo eso.

—Eso se te ocurrió, ¿verdad? —dijo el Rey—. ¿La muerte de miles de personas más o menos inocentes? Que se nos escapan de las manos así —chasqueó los dedos—. Directos a sus felices terrenos de caza o a donde sea que vayan. Ése es vuestro problema. No tenéis una visión general. O sea, mira a los tezumanos. Lúgubres, sin imaginación, obsesivos… A estas alturas ya podrían haber inventado toda una burocracia y un sistema de tasación que podría haber convertido las mentes del continente entero en escoria. En cambio, no son más que una pandilla de asesinos de segunda con hachas. Menudo desperdicio.

Quesoricóttatl se encogió de vergüenza. El Rey hizo girar el trono un poco de atrás hacia delante.

—Ahora quiero que bajes otra vez y les digas que lo sientes —dijo.

—¿Perdón?

—Diles que has cambiado de opinión. Que en realidad lo que querías que hicieran era esforzarse día y noche por mejorar las condiciones de vida de sus congéneres. No puede fallar.

—¿Qué? —dijo Quesoricóttatl, con expresión de tremendo recelo—. ¿Quiere que me manifieste ante ellos?

—Ya te han visto, ¿no? He visto la estatua que tienen, es muy realista.

—Bueno, sí. Me he aparecido en sueños y esas cosas —dijo el demonio en tono incierto.

—Pues muy bien. Ponte a ello.

Era obvio que a Quesoricóttatl le preocupaba algo.

—Ejem —dijo—. ¿Quiere que me materialice de verdad o algo así? ¿Que me presente realmente en aquel sitio?

—¡Sí!

—Oh.

El prisionero se quitó el polvo y le tendió una mano arrugada a Rincewind.

—Muchas gracias. Ponce Da Quirm —dijo.

—¿Cómo?

—Así me llamo.

—Ah.

—Es un nombre antiguo y orgulloso —dijo Da Quirm, buscando señales de burla en la mirada de Rincewind.

—Vale —dijo Rincewind secamente.

—Estábamos buscando la Fuente de la Eterna Juventud —continuó Da Quirm.

Rincewind lo miró de arriba abajo.

—¿Y hubo suerte? —preguntó por pura cortesía.

—No mucha, no.

Rincewind volvió a mirar el interior del foso.

—Ha dicho usted «estábamos» —dijo—. ¿Dónde están los demás?

—Han contraído la religión.

Rincewind levantó la vista y miró la estatua de Quesoricóttatl. No hacía falta ser muy imaginativo para imaginar qué clase de religión.

—Creo —dijo con cautela— que deberíamos irnos.

—Muy cierto —dijo el anciano—. Y deprisa. Antes de que aparezca el Soberano del Mundo.

Rincewind se quedó frío. «Ya empieza —pensó—. Ya sabía yo que iba a acabar mal, y ahora es cuando empieza. Debo de tener instinto para estas cosas.»

—¿Cómo sabes que va a pasar eso? —dijo.

—Oh, tienen una profecía. Bueno, no es exactamente una profecía, viene a ser más bien toda la historia del mundo, de principio a fin. Está escrita por toda esta pirámide —dijo Da Quirm jovialmente—. Y te lo aseguro, no me gustaría ser el Soberano. Tienen planes para él.

Eric se puso de pie.

—Ahora escuchadme —dijo—. No voy a aguantar esta actitud. Soy vuestro soberano, ya sabéis…

Rincewind se quedó mirando los bloques de piedra cercanos a la estatua. A los tezumanos les habían hecho falta dos pisos, veinte años y diez mil toneladas de granito para explicar lo que tenían intención de hacerle al Soberano del Mundo, pero el resultado era, bueno, muy gráfico. No le iba a quedar ninguna duda de que estaban molestos con él. Podría incluso llegar a la conclusión de que se sentían muy, pero que muy agraviados.

—Pero entonces ¿por qué le dan tantas joyas al principio? —dijo, señalando.

—Bueno, al fin y al cabo es el soberano —dijo Da Quirm—. Supongo que se merece un respeto.

Rincewind asintió. En aquello había cierta justicia. Si fueras una tribu que vivía en un pantano en medio de una selva, no tuvieras metales, te hubiera tocado cargar con un dios como Quesoricóttatl, y luego encontraras a alguien que afirmaba que estaba a cargo de todo, era bastante probable que quisieras pasar cierto tiempo explicándole lo increíblemente decepcionado que estabas. Los tezumanos nunca habían encontrado ninguna razón para ser sutiles en su trato con las deidades.

El grabado que representaba a Eric se le parecía mucho.

Su mirada siguió el relato hasta la siguiente pared.

Aquel bloque de piedra mostraba una representación muy realista de Rincewind. Con un loro en el hombro.

—Espera —dijo—. ¡Soy yo!

—Tendrías que ver lo que te hacen en el siguiente bloque —dijo el loro en tono petulante—. Te va a revolver el comosellame.

Rincewind miró el bloque. Le revolvió el comosellame.

—Vamos a irnos de aquí sin llamar la atención —dijo firmemente—. O sea, no vamos a pararnos a darles las gracias por la comida. Siempre podemos mandarles una carta más adelante. Ya sabe, para no ser maleducados.

—Un momento —dijo Da Quirm, mientras Rincewind le tiraba del brazo—. No me ha dado tiempo a leer todos los bloques. Quiero ver cómo va a terminar el mundo…

—No sé cómo va a terminar para el resto de la gente —dijo Rincewind con voz sombría, arrastrándolo por el túnel—. Pero sé cómo va a terminar para mí.

Salió a la luz matinal, lo cual estuvo bien. Su error fue ir a meterse dentro de un semicírculo de tezumanos. Armados con lanzas. Las lanzas tenían puntas de obsidiana exquisitamente talladas que, igual que sus espadas, no eran en absoluto tan sofisticadas como las ordinarias, toscas e inferiores armas de acero. Pero ¿acaso era mejor saber que te iban a ensartar con delicados ejemplos de origen genuinamente étnico en lugar de con viles objetos forjados por gente que ya no estaba en contacto con los ciclos de la naturaleza?

Probablemente no, decidió Rincewind.

—Yo siempre digo —dijo Da Quirm— que todo tiene su lado bueno.

Rincewind, atado a la losa de al lado, giró la cabeza con dificultad.

—¿Y cuál es ahora mismo, exactamente? —dijo.

Da Quirm contempló con los ojos entrecerrados los pantanos y las copas de los árboles de la selva.

—Bueno, para empezar desde aquí se ve un paisaje de primera.

—Ah, bien —dijo Rincewind—. ¿Sabes? Nunca lo habría mirado así. Tienes toda la razón. Es el típico paisaje que uno recuerda durante el resto de la vida, supongo. Tampoco es que vaya a ser una gran gesta mnemotécnica.

—No hace falta ponerse sarcástico. Solamente estaba haciendo un comentario.

—Quiero que venga mi mamá —dijo Eric desde la losa del medio.

—No pierdas el ánimo, chaval —dijo Da Quirm—. Por lo menos a ti te están sacrificando por algo que vale la pena. Yo solamente les sugerí que usaran las ruedas de pie, para que rodaran. Me temo que por aquí no están muy abiertos a las ideas nuevas. Con todo, nil desperandum. Donde hay vida hay esperanza.

Rincewind gruñó. Si había algo que no soportaba, era la gente que no tenía miedo a las puertas de la muerte. Aquello parecía tocar una fibra absolutamente sensible para él.

—De hecho —dijo Da Quirm—. Creo… —Se meció de un lado a otro a modo de experimento, tirando de las lianas que lo tenían atado—. Sí, creo que cuando liaron estas sogas… Sí, está claro que…

—¿Qué? ¿Qué? —dijo Rincewind.

—Sí, está claro —dijo Da Quirm—. No me cabe la menor duda. Lo hicieron con gran profesionalidad y tensándolas al máximo. No ceden ni un centímetro en ninguna dirección.

—Gracias —dijo Rincewind.

La cima plana de la pirámide truncada era de hecho bastante grande, con espacio de sobra para estatuas, sacerdotes, losas, canalones, cadenas de tallado de cuchillos y todas las demás cosas que los tezumanos necesitaban para el despliegue general de la religión. Delante de Rincewind había varios sacerdotes ocupados en salmodiar una larga lista de quejas sobre los pantanos, los mosquitos, la falta de menas de metal, los volcanes, el clima, la rapidez con que la obsidiana perdía el filo, los problemas de tener un dios como Quesoricóttatl, el hecho de que las ruedas nunca funcionaban bien por mucho que uno las pusiera planas en el suelo y las empujara, y otras cosas por el estilo.

Por lo general, las oraciones de la mayoría de las religiones alaban a los dioses implicados y les dan las gracias, ya sea por piedad religiosa en general o con la esperanza de que el dios o la diosa capte el mensaje y empiece a actuar de forma responsable. Los tezumanos, después de examinar a fondo su mundo y decidir sin rodeos que las cosas no iban a mejorar nunca, habían perfeccionado el arte de la queja monódica.

—Ya no pueden tardar mucho —dijo el loro, posado en lo alto de una estatua de uno de los dioses menores tezumanos.

Había llegado allí después de una compleja secuencia de acontecimientos que había implicado muchos graznidos, una nube de plumas y tres sacerdotes tezumanos con los pulgares terriblemente hinchados.

—El sumo sacerdote está llevando a cabo un comosellame en honor a Quesoricóttatl —comentó como de pasada—. Habéis atraído a un montón de público.

—Supongo que no podrías volar hasta aquí y romper las cuerdas con el pico, ¿verdad? —dijo Rincewind.

—Ni hablar.

—Ya me lo parecía.

—Pronto saldrá el sol —continuó el loro.

A Rincewind el comentario le sonó innecesariamente jovial.

—Voy a presentar una queja por esto, demonio —lloriqueó Eric—. Espera a que se entere mi madre. Mis padres son gente influyente, ¿sabes?

—Ah, bien —dijo Rincewind débilmente—. ¿Por qué no le dices al sumo sacerdote que si te arranca el corazón tu madre irá a quejarse mañana a la escuela?

Los sacerdotes tezumanos hicieron una reverencia hacia el sol y todas las miradas de la multitud que había más abajo se volvieron hacia la selva.

Donde estaba pasando algo. Se oyó un crujido de vegetación. De pronto surgió de entre los árboles una estampida de pájaros tropicales.

Por supuesto, Rincewind no podía ver nada de todo aquello.

—Nunca tendrías que haber deseado ser el soberano del mundo —dijo—. O sea, ¿qué te esperabas? No puedes esperar que la gente se alegre de verte. Nadie se alegra cuando viene el casero.

—¡Pero es que me van a matar!

—No es más que su forma de decir metafóricamente que están hartos de esperar que le des otra mano de pintura al edificio y revises las tuberías.

Un rugido colectivo se elevó de la selva. De entre la maleza salían animales en estampida como si escaparan de un incendio. Unos cuantos golpes sordos y pesados indicaron que estaban cayendo árboles.

Por fin un jaguar frenético salió corriendo de la maleza y echó a trotar por la carretera elevada. Lo seguía a un metro escaso el Equipaje.

Estaba cubierto de enredaderas, hojas y plumas de distintas especies raras de aves gallináceas, algunas de las cuales acababan de volverse todavía más raras. El jaguar podría haberlo eludido moviéndose en zigzag hacia un lado u otro, pero se lo impedía la idiotez pura que nacía del terror. Cometió el error de girar la cabeza para ver qué tenía detrás.

Y fue el último error que cometió.

—¿Sabes esa caja que va contigo? —dijo el loro.

—¿Qué pasa con ella? —dijo Rincewind.

—Pues que viene hacia aquí.

Los sacerdotes echaron un vistazo a la figura que corría muy por debajo de ellos. El Equipaje tenía una forma muy directa de tratar las cosas que se interponían entre él y el destino que se había marcado: actuaba como si no estuvieran ahí.

Fue en aquel momento, y contra todos sus instintos, cuando Quesoricóttatl, lleno de temor y, lo peor de todo, sin tener la menor idea de qué estaba pasando, decidió materializarse en lo alto de la pirámide.

Varios sacerdotes lo vieron. Y se les cayeron los cuchillos de los dedos.

—Esto… —chilló el demonio.

Se giraron más sacerdotes.

—Vale. Ahora quiero que todos me prestéis atención —chilló Quesoricóttatl, usando sus manitas diminutas como bocina en torno a su boca principal en un esfuerzo para que lo oyeran.

Aquello le resultaba muy embarazoso. Le había gustado ser el dios de los tezumanos, le había impresionado mucho la devoción obstinada con que aquella gente cumplía su deber, y le había complacido mucho el increíble realismo de la estatua que había en la pirámide. Y la verdad era que le dolía tener que revelar que, en cierto aspecto muy importante, la estatua estaba equivocada.

Quesoricóttatl medía quince centímetros de altura.

—Escuchadme —empezó a decir—. Esto es muy importante…

Por desgracia, nadie llegó nunca a descubrir por qué. En aquel preciso instante el Equipaje coronó la cima de la pirámide, con las piernas zumbando como hélices, y aterrizó directamente encima de las losas.

Se oyó un chillidito breve y deshinchado.

El mundo era curioso decía Da Quirm. No había más remedio que reírse. Si no, te volvías loco, ¿no era verdad? Estabas atado a una losa a punto de ser sometido a una tortura exquisita y un momento más tarde te estaban dando el desayuno, ropa limpia, una bañera de agua caliente y transporte gratuito hasta fuera del reino. Aquello te hacía creer que existía un dios. Por supuesto, los tezumanos sabían que existía un dios, y que en esos momentos era una mancha grasienta pequeña y asquerosa en lo alto de la pirámide. Lo cual les planteaba un pequeño problema.

El Equipaje estaba en cuclillas en la plaza mayor de la ciudad. Toda la casta sacerdotal estaba sentada a su alrededor y lo vigilaba con cautela, por si acaso hacía algo divertido o religioso.

—¿Vas a dejarlo atrás? —dijo Eric.

—No es tan sencillo —dijo Rincewind—. Por lo general me suele pillar más tarde. Vayámonos deprisa.

—Pero recogemos el tributo, ¿no?

—Creo que esa podría ser una idea espectacularmente mala —dijo Rincewind—. Vayámonos sin llamar la atención mientras están de buen humor. Pronto se cansarán de la novedad, me temo.

—Y yo tengo que continuar buscando la Fuente de la Eterna Juventud —dijo Da Quirm.

—Ah, sí —dijo Rincewind.

—Le he dedicado toda la vida, ¿sabes? —dijo el anciano con orgullo.

Rincewind lo miró de arriba abajo.

—¿De verdad? —dijo.

—Oh, sí. En exclusiva. Desde que era un chaval.

La expresión de Rincewind transmitía un asombro genuino.

—En ese caso —empezó a decir, tal como uno habla con un niño—. ¿No habría sido mejor, ya sabe usted, más sensato… que usted simplemente continuara con…?

—¿Qué? —dijo Da Quirm.

—Oh, no importa —dijo Rincewind—. Le diré qué podemos hacer —añadió—. Creo que para evitar que se aburra usted, ya sabe, tenemos que regalarle este maravilloso loro parlante —lo agarró a toda prisa, manteniendo los pulgares resueltamente apartados del peligro—. Es un ave selvática —dijo—. Sería una crueldad someterlo a la vida de la ciudad, ¿no?

—¡Nací en una jaula, pedazo de comosellame de atar! —gritó el loro.

Rincewind le pegó la nariz al pico.

—Es eso o la hora del fricasé —dijo.

El loro abrió el pico para morderle la nariz, pero le vio la expresión de la cara y se echó atrás.

—Lorito boniiito —consiguió decir, y luego añadió, sotto voce—: Comosellamecomosellamecomosellame.

—Un pajarito adorable —dijo Da Quirm—. Yo lo cuidaré bien.

—Comosellamecomosellame.

Llegaron a la selva. Unos minutos más tarde el Equipaje trotó tras ellos.

Era mediodía en el reino de Tezuma.

Del interior de la pirámide principal salía el ruido de gente desmontando una estatua gigante.

Los sacerdotes estaban sentados con expresiones meditabundas. En ocasiones uno de ellos se levantaba y pronunciaba un discurso breve.

Era evidente que estaban dejando algunas cosas muy claras. Por ejemplo, el hecho de que la economía del reino se basaba en una industria boyante de cuchillos de obsidiana, o el hecho de que los reinos vecinos esclavizados habían llegado a confiar en la mano dura de un gobierno firme y por cierto también en los tajos, rajas y destripamientos de un gobierno firme, y asimismo en el terrible destino que aguardaba a quienes vivían sin dioses. La gente sin dioses era capaz de cualquier cosa, de volverse contra las antiguas y sanas tradiciones del ahorro y del sacrificio ajeno que habían convertido el reino en lo que era hoy. O incluso capaces de empezar a preguntarse para qué, si no tenían dioses, necesitaban a tantos sacerdotes. Cualquier cosa.

Lo dejó muy claro Muzuma, el sumo sacerdote, cuando dijo: «[Figura-aplastada-con-la-nariz-rota, garra de jaguar, tres plumas, oso hormiguero espinoso estilizado]».

Al cabo de un rato hubo una votación.

Para el atardecer, los picapedreros mayores del reino ya estaban trabajando en una estatua nueva.

Era básicamente oblonga y tenía muchas piernas.

El Rey de los Demonios tamborileó con los dedos sobre su escritorio. No es que estuviera infeliz por el destino de Quesoricóttatl, que ahora tendría que pasar varios siglos en uno de los infiernos inferiores hasta que le creciera un cuerpo nuevo. Le estaba bien empleado a aquel diablillo horrendo. Y tampoco era la amplia serie de acontecimientos de la pirámide. Al fin y al cabo, la base misma del negocio de los deseos era encargarse de que lo que el cliente obtuviera fuera exactamente lo que había pedido y exactamente lo que no le convenía.

Era solamente que no le parecía tener el control de las cosas.

Lo cual, por supuesto, era ridículo. Si las cosas llegaran a ponerse muy bien siempre podía materializarse y solucionarlas en persona. Pero le gustaba que la gente creyera que todas las cosas malas que les pasaban no eran más que obra del destino. Era una de las pocas cosas que lo animaban.

Se volvió hacia el espejo. Al cabo de un rato tuvo que ajustar el control temporal.

Estaban en las selvas asfixiantes y húmedas de Klatch y de pronto…

—Pensaba que íbamos a volver a mi habitación —se quejó Eric.

—Yo también lo pensaba —dijo Rincewind, gritando para hacerse oír por encima del estruendo.

—Vuelve a chasquear los dedos, demonio.

—¡Ni en sueños! ¡Hay sitios mucho peores que este!

—Pero está oscuro y hace mucho calor.

Rincewind tuvo que admitir aquello. También se movía todo y había mucho ruido. Cuando se le acostumbraron los ojos a la negrura, distinguió unos pocos puntos luminosos aquí y allí, cuyo tenue resplandor sugería que estaban dentro de algo parecido a un barco. Todo producía una sensación nítida como de carpintería, y el olor a virutas de madera y a cola era muy fuerte. Si era un barco, entonces lo estaban lanzando al mar usando una pasarela increíblemente larga y engrasada con rocas.

Una sacudida lo arrojó violentamente contra un mamparo.

—Tengo que decir —se quejó Eric— que si es aquí donde vive la mujer más hermosa del mundo no me impresiona mucho su gusto para las buduá. Lo normal es que hubiera puesto unos cojincitos o algo.

—¿Buduá? —dijo Rincewind.

—Tiene que tener una —dijo Eric con aire petulante—. He leído sobre ellas. Es donde se reclinan.

—Dime una cosa —dijo Rincewind—. ¿Alguna vez has sentido la necesidad de darte una ducha fría y echar una carrera rápida por la pista deportiva?

—Nunca.

—Pues a lo mejor te valdría la pena.

El estruendo paró de pronto.

Hubo un ruido metálico lejano, como el que podría hacer un par de puertas enormes al cerrarse. A Rincewind le pareció oír unas voces alejándose y una risita. No era una risita particularmente agradable, sino más bien maliciosa, y no auguraba nada bueno para alguien. Rincewind tenía una idea bastante clara de quién era ese alguien.

Dejó de preguntarse cómo había llegado hasta allí, estuviera donde estuviese. Fuerzas malignas, esa era la respuesta más probable. Por lo menos en aquel momento no le estaba pasando nada especialmente horrible. Probablemente sólo era cuestión de tiempo.

Palpó un poco hasta que sus dedos encontraron lo que resultó ser, tras una inspección bajo la luz del agujerito más cercano de la madera, una escalerilla de cuerda. Tanteos ulteriores en un extremo del casco, o de lo que fuera, lo pusieron en contacto con una trampilla pequeña y redonda. Cerrada con cerrojo por dentro.

Volvió gateando hasta Eric.

—Hay una puerta —susurró.

—¿Adónde va?

—Creo que no se mueve —dijo Rincewind.

—¡Descubre adónde lleva, demonio!

—Podría ser una mala idea —dijo Rincewind con cautela.

—¡Hazlo!

Rincewind gateó con expresión sombría hasta la trampilla y agarró el cerrojo.

La trampilla se abrió con un crujido.

Abajo —pero muy abajo— había adoquines húmedos, sobre los cuales la brisa arrastraba unas volutas de niebla matinal. Con un pequeño suspiro, Rincewind desenrolló la escalerilla.

Dos minutos más tarde estaban en la penumbra de lo que parecía ser una plaza de gran tamaño. A través de la niebla se entreveían unos cuantos edificios.

—¿Dónde estamos? —dijo Eric.

—Que me registren.

—¿No lo sabes?

—Ni idea —dijo Rincewind.

Eric miró con expresión torva la arquitectura envuelta en neblina.

—Menudas posibilidades tenemos de encontrar a la mujer más hermosa del mundo en este vertedero —dijo.

A Rincewind se le ocurrió ver de dónde acababan de descolgarse. Miró hacia arriba.

Por encima de ellos —pero muy por encima— y apoyado en cuatro patas gigantescas, colocadas sobre una plataforma rodante, había lo que sin lugar a dudas era un caballo enorme de madera. O para ser más precisos, el trasero de un caballo enorme de madera.

El que lo construyó podría haber puesto la trampilla de salida en un lugar más digno, pero por razones humorísticas propias al parecer había decidido no hacerlo.

—Ejem —dijo Rincewind.

Alguien tosió.

Él bajó la vista.

La neblina empezó a evaporarse y reveló un círculo amplio formado de hombres armados, muchos de ellos sonrientes y todos ellos armados con unas lanzas largas producidas en serie y carentes de espíritu pero por encima de todo muy afiladas.

—Ah —dijo Rincewind.

Volvió a mirar la trampilla. Aquello lo decía todo, realmente.

—Lo único que no entiendo —dijo el capitán de la guardia— es: ¿por qué sois dos? Esperábamos un centenar quizá.

Se reclinó en su taburete, con el enorme casco con plumas en el regazo y una sonrisa satisfecha en la cara.

—¡Honestamente, efebios! —dijo—. ¡Esto sí que es la monda! ¡Debéis pensar que nacimos ayer! Os pasáis toda la noche serrando y dando martillazos y luego aparece un caballo de madera asín de grande delante de las puertas, y digo yo, anda que no tiene gracia, un caballo asín de grande con respiraderos. Ésa es la clase de detalles en que me fijo. Respiraderos. Asín que reúno a todos los chavales y salimos todos supertemprano y lo metemos por las puertas, tal como se espera de nosotros, y luego nos quedamos calladitos, asín, alrededor, esperando a ver qué escupe. Por decirlo de alguna manera. Pero —acercó la cara sin afeitar a Rincewind— tienes una oportunidad, ¿sabes? Asiento de arriba o asiento de abajo, de ti depende. Solamente tengo que dar la orden. El disco está en vuestro tejado.[10]

—¿Qué asiento? —dijo Rincewind, retrocediendo ante la ráfaga de aliento a ajo.

—En los trirremes de guerra —dijo el sargento con alegría—. Tres asientos, uno encima del otro, ¿lo pillas? Tri-rre-mes. Te pasas años encadenado a los remos, ¿lo pillas? Y todo depende de si estás en el asiento de arriba, donde pasa aire fresco y todo eso, o si estás en el asiento de abajo, donde —sonrió— no pasa. Así que de vosotros depende, chavales. Cooperad y solamente tendréis que preocuparos de las gaviotas. A ver. ¿Por qué solamente sois dos?

Volvió a echar el cuerpo hacia atrás.

—Perdone —dijo Eric—. ¿No estaremos quizá en Tsort?

—No te estarás intentando pitorrear de mí, ¿verdad, chavalín? Porque hay una cosa que se llama quintirremes, ¿lo pillas? Y eso no te iba a gustar pero nada.

—No, señor —dijo Eric—. Con su permiso, señor, solamente soy un pobre chico a quien han echado a perder las malas compañías.

—Ah, gracias —dijo Rincewind amargamente—. Fue por accidente que dibujaste un montón de círculos ocultos, ¿verdad? Y…

—¡Sargento, sargento! —Un soldado entró en estampida en la sala de la guardia.

El sargento levantó la vista.

—¡Hay otra cosa de esas, sargento! ¡Esta vez justo delante de las puertas!

El sargento miró a Rincewind con una sonrisa triunfal.

—Ah, conque esas tenemos, ¿eh? —dijo—. Solamente sois la avanzadilla, que ha venido a abrir las puertas o lo que sea. De acuerdo. Pues nos vamos a solucionar lo de vuestros amigos y volvemos enseguida. —Señaló a los prisioneros—. Tú quédate aquí. Si se mueven, hazles algo horrible.

Rincewind y Eric se quedaron solos con el guardia.

—Sabes lo que has hecho, ¿no? —dijo Eric—. ¡Nos has llevado atrás en el tiempo hasta las Guerras Tsorteanas! ¡Miles de años! ¡Lo dimos en la escuela, el caballo de madera, todo! Resulta que los efebios secuestraron a la hermosa Elenor, o tal vez era que se la robaron a los efebios, y hubo un asedio para recuperarla y todo. —Hizo una pausa—. Eh, eso quiere decir que la voy a conocer. —Hizo otra pausa—. ¡Uau!

Rincewind examinó la sala. No parecía antigua, pero es que tampoco podía parecerlo porque todavía no lo era. Cualquier lugar del tiempo era ahora, si estabas allí, o mejor dicho entonces. Intentó recordar lo poco que sabía de historia clásica, pero no se acordaba más que de una confusión de batallas, gigantes con un solo ojo y mujeres haciendo zarpar miles de naves con sus rostros.

—¿No lo entiendes? —dijo Eric, con las gafas resplandecientes—. ¡Deben de haber entrado el caballo antes de que los soldados se escondieran dentro! ¡Sabemos lo que va a pasar! ¡Podemos ganar una fortuna!

—¿Exactamente cómo?

—Bueno… —el chico vaciló—. Podríamos apostar a los caballos, algo de eso.

—Una gran idea —dijo Rincewind. —Sí, y…

—Lo único que tenemos que hacer es escapar y luego averiguar si aquí hay carreras de caballos y luego esforzarnos al máximo por recordar los nombres de los caballos que ganaron carreras en Tsort hace miles de años.

Volvieron a mirar al suelo con expresión abatida. Era lo malo de los viajes por el tiempo. Que a uno nunca lo pillaban preparado. Su única esperanza ahora, decidió Rincewind, era encontrar la Fuente de la Eterna Juventud de Da Quirm, conseguir mantenerse vivo unos cuantos miles de años y estar listo para matar a su propio abuelo, que era el único aspecto de los viajes por el tiempo que alguna vez le había atraído. Siempre había pensado que sus antepasados se lo habían ganado de sobra.

Era curioso, sin embargo. Se acordaba del famoso caballo de madera, que había sido usado para infiltrarse en la ciudad fortificada. No recordaba nada de que hubiera dos. El siguiente pensamiento que se le ocurrió tenía algo de inevitable.

—Perdone —le dijo al guardia—. Esto, esa otra cosa de madera que hay fuera de las puertas… Supongo que no es un caballo, ¿verdad?

—Bueno, vosotros debéis de saberlo, ¿no? —dijo el guardia—. Sois espías.

—Apuesto a que es como más oblongo y más pequeño —dijo Rincewind, con una cara que era el vivo retrato de la curiosidad inocente.

—Apuestas bien. Sois unos cabrones sin imaginación, ¿verdad?

—Ya veo —Rincewind juntó las manos sobre el regazo.

—Intentad escapar —dijo el guardia—. Venga, intentad escapar y veréis qué os pasa.

—Supongo que vuestros colegas lo traerán a la ciudad —continuó Rincewind.

—Es posible —admitió el guardia.

Eric soltó una risita.

El guardia había empezado a darse cuenta de que se oían muchos gritos a lo lejos. Alguien intentó hacer sonar una corneta, pero las notas se convirtieron en un gorgoteo y murieron al cabo de un par de compases.

—Parece que hay una buena pelea ahí fuera, por lo que se oye —dijo Rincewind—. La gente está luciendo el palmito, haciendo gestas heroicas, siendo vistos por sus superiores, esas cosas. Y tú estás aquí dentro con nosotros.

—Tengo que mantenerme en mi puesto —dijo el guardia.

—Ésa es exactamente la actitud correcta —dijo Rincewind—. No importa quién haya ahí fuera luchando con valentía por defender su ciudad y a sus mujeres del enemigo. Tú te quedas aquí y nos vigilas. Ése es el espíritu. Probablemente te hagan una estatua en la plaza de la ciudad, si es que queda plaza. «Cumplió con su deber», escribirán en la placa.

El soldado pareció reflexionar sobre aquello y mientras estaba pensando se oyó un crujido terrible de astillas procedente de las puertas.

—Mirad —dijo a la desesperada—. Si me asomo ahí fuera solamente un momentito…

—Por nosotros no te preocupes —le animó Rincewind—. Si ni siquiera vamos armados.

—Claro —dijo el soldado—. Gracias.

Sonrió a Rincewind con expresión preocupada y salió corriendo en dirección al estruendo. Eric miró a Rincewind con algo parecido a la admiración.

—Eso ha sido bastante asombroso —dijo.

—Ese chaval va a llegar muy alto —dijo Rincewind—. Un pensador militar sólido como he visto pocos. Vamos. Escapemos lejos.

—¿Adónde?

Rincewind suspiró. Había intentado dejar clara su filosofía básica una y otra vez, pero la gente nunca captaba el mensaje.

—No te preocupes por el adónde —dijo—. Te digo por experiencia que eso siempre se soluciona solo. La palabra importante es lejos.

El capitán asomó la cabeza con cautela por encima de la barricada y gruñó.

—No es más que un baúl, sargento —dijo en tono cortante—. ¿No ve que dentro no pueden caber más que un hombre o dos?

—Disculpe, señor —dijo el sargento, con la cara de un hombre cuyo mundo ha cambiado mucho en escasos minutos—. Por lo menos caben cuatro, señor. El cabo Desuso y su pelotón, señor. Los mandé a abrirlo, señor.

—¿Está borracho, sargento?

—Todavía no, señor —dijo el sargento, apasionadamente.

—Los baúles no se comen a la gente, sargento.

—Después se ha enfadado, señor. Ya ve lo que le ha hecho a las puertas.

El capitán volvió a mirar por encima de la madera rota.

—Supongo que le han salido piernas y ha venido andando, ¿no? —dijo con sarcasmo.

El sargento sonrió de alivio. Por fin parecían estar en la misma sintonía.

—Lo ha adivinado a la primera, señor —dijo—. Piernas. El cabrón tiene cientos de piernecitas, señor.

El capitán lo fulminó con la mirada. El sargento puso la cara de póquer que se ha ido transmitiendo de oficial sin mando a oficial sin mando desde que un protoanfibio le dijo a otro protoanfibio de rango inferior que reuniera a un pelotón de tritones y Tomara Esa Playa. El capitán tenía dieciocho años y acababa de salir de la academia, donde se había graduado con honores en asignaturas como Táctica Clásica, Odas De Despedida y Gramática Militar. El sargento tenía cincuenta y cinco años y en lugar de educación lo que había tenido era cuarenta años de atacar o ser atacado por arpías, humanos, cíclopes, furias y cosas terribles con patas. Se sentía avasallado.

—Bueno, voy a tener que ir a mirar, sargento…

—No es un buen plan, señor, si me permite…

—… Y después de que lo haya mirado, sargento, va a haber problemas.

El sargento le hizo el saludo militar.

—Será como usted diga, señor —predijo.

El capitán soltó un soplido de burla y pasó por encima de la barricada hacia el baúl que estaba sentado, callado e inmóvil, en medio del círculo de devastación que acababa de causar. El sargento, entretanto, fue a sentarse detrás de la pared de madera más recia que pudo encontrar y, con gesto firme, se caló el casco encima de los oídos.

Rincewind caminaba con sigilo por las calles de la ciudad, seguido de cerca por Eric.

—¿Vamos a encontrar a Elenor? —dijo el chico.

—No —dijo Rincewind con firmeza—. Lo que vamos a hacer es buscar otra salida. Y cuando la encontremos saldremos por ella.

—¡No es justo!

—¡Elenor es varios miles de años mayor que tú! Quiero decir, el atractivo de la mujer madura y todo eso, vale, pero no funcionaría nunca.

—Te ordeno que me lleves con ella —gimoteó Eric—. ¡Vade retro!

Rincewind se detuvo tan en seco que Eric chocó con él.

—Escucha —dijo—. Estamos en medio de la guerra más célebremente necia que ha habido nunca, en cualquier momento miles de guerreros se van a enzarzar en combate mortal y tú quieres que yo te encuentre a esa hembra sobrevalorada y le diga que mi amigo le pregunta si quiere salir con él. Pues no lo voy a hacer.

Rincewind avanzó con sigilo hasta otra puerta que había en la muralla de la ciudad. Era más pequeña que las puertas principales, no estaba vigilada por guardias y tenía una portezuela. Abrió los cerrojos.

—Esto no tiene nada que ver con nosotros —dijo—. Ni siquiera hemos nacido todavía, no tenemos edad para luchar, no es cosa nuestra y no vamos a hacer nada más para trastornar el rumbo de la historia, ¿de acuerdo?

Abrió la puerta, lo cual le ahorró cierto esfuerzo al ejército efebio. Estaban a punto de llamar.

El estruendo de la batalla se prolongó todo el día. Los historiadores que escribirían más tarde las crónicas de aquella guerra se explayarían sobre las mujeres hermosas que se raptaron, las flotas que se reunieron, los animales de madera que se construyeron y los héroes que combatieron entre ellos, pero se olvidarían por completo de mencionar el papel de Rincewind, Eric y el Equipaje. Los efebios, sin embargo, sí se dieron cuenta de lo deprisa que los soldados tsorteanos corrían hacia ellos… no tan ansiosos por entrar en batalla como por alejarse de alguna otra cosa.

Los historiadores tampoco registrarían otro dato interesante sobre la guerra antigua en Klatch, que era que se encontraba todavía en una fase muy primitiva y solamente tenía lugar entre soldados, sin abrirse al público en general. Básicamente todo el mundo sabía que un bando u otro iba a ganar, que a unos cuantos generales desafortunados les iban a cortar la cabeza, que a los ganadores les iban a pagar grandes cantidades de dinero a modo de tributo, que todo el mundo estaría en su casa a tiempo para la cosecha y que aquella mujer de las narices tendría que aclararse y decidir en qué bando estaba, la muy fresca.

Así que la vida en las calles de Tsort mantuvo más o menos la normalidad. Los ciudadanos daban un rodeo en torno a los grupos ocasionales de combatientes o bien intentaban venderles un kebab. Varios de los ciudadanos más emprendedores empezaron a desmantelar el caballo de madera para venderlo en forma de souvenirs.

Rincewind no intentaba entenderlo. Se sentó en la terraza de un café y observó una batalla apasionada que tenía lugar entre los tenderetes del mercado, de forma que entre los gritos de «¡Aceitunas maduras!» se oían los alaridos de los heridos y las advertencias del tipo: «Apártense un poco, por favor, que pasa una melée».

No resultaba fácil ver a los soldados disculparse cuando chocaban con los clientes. Aunque todavía era más duro conseguir que el dueño del café aceptara una moneda con el busto de alguien cuyo tataratatarabuelo aún no había nacido. Por suerte, Rincewind pudo convencer al hombre de que el futuro era otro país.

—Y una limonada para el chico —añadió.

—Mis padres me dejan beber vino —dijo Eric—. Me dejan beber un vaso.

—Seguro que sí —dijo Rincewind.

El dueño frotó con diligencia la mesa, extendiendo la suciedad y el retsina derramado en forma de fino barniz.

—Habéis venido por la pelea, ¿eh? —dijo.

—En cierta manera —dijo Rincewind en tono cauteloso.

—Yo que vosotros no me dejaría ver mucho —dijo el dueño—. Dicen que ha sido un civil quien ha dejado entrar a los efebios… no es que tenga nada contra los efebios, ¿eh? Me parecen muy buena gente —añadió a toda prisa, mientras pasaba a su lado un grupo de soldados—. Dicen que ha sido un forastero. Eso es trampa, no vale usar a los civiles. Ya hay gente buscándolo para pedirle explicaciones —hizo el gesto de dar un tajo.

Rincewind se le quedó mirando la mano como si estuviera hipnotizado.

Eric abrió la boca. Eric soltó un chillido y se agarró la espinilla.

—¿Tienen una descripción? —dijo Rincewind.

—Creo que no.

—Bueno, pues les deseo mucha suerte —dijo Rincewind, en tono mucho más jovial.

—¿Qué le pasa al chico?

—Tiene un calambre.

Cuando el hombre regresó detrás de su mostrador, Eric dijo entre dientes:

—¡No hacía falta que me dieras una patada!

—Tienes bastante razón. Ha sido un acto totalmente voluntario por mi parte.

Alguien le puso una manaza enorme en el hombro a Rincewind. Rincewind se giró y levantó la vista hasta la cara de un centurión efebio. Un soldado a su lado dijo:

—Es este, sargento. Me apuesto la sal de un año entero.

—¿Quién lo habría pensado? —dijo el sargento. Y sonrió a Rincewind con expresión malvada—. Ya te estás levantando, coleguita. El jefe quiere tener una charla contigo.

Hay quien habla de Alejandro, hay quien habla de Hércules, de Héctor y Lisandro y de otros nombres igualmente ilustres. De hecho, a lo largo de la historia del multiverso la gente ha alabado a todos y cada uno de los espadachines de orejas melladas (por lo menos mientras los tenían al lado) siguiendo el criterio de que así era mucho más seguro. Tiene gracia que la gente siempre haya respetado a la clase de comandante a quien se le ocurren estrategias del tipo «Quiero que os reunáis cincuenta mil y os lancéis contra el enemigo», mientras que a los comandantes más reflexivos que dicen cosas del tipo «¿Por qué no construimos un maldito caballo de madera enorme y nos colamos por la puerta trasera mientras todos están rodeando el caballo y esperando a que salgamos de dentro?» se los considera solamente un escalón por encima de los cazurros comunes y no el tipo de persona a quien prestarías dinero.

Esto se debe a que la mayor parte de comandantes del primer tipo son hombres valientes, mientras que los cobardes son mucho mejores estrategas.

Llevaron a rastras a Rincewind ante los líderes efebios, que habían establecido un puesto de mando en la plaza mayor de la ciudad para poder supervisar el asalto a la ciudadela central. Ésta se levantaba imponente sobre la ciudad en lo alto de su vertiginosa colina. Los asaltantes no se acercaban demasiado, sin embargo, porque los defensores estaban tirando rocas.

Cuando Rincewind llegó estaban discutiendo la estrategia a seguir. El consenso parecía ser que si se enviaban muchos, muchos hombres al asalto de la montaña, tal vez un número suficiente podría sobrevivir a las rocas para tomar la ciudadela. Ésta es en esencia la base de todo pensamiento militar.

Varios de los caciques de atuendos más espectaculares levantaron la vista al acercarse Rincewind y Eric, les echaron un vistazo que sugería que los gusanos eran más interesantes y se volvieron a girar. La única persona que parecía contento de verlos…

No parecía un soldado en absoluto. Llevaba la coraza de rigor, deslustrada, y un yelmo que daba la impresión de que su penacho se había usado para pintar paredes, pero estaba flaco y tenía tanta pose de militar como una comadreja. Su cara tenía algo familiar, sin embargo. A Rincewind le pareció bastante apuesto.

«Contento de verlos» no es más que una descripción comparativa. Fue el único que dio muestras de percibir su existencia.

Estaba repantigado en una silla y dándole de comer bocadillos al Equipaje.

—Ah, hola —dijo en tono lúgubre—. Sois vosotros.

Fue asombroso cuánta información podía embutirse en un par de palabras. Para conseguir el mismo efecto, el hombre podría haber dicho: Ha sido una noche muy larga, estoy teniendo que organizarlo todo, desde la construcción del caballo de madera hasta la lista de la lavandería, estos idiotas son tan útiles como un martillo de goma, yo en realidad ni siquiera quería venir y encima de todo esto ahora estáis vosotros. Hola, vosotros.

Señaló el Equipaje, que abrió la tapa en gesto expectante.

—¿Esto es vuestro? —dijo.

—Más o menos —dijo Rincewind cautelosamente—. No tengo bastante dinero para pagar por nada de lo que haya hecho, cuidado.

—Es un trastito curioso, ¿verdad? —dijo el soldado—. Cuando lo encontramos tenía arrinconados a cincuenta tsorteanos. ¿Por qué creéis que lo hacía?

Rincewind pensó a toda prisa.

—Tiene una capacidad asombrosa para saber cuándo la gente tiene intención de hacerme daño —dijo.

Miró al Equipaje igual que alguien podría mirar a una mascota taimada, con mal genio y reprobable en general que, después de pasarse años mordiendo a las visitas, rueda sobre su espalda roñosa e interpreta el Perrito Adorable para impresionar a los alguaciles.

—¿Sí? —dijo el hombre, no muy sorprendido—. Es mágico, ¿no?

—Sí.

—Tiene que ver con la madera, ¿no?

—Sí.

—Pues menos mal que no construimos el puto caballo con esa madera.

—Sí.

—Os metisteis dentro usando magia, ¿no?

—Sí.

—Ya me parecía. —Le tiró otro bocadillo al Equipaje—. ¿De dónde venís?

Rincewind decidió ser honesto.

—Del futuro —dijo.

Aquello no tuvo el efecto esperado. El hombre se limitó a asentir.

—Ah —dijo, y luego—: ¿Ganamos la guerra?

—Sí.

—Ah. Supongo que no recordaréis los resultados de ninguna carrera de caballos —dijo el hombre sin demasiada esperanza.

—No.

—Ya me parecía que no. ¿Por qué nos abristeis la puerta?

A Rincewind se le ocurrió que contestar que era porque siempre había sido un ferviente admirador de la causa efebia no sería, por extraño que parezca, lo mejor que podía hacer. Decidió probar con la verdad otra vez. Era un método nuevo y valía la pena experimentar con él.

—Estaba buscando una salida —dijo.

—Para escaparte.

—Sí.

—Bien pensado. La única opción sensata dadas las circunstancias. —Vio a Eric, que estaba mirando a los demás capitanes apiñados alrededor de su mesa en plena discusión.

—Tú, chaval —dijo—. ¿Quieres ser soldado de mayor?

—No, señor.

El hombre se alegró un poco.

—Así se habla —dijo.

—Quiero ser eunuco, señor —añadió Eric.

Rincewind giró la cabeza como si alguien le tirara de ella.

—¿Por qué? —preguntó, y entonces pronunció la respuesta obvia al mismo tiempo que Eric—. Porque uno puede trabajar todo el día en un harén —dijeron lentamente y al unísono.

El capitán tosió.

—No serás el maestro de este chico, ¿verdad? —dijo.

—No.

—¿Crees que alguien le ha explicado…?

—No.

—Tal vez sería buena idea que uno de los centuriones tuviera una charla con él. Te asombraría el dominio del idioma que tienen esos tipos.

—Supongo que no le iría nada mal —dijo Rincewind.

El soldado cogió su yelmo, suspiró, asintió mirando al sargento y se alisó con la mano las arrugas de la capa. Era una capa mugrienta.

—Creo que se supone que te tengo que echar la bronca —dijo.

—¿Por qué?

—Por estropearnos la guerra, parece ser.

—¿Estropearos la guerra?

El soldado suspiró.

—Vamos. Demos un paseo. Sargento, usted y un par de los muchachos, por favor…

Una roca pasó silbando procedente del fuerte que había por encima de sus cabezas y se hizo trizas.

—Ahí arriba pueden aguantar durante semanas, los cabrones —dijo el soldado con voz sombría, mientras se alejaban con el Equipaje trotando pacientemente tras ellos—. Me llamo Laveolo. ¿Quiénes sois vosotros?

—Él es mi demonio —dijo Eric.

Laveolo levantó una ceja, lo más cerca que había estado de expresar sorpresa ante nada.

—¿En serio? Supongo que hay gente para todo. ¿Se le da bien infiltrarse en sitios?

—Se le da mejor salir —dijo Eric.

—Bien —dijo Laveolo. Se detuvo delante de un edificio y caminó un poco de arriba para abajo con las manos en los bolsillos, dando golpecitos sobre las losas con la punta de la sandalia.

—Aquí mismo está bien, creo, sargento —dijo al cabo de un momento.

—Muy bien, señor.

—Mirad a aquellos de allí —dijo Laveolo, mientras el sargento y sus hombres empezaban a levantar las losas del suelo haciendo palanca—. Esos tipos que hay alrededor de la mesa. Gente valiente, os lo aseguro, pero miradlos. Están demasiado ocupados en posar para las estatuas triunfales y en asegurarse de que los historiadores escriben bien sus nombres. Llevamos años asediando este puto lugar. Queda más militar así, decían. ¿Sabes? Se lo pasan bien de verdad. O sea, a fin de cuentas, ¿a quién le importa? Acabemos con esto y volvamos a casa, es lo que digo yo.

—Lo encontramos, señor —dijo el sargento.

—Bien —Laveolo no miró a su alrededor—. Muy bieeen —se frotó las manos—. Solucionemos esto y así podremos irnos a la cama temprano. ¿Os importa acompañarme? Vuestra mascota me puede resultar útil.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Rincewind en tono receloso.

—Vamos a conocer a una gente.

—¿Es peligroso?

Una roca atravesó el tejado de un edificio cercano.

—No, la verdad es que no —dijo Laveolo—. Quiero decir que no lo es comparado con quedarse aquí. Y si el resto intentan asaltar la ciudadela, ya sabéis, de forma rigurosamente militar…

El agujero llevaba a un túnel. El túnel, después de unos cuantos recodos, daba a unas escaleras. Laveolo subió tranquilamente, dando alguna patada de vez en cuando a los cascotes caídos como si tuviera algo personal contra ellos.

—Ejem —dijo Rincewind—. ¿Adónde lleva este túnel?

—Oh, no es más que un pasadizo secreto que va al centro de la ciudadela.

—¿Sabes? Me imaginaba que sería algo así —dijo Rincewind—. Tengo instinto para estas cosas, ¿sabes? Y me imagino que los mejores entre los tsorteanos importantes de verdad van a estar allí, ¿no?

—Confío en que sí —dijo Laveolo, subiendo los peldaños con esfuerzo.

—¿Con muchos guardianes?

—Docenas, supongo.

—¿Muy bien entrenados?

Laveolo asintió:

—Los mejores.

—Y es ahí adonde vamos —dijo Rincewind, decidido a explorar todo el horror del plan igual que uno se palpa la encía de un diente podrido.

—Eso es.

—Nosotros seis.

—Y tu baúl, claro.

—Ah, sí —dijo Rincewind, haciendo una mueca en la oscuridad.

El sargento le dio un golpecito suave en el hombro y se inclinó hacia delante.

—No se preocupe por el capitán, señor —dijo—. Tiene el mejor cerebro militar del continente.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo ha visto alguien? —dijo Rincewind.

—Verá, señor, lo que pasa es que le gusta hacer las cosas sin que nadie se haga daño, señor, sobre todo él. Por eso se inventa cosas como el caballo. Y sobornar a la gente y todo eso. Anoche nos disfrazamos de civiles, entramos y nos emborrachamos en un pub con uno de los limpiadores del palacio y así nos enteramos de este túnel.

—¡Sí, pero pasadizos secretos! —dijo Rincewind—. ¡Al otro lado habrá guardias y de todo!

—No, señor. Lo usan para almacenar las cosas de la limpieza, señor.

Se oyó un ruido metálico en la oscuridad que tenían delante. Laveolo acababa de tropezar con una fregona.

—¿Sargento?

—¿Señor?

—Abra la puerta, ¿quiere?

Eric tiró de la túnica de Rincewind.

—¿Qué? —dijo Rincewind con irritación.

—Sabes quién es Laveolo, ¿verdad? —susurró Eric.

—Pues…

—¡Es Laveolo!

—Esto… ¿en serio?

—¿No conoces a los Clásicos?

—No será una de esas carreras de caballos que se supone que tenemos que recordar, ¿verdad?

Eric puso los ojos en blanco.

—Laveolo fue el responsable de la caída de Tsort gracias a su enorme astucia —dijo—. Luego tardó diez años en llegar a su casa y tuvo toda clase de aventuras con mujeres tentadoras y sirenas y brujas sensuales.

—Bueno, ya veo por qué lo has estado estudiando. Diez años, ¿eh? ¿Dónde vivía?

—A unos trescientos kilómetros de aquí —dijo Eric, muy serio.

—Y no paraba de perderse, ¿no?

—Y cuando llegó a su casa luchó contra los pretendientes de su mujer y todo eso, y su viejo perro lo reconoció y se murió.

—Oh, el pobre.

—Lo que le mató fue llevar sus zapatillas en la boca durante quince años.

—Una pena, sí.

—¿Y sabes qué, demonio? Nada de eso ha pasado todavía. ¡Podríamos ahorrarle todas las molestias!

Rincewind pensó en aquello.

—Podríamos decirle que consiguiera un timonel mejor, para empezar —dijo.

Se oyó un crujido. Los soldados habían conseguido abrir la puerta.

—Todo el mundo a formar filas o como se diga esa mierda de orden —dijo Laveolo—. El baúl mágico delante, por favor. Y nada de matar a nadie a menos que sea totalmente necesario. Intentad no romper nada. Bien. Adelante.

La puerta daba a un pasillo flanqueado de columnas. Había un murmullo lejano de voces.

La tropa avanzó siguiendo aquel murmullo hasta llegar a una gruesa cortina. Laveolo respiró hondo, la apartó, dio un paso adelante y emprendió un discurso que tenía preparado.

—Quiero que mis intenciones queden absolutamente claras —dijo—. No quiero que pase nada desagradable ni que nadie grite llamando a los guardias ni nada de eso. De hecho, no quiero que grite nadie para nada. Simplemente cogeremos a la señorita y nos iremos a casa, que es donde cualquier persona con sentido común debería estar. De otro modo tendré que pasar a todo el mundo por la espada y odio tener que hacer las cosas de esa manera.

El público que oyó aquella declaración no pareció muy impresionado. Esto se debía al hecho de que el público consistía en un niñito pequeño sentado en un orinal.

Laveolo cambió de marcha mental y continuó hablando sin inmutarse:

—Por otro lado, si no me dices dónde está todo el mundo le diré al sargento que te dé un buen cachete.

El niño se sacó el pulgar de la boca.

—Mamaíta ha ido a ver a Cassie —dijo—. ¿Es usted el señor Beekle?

—Creo que no —dijo Laveolo.

—El señor Beekle es un tonto. —El niño retiró el pulgar y, con el aire de alguien que acabara de terminar una investigación exhaustiva, añadió—: El señor Beekle es feo.

—¿Sargento?

—¿Señor?

—Vigile a este niño.

—Sí, señor. ¿Cabo?

—¿Sargento?

—Cuide al crío.

—Sí, sargento. ¿Soldado Arqueos?

—Sí, mi cabo —dijo el soldado, su voz lúgubre de premonición.

—Quédate con el mocoso.

El soldado Arqueos miró a su alrededor. Solamente quedaban Rincewind y Eric, y aunque era cierto que los civiles eran en todos los aspectos el rango más bajo que existía, más o menos por debajo del burro del regimiento, las expresiones de sus caras sugerían que no estaban dispuestos a aceptar órdenes.

Laveolo deambuló por la sala y escuchó junto a otra cortina.

—Podemos contarle toda clase de cosas sobre su futuro —dijo Eric entre dientes—. Le pasaron… O sea, le pasarán todo tipo de cosas. Naufragios y magia, y a toda su tripulación la convertirán en animales y esas cosas.

—Sí. Podemos decirle: «Vuelve a casa andando» —dijo Rincewind.

La cortina se abrió.

Apareció una mujer: gordita, bien parecida, de una forma un poco ajada, con un vestido negro y el principio de un bigote. También había un montón de niños de distintos tamaños intentando esconderse detrás de ella. Rincewind contó por lo menos siete.

—¿Quién es esta mujer? —dijo Eric.

—Ejem —dijo Rincewind—. A mí me da que es Elenor de Tsort.

—No seas memo —susurró Eric—. Si se parece a mi madre. Elenor era mucho más joven y estaba mucho más… —su voz se fue apagando mientras hacía varios movimientos ondulantes con la mano, indicativos de la forma de una mujer que probablemente no sería capaz de mantener el equilibrio.

Rincewind intentó que su mirada no se encontrara con la del sargento.

—Sí —dijo, ruborizándose un poco—. Bueno, verás. Esto… Tienes toda la razón, pero es que bueno, el asedio se ha alargado un poco, ¿sabéis?, al final, entre una cosa y otra…

—No entiendo qué tiene eso que ver —dijo Eric en tono grave—. Los Clásicos nunca dijeron nada de niños. Dijeron que se pasaba todo el tiempo vagando ensoñada por las torres de Tsort y languideciendo de añoranza por su amor perdido.

—Bueno, sí, supongo que sí que languideció un poco —dijo Rincewind—. Lo que pasa es que no se puede pasar uno la vida languideciendo, y en esas torres tan altas debe de hacer frío.

—Se puede pillar algo mortal vagando ensoñada por ahí —asintió el sargento.

Laveolo miró a la mujer con expresión meditabunda. Luego hizo una reverencia.

—Espero que sepa usted a qué hemos venido, señorita —dijo.

—Si tocáis a alguno de mis hijos, gritaré —dijo Elenor en tono rotundo.

Una vez más Laveolo demostró que, habilidades guerrilleras aparte, era bastante incapaz de desperdiciar un discurso preparado en cuanto lo tenía listo en la cabeza.

—Hermosa doncella —empezó—. Hemos afrontado muchos peligros con el objeto de rescataros y devolveros con vuestros seres… —le falló la voz— queridos. Esto. Las cosas se han torcido bastante, ¿no?

—No lo he podido evitar —dijo Elenor—. El asedio parecía que no se acababa nunca y el rey Mausoleo era muy amable, y de todos modos nunca me gustó mucho Efebia…

—¿Y dónde está todo el mundo ahora? Me refiero a los tsorteanos. Aparte de vos.

—Están todos en las almenas, tirando piedras, si tanto os interesa.

Laveolo levantó los brazos, exasperado.

—¿No podríais, ya sabéis, habernos pasado una nota o algo parecido? ¿O habernos invitado a alguno de los bautizos?

—Parecía que os lo estabais pasando muy bien —dijo ella.

Laveolo se dio la vuelta y se encogió de hombros con expresión abatida.

—Muy bien —dijo—. Perfecto. Q.E.D. No hay problema. Total, a mí me apetecía irme de casa y pasarme diez años sentado en un pantano con un puñado de imbéciles descerebrados. Tampoco tenía nada importante que hacer en casa, solamente un pequeño reino que gobernar, esas cosas. Muy bieeen. Pues bueno. Quizá lo mejor es que nos marchemos. Está claro que no tengo ni idea de cómo les voy a dar la noticia —dijo con amargura—. Con lo bien que se lo estaban pasando. Probablemente celebrarán un banquete tremendo y se reirán de ello y se emborracharán, ese sería su estilo.

Miró a Rincewind y a Eric.

—Podríais decirme qué pasa a continuación —dijo—. Estoy seguro de que lo sabéis.

—Eeeh —dijo Rincewind.

—La ciudad se quema —dijo Eric—. Sobre todo las torres de las macizas. No me ha dado tiempo a verlas —añadió en tono huraño.

—¿Quién lo hace? ¿Los nuestros o ellos? —dijo Laveolo.

—Creo que los vuestros —dijo Eric.

Laveolo suspiró.

—Sí, es típico de ellos —dijo. Se volvió hacia Elenor—. Los nuestros, quiero decir los míos, van a quemar la ciudad. Suena muy heroico —dijo—. Es la clase de cosa que les gusta hacer. Podría ser buena idea que vinierais con nosotros. Traed a los niños. ¿Por qué no lo hacéis como si fuera una excursión para toda la familia?

Eric se acercó la oreja de Rincewind a la boca.

—Es una broma, ¿verdad? —dijo—. No es realmente la hermosa Elenor. Me estáis tomando todos el pelo, ¿no?

—Siempre pasa lo mismo con estas mujeres de sangre caliente —dijo Rincewind—. A los treinta y cinco decaen un montón.

—Es culpa de comer tanta pasta —dijo el sargento.

—Pero yo he leído que era la más hermosa de…

—Ah, claro —dijo el sargento—. Si nos ponemos a ir leyendo…

—Lo que pasa —dijo Rincewind enseguida— es eso que llaman necesidad dramática. Nadie se va a interesar por una guerra librada por una mujer majilla o moderadamente atractiva si la luz es buena. ¿A que no?

Eric estaba casi llorando.

—Pero decía que su cara hizo zarpar un millar de naves…

—Eso es lo que se llama metáfora —dijo Rincewind.

—Mentira —le explicó el sargento amablemente.

—En todo caso, no tendrías que creer todo lo que dicen los Clásicos —añadió Rincewind—. Nunca comprueban los datos. Lo único que quieren es vender leyendas.

Laveolo, entretanto, estaba enzarzado en una bronca con Elenor.

—Muy bien, muy bien —dijo—. Quedaos si queréis. ¿A mí qué más me da? Venid, todos vosotros. Nos vamos. ¿Qué hace, soldado Arqueos?

—Estoy haciendo el caballito, señor —explicó el soldado.

—Es el señor Feo —dijo el niño, que llevaba puesto el casco del soldado Arqueos.

—Bueno, cuando haya terminado de hacer el caballito, encuéntrenos una lámpara de aceite. Me he hecho polvo las rodillas en ese túnel.

Tsort estaba en llamas. Todo el cielo en la dirección del Eje estaba rojo.

Rincewind y Eric lo contemplaban desde una roca de la playa.

—De todas maneras, no son torres de las macizas —dijo Eric al cabo de un rato—. No veo a ninguna saliendo de allí.

—Creo que eran torres macizas, de robustas —aventuró Rincewind mientras otra de las torres se derrumbaba, al rojo vivo, sobre las ruinas de la ciudad—. Y tampoco es verdad.

Se quedaron mirando un rato más en silencio y luego Eric dijo:

—Tiene gracia. La forma en que tropezaste con el Equipaje e hiciste caer la lámpara de aceite y todo eso.

—Sí —dijo Rincewind lacónicamente.

—Le hace a uno pensar que la historia siempre acaba encontrando una forma de seguir su curso.

—Sí.

—Y ha estado bien que tu Equipaje rescatara a todo el mundo.

—Sí.

—Tenía gracia con todos esos niños montados encima.

—Sí.

—Parece que todo el mundo ha quedado bastante contento.

Por lo menos ese era el caso de los ejércitos combatientes. Nadie se molestaba en preguntarles a los civiles, cuyo punto de vista sobre la guerra nunca era muy fiable. Entre los soldados, o al menos entre los soldados de cierto rango, todo eran palmadas en la espalda, anécdotas, intercambio jovial de escudos y el consenso general en que, entre incendios, asedios, armadas, caballos de madera y todo lo demás, había sido una guerra rematadamente buena. El ruido de los cantos arrancaba ecos por todo el mar oscuro como el vino.

—Escuchadlos —dijo Laveolo, saliendo de la oscuridad que rodeaba los barcos efebios varados—. Ahora vienen quince estribillos de «Desde Filodelfos a Heliodelifibodelfiboscromenos», ya veréis como sí. Pandilla de idiotas con el cerebro en los suspensorios.

Se sentó sobre una roca.

—Hijos de puta —dijo, apasionadamente.

—¿Crees que Elenor se lo podrá explicar todo a su novio?

—Me imagino que sí —dijo Laveolo—. Normalmente pueden.

—Pero es que se casó. Y tiene un montón de hijos —dijo Eric.

Laveolo se encogió de hombros. Clavó una mirada severa en Rincewind.

—Eh, tú, demonio —dijo—. Me gustaría hablar un momento en privado contigo.

Llevó a Rincewind hacia los barcos, caminando pesadamente por la arena húmeda como si estuviera cargado de preocupaciones.

—Me voy a casa esta noche, con la marea —dijo—. No tiene sentido quedarme por aquí ahora que se ha acabado la guerra y todo eso.

—Buena idea.

—Si hay algo que odio, son los viajes por mar —dijo Laveolo. Le dio un puntapié al barco más cercano—. Todos esos idiotas dando zancadas y gritando, ¿sabes? Que si tira de esto, que si baja lo otro, que si arría aquello. Y además, me mareo.

—A mí me pasa con las alturas —dijo Rincewind, comprensivo.

Laveolo dio otro puntapié al barco, obviamente en conflicto con algún problema emocional grave.

—La cuestión es —dijo en tono desconsolado—: no sabrás por casualidad si tengo algún problema para llegar a casa, ¿verdad?

—¿Qué?

—No son más que doscientos o trescientos kilómetros, no debería tardar mucho en llegar, ¿verdad? —dijo Laveolo, irradiando ansiedad como un faro.

—Oh —Rincewind miró a la cara del hombre.

«Diez años —pensó—. Y toda clase de episodios raros con comosellamen alados y monstruos marinos. Por otro lado, ¿acaso saberlo le iba a ayudar en algo?»

—Llegarás a casa sin problemas —dijo—. De hecho, eres famoso por ello. Hay leyendas enteras sobre tu regreso a casa.

—Buff —Laveolo se apoyó en el casco de un barco, se quitó el yelmo y se secó el sudor de la frente—. Eso me deja mucho más tranquilo, te lo aseguro. Tenía miedo de que los dioses me la tuvieran jugada.

Rincewind no dijo nada.

—Se cabrean un poco si vas por ahí teniendo ideas como caballos de madera y túneles —dijo Laveolo—. Son tradicionalistas, ya sabes. Prefieren que la gente simplemente se mate a tajos. A mí se me ocurrió, ya ves, que si podía enseñarle a la gente una forma más fácil de conseguir lo que querían a lo mejor dejaban de ser unos jodidos estúpidos.

De otro punto de la playa les llegó el sonido de voces masculinas cantando:

—… A Heliodelifilodelfiboscromenos / Vengo por toda la orilla / con la túnica remangada…

—Nunca funciona —dijo Rincewind.

—Tiene que valer la pena intentarlo, ¿no?

—Oh, sí.

Laveolo le dio una palmada en la espalda.

—Anímate —le dijo—. Las cosas solo pueden mejorar.

Caminaron hasta las olas oscuras donde estaba anclado el barco de Laveolo, y Rincewind lo vio meterse en el agua y subir a bordo. Al cabo de un rato acorullaron, o desacorullaron, o como se llame el momento en que hacen pasar los remos por los agujeros de los costados, y el barco se alejó lentamente por la bahía.

Unas voces llegaron flotando sobre la espuma.

—Dirija la parte puntiaguda hacia allí, sargento.

—¡Susórdenes, señor!

—Y no grite. ¿Acaso le he pedido que grite? ¿Por qué todos tienen que gritar? Ahora me voy abajo a tumbarme un rato.

Rincewind regresó caminando pesadamente por la playa.

—El problema —dijo—. Es que las cosas no mejoran nunca, lo único que hacen es seguir igual pero más. Pero a Laveolo no le van a faltar preocupaciones.

A su espalda, Eric se sonó la nariz.

—Es lo más triste que he oído nunca —dijo.

Al otro lado de la playa los ejércitos efebios y tsorteanos seguían cantando a pleno pulmón en torno a sus hogueras festivas.

—… Vengo deprisa y corriendo / Aunque me oprime el corsé…

—Vamos —dijo Rincewind—. Vámonos a casa.

—¿Sabes lo gracioso de su nombre? —dijo Eric mientras paseaban por la arena.

—No. ¿A qué te refieres?

—Laveolo significa «el que enjuaga los vientos» casi como tu nombre.

—¿Es mi antepasado? —dijo.

—¿Quién sabe? —dijo Eric.

—Oh. Caramba —Rincewind pensó en aquello—. Bueno, tendría que haberle dicho que no se casara. Y que no visitara Ankh-Morpork.

—Probablemente todavía no la han construido.

Rincewind intentó chasquear los dedos. Esta vez funcionó.

Astfgl se reclinó en su asiento. Se preguntó qué le pasaría a Laveolo.

Los dioses y demonios, como son criaturas ajenas al tiempo, no se mueven por él como burbujas en la corriente. Para ellos todo sucede al mismo tiempo. Eso debería querer decir que saben todo lo que va a pasar porque en cierto sentido ya ha pasado. La razón de que no lo sepan es que la realidad es un sitio muy grande donde pasan muchas cosas interesantes, y seguirles la pista a todas es como intentar usar un aparato de vídeo muy grande sin botón de pausa ni contador de avance de la cinta. Suele ser más fácil sentarse y esperar.

Un día tendría que levantarse y actuar.

Pero aquí y ahora, en la medida en que se podían usar aquellas palabras para referirse a una zona fuera del espacio y del tiempo, las cosas no marchaban bien. Eric parecía levísimamente más simpático, lo cual no era aceptable. También parecía haber cambiado el curso de la historia, aunque eso era imposible porque lo único que se podía hacer con el curso de la historia era facilitarlo.

Lo que hacía falta era algo que sirviera de clímax. Algo que realmente destruyera el alma.

El Rey de los Demonios descubrió que se estaba retorciendo los bigotes.

El problema de chasquear los dedos es que nunca sabes adónde te va a llevar.

Todo era negro alrededor de Rincewind. No era una simple ausencia de color. Era una oscuridad que negaba llanamente toda posibilidad de que alguna vez hubiera existido el color.

Sus pies no tocaban nada, parecía estar flotando. Y también faltaba algo más. No acababa de acertar qué era.

—¿Estás ahí, Eric? —aventuró.

Una voz clara y cercana dijo:

—Sí. ¿Estás aquí tú, demonio?

—Sí-i.

—¿Dónde estamos? ¿Estamos cayendo?

—Creo que no —dijo Rincewind, hablando por experiencia—. No hay viento veloz. Cuando caes notas un viento veloz. Y también te pasa la vida entera ante los ojos, y yo todavía no he visto nada que reconozca.

—¿Rincewind?

—¿Sí?

—Cuando abro la boca no me sale ningún sonido.

—No seas… —Rincewind vaciló. Él tampoco estaba emitiendo ningún sonido. Sabía lo que estaba diciendo, simplemente sus palabras no llegaban al mundo exterior. Pero oía a Eric. Tal vez las palabras renunciaban a sus oídos y le iban directas al cerebro—. Debe de ser alguna clase de magia o algo de eso —dijo—. No hay aire. Por eso no hay sonidos. Los trocitos de aire chocan entre ellos, como si fueran canicas. Así es como se hace el sonido, ya sabes.

—¿En serio? Caray.

—Así que estamos rodeados de la nada absoluta —dijo Rincewind—. La nada total —vaciló—. Hay una palabra para eso, es lo que tienes cuando todo se ha agotado y no te queda nada.

—Sí, creo que se llama la cuenta.

Rincewind meditó sobre aquello.

—De acuerdo —dijo—. La cuenta. Ahí es donde estamos. Flotando en la cuenta absoluta. La cuenta más completa, total y sólida como una piedra.

Astfgl se estaba poniendo frenético. Tenía hechizos que podían encontrar a cualquiera en cualquier parte, en cualquier momento, y aquellos dos no estaban en ningún sitio. Los había visto en la playa y un momento más tarde… nada.

Aquello solamente dejaba dos lugares posibles.

Por suerte eligió primero el que no era.

—Estaría bien que hubiera alguna estrella —dijo Eric.

—Todo esto me resulta muy extraño —dijo Rincewind—. O sea, ¿tú tienes frío?

—No.

—¿Y calor?

—Pues no, la verdad es que no siento nada.

—Ni frío ni calor ni luz ni aire —dijo Rincewind—. Nada más que la cuenta. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—No lo sé. Parece una eternidad, pero…

—Ajá. Tampoco estoy seguro de que haya tiempo. No lo que llamamos tiempo propiamente dicho. Solamente esa especie de tiempo que uno se inventa sobre la marcha.

—Vaya, no me esperaba encontrarme con nadie aquí —dijo una voz en el oído de Rincewind.

Era una voz ligeramente lastimera, como diseñada para las quejas, pero por lo menos no tenía ningún matiz amenazante. Rincewind se dejó flotar hasta girarse.

Había un hombrecillo con cara de rata, sentado con las piernas cruzadas y mirándolo con una ligera expresión de recelo. Tenía un lápiz detrás de la oreja.

—Ah. Hola —dijo Rincewind—. ¿Y qué sitio es este, exactamente?

—No es ningún sitio. De eso se trata, ¿no?

—¿Ningún sitio en absoluto?

—Todavía no.

—Muy bien —dijo Eric—. ¿Y cuándo va a ser algún sitio?

—Cuesta de saber —dijo el hombrecillo—. Viéndoos a vosotros dos, y teniendo en cuenta todo, los ritmos metabólicos y todo eso, yo diría que este sitio se convertirá en algún sitio en, más o menooos, unos quinientos segundos —empezó a desenvolver el paquete que tenía en el regazo—. ¿Os apetece un sándwich mientras esperamos?

—¿Qué? ¿Que si me…? —en aquel momento el estómago de Rincewind, consciente de que estaba en peligro de perder la iniciativa si dejaba que el cerebro tomara el mando, se metió por en medio y le hizo decir—. ¿De qué son?

—Ni idea. ¿De qué te gustaría que fueran?

—¿Cómo?

—No marees la perdiz. Tú di de qué te gustaría que fueran.

—Oh —Rincewind se lo quedó mirando—. Bueno, si tienes de huevo y berro…

—Háganse el huevo y el berro, mismamente —dijo el hombrecillo.

Metió la mano en el paquete y le dio un triángulo blanco a Rincewind.

—Caray —dijo Rincewind—. Qué coincidencia.

—Debe de estar a punto de empezar —dijo el hombrecillo—. Por… no es que hayan establecido todavía ninguna dirección ni nada, no te puedes fiar de ellos, pero… por ahí.

—Lo único que veo es oscuridad —dijo Eric.

—No, no es verdad —dijo el hombrecillo en tono triunfal—. Lo único que ves es lo que viene antes de que se haya instalado la oscuridad, mismamente —lanzó una mirada asesina a la no-todavía-oscuridad—. Vamos. ¿Por qué estamos esperando, por qué estamos esperando? —canturreó.

—¿Esperando qué?

—Todo.

—¿Todo el qué? —dijo Rincewind.

—Todo. No todo el qué. Todo, mismamente.

Astfgl escrutó a través de las nubes serpenteantes de gas. Por lo menos estaba en el lugar adecuado. El quid mismo del final del universo era que no se podía sobrepasar por accidente.

Las últimas ascuas se apagaron con un parpadeo. El tiempo y el espacio colisionaron en silencio y se colapsaron.

Astfgl tosió. Uno se siente muy solo cuando está a veinte millones de años luz de su casa.

—¿Hay alguien ahí? —dijo.

SÍ.

La voz estaba junto a su oído. Hasta los reyes de los demonios pueden tener un escalofrío.

—Aparte de ti, quiero decir —dijo—. ¿Has visto a alguien?

SÍ.

—¿A quién?

A TODOS.

Astfgl suspiró.

—Quiero decir si has visto a alguien hace poco.

ESTO ESTÁ MUY TRANQUILO, dijo la Muerte.

—Mierda.

¿ESTABAS ESPERANDO A ALGUIEN MÁS?

—Pensé que podría estar aquí alguien llamado Rincewind, pero… —empezó Astfgl.

Hubo un resplandor rojo en las cuencas oculares de la Muerte.

¿EL MAGO?, dijo.

—No, es un dem… —Astfgl se detuvo. Durante lo que podría haber sido varios segundos, de haber existido todavía el tiempo, estuvo flotando en un estado de terrible sospecha—. ¿Un humano? —gruñó.

ES LLEVAR EL TÉRMINO UN POCO LEJOS, PERO EN UN SENTIDO GENERAL ES CORRECTO.

—¡La madre que me parió! —dijo Astfgl.

NO ME CONSTA QUE EXISTA.

El Rey de los Demonios extendió una mano temblorosa. Su furia creciente estaba superando a su sentido de la elegancia. Las garras se le salieron y le rasgaron los guantes rojos de seda.

Y luego, debido a que nunca es buena idea ganarse la antipatía de nadie que tenga una guadaña, Astfgl dijo:

—Lamento haberte molestado —y desapareció.

Solamente cuando consideró que estaba lo bastante lejos del extraordinario sentido del oído de la Muerte, soltó un grito de rabia.

La nada se desplegó en toda su inacabable longitud a través de los espacios ventosos del final del tiempo.

La Muerte esperó. Al cabo de un rato sus dedos esqueléticos tamborilearon en el mango de su guadaña.

La oscuridad lo envolvió. Ya ni siquiera había infinito.

Intentó silbar algunos compases de canciones impopulares entre los dientes, pero la nada simplemente se tragó el ruido.

La eternidad se había acabado. Todas las arenas de los relojes habían caído. La gran carrera entre entropía y energía había acabado y el favorito había acabado ganador.

¿Tal vez debería volver a afilar la hoja?

No.

La verdad es que no tendría mucho sentido.

Grandes remolinos de nada en absoluto se extendían hasta lo que se habría podido llamar la lejanía si todavía hubiera habido un marco de referencia espacio-temporal para darle algún sentido sensato a la palabra «lejanía».

No parecía haber gran cosa que hacer.

«Tal vez sea hora de dejarlo todo», pensó.

La Muerte se dio la vuelta para marcharse, pero al hacerlo oyó un ruido casi imperceptible. Un ruido que era al sonido lo que un fotón es a la luz, tan débil que habría pasado completamente desapercibido en el barullo de un universo en funcionamiento.

Era un fragmento minúsculo de materia, que acababa de cobrar existencia con un ruidito hueco.

La Muerte caminó hasta el punto de llegada y miró con atención.

Era un clip sujetapapeles.[11]

Bueno, era un comienzo.

Hubo otro ruidito hueco, que dejó un diminuto botón de camisa blanco girando suavemente en el vacío.

La Muerte se relajó un poco. Por supuesto, iba a llevar cierto tiempo. Iba a haber un interludio antes de que todo aquello se hiciera lo bastante complejo como para producir nubes de gases, galaxias, planetas y continentes, por no hablar ya de cositas con forma de sacacorchos girando en masas de agua limosa y preguntándose si valía la pena el esfuerzo de desarrollar aletas y piernas y cosas con tal de evolucionar. Pero aquello indicaba el principio de una tendencia inevitable.

Lo único que le hacía falta era tener paciencia, y eso se le daba bien. Muy pronto habría criaturas vivas, desarrollándose como locas, corriendo y riendo bajo la nueva luz del sol. Cansándose. Envejeciendo.

La Muerte se sentó. Podía esperar.

Estaría allí cuando lo necesitaran.

El Universo empezó a existir.

Cualquier cosmogonista ferviente afirmará que todas las cosas interesantes tuvieron lugar en los primeros dos minutos, cuando la nada se apelotonó para formar el espacio y el tiempo y aparecieron un montón de agujeros negros diminutos y todo eso. Después, dicen, todo pasó a ser materia de, bueno, de materia. Se había acabado todo lo bueno excepto la radiación de microondas.

Vista de cerca, sin embargo, tenía cierto atractivo chillón. El hombrecillo se sorbió la nariz.

—Demasiada fanfarria —dijo—. No hace falta tanto ruido. Se podría haber hecho lo mismo con un Gran Susurro, o un poco de música.

—¿Ah, sí? —dijo Rincewind.

—Sí, y sobre la marca de los dos picosegundos tenía un aspecto un poco dudoso. Ciertamente ha habido algún relleno en mal estado. Pero así se hacen las cosas hoy en día. Se ha perdido el oficio. Cuando yo era chaval se tardaba días en hacer un universo. Uno podía enorgullecerse de ello. Ahora lo dejan todo de cualquier manera, se vuelven al camión y se largan. ¿Y sabéis qué?

—Pues no —dijo Rincewind en tono débil.

—Roban cosas de la obra. Encuentran a alguien cerca que quiere ampliar un poco su universo y un rato después descubres que se han llevado un cacho de firmamento y lo han vendido para alguna ampliación en alguna parte.

Rincewind se lo quedó mirando.

—¿Quién eres?

El hombre se cogió el lápiz de detrás de la oreja y miró con expresión meditabunda el espacio que rodeaba a Rincewind.

—Hago cosas —dijo.

—¿Qué clase de cosas?

—¿Qué clase de cosas te gustaría?

—¿Eres el Creador?

El hombrecillo puso mucha cara de vergüenza.

—No «el». No «el». Solamente «un». No me dedico a los encargos grandes, las estrellas, las gigantes gaseosas, los pulsares y todo eso. Estoy especializado en lo que llamaríamos «obras a medida» —los miró con cara de orgullo desafiante—. Hago todos mis propios árboles, ¿sabéis? —les confió—. Artesanales. Se tarda años en aprender a hacer árboles. Hasta las coníferas.

—Oh —dijo Rincewind.

—No tengo a nadie para que me los acabe. No subcontrato, ese es mi lema. Los cabrones siempre te hacen esperar mientras están instalando estrellas o lo que sea para otro —el hombrecillo suspiró—. ¿Sabéis?, la gente piensa que crear es muy fácil. Piensan que solamente hay que cernirse sobre la faz de las aguas y agitar un poco las manos. Pero no es así para nada.

—¿Ah, no?

El hombrecillo se volvió a rascar la nariz.

—Por ejemplo, a la gente se le acaban enseguida las ideas para los copos de nieve.

—Oh.

—Uno empieza a pensar que no pasaría nada por meter unos cuantos idénticos.

—¿En serio?

—Uno piensa: «Hay un millón de trillones de chiquillones de copos, nadie se va a dar cuenta». Pero ahí es donde entra la profesionalidad, mismamente.

—¿En serio?

—Hay gente —y el creador clavó la mirada en la materia informe que seguía fluyendo a su lado— que cree que es fácil instalar unas cuantas fórmulas físicas básicas y luego coger el dinero y marcharse. Y mil millones de años después tienes goteras por todo el cielo, agujeros negros del tamaño de tu cabeza y cuando la gente reza para quejarse, solamente hay una chica en el mostrador que dice que no sabe dónde está el jefe. Yo pienso que la gente agradece el toque personal, ¿no creéis?

—Ah —dijo Rincewind—. Así que… cuando a la gente le cae encima un rayo… esto… no es por todo eso de las descargas eléctricas y los lugares elevados y todo eso… o sea… ¿eres tú quien los envía?

—Oh, yo no. Yo no estoy a cargo de los universos. Ya es bastante trabajo construirlos, no se me puede pedir que también haga de operador. Hay otros muchos universos, ya sabéis —añadió, con un ligero matiz acusatorio en la voz—. Tengo una lista de encargos tan larga como vuestro brazo.

Extendió el brazo y cogió un libro grande y encuadernado en piel que tenía debajo, y sobre el cual al parecer había estado sentado. El libro se abrió con un crujido.

Rincewind sintió que alguien le tiraba de la túnica.

—Escucha —dijo Eric—. Este no será realmente… Él, ¿verdad?

—Dice que sí —dijo Rincewind.

—¿Qué estamos haciendo aquí?

—No lo sé.

El creador se lo quedó mirando.

—Un poco de silencio por aquí, por favor —dijo.

—Pero escucha —dijo Eric entre dientes—. Si realmente es el creador del mundo, ese sándwich es una reliquia religiosa.

—Caray —dijo Rincewind en voz baja.

Llevaba una eternidad sin comer. Se preguntaba cuál sería el castigo por comerse un objeto de veneración. Probablemente sería severo.

—Lo puedes meter en algún templo y vendrán a verlo millones de personas.

Rincewind levantó con cautela la rebanada de encima.

—No tiene mayonesa —dijo—. ¿Sigue contando?

El creador carraspeó y empezó a leer en voz alta.

Astfgl se deslizó por la pendiente de la entropía como una chispa roja y enfadada sobre los remolinos del interespacio. Estaba tan furioso que se le estaban yendo de las manos los últimos vestigios de autocontrol. Su gorro estilizado de elegantes cuernecillos se había convertido en una simple voluta de color carmesí que colgaba de la punta de uno de los enormes cuernos espirales de carnero que flanqueaban su cabeza.

Con un ruido casi sensual, se desgarró la seda roja que le cubría la espalda y se le desplegaron las alas.

Se suele representar las alas de los demonios con la textura del cuero, pero en aquel entorno el cuero no sobreviviría más que unos segundos. Además, no se dobla muy bien.

Aquellas alas estaban hechas de magnetismo y espacio moldeado, se extendían hasta formar una cortina suave sobre el firmamento incandescente y batían tan lenta e inexorablemente como el ascenso de las civilizaciones.

Seguían pareciendo alas de murciélago, pero solamente en aras de la tradición.

En algún momento en torno al vigésimo noveno milenio lo adelantó, casi sin que se diera cuenta, algo pequeño y oblongo y probablemente más furioso todavía que él.

Hacen falta ocho hechizos para fabricar el mundo. Rincewind lo sabía muy bien. Sabía que el libro que los contenía era el Octavo, porque todavía existía en la biblioteca de la Universidad Invisible, actualmente dentro de una caja de hierro soldado en el fondo de un pozo cavado especialmente, donde sus radiaciones mágicas pudieran mantenerse bajo control.

Rincewind se había preguntado cómo empezó todo. Se había imaginado una especie de explosión al revés, el rugido de los gases interestelares uniéndose para formar a Gran A'Tuin, o por lo menos un ruido de truenos o algo parecido.

En lugar de todo aquello hubo un tenue tañido musical y, allí donde el Mundodisco no había estado, estaba el Mundodisco, como si hubiera estado escondiéndose en algún sitio todo el tiempo.

También se dio cuenta Rincewind de que la sensación de caída con la que había aprendido recientemente a vivir era la misma con la que probablemente iba a morir también. Al parecer el mundo debajo de él, trajo consigo la oferta especial de este eón: la gravedad, disponible en una gran variedad de fuerzas desde su cuerpo planetario masivo más cercano.

Como sucedía a menudo en aquellas ocasiones, dijo: «¡Aaargh!».

El creador, todavía sentado serenamente en medio del aire, apareció a su lado mientras estaba cayendo en picado.

—Las nubes son majas, ¿no crees? He hecho un buen trabajo con las nubes —dijo.

—¡Aaargh! —repitió Rincewind.

—¿Te pasa algo?

—¡Aaargh!

—Así son los humanos —dijo el creador—. Siempre con prisas —se acercó más—. No es cosa mía, claro, pero a menudo me he preguntado qué os pasa por la cabeza.

—¡Dentro de un minuto serán mis pies! —gritó Rincewind.

Eric, cayendo a su lado, le tiró del tobillo:

—¡Esa no es forma de hablarle al creador del universo! —gritó—. ¡Dile que haga algo, que haga el suelo blando o algo así!

—Oh, eso no sé si puedo hacerlo. Es por las regulaciones de la causalidad. Se me echaría encima el inspector como un… como un peso —añadió—. Probablemente os podría improvisar un pantano muy esponjoso. O unas arenas movedizas, que están muy de moda. Os podría hacer un set completo de arenas movedizas con pantano y ciénaga en suite, sin problemas.

—! —dijo Rincewind.

—Vas a tener que hablar un poquito, lo siento. Espera un momento.

Se oyó otro tañido armonioso.

Cuando Rincewind abrió los ojos estaba en una playa. Igual que Eric. El creador flotaba cerca de ellos.

Ya no había viento veloz. Y no tenían ni un moretón.

—He hecho un apañillo en las velocidades y las posiciones —dijo el creador al ver su expresión—. ¿Qué me estabas diciendo?

—Que tenía ganas de dejar de precipitarme a mi muerte —dijo Rincewind.

—Ah. Bien. Pues me alegro de haberlo arreglado —el creador miró a su alrededor, distraído—. No habréis visto mi libro, ¿verdad? Cuando empecé lo tenía en la mano, creo. Un día voy a perder la cabeza. Una vez hice un mundo entero y me olvidé por completo de los finguels. Joder, no puse ni uno. No pude conseguirlos a tiempo y me dije a mí mismo que ya volvería un momento cuando estuvieran en stock, pero se me fue de la cabeza del todo. Imaginaos. Nadie se dio cuenta, claro, porque obviamente evolucionaron allí y no sabían que tenía que haber finguels, pero estaba claro que aquello les causaba profundos problemas psicológicos. En el fondo se daban cuenta de que faltaba algo, mismamente.

El creador recobró la compostura.

—En todo caso, no me puedo quedar todo el día —dijo—. Como he dicho, tengo muchos trabajos que hacer.

—¿Muchos? —dijo Eric—. Pensaba que solamente había uno.

—Oh, no. Hay montones —dijo el creador, empezando a desvanecerse—. Es cosa de la mecánica cuántica, mira por dónde. No se hace una vez y ya está. No, no paran de ramificarse. Lo llaman decisión múltiple, es como pintar el… pintar el… Pintar algo muy grande que tienes que seguir pintando, mismamente. Está muy bien decir que tienes que cambiar un detallito, pero ¿qué detallito cambias? Esa es la putada. Bueno, encantado de haberos conocido. Si necesitáis algún trabajillo extra, ya sabéis, una luna extra o algo así…

—¡Eh!

El creador reapareció, con las cejas levantadas en un gesto de sorpresa cortés.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Rincewind.

—¿Ahora? Bueno, me imagino que pronto ya habrá dioses. No tardan mucho en mudarse e instalarse, ya sabéis. Son como moscas alrededor de una… Moscas alrededor de una… Como moscas. Suelen llegar muy animados, pero pronto se tranquilizan. Supongo que ellos se ocupan de la gente, etecé. —El creador se inclinó hacia delante—. Nunca se me ha dado bien hacer gente. No me salen bien los brazos y las piernas —y se desvaneció.

Esperaron.

—Creo que esta vez se ha ido de verdad —dijo Eric al cabo de un momento—. Qué hombre tan agradable.

—Ciertamente uno entiende mucho mejor por qué el mundo es como es después de hablar con él —dijo Rincewind.

—¿Qué es una mecánica cuántica?

—No lo sé. Una mujer que reparara cuantos, supongo.

Rincewind miró el sándwich de huevo con berro que todavía tenía en la mano. Seguía faltándole la mayonesa y el pan estaba mustio, pero pasarían miles de años antes de que volviera a existir otro. Tenía que aparecer la agricultura, la domesticación de los animales, la evolución del cuchillo para pan a partir de su antepasado primitivo de sílex, el desarrollo de la tecnología láctea —y si había ganas de hacer las cosas bien, el cultivo de olivos y de pimenteros, las salinas, los procesos de fermentación del vinagre y las técnicas de la química alimentaria elemental— antes de que el mundo viera otro igual. Era algo único, un triangulito blanco lleno de anacronismos, perdido y solo en un mundo hostil.

Le dio un mordisco de todas maneras. No estaba muy bueno.

—Lo que no entiendo —dijo Eric— es por qué estamos aquí.

—Supongo que no es una pregunta filosófica —dijo Rincewind—. Supongo que quieres decir: ¿por qué estamos aquí en el alba de la creación en esta playa casi sin usar?

—Sí. Eso quiero decir.

Rincewind se sentó en una roca y suspiró:

—Me parece que es bastante obvio, ¿no? —dijo—. Tú querías vivir por toda la eternidad.

—Yo no dije nada de viajar en el tiempo —dijo Eric—. Lo dije muy clarito para que no hubiera trucos.

—No hay ningún truco. El deseo está intentando ayudarte. O sea, es bastante obvio si piensas en ello. «Eternidad» abarca todo el alcance del tiempo y del espacio. Eternidad. Por toda la e-ter-ni-dad. ¿Lo entiendes?

—¿Quieres decir que hay que empezar en la casilla uno?

—Exacto.

—¡Pero eso no me sirve! ¡Pasarán años antes de que haya nadie más!

—Siglos —le corrigió Rincewind en tono sombrío—. Milenios. Iones. Y luego vendrán toda clase de guerras y monstruos y cosas de esas. La mayor parte de la historia es bastante atroz, si te fijas bien. O aunque no te fijes muy bien.

—Pero lo que yo quería decir era que quería continuar viviendo eternamente a partir de ahora —dijo Eric en tono frenético—. O sea, de entonces. Quiero decir que mira este sitio. No hay chicas. No hay gente. Nada que hacer el sábado por la noche.

—Ni siquiera van a existir los sábados por la noche hasta dentro de miles de años —dijo Rincewind—. Solamente habrá noches.

—Tienes que llevarme de vuelta ahora mismo —dijo Eric—. Te lo ordeno. ¡Vade retro!

—Tú di eso una vez más y te retuerzo la oreja —dijo Rincewind.

—¡Pero si solamente tienes que chasquear los dedos!

—No funcionará. Ya has tenido tus tres deseos. Lo siento.

—¿Y qué hago ahora?

—Bueno, si ves algo que sale reptando del mar e intenta respirar, dile que no vale la pena.

—Esto te parece gracioso, ¿no?

—Es bastante divertido, ahora que lo mencionas —dijo Rincewind con cara inexpresiva.

—Pues la broma va a ir dejando de hacer gracia con el paso de los años —dijo Eric.

—¿Qué?

—Bueno, tú no vas a ninguna parte, ¿verdad? Vas a tener que quedarte conmigo.

—Bobadas. Lo que voy a… —Rincewind miró a su alrededor a la desesperada.

«¿Qué voy a hacer?», pensó.

Las olas rompían tranquilamente en la playa, todavía sin demasiada fuerza porque estaban tanteando el terreno. Se acercaba la primera subida de la marea, con cautela. No había línea de marea, no había ninguna marca sesgada de algas viejas y conchas para darle alguna idea de qué se esperaba de ella. El aire tenía el olor limpio y fresco de un aire que todavía está por conocer los efluvios del suelo de un bosque o los pormenores del aparato digestivo de un rumiante.

Rincewind había crecido en Ankh-Morpork. Le gustaba el aire que había visto un poco de mundo, que había conocido a gente, que había vivido.

—Tenemos que volver —dijo en tono apremiante.

—Eso es lo que te estaba diciendo —dijo Eric al límite de su paciencia.

Rincewind dio otro mordisco al sándwich. Había visto la cara de la muerte muchas veces, o más exactamente la Muerte le había visto el pescuezo alejándose a toda prisa muchas veces, y de pronto la idea de vivir eternamente no le seducía. Había, por supuesto, grandes preguntas cuyas respuestas podía aprender, como por ejemplo cómo evolucionaba la vida y todas esas cosas, pero visto como una forma de pasar todo tu tiempo libre durante la siguiente eternidad, no llegaba ni a las suelas de un anochecer tranquilo paseando por las calles de Ankh-Morpork.

Con todo, había adquirido un antepasado. No estaba mal. No todo el mundo tenía un antepasado. ¿Qué habría hecho su antepasado en una situación como aquella?

No habría estado allí.

Bueno, sí, claro, pero aparte de eso, lo que habría hecho… Habría usado su certera mente militar para tener en cuenta las herramientas a su alcance, eso es lo que habría hecho.

Él tenía: (1) Un sándwich de huevo con berro a medio comer. Que no le servía de nada. Lo tiró.

Tenía: (2) A sí mismo. Dibujó una marca en la arena. No tenía muy claro para qué podía servir, pero ya volvería a ello más adelante.

Tenía: (3) A Eric. Demonólogo de trece años y zona cero de ataque de acné.

Y eso parecía ser todo.

Miró la arena limpia y blanca un rato, dibujándole garabatos.

Luego dijo en voz baja:

—Eric. Ven aquí un momento…

Las olas eran mucho más fuertes ahora. Realmente le habían cogido el tranquillo a aquello de la marea y estaban practicando un poco de flujo y reflujo.

Astfgl se materializó en medio de una nube de humo azul.

—¡Ajá! —dijo, pero le quedó un poco desangelado porque no había nadie para oírlo.

Miró el suelo. Había huellas en la arena. Cientos. Corrían de un lado para otro, como si algo hubiera estado buscando frenéticamente, y luego desaparecían.

Se acercó más. Era difícil de distinguir por culpa de todas las huellas y los efectos del viento, y la marea pero justo al borde de la espuma se veían las señales inconfundibles de un círculo mágico.

Astfgl dijo una palabrota que hizo cristalizar la arena a su alrededor y desapareció.

La marea siguió a lo suyo. En otro punto de la playa la última ola se derramó en un hueco entre las rocas y el nuevo sol iluminó los restos de un sándwich de huevo con berro a medio comer. La acción de la marea le dio la vuelta. Miles de bacterias se encontraron de pronto en medio de una explosión de sabor y empezaron a reproducirse como locas.

Si hubiera habido algo de mayonesa, la vida podría haber sido muy distinta. Más sabrosa y quizá también un poco más jugosa.

Viajar por medio de la magia siempre presentaba inconvenientes importantes. El principal era la sensación de que se te estaba quedando atrás el estómago. Y la mente se te llenaba de terror porque el lugar de destino siempre era un poco incierto. «Cualquier parte» representaba una gama muy restringida de opciones comparado con la clase de sitios adonde te podía transportar la magia. El viaje en sí era fácil. Lo que costaba un esfuerzo considerable era llegar a un destino que te permitiera, por ejemplo, sobrevivir en las cuatro dimensiones al mismo tiempo.

En realidad el margen de error era tan enorme que el hecho de emerger en una caverna bastante normal y corriente con el suelo de arena acabó pareciendo un anticlímax.

En la pared opuesta había una puerta.

No había duda de que era una puerta prohibitoria. Parecía como si su diseñador hubiera estudiado todas las puertas de celdas que había podido encontrar y luego se le fuera la mano y hubiera construido, por decirlo de algún modo, una versión para orquesta sinfónica visual. Era más bien un portalón. Sobre su arco medio desmoronado había grabada una advertencia antigua y probablemente temible, aunque destinada a permanecer desapercibida debido a que alguien le había pegado encima un letrero brillante rojo y blanco que decía: «¡¡¡No hay que estar "condenado" para trabajar aquí, pero ayuda!!!».

Rincewind miró el letrero con los ojos guiñados.

—Claro que lo puedo leer —dijo—. Lo que pasa es que no me lo creo.

»Los signos de exclamación múltiples —continuó, negando con la cabeza— son señal segura de una mente enferma.

Miró detrás de él. El contorno reluciente del círculo mágico de Eric perdió intensidad y se apagó con un parpadeo.

—No es que sea quisquilloso, de verdad —dijo—. Es que me pareció entender que podías llevarnos a Ankh. Y esto no es Ankh. Me doy cuenta por los pequeños detalles, como las sombras rojas parpadeantes y los gritos lejanos. En Ankh los gritos suelen estar mucho más cerca —añadió.

—Creo que ya he hecho bastante con hacerlo funcionar —dijo Eric, molesto—. Se supone que no se pueden ejecutar círculos mágicos a la inversa. En teoría quiere decir que te quedas en el círculo y la realidad se mueve a tu alrededor. Creo que me ha salido muy bien. Fíjate —añadió, con una repentina vibración de entusiasmo en la voz—, si reescribes el códice fuente y, esta es la parte difícil, lo diriges por una red de alto…

—Sí, sí, muy ingenioso, no sé qué es lo siguiente que se os ocurrirá —dijo Rincewind—. Lo que pasa es que estamos… que creo que esto tiene mucha pinta de ser el infierno.

—¿Ah?

La falta de reacción de Eric despertó la curiosidad de Rincewind.

—Ya sabes —añadió—. Ese sitio donde están todos los demonios.

—¿Ah?

—Se suele considerar que no es un sitio agradable —dijo Rincewind.

—¿No crees que podemos explicarles lo que nos pasa?

Rincewind reflexionó sobre aquello. Ahora que lo pensaba, no estaba seguro de qué te hacían los demonios. Pero sí sabía lo que te hacían los humanos, y después de una vida entera en Ankh-Morpork aquel sitio podía suponer una mejora. O por lo menos, sería más cálido.

Miró el aldabón de la puerta. Era negro y espantoso, pero no importaba porque también estaba atado de forma que no se podía usar. A su lado, con todo el aspecto de haber sido instalado recientemente por alguien que no sabía lo que estaba haciendo y no quería hacerlo, había un botón incrustado en la madera astillada. Rincewind lo pulsó de forma experimental.

El ruido que hizo podía haber sido alguna vez una melodía popular, posiblemente incluso una melodía escrita por un compositor lleno de talento para quien se había revelado, durante un breve instante de éxtasis, la música de las esferas. Ahora, sin embargo, simplemente hizo: Bing-BONG, ding-DONG.

Y sería hacer un uso descuidado del idioma decir que la cosa que respondió a la puerta era una pesadilla. Las pesadillas suelen estar llenas de bobadas, y resulta muy difícil explicarle a alguien qué tiene de temible que tus calcetines cobren vida o que salgan zanahorias gigantes saltando de los setos. Pero esta cosa era la clase de cosa terrorífica que solamente podía crear alguien que se sentara y pensara en pensamientos horribles con mucha lucidez. Tenía más tentáculos que patas, pero menos brazos que cabezas.

También llevaba una insignia.

La insignia decía: «Me llamo Urglefloggah, Engendro del Averno y Guardián Repulsivo del Portal Pavoroso: ¿En Qué Puedo Ayudarle?».

Y aquello no le hacía mucha gracia.

—¿Sí? —bramó.

Rincewind todavía estaba leyendo la inscripción.

—¿Que en qué puedes ayudarnos?

Urglefloggah, que se parecía un poco al difunto Quesoricóttatl, hizo rechinar algunos de sus dientes.

—«Hola… amigos» —recitó, al estilo de alguien a quien le han explicado pacientemente su guión con la ayuda de un hierro candente—. «Me llamo Urglefloggah, Engendro del Foso, y seré su anfitrión hoy… Quiero ser el primero en darles la bienvenida a nuestros fastuosos…»

—Espera un momento —dijo Rincewind.

—«… Elegidos para su comodidad…» —dijo Urglefloggah con voz retumbante.

—Aquí falla algo —dijo Rincewind.

—«… Para colmar todos los deseos de ustedes, los clientes…» —continuó estoicamente el demonio.

—Perdón —dijo Rincewind.

—«… Tan placentera como sea posible» —dijo Urglefloggah. Hizo un ruido parecido a un suspiro de alivio, desde las profundidades de sus mandíbulas. Ahora parecía estar escuchando por primera vez—. ¿Sí? ¿Qué?

—¿Dónde estamos? —dijo Rincewind.

Varias bocas sonrieron:

—¡Arredraos, mortales!

—Yo me he lavado antes de salir de casa —dijo Eric—. Pero es que nos ha pasado de todo…

—¡Postraos y humillaos, mortales! —se corrigió a sí mismo el demonio—. Porque estáis condenados a una eternidad de… —se detuvo y soltó un gemido.

«Habrá un período de terapia correctiva —se corrigió a sí mismo de nuevo, escupiendo bilis con cada palabra— que confiamos sea lo más instructivo y ameno posible, con la debida atención a los derechos de ustedes, los clientes. Miró a Rincewind con varios ojos.

—Temible, ¿no? —dijo con una voz más normal—. No me culpéis a mí. Si de mí dependiera, soltaría el viejo rollo de las cosas candentes por donde ya sabéis, tut suit.

—Esto es el Infierno, ¿verdad? —dijo Eric—. He visto dibujos.

—Ahí es donde estáis —dijo el demonio en tono lastimero. Se sentó, o por lo menos se dobló de alguna forma complicada—. Servicio personal, eso es lo que había antes. La gente sentía que nos interesábamos por ellos, que no eran simples números sino, bueno, víctimas. Teníamos una tradición de servicio. Pero a él le trae sin cuidado. Y bueno, ¿por qué os estoy contando mis problemas? Como si no tuvierais bastante vosotros, con eso de estar muertos y estar aquí. No sois músicos, ¿verdad?

—En realidad ni siquiera estamos mue… —empezó a decir Rincewind. El demonio no le hizo caso, sino que se puso de pie y empezó a caminar lenta y pesadamente por el pasillo húmedo, haciéndoles señales para que lo siguieran.

—Si fuerais músicos ibais a odiar este sitio. O sea, a odiarlo más. De las paredes sale música todo el día, bueno, lo que él llama música, yo no tengo nada contra una buena canción, en serio, algo que se pueda gritar y todo eso, pero este no es el caso, o sea, yo tengo entendido que nosotros teníamos todas las mejores canciones, así que ¿por qué tenemos que aguantar esto que suena como si alguien se hubiera dejado encendido el piano y se hubiera marchado?

—De hecho…

—Y luego están las macetas con plantas. No me malinterpretéis, me gusta ver un poco de verde por aquí. Pero algunos de los chicos dicen que estas plantas no son de verdad, y lo que yo digo es que tienen que serlo, porque nadie que estuviera bien de la cabeza haría una planta que pareciera cuero de color verde oscuro y oliera a perezoso muerto. Y él dice que le dan al sitio un aire abierto y amistoso. ¡Un aire abierto y amistoso! He visto a buenos jardineros derrumbarse y llorar. Os lo juro, me decían que cualquier cosa que les hiciéramos después les parecía una mejora.

—Todavía no nos hemos… —dijo Rincewind, intentando embutir las palabras en alguna pausa del discurso monótono e interminable de aquella cosa, pero no fue lo bastante rápido.

—La máquina del café, eso sí, la máquina del café es buena, os lo aseguro. Antes solamente ahogábamos a la gente en lagos de pis de gato, no les hacíamos comprarlo a la taza.

—¡No estamos muertos! —gritó Eric.

Urglefloggah se detuvo, tembloroso.

—Claro que estáis muertos —dijo—. Si no, no estaríais aquí. No me imagino a gente viva bajando aquí. No durarían ni cinco minutos —abrió varias de sus bocas, mostrando un amplio surtido de colmillos—. Jua, jua —añadió—. Si yo pillara a alguien vivo por aquí…

No era por nada que Rincewind había sobrevivido durante años en medio de las complejidades paranoicas de la Universidad Invisible. Se sentía casi como en su casa. Sus reflejos funcionaron con una precisión increíble.

—¿O sea que no te lo han dicho? —dijo.

Era difícil saber si la expresión de Urglefloggah cambió, aunque solamente fuera porque era difícil saber qué parte de aquella cosa era su expresión, pero ciertamente proyectó un aire familiar de incerteza súbita y resentida.

—¿Decirme qué? —dijo.

Rincewind miró a Eric.

—Pues deberían avisar a la gente, ¿no?

—¿Avisar de q…? ¡Argggg! —dijo Eric, agarrándose el tobillo.

—Así es la administración de empresas moderna —dijo Rincewind, con la cara irradiando ultraje—. Van y hacen un montón de cambios, lo reorganizan todo, ¿y acaso consultan a la gente que constituye el mismo esqueleto…?

—… Exoesqueleto… —corrigió el demonio.

—… ¿O cualquier otra estructura calcárea o quitinosa de la organización? —terminó Rincewind sin perder aplomo.

Se quedo esperando lo que sabía que vendría a continuación.

—Ah, no, ellos no —dijo Urglefloggah—. Están demasiado ocupados poniendo letreros.

—Me parece una actitud repulsiva —dijo Rincewind.

—¿Sabéis —dijo Urglefloggah— que no me dejaron entrar en las vacaciones del Club 18.000-30.000? Me dijeron que era demasiado mayor. Que les iba a estropear la diversión.

—¿Adónde va a ir a parar el submundo? —dijo Rincewind en tono comprensivo.

—Nunca vienen aquí abajo, ¿sabéis? —dijo el demonio, alicaído—. Nunca me avisan de nada. ¡Ah, sí, muy importante, vigilar la puta puerta, eso sí que es importante, pues no me lo parece!

—Mira —dijo Rincewind—. ¿Quieres que hable con ellos?

—Todo el tiempo aquí abajo, recibiendo a los que llegan…

—¿No querrías que habláramos con alguien? —dijo Rincewind.

El demonio se sorbió varias narices al mismo tiempo.

—¿No os importaría? —dijo.

—No, me encantaría —dijo Rincewind.

Urglefloggah se animó un poco, pero no demasiado, por si acaso.

—No puede hacer daño a nadie, ¿no? —dijo.

Rincewind hizo acopio de valor y le dio unas palmaditas a la cosa en el sitio que confió fervientemente que fuera la espalda.

—Tú no te preocupes —dijo.

—Muy amable.

Rincewind miró a Eric por encima de la mole temblorosa.

—Es hora de irnos —dijo—. No vayamos a llegar tarde a nuestra cita —le hizo señas frenéticas por encima de la cabeza del demonio.

Eric sonrió.

—Sí, claro, la cita —dijo.

Subieron por el amplio pasillo.

Eric soltó una risita histérica.

—Ahora es cuando corremos, ¿no? —dijo.

—Ahora es cuando caminamos —dijo Rincewind—. Solamente caminamos. Lo importante es fingir despreocupación. Y esperar al momento preciso para cada cosa.

Miró a Eric.

Eric lo miró a él.

Detrás de ellos, Urglefloggah hizo un ruido como de «acabo de entenderlo».

—¿Como ahora? —dijo Eric.

—Ahora está bien, sí.

Echaron a correr.

El infierno no era lo que Rincewind se esperaba, aunque había señales de lo que fue alguna vez: escoria de hornos en las paredes, una quemadura muy fea en el techo. Y hacía calor, esa clase de calor que se consigue hirviendo aire dentro de un horno durante años.

El infierno, tal como se ha sugerido, son los demás.

Esto siempre ha resultado sorprendente para muchos demonios en activo, que siempre habían creído que el infierno era clavarle cosas afiladas a la gente, empujarlos a lagos de sangre y esas cosas.

Esto es porque los demonios, como la mayoría de la gente, no consiguen distinguir entre cuerpo y alma.

Lo cierto era que, tal como habían percibido hordas de reyes de los demonios, había un límite a las cosas que se le podía hacer a un alma con, por ejemplo, pinzas al rojo, porque incluso las almas más malignas y corruptas eran lo bastante listas como para darse cuenta de que al no estar ya unidas al cuerpo y sus terminaciones nerviosas concomitantes, no había ninguna razón real, más que la fuerza de la costumbre, por la cual tuvieran que sufrir ninguna agonía atroz. Así que no la sufrían. Los demonios continuaban con su trabajo de todas formas, ya que la estupidez ciega e inconsciente es parte de lo que comporta ser un demonio, pero como nadie sufría tampoco se lo pasaban muy bien y todo aquello resultaba absurdo. Siglos y siglos de absurdidad.

Astfgl había adoptado, sin ser consciente de lo que estaba haciendo, un método radicalmente nuevo.

Los demonios se pueden mover entre dimensiones, y así era como había encontrado los ingredientes básicos para un equivalente muy valioso del lago de sangre, por decirlo de alguna forma, para el alma. Aprended de los humanos, les dijo a los señores de los demonios. Aprended de los humanos. Es asombroso lo que se puede aprender de los humanos.

Tomad, por ejemplo, cierto tipo de hotel. Probablemente sea una versión inglesa de un hotel americano, pero gestionado con esa genialidad típica de los ingleses para coger algo americano y extraerle su único aspecto valioso, de forma que uno termina con comida rápida lenta, música country al estilo de Cornualles, y, bueno, este hotel.

Hoy se cierra pronto. La barra del bar no es más que una mesa recubierta con paneles de color pastel y una estúpida cubitera encima, colocada en una esquina, y no abrirá hasta dentro de muchas horas. Luego añadimos la lluvia y hacemos que el único canal que se coja en la tele sea, tal vez, el Channel Four galés, mostrando su habitual bucle infinito del Eisteddfod de Dyosgsaw-y-Dwondy. Y solamente hay un libro en todo el hotel, olvidado por una víctima anterior. Es uno de esos libros donde el nombre del autor figura en la portada en letras doradas en relieve mucho más grandes que el título, y probablemente también tiene una rosa y una bala. Faltan la mitad de las páginas.

Y en el único cine del pueblo pasa algo con subtítulos y paraguas franceses.

Luego detenemos el tiempo pero no la experiencia, de forma que parezca que la pelusa de la moqueta se está hinchando hasta llenar el cerebro y la boca empiece a saber a dentadura postiza rancia.

Y hacemos que eso dure para siempre. Eso es más tiempo todavía del que falta para que abran.

Y entonces lo destilamos.

Por supuesto, al Mundodisco le faltan bastantes de los elementos mencionados más arriba, pero el aburrimiento es universal y en el Infierno Astfgl había conseguido una modalidad bastante elevada de aburrimiento, que es el aburrimiento que a) te está costando dinero, y b) está teniendo lugar mientras deberías estar pasándotelo bien.

Las cavernas que se abrían ante Rincewind estaban llenas de niebla y de elegantes mamparas. De vez en cuando surgían gritos de hastío de entre las macetas, pero principalmente había el terrible silencio abrumador del cerebro humano siendo reducido a queso cremoso desde dentro.

—No lo entiendo —dijo Eric—. ¿Dónde están los hornos? ¿Dónde están las llamas? ¿Dónde —añadió, esperanzado— están los súcubos?

Rincewind echó un vistazo al objeto en exposición más cercano.

Un demonio desconsolado, cuya insignia proclamaba que era Azaremoth, el Hedor del Aliento de Perro, y además le deseaba al lector que tuviera un buen día, estaba sentado al borde de un foso poco profundo en cuyo interior había un hombre despatarrado y encadenado a una roca.

A su lado había posado un pájaro de aspecto muy fatigado. A Rincewind le había parecido que el loro de Eric tenía mala pinta, pero estaba claro que este otro pájaro había tenido una vida dura de verdad. Daba la impresión de que primero lo habían desplumado y luego le habían vuelto a clavar las plumas.

La curiosidad venció la cobardía habitual de Rincewind.

—¿Qué está pasando? —dijo—. ¿Qué le están haciendo?

El demonio dejó de dar golpecitos con los talones en el borde del foso. No se le ocurrió cuestionar la presencia de Rincewind. Dio por sentado que no estaría allí a menos que tuviera derecho a estar. La alternativa era impensable.

—No sé qué ha hecho —dijo—, pero cuando yo llegué su castigo era estar encadenado a esa roca y cada día bajaba un águila y le arrancaba el hígado a picotazos. Era un clásico de por aquí.

—Ahora ya no parece que le esté atacando —dijo Rincewind.

—No. Todo ha cambiado. Ahora el águila baja volando todos los días y le habla de su operación de hernia. Y resulta eficaz, te lo aseguro —dijo el demonio en tono triste—. Pero no es lo que yo personalmente llamaría tortura.

Rincewind se dio la vuelta, pero no antes de vislumbrar la expresión de agonía terminal en la cara de la víctima. Era terrible.

Y sin embargo, aquello no era lo peor. En el foso de al lado a varias personas encadenadas y quejumbrosas les estaban enseñando una serie de pinturas. Un demonio delante de ellos les estaba leyendo un texto.

—… Ésta es de cuando estuvimos en el Quinto Círculo, lo que pasa es que no se ve el sitio donde estábamos alojados, quedaba un poco más a la izquierda. Y ésta es aquella pareja tan graciosa a la que conocimos, no os lo creeríais nunca, vivían en los Llanos Helados de la Condenación, justo al lado de…

Eric miró a Rincewind.

—¿Les está enseñando cuadros de sus vacaciones? —dijo.

Los dos se encogieron de hombros y se alejaron, negando con la cabeza.

Luego vieron un montículo. Al pie del mismo había un hombre esposado, con la cabeza desesperada apoyada en las manos. A su lado había un demonio verde bajo y rechoncho, casi desfallecido bajo el peso de un libro enorme.

—He oído hablar de éste —dijo Eric—. Un tipo que desafió a los dioses o algo parecido. Tiene que estar todo el tiempo empujando esa roca colina arriba aunque la roca no para de caerse rodando…

El demonio levantó la vista.

—Pero primero —trinó— tiene que escuchar las Regulaciones de Insalubridad e Inseguridad sobre el Levantamiento y Transporte de Objetos Pesados.

De hecho, el volumen 93 de las Apostillas. Las regulaciones en sí ocupaban 1440 volúmenes más. Y eso solamente era la Primera Parte.

A Rincewind siempre le había gustado el aburrimiento y lo había anhelado aunque solamente fuera por su valor como rareza. Siempre le había parecido que los únicos momentos en su vida en que no le estaban persiguiendo, encarcelando o aporreando eran cuando lo estaban tirando desde lo alto de los sitios, y aunque caer desde las alturas acababa resultando bastante repetitivo, no contaba realmente como «aburrido». El único período que podía recordar con cierto cariño fue su breve período como ayudante de bibliotecario en la Universidad Invisible, donde no había gran cosa que hacer más que leer libros, asegurarse de que no se interrumpía el suministro de plátanos del Bibliotecario y, en contadas ocasiones, ayudarlo con un grimorio particularmente recalcitrante.

Ahora se daba cuenta de qué era lo que hacía tan atractivo al aburrimiento. Era el convencimiento de que a la misma vuelta de la esquina estaban pasando cosas peores, peligrosamente excitantes, y que tú estabas bien lejos de ellas. Para que el aburrimiento fuera agradable, tenía que haber algo con que compararlo.

Mientras que esto era puro aburrimiento encima de más aburrimiento, acumulándose hasta convertirse en un enorme y aplastante mazo que paralizaba todo pensamiento y experiencia y machacaba la eternidad hasta convertirla en algo parecido a la franela.

—Esto es espantoso —dijo.

El hombre encadenado levantó una cara demacrada.

—¿A mí me lo dices? —dijo—. A mí me gustaba empujar la roca colina arriba. Te podías parar a charlar un rato, ver lo que pasaba por ahí, podías agarrarla de formas distintas y todo eso. Yo era un poco una atracción turística, la gente me señalaba con el dedo. No diría yo que era divertido, pero le daba un sentido a tu otra vida.

—Y yo le ayudaba —dijo el demonio, con la voz cargada de indignación malhumorada—. Te echaba un poco una mano a veces, ¿no? Le contaba los chismes y todo eso. Le animaba un poco cuando la roca rodaba colina abajo. Decía cosas como «coño, ahí cae otra vez la puta» y él contestaba «la madre que la parió». Nos lo pasábamos bien, ¿verdad? Qué tiempos aquellos —se sonó la nariz.

Rincewind tosió.

—Esto ya es demasiado —dijo el demonio—. En los viejos tiempos éramos felices. No hacíamos mucho daño a nadie y bueno, estábamos todos juntos.

—Eso es —dijo el hombre encadenado—. Uno sabía que si no se metía en problemas tenía una posibilidad de salir algún día. ¿Sabéis que una vez por semana tengo que parar para tomar lecciones de trabajos artesanales?

—Eso tiene que estar bien —dijo Rincewind en tono incierto.

El hombre entrecerró los ojos:

—¿Cestería? —dijo.

—Llevo dieciocho milenios aquí, desde que era un simple diablillo —gruñó el demonio—. Aprendí el oficio. Dieciocho mil putos años detrás del tridente y ahora esto. Leer un…

Un estruendo resonó por todo el Infierno.

—Ay, ay —dijo el demonio—. Parece que Él ha vuelto. Y parece furioso. Mejor será que volvamos al trabajo.

Y ciertamente, por todos los círculos del Hades, los demonios y los condenados se pusieron a gemir al unísono y volvieron a sus infiernos privados.

El hombre encadenado se puso a sudar.

—Escucha, Vizzimuth —dijo—. ¿No podríamos saltarnos aunque fuera un párrafo o dos…?

—Es mi trabajo —dijo el demonio desconsoladamente—. Ya sabes que Él lo comprueba, no me pagan lo bastante para esto… —su voz se apagó, miró a Rincewind con una mueca triste y le dio unos golpecitos cariñosos con una garra a la figura sollozante.

»Te diré qué haremos —dijo en tono amable—. Me saltaré algunas de las subcláusulas.

Rincewind cogió a Eric por un hombro.

—Mejor será que sigamos adelante —dijo en voz baja.

—Esto es verdaderamente espantoso —dijo Eric mientras se alejaban—. Le da mala fama a la maldad.

—Hum —dijo Rincewind. No le gustaba cómo sonaba aquello de que Él había vuelto y Él estaba furioso. Siempre que alguien lo bastante importante como para merecer las mayúsculas estaba furioso en las inmediaciones de Rincewind, solía estar furioso con él—. Si sabes tantas cosas sobre este sitio —dijo—, ¿no te acordarás también de cómo se sale?

Eric se rascó la cabeza.

—Ayuda si uno de los que quieren salir es una chica —dijo—. De acuerdo con la mitología efebia, hay una chica que baja aquí todos los inviernos.

—¿Para no pasar frío?

—Creo que la historia dice que en realidad es ella la que crea el invierno, o algo así.

—He conocido mujeres así —dijo Rincewind, asintiendo con expresión docta.

—O también ayuda si tienes una lira, creo.

—Ah —dijo Rincewind. Lo pensó un momento y añadió—: ¿Para largarte con la música a otra parte o algo así?

—Había que encandilar a alguien tocándola —dijo Eric en tono paciente—. Da igual.

—Ah.

—Y… y… cuando te estás marchando, si miras atrás… Creo que las granadas tienen algo que ver… o… o quizá te conviertes en un bloque de madera.

—Yo nunca miro atrás —dijo Rincewind con firmeza—. Una de las primeras reglas de salir corriendo es que nunca hay que mirar atrás.

Se oyó un rugido detrás de ellos.

—Sobre todo cuando uno oye ruidos estridentes —continuó Rincewind—. Cuando se trata de cobardía, eso es lo que distingue a los hombres de los borregos. Hay que echar a correr sin pensárselo —se agarró los faldones de la túnica.

Y corrieron y corrieron, hasta que una voz familiar dijo:

—¡Ha de ahí abajo, camaradas! ¡Subid! Es maravilloso la de viejos amigos que uno encuentra por aquí.

Y otra voz dijo:

—¿Comosellame? ¿Comosellame?

—¡¿Dónde están?!

Los sub-señores del Infierno temblaron. Aquello iba a ser espantoso. Podía incluso resultar en un memorando.

—No se pueden haber escapado —bramó Astfgl—. Están por aquí, en alguna parte. ¿Por qué no podéis encontrarlos? ¿Acaso estoy rodeado no solamente de idiotas sino también de incompetentes?

—Mi señor…

Los príncipes de los demonios se giraron.

El que acababa de hablar era el duque Vassenego, uno de los demonios más viejos. Nadie sabía su edad exacta. Pero si no había inventado personalmente el pecado original, por lo menos había hecho una de las primeras copias. En términos de iniciativa pura y zorrería podría haber pasado por humano, y de hecho solía adoptar la forma de un abogado anciano y más bien tristón con un águila en algún punto de su árbol genealógico.

Y todas las mentes demoníacas pensaron: «Pobre Vassenego, esta vez sí que la ha cagado. Esta vez no va a ser solamente un memorando, también un documento normativo con una copia a todos los departamentos y otra para los archivos».

Astfgl se giró lentamente, como si estuviera encima del plato de un tocadiscos. Volvía a tener su forma preferida pero se había transportado a sí mismo, por decirlo de algún modo, a un nivel superior de emoción. La mera idea de humanos vivos en sus dominios le hacía chirriar de furia como si fuera una cuerda de violín. No se podía confiar en ellos. Eran impredecibles. El último humano al que se había permitido bajar aquí vivo le había dado una mala prensa terrible al lugar. Por encima de todo, le hacían sentirse inferior.

Ahora todo el vataje de su rabia se concentró en el viejo demonio.

—¿Tienes algo que decir? —le dijo.

—Iba a decir únicamente, señor, que hemos llevado a cabo un registro extensivo de los ocho círculos y no me cabe la menor duda…

—¡Silencio! ¡No creáis que no sé lo que está pasando! —gruñó Astfgl, dando vueltas en torno a la figura postrada—. ¡Te he visto a ti… Y a ti… Y a ti… —señaló con el tridente a algunos de los otros lores ancianos— conspirando en las esquinas, instigando la rebelión! ¡Aquí mando yo! ¿Lo entendéis? ¡Y me vais a obedecer!

Vassenego estaba pálido. Sus orificios nasales de patricio se inflaron como entradas de aire de motores a reacción. Todo en él decía: ¡criatura pomposa, por supuesto que instigamos a la rebelión, somos demonios! ¡Y yo ya estaba haciendo enloquecer a príncipes cuando tú estabas incitando a gatos a que dejaran ratones muertos debajo de las camas, papanatas estrecho de miras y adorador de los documentos! Todo en él decía aquello, excepto su voz, que dijo en tono calmado:

—Nadie niega eso, señor.

—¡Pues volved a buscar! ¡Y al demonio que los ha dejado entrar lo vais a llevar al foso más profundo y lo vais a desmembrar! ¿Ha quedado claro?

Vassenego enarcó las cejas:

—¿Al viejo Urglefloggah, señor? Ha sido tonto, ciertamente, pero es leal como…

—¿Estás por casualidad intentando contradecirme?

Vassenego vaciló. Por muy fastidioso que considerara al Rey en privado, los demonios son firmes creyentes en la precedencia y la jerarquía. Había demasiados demonios jóvenes presionando a los lores veteranos desde debajo para que ellos demostraran abiertamente las vías del regicidio y el golpe de Estado, no importaba cuál fuera la provocación. Vassenego tenía sus propios planes. No tenía sentido estropear las cosas ahora.

—No, señor —dijo—. Pero eso querrá decir, señor, que el Portal Pavoroso ya no…

—¡Hazlo!

El Equipaje llegó al Portal Pavoroso.

No había forma de describir lo furioso que se podía poner uno tras correr casi el doble de la longitud del continuo espacio-temporal, y el Equipaje ya estaba de bastante mal humor antes de empezar.

Miró las bisagras. Miró las cerraduras. Retrocedió un par de pasos y pareció leer el nuevo letrero que había sobre el portal.

Posiblemente aquello lo enfureció más, aunque con el Equipaje no había ninguna forma fiable de saberlo debido a que pasaba todo el tiempo más allá, por decirlo de algún modo, del horizonte de hostilidad.

Las puertas del Infierno eran antiguas. No eran solamente el tiempo y el calor lo que había cocido su madera hasta convertirla en algo parecido al granito negro. También habían absorbido miedo y maldad embotada. Ya eran más que simples objetos con que llenar un agujero en la pared. Eran lo bastante listas como para ser vagamente conscientes de lo que probablemente les deparaba el futuro.

Vieron al Equipaje tomar carrerilla sobre la arena, flexionar las piernas y agacharse.

La cerradura hizo clic. Los pestillos se descorrieron a toda prisa. Los enormes barrotes se retiraron de sus encajes. Las puertas se abrieron de golpe contra las paredes.

El Equipaje se relajó. Estiró los músculos. Caminó hacia delante. Casi paseando. Pasó entre las bisagras en tensión y, cuando ya casi estaba al otro lado, se dio la vuelta y le arreó una buena patada a la puerta más cercana.

Había una rueda de molino enorme de las que normalmente accionan los molinos al empujarlas. Ésta en concreto no producía energía para nada y tenía unos cojinetes particularmente chirriantes. Era una de las ideas más inspiradas de Astfgl, y no tenía otra utilidad que mostrar a varios centenares de personas que si pensaban que vivieron vidas sin sentido, todavía no habían visto nada.

—No podemos quedarnos aquí para siempre —dijo Rincewind—. Tenemos que hacer cosas. Comer, por ejemplo.

—Ésa es una de las ventajas tremendas de ser un alma condenada —dijo Ponce Da Quirm—. Todas las viejas necesidades corporales desaparecen. Por supuesto, se consigue todo un juego nuevo de necesidades, pero siempre me ha parecido aconsejable mirar el lado positivo de las cosas.

—¡Comosellame! —dijo el loro, que estaba posado en su hombro.

—Qué cosas —dijo Rincewind—. Nunca hubiera pensado que los animales pudieran ir al Infierno. Aunque me parece que entiendo por qué han hecho una excepción con el caso de este.

—¡A tomar por culo, mago!

—Lo que no entiendo es por qué no nos buscan aquí —dijo Eric.

—Tú calla y sigue andando —dijo Rincewind—. Porque son estúpidos, por eso. No se pueden imaginar que estemos haciendo algo así.

—Sí, y no les falta razón. Yo tampoco me puedo imaginar que estemos haciendo algo así.

Rincewind se dedicó a caminar un poco y a mirar cómo pasaba por delante de él una multitud de demonios buscando frenéticamente.

—Así que no encontró usted la Fuente de la Eterna Juventud —dijo, sintiendo que debía iniciar alguna conversación.

—Oh, sí que la encontré —dijo Da Quirm con solemnidad—. Un manantial cristalino, en las profundidades de la selva. Era muy impresionante. Y di un buen trago. Un señor trago, me parece más apropiado.

—¿Y…? —dijo Rincewind.

—Y funcionó, claramente. Sí. Durante un rato sentí que me estaba volviendo más joven.

—Pero… —Rincewind hizo un gesto vago con la mano que abarcaba a Da Quirm, la rueda de molino y los círculos imponentes del Averno.

—Ah —dijo el anciano—. Sí, claro, ésa es la parte más lamentable. Después de todo lo que había leído sobre la Fuente, lo normal habría sido que alguien en todos aquellos libros hubiera mencionado el dato más vital sobre el agua, ¿no?

—¿Qué dato…?

—Hervirla primero. Todo dicho, ¿no? Una pena terrible, la verdad.

El Equipaje bajó trotando la gran carretera en espiral que unía los Círculos del Averno. Aunque las condiciones hubieran sido normales, es probable que no hubiera llamado mucho la atención. En todo caso, resultaba bastante menos asombroso que la mayoría de sus moradores.

—Esto es aburrido de verdad —dijo Eric.

—De eso se trata —dijo Rincewind.

—No deberíamos estar merodeando por aquí. ¡Deberíamos estar buscando una salida!

—Bueno, sí, pero es que no la hay.

—De hecho, sí que la hay —dijo una voz detrás de Rincewind.

Era la voz de alguien que lo había visto todo y no le había gustado mucho nada.

—¿Laveolo? —dijo Rincewind.

Su antepasado estaba justo detrás de ellos.

—«Llegarás a casa bien» —dijo Laveolo en tono amargo—. Palabras textuales. Ja. Diez años de un lío detrás de otro. Podrías habérmelo dicho, ¿no?

—Esto… —dijo Eric—. No queríamos trastornar el curso de la historia.

—No queríais trastornar el curso de la historia —dijo Laveolo lentamente. Miró la carpintería de la rueda de molino—. Ah. Bien. Eso lo arregla todo. Me siento mucho mejor sabiendo eso. Y en nombre del curso de la historia, querría daros todo mi agradecimiento.

—¿Perdón? —dijo Rincewind.

—¿Sí?

—¿Has dicho que había otra salida?

—Ah, sí, una puerta trasera.

—¿Dónde está?

Laveolo dejó de caminar un momento y señaló al otro lado de las neblinas del foso.

—¿Veis aquel arco de allí?

Rincewind miró a lo lejos.

—Más o menos —dijo—. ¿Es eso?

—Sí. Luego hay unas escaleras muy largas y empinadas. No sé adónde llevan.

—¿Cómo lo has descubierto?

Laveolo se encogió de hombros.

—Le pregunté a un demonio —dijo—. Siempre hay una forma más fácil de hacer las cosas, ya sabéis.

—Se tardaría una eternidad en llegar allí —dijo Eric—. Está justo al otro lado, no llegaríamos nunca.

Rincewind asintió y continuó la caminata infinita con expresión sombría. Al cabo de unos minutos dijo:

—¿Te has dado cuenta de que parece que vayamos más deprisa?

Eric se dio la vuelta.

El Equipaje se había subido a bordo y estaba intentando alcanzarlos.

Astfgl se puso delante de su espejo.

—Enséñame lo que ellos ven —ordenó.

«Sí, amo».

Astfgl examinó un momento la imagen zumbante.

—Dime qué quiere decir esto —dijo.

«No soy más que un espejo, amo. ¿Qué sé yo?».

Astfgl gruñó:

—Y yo soy el Señor del Hades —dijo, señalando con su tridente—. Y estoy preparado para arriesgarme a otros siete años de mala suerte.

El espejo consideró las opciones disponibles.

«Tal vez pueda oír un chirrido, señor», aventuró.

—¿Y?

«Huelo humo».

—De humo nada. Prohibí específicamente todos los fuegos abiertos. Es un concepto muy anticuado y le da mala fama al lugar.

«Aun así, amo».

—Enséñame… el Hades.

El espejo hizo lo mejor que pudo. El Rey tuvo el tiempo justo de ver la rueda de molino, con sus cojinetes al rojo vivo, desprenderse de sus soportes y echar a rodar, tan engañosamente lenta como un alud, a través de la tierra de los condenados.

Rincewind colgaba de la barra de empujar y miraba cómo los peldaños giraban zumbando a una velocidad que se le habrían quemado las suelas de las sandalias si hubiera sido lo bastante tonto como para bajar los pies. Los muertos, sin embargo, se lo estaban tomando con el aplomo jovial de quienes saben que lo peor ya les ha pasado. Rincewind oyó gritos fugaces de «Pásame el algodón de azúcar». Oyó que Laveolo comentaba algo sobre la espléndida tracción de la rueda y le explicaba a Da Quirm que, si uno tuviera un vehículo que fuera abriendo el camino por donde pasaba, tal como estaba haciendo de hecho el Equipaje, y luego lo acorazaba, las guerras serían menos sangrientas, durarían la mitad del tiempo y todo el mundo podría demorarse todavía más en regresar a casa.

El Equipaje no hizo ningún comentario en absoluto. Veía a su amo colgando a un metro de distancia y se limitaba a seguir adelante. Se le podría haber ocurrido que el viaje le estaba llevando cierto tiempo, pero aquello era problema del Tiempo. Y así, mandando por los aires a alguna que otra alma vociferante, chocando, girando y aplastando a algún que otro demonio infortunado, la rueda continuó avanzando vertiginosamente. Y se estrelló contra el acantilado del otro lado.

Lord Vassenego sonrió.

—Ahora —dijo—. Es la hora.

Los otros demonios veteranos parecían un poco recelosos. Estaban, por supuesto, avezados en la maldad, y estaba claro que Astfgl no era «Uno De Los Nuestros», sino el cazurro más repugnante que había conseguido nunca trepar posiciones hasta su cargo…

Pero… bueno, aquello… tal vez había algunas cosas que resultaban demasiado…

—«Aprended de las costumbres de los humanos» —lo imitó Vassenego—. Me ha ordenado a mí que aprenda de los humanos. ¡A mí! ¡Qué insolencia! ¡Qué arrogancia! Pero yo he observado, oh, sí. Y he aprendido. Y he hecho planes.

La expresión de su cara era indescriptible. Incluso los lores de los círculos inferiores, que se vanagloriaban de su villanía, tuvieron que apartar la mirada.

El duque Drazometh el Pútrido levantó una garra vacilante.

—Pero si él sospecha lo más mínimo… —dijo—. O sea, es que tiene muy malas pulgas. Esos memorandos… —tembló.

—Pero ¿qué estamos haciendo? —Vassenego levantó las manos en gesto de inocencia—. ¿Qué tiene esto de malo? Hermanos, os lo pregunto: ¿qué tiene de malo?

Encogió los dedos. Los nudillos se le pusieron blancos bajo la piel fina y recubierta de venas azules mientras examinaba las caras dubitativas.

—¿O preferís recibir otro documento normativo?

Las expresiones de los presentes temblaron mientras los lores se decidían como una hilera de fichas de dominó cayendo. Había ciertas cosas sobre las cuales incluso ellos estaban unidos. No más documentos normativos, no más documentos consultivos, no más mensajes para subir la moral de todo el personal. Aquello era el Infierno, pero tenía que haber un límite para todo.

El conde Beezlemoth se frotó una de sus tres narices.

—¿Y decís que a unos humanos de alguna parte se les ocurrió todo esto por sí solos? —dijo—. ¿Sin que nosotros les diéramos ninguna pista ni nada?

Vassenego negó con la cabeza.

—Todo cosa de ellos —dijo con orgullo, como un maestro de escuela ufano que acabara de ver a un alumno estrella graduarse summa cum laude.

El conde miró al infinito:

—Pensaba que éramos nosotros los espantosos —dijo, con la voz llena de sobrecogimiento.

El anciano lord asintió. Llevaba mucho tiempo esperando aquello. Mientras otros hablaban de revoluciones impulsivas, él había estado observando el mundo de los hombres, tomando nota y maravillándose.

Aquel tal Rincewind había resultado ser extremadamente útil. Había conseguido mantener al Rey totalmente ocupado. Había valido la pena todo el esfuerzo. ¡Aquel humano tonto seguía pensando que era él quien lo hacía todo chasqueando los dedos! ¡Tres deseos! ¿Y qué más?

Y así fue como Rincewind, cuando consiguió salir de los restos de la rueda, se encontró con Astfgl, Rey de los Demonios, Señor del Infierno, Amo del Averno de pie delante de él.

Astfgl había dejado atrás las fases iniciales de la furia y ahora se encontraba en esa laguna calmada de ira donde la voz es tranquila, los modales son comedidos y corteses y solamente un ligero resto de saliva en la comisura de la boca delata el infierno interior.

Eric salió a rastras de debajo de una barra rota de madera y levantó la vista.

—Oh, cielos —dijo.

El Rey de los Demonios hizo girar el tridente. De pronto ya no parecía cómico. Parecía una barra pesada de metal con tres horribles puntas afiladas en el extremo.

Astfgl sonrió y miró a su alrededor.

—No —dijo, aparentemente para sus adentros—. Aquí no. No es lo bastante público. ¡Venid!

Sendas manos los agarraron a cada uno de un hombro. No pudieron resistirse más de lo que un par de copos de nieve no idénticos pueden resistirse a un lanzallamas. Hubo un momento de desorientación y Rincewind se encontró a sí mismo en la sala más grande del universo.

Era el gran salón. Dentro de ella se podrían haber construido cohetes espaciales. Puede que los reyes del Infierno hubieran oído hablar de palabras como «sutileza» y «discreción», pero también habían oído decir que cuando se tenía algo había que hacer ostentación de ello, y habían razonado que, en caso de no tenerlo, la ostentación debía ser todavía mayor, y lo que ellos no tenían era buen gusto. Astfgl había hecho lo que había podido, pero ni siquiera él había sido capaz de añadir gran cosa al pésimo diseño básico, a los colores chillones y al papel de pared horroroso. Había puesto algunas mesillas de café y un cartel de una corrida de toros, pero aquellos detalles quedaban más o menos perdidos en el caos general, y el nuevo antimacasar de detrás del Trono de la Condenación solamente servía para resaltar algunos de sus bajorrelieves más desagradables.

Los dos humanos quedaron despatarrados en el suelo.

—Y ahora… —dijo Astfgl.

Pero su voz quedó ahogada bajo un clamor repentino. Levantó la vista.

Una legión de demonios de todas las formas y tamaños llenó casi por completo la sala, subiéndose por las paredes y hasta colgándose del techo. Una orquesta demoníaca tañó una serie de acordes con una variedad de instrumentos. Una pancarta colgada de un lado al otro de la sala decía: «Porke Es Un Gefe Escelente».

El ceño de Astfgl se arrugó en una mueca instantánea de paranoia mientras Vassenego, seguido de los demás lores, iba hasta él. La cara del viejo demonio estaba hendida por una sonrisa totalmente carente de malicia, y el Rey estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico y clavarle el tridente antes de que Vassenego estirara un brazo y le diera una palmadita en la espalda.

—¡Enhorabuena! —gritó.

—¿Qué?

—¡Que enhorabuena!

Astfgl miró a Rincewind.

—Ah —dijo—. Sí, bueno —tosió—. No ha sido nada —dijo, irguiéndose más—. Vi que vosotros no estabais consiguiendo nada así que me…

—No hablo de éstos —dijo Vassenego con un soplido de burla—. Éstos son una trivialidad. No, señor. Me refería a vuestra elevación.

—¿Elevación? —dijo Astfgl.

—¡Vuestro ascenso, señor!

Una gran ovación se elevó de los demonios más jóvenes, que lo ovacionaban todo.

—¿Ascenso? Pero, pero si soy el Rey —protestó Astfgl en tono débil.

Notaba que estaba empezando a no entender nada.

—¡Pfuá! —dijo Vassenego en tono jovial.

—¿Pfuá?

—Ciertamente, señor. ¿Rey? ¿Rey? ¡Señor, hablo por todos nosotros cuando digo que ése no es título para un demonio como vos, señor, un demonio cuyo dominio de las cuestiones y prioridades organizativas, cuyo conocimiento de las funciones verdaderas de nuestro ser, cuyas capacidades puramente intelectuales, si me permite decirlo, nos han llevado a nuevas y mayores profundidades, señor!

A su pesar, Astfgl se hinchó de orgullo.

—Bueno, ya sabéis… —empezó.

—Y sin embargo, a pesar de vuestra posición, descubrimos que os interesáis por los detalles más nimios de nuestro trabajo —dijo Vassenego, mirando a Rincewind con desprecio—. ¡Qué dedicación! ¡Qué devoción!

Astfgl no cabía en sí.

—Por supuesto, siempre he creído…

Rincewind se apoyó en los codos y pensó: «Cuidado, detrás de ti…».

—Y así pues —dijo Vassenego, radiante como una costa entera llena de faros— el Consejo se ha reunido y ha decidido, y permítame añadir, señor, que lo ha decidido por unanimidad, ¡crear un galardón completamente nuevo en honor a sus notables logros!

—La importancia de una burocracia adecuada es… ¿Qué galardón? —dijo Astfgl.

De pronto los océanos de la autoestima se vieron surcados por los pececillos de la sospecha.

—¡El puesto, señor, de Presidente Supremo Vitalicio del Infierno!

La orquesta volvió a tocar.

—Con su propio despacho… mucho más grande que ese cuartucho diminuto que ha tenido que sufrir todos estos años, señor. O mejor dicho, ¡señor Presidente!

La orquesta intentó otro acorde.

Los demonios esperaron.

—¿Y habrá… macetas con plantas? —dijo Astfgl, lentamente.

—¡Legiones enteras! ¡Plantaciones! ¡Selvas!

Astfgl pareció encenderse con un suave resplandor interno.

—¿Y alfombras? Quiero decir, ¿moquetas?

—Hemos tenido que apartar especialmente las paredes para acomodarlas todas, señor. Y son de las tupidas, señor. ¡Tribus enteras de pigmeos se están preguntando por qué la luz no se va por las noches, señor!

El perplejo Rey permitió que le pasaran un brazo jovial por detrás de los hombros y se dejó llevar, ya olvidados todos los pensamientos de venganza, a través de las multitudes que lo vitoreaban.

—Siempre he querido una de esas cosas especiales para hacer café —murmuró, a medida que iban disgregándose los últimos vestigios de su autocontrol.

—¡Se ha instalado una manufactoría entera, señor! Y un tubo de comunicación, señor, para que transmita usted sus instrucciones a sus subordinados. Y lo último en agendas, con dos eones por página, y una cosa para…

—Rotuladores fluorescentes de colores. Siempre he pensado que…

—Todo el arco iris, señor —bramó Vassenego—. Y vayamos allí sin más demora, señor, porque sospecho que con vuestra habitual inteligencia entusiasta no podréis esperar a poneros manos a la obra con la abrumadora tarea que os espera, señor.

—¡Ciertamente, ciertamente! Ya es hora de llevarla a cabo, claro —una expresión de ligera perplejidad cruzó la cara ruborizada de Astfgl—. Esa abrumadora tarea…

—¡Nada menos que un análisis completo, total, eminente, exhaustivo y con profundidad de nuestro rol, función, prioridades y metas, señor!

Vassenego se apartó un poco.

Los lores demoníacos contuvieron la respiración.

Astfgl frunció el ceño. El universo pareció ralentizarse. Las estrellas detuvieron su curso momentáneamente.

—¿Con planes de previsión? —dijo por fin.

—Una prioridad absoluta, señor, que habéis identificado instantáneamente con vuestra habitual sagacidad —se apresuró a decir Vassenego.

Los lores demoníacos volvieron a respirar.

El pecho de Astfgl se expandió varios centímetros.

—Necesitaré personal especial, por supuesto, a fin de formular…

—¡Formular! ¡Eso mismo! —dijo Vassenego, que tal vez se estaba dejando llevar un poco demasiado. Astfgl le echó una pequeña mirada de recelo, pero en aquel momento la orquesta volvió a tocar.

Las últimas palabras que Rincewind oyó, mientras sacaban al Rey del salón, fueron:

—Y a fin de analizar la información, necesitaré…

Y desapareció.

El resto de demonios, conscientes de que el entretenimiento del día parecía haberse terminado, empezaron a caminar y a salir por las grandes puertas. Los más listos empezaban a darse cuenta de que pronto volverían a rugir los fuegos.

Nadie parecía percibir la presencia de los dos humanos. Rincewind tiró de la túnica de Eric.

—Ahora es cuando corremos, ¿no? —dijo Eric.

—Ahora caminamos —dijo Rincewind con firmeza—. Despreocupados, tranquilos y, esto…

—¿Deprisa?

—Aprendes rápido, ¿verdad?

Es esencial que el uso adecuado de los tres deseos proporcione felicidad al mayor número posible de gente, y eso es de hecho lo que pasó.

Los tezumanos eran felices. Cuando por mucho que lo adoraron no consiguieron que el Equipaje volviera y aplastara a sus enemigos, envenenaron a todos sus sacerdotes y probaron con el ateísmo ilustrado, lo cual quería decir que podían seguir matando a tanta gente como quisieran pero no tenían que levantarse tan temprano para hacerlo.

La gente de Tsort y Efebia era feliz. Por lo menos lo eran los que escribían y protagonizaban los dramas históricos, que es lo que cuenta. Su larga guerra se había terminado y ahora podían retomar los asuntos propios de todas las naciones civilizadas, que consisten en prepararse para la siguiente.

La gente del Infierno era feliz, o por lo menos más feliz que hasta entonces. Las llamas volvían a brillar de nuevo, las mismas viejas torturas de siempre se infligían a unos cuerpos etéreos bastante incapaces de sentirlas, y a los condenados se les había concedido esa perspectiva que hace que las penurias sean tan fáciles de soportar: el conocimiento seguro y absoluto de que las cosas podrían estar peor.

Los lores demoníacos estaban felices:

Estaban alrededor del espejo mágico, disfrutando de una copa festiva. De vez en cuando alguno de ellos se arriesgaba a darle una palmada a Vassenego en la espalda.

—¿Les dejamos marchar, señor? —dijo un duque, mirando las figuras que escalaban en la imagen oscura del espejo.

—Oh, supongo que sí —dijo Vassenego con displicencia—. Siempre es bueno que se difundan unas cuantas historias, ya sabéis. Pour ancuragéee… Puur encura… Para que todo el maldito mundo se siente y tome buena nota. Y a su manera, nos han resultado útiles —miró las profundidades de su copa y se regocijó en silencio.

Y sin embargo, y sin embargo, en el interior de su mente laberíntica le pareció oír la voz diminuta que iría creciendo con el paso de los años, aquella voz que acosa a todos los reyes de los demonios, por todas partes: cuidado, detrás de ti…

Era difícil saber si el Equipaje estaba feliz o no. De momento había atacado salvajemente a catorce demonios y había arrinconado a tres en su propio foso de aceite hirviendo. Pronto tendría que seguir a su amo, pero no había prisa.

Uno de los demonios intentó agarrar frenéticamente la orilla. El Equipaje le dio un pisotón bestial en los dedos.

El creador de universos estaba feliz. Acababa de introducir un copo de nieve de siete lados dentro de una tormenta de nieve a modo de experimento y nadie se había dado cuenta. Al día siguiente estaba pensando en probar con letras del alfabeto diminutas y delicadamente cristalizadas. Nieve alfabética. Podía ser un exitazo.

Rincewind y Eric eran felices:

—¡Veo un cielo azul! —dijo Eric—. ¿Dónde crees que saldremos? —añadió—. ¿Y cuándo?

—En cualquier parte —dijo Rincewind—. Y en cualquier momento.

Miró los anchos peldaños que estaban subiendo. Resultaban bastante originales: cada uno de ellos estaba compuesto de letras enormes de piedra. El que tenía bajo los pies, por ejemplo, decía: «Lo hice con la mejor intención».

El siguiente decía: «Pensé que te gustaría».

Eric estaba encima de: «Es por los niños».

—Qué raro, ¿no? —dijo—. ¿Por qué habrán hecho esto?

—Creo que pretenden ser buenas intenciones —dijo Rincewind.

Aquel era un camino al infierno, y después de todo los demonios son tradicionalistas.

Y aunque por supuesto son irremediablemente malvados, no siempre son mala gente. Así que Rincewind levantó el pie de «Nuestra política de contratación no es discriminatoria», atravesó una pared que se volvió a materializar detrás de él, y salió al mundo.

Y tuvo que admitir que podría haber sido mucho peor.

El Presidente Astfgl, sentado bajo un haz de luz en su despacho enorme y oscuro, volvió a soplar dentro del tubo de comunicación.

—¿Hola? —dijo—. ¿Hola?

No parecía haber nadie al otro lado.

Qué extraño.

Eligió uno de sus rotuladores de colores y miró la pila de trabajo que lo rodeaba. Todos aquellos registros pendientes de analizar, considerar, valorar y evaluar, y luego había que redactar directrices de gestión adecuadas, y esbozar un plan administrativo detallado, para luego someterlo a consideración y volverlo a redactar…

Volvió a probar el tubo de comunicación.

—¿Hola? ¿Hola?

No había nadie. Pero bueno, no era problema. Seguía habiendo mucho que hacer. Su tiempo era demasiado importante para desperdiciarlo.

Hundió los pies en su cálida y tupida moqueta.

Miró con orgullo sus plantas en macetas.

Puso en marcha un sistema complejo de hilos metálicos y bolas, que empezó a balancearse y a dar golpecitos con eficacia.

Desenroscó la funda de su rotulador con mano firme y decidida.

Escribió: «¿¿¿Cuál es nuestro negocio???». Lo pensó un momento, y luego escribió con cuidado, debajo: «¡¡¡Nuestro negocio es la condenación!!!».

Y aquello también era la felicidad. O algo por el estilo.