El joven tomó el anillo y apenas llegó al mercado, empezó a ofrecerlo a las

gentes que al principio lo miraban con interés, hasta que llegó el momento en

que el joven pedía una moneda de oro, se desencantaban. Algunos reían,

otros se daban media vuelta. Tan sólo un viejito fue tan amable como para

tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para

entregarla a cambio de ese anillo. En afán de ayudar, alguien le ofreció una

moneda de plata y un cacharro de cobre, pero dado que el joven tenía

instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro, rechazó la oferta.

 

Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba en el mercado y

sintiéndose abatido por su fracaso, regresó a la casa del sabio mientras se

decía apesadumbrado:

“Si aunque sea dispusiera de una moneda de oro, se la entregaría

inmediatamente al anciano”.

 

Entró en la habitación y dijo: “Maestro, lo siento, no es posible conseguir lo que

me pediste. Quizás pudiera conseguir dos o tres monedas de plata, pero no

creo que yo pueda engañar a nadie respecto del valor del anillo”.