Algunos fragmentos de los recuerdos de Sombra seguían recorriendo a Eragon. Un torbellino de emociones y sucesos tenebrosos lo inundaba y le imposibilitaba pensar. Sumergido en la vorágine, no sabía quién era, ni dónde estaba. Se sentía demasiado débil para librarse de la presencia que le nublaba la mente. Imágenes violentas y crueles del pasado de Durza estallaban tras los ojos de Eragon y le arrancaban del espíritu gritos angustiados por esas sangrientas visiones.
Un montón de cadáveres se alzaba ante él… inocentes asesinados por orden de Sombra. Vio aún más muertos —pueblos enteros— que habían perdido la vida bajo la propia espada del brujo o bajo la acción de su palabra. No había modo de escapar de la matanza que lo rodeaba. Temblaba como la llama de una vela, incapaz de soportar la marea del mal, y rogó que alguien lo sacara de la pesadilla, pero no había quien pudiera guiarlo. Si al menos pudiera recordar quién se suponía que era: niño u hombre, héroe o villano, Sombra o Jinete… todo se mezclaba en un frenesí desprovisto de significado. Estaba perdido por completo y sin remedio en la turbulenta confusión.
De pronto, un grupo de recuerdos propios estalló en la tétrica nube proyectada por la malévola mente de Sombra…
Todo lo ocurrido desde que encontró el huevo de Saphira se le apareció bajo la fría luz de la revelación: sus logros y sus fracasos aparecían por igual. Había perdido muchas cosas queridas, pero el destino le había concedido dones extraños y grandiosos; por primera vez, estaba orgulloso de ser simplemente quien era. Como si respondiera a ese breve instante de seguridad, la asfixiante negrura de Sombra lo asaltó de nuevo. La identidad de Eragon se perdió en el vacío al mismo tiempo que la incertidumbre y el miedo consumían sus percepciones. ¿Quién era él para creer que podía desafiar a los poderes de Alagaësia y sobrevivir al intento?
Al principio luchó débilmente contra los siniestros pensamientos de Sombra, y luego cada vez con más fuerza. Susurró palabras del idioma antiguo y descubrió que le proporcionaban la energía suficiente para soportar la penumbra que le nublaba la mente. Aunque le flaqueaban las defensas peligrosamente, poco a poco empezó a reunir su desmembrada conciencia formando una pequeña coraza brillante alrededor de su identidad. Más allá de la mente, era consciente de un dolor tan grande que amenazaba con aniquilarle la vida entera, pero algo —o alguien— parecía mantenerlo a salvo.
Aún estaba demasiado débil para que la mente se le despejara por completo, pero conservaba la suficiente lucidez para examinar sus experiencias desde la época de Carvahall. ¿Adónde iría ahora? ¿Quién iba a mostrarle el camino? Sin Brom, nadie podía guiarlo, ni enseñarle.
Ven a mí.
Dio un respingo al sentir el contacto de otra conciencia tan vasta y poderosa que sentía su presencia como si una montaña se alzara ante él, y se dio cuenta de que era esa mente la que le bloqueaba el dolor. La música recorría aquella mente, igual que la de Arya: acordes profundos de un dorado ambarino que vibraban con una melancolía magistral.
Al fin se atrevió a preguntar:
¿Quién…? ¿Quién eres?
Alguien que puede ayudarte. —Con un atisbo de pensamiento silencioso, algo retiró la influencia de Sombra, como si fuera una molesta telaraña. Liberado de aquel peso obsesivo, Eragon permitió que su propia mente se le expandiera hasta alcanzar una barrera que no podía superar—. Te he protegido tanto como he podido, pero estás tan lejos que apenas consigo que el dolor no te vuelva loco.
De nuevo: ¿Quién eres tú para hacer eso?
Sonó un murmullo grave:
Soy Osthato Chetowä, el sabio doliente. Y Togira Ikonoka, el lisiado que está ileso. Ven a mí, Eragon; tengo respuestas para todas tus preguntas. No estarás a salvo hasta que me encuentres.
Pero ¿cómo voy a encontrarte si no sé dónde estás? —preguntó, desesperanzado.
Confía en Arya y ve con ella a Ellesméra. Allí estaré. He esperado muchas estaciones, así que no pierdas más tiempo porque pronto podría ser demasiado tarde… Eres más grande de lo que crees, Eragon. Piensa en lo que has hecho y alégrate porque has librado a la tierra de un gran mal y has alcanzado un logro al que nadie más podía enfrentarse. Muchos están en deuda contigo.
El extraño tenía razón; había logrado algo digno de honores y de reconocimiento. Cualesquiera que fuesen sus tribulaciones en el futuro, ya no sería tan sólo un peón en el juego del poder porque había trascendido esa condición y ya era algo distinto, algo superior. Se había convertido en lo que deseaba Ajihad: una autoridad que ya no dependía de ningún rey ni de ningún líder.
Al llegar a esa conclusión, percibió la aprobación.
Vas aprendiendo —dijo el sabio doliente acercándose a él. Entonces una visión pasó del sabio a Eragon: un estallido de color floreció en la mente del muchacho y se concretó en una figura encorvada, vestida de blanco, de pie ante un acantilado de piedra, abrasado por el sol—. Ahora tienes que descansar, Eragon. Cuando te despiertes, no hables con nadie de mí —dijo amablemente la figura que tenía la cara oscurecida por un nimbo plateado—. Recuerda, tienes que ir con los elfos. Ahora, duerme… —Alzó una mano en actitud de bendecirlo, y la paz se apoderó de Eragon.
El último pensamiento de Eragon fue que Brom habría estado orgulloso de él.
—Despiértate —ordenó la voz—. Despiértate, Eragon. Ya has dormido demasiado.
Se agitó en contra de su voluntad, resistiéndose a escuchar. La calidez que lo rodeaba era tan reconfortante que no quería abandonarla. Pero la voz sonó de nuevo:
—¡Levántate, Argetlam! ¡Te necesitamos!
A regañadientes, se obligó a abrir los ojos y se encontró en una cama grande, envuelto en suaves sábanas. Angela estaba sentada a su lado en una silla y lo miraba atentamente a la cara.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.
Desorientado y confuso, recorrió la pequeña habitación con la mirada.
—No… No lo sé —contestó. Sentía la boca seca y amarga.
—Entonces, no te muevas. Has de conservar las fuerzas —dijo Angela.
Ella le pasó una mano por el rizado cabello, y Eragon vio que Angela seguía llevando la armadura de trocitos de esmaltes. ¿Por qué? En ese momento le sobrevino un ataque de tos a Eragon y se quedó mareado, aturdido y con todo el cuerpo dolorido. Fruto de la fiebre, sentía las extremidades pesadas. Angela alzó del suelo un cuerno dorado y lo acercó a los labios de Eragon.
—Toma, bebe.
La fría aguamiel bajó por la garganta del muchacho y lo refrescó. Luego el calor se esparció por su estómago y le subió hasta las mejillas. Sin embargo, volvió a toser, lo cual empeoró la punzada que sentía en la cabeza.
¿Cómo he venido a parar aquí? Había una batalla… estábamos perdiendo… Luego Durza y…
—¡Saphira! —exclamó, sentándose de golpe, pero se recostó de nuevo porque le daba vueltas la cabeza y, mareado, entrecerró los ojos—. ¿Qué le ha pasado a Saphira? ¿Está bien? Los úrgalos ganaban… Ella iba cayendo. ¡Y Arya!
—Están vivos —le aseguró Angela— y esperando que te despiertes. ¿Quieres verlos?
Asintió débilmente. Angela se levantó y abrió la puerta de par en par. Entraron Arya y Murtagh. Tras ellos, Saphira asomó la cabeza en la habitación, pues su cuerpo era demasiado grande para pasar por la puerta. Emitió un profundo ronroneo; le vibraba el pecho y los ojos lanzaban destellos.
Eragon sonrió y acarició los pensamientos de la dragona con alivio y gratitud.
Cuánto me alegro de ver que estás bien, pequeño —dijo ella con ternura.
Y tú también. Pero ¿cómo…?
Los demás te lo quieren contar, así que les voy a dejar que lo hagan.
¡Echabas fuego por la boca! ¡Te vi!
Sí —contestó ella, orgullosa.
Aún confuso, Eragon le dedicó una débil sonrisa y luego miró a Arya y a Murtagh. Los dos llevaban vendas: Arya en un brazo, Murtagh en la cabeza. Éste sonrió abiertamente:
—Ya era hora de que te levantaras. Llevamos horas sentados en el salón.
—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó Eragon.
Arya parecía triste. En cambio, Murtagh graznó:
—¡Hemos ganado! ¡Ha sido increíble! Cuando los espíritus de Sombra, suponiendo que fueran espíritus, sobrevolaron Farthen Dûr, los úrgalos dejaron de luchar para mirar cómo desaparecían. Fue como si en ese momento se libraran de un hechizo porque, a partir de entonces, los clanes se pusieron de repente a luchar entre sí, y su ejército se desintegró en pocos minutos. ¡Luego los derrotamos!
—¿Están todos muertos? —preguntó Eragon.
—No, muchos escaparon hacia los túneles —respondió Murtagh—. Los vardenos y los enanos se están ocupando de revisarlos en estos momentos, pero les va a costar un tiempo. Yo los ayudé hasta que un úrgalo me dio un golpe en la cabeza y me enviaron aquí.
—¿No te van a encerrar otra vez?
—Eso ya no le importa a nadie —contestó Murtagh con una severa expresión—. Murieron muchos vardenos y muchos enanos; los supervivientes están ocupados intentando recuperarse de la batalla. Pero al menos tú tienes razones para estar contento. ¡Eres un héroe! Todo el mundo habla de cómo mataste a Durza. Si no llega a ser por ti habríamos perdido.
A Eragon le inquietaban esas palabras, pero las apartó de la mente para reconsiderarlas más adelante.
—¿Dónde estaban los gemelos? No se hallaban donde se suponía, y por lo tanto no logré contactar con ellos. Necesitaba su ayuda.
—No lo sé, pero me han contado que lucharon con mucho arrojo para echar a un grupo de úrgalos que se había colado en Tronjheim por otro lado. Probablemente, estarían demasiado ocupados para hablar contigo.
Por alguna razón, a Eragon no le pareció la respuesta adecuada, pero no consiguió determinar por qué. Entonces se volvió hacia Arya. Los grandes y brillantes ojos de la elfa habían estado todo el rato fijos en él.
—¿Cómo puede ser que no os estrellarais? Saphira y tú ibais… —Se le debilitaba la voz.
—Cuando avisaste a Saphira de la aparición de Durza, yo aún estaba intentando quitarle la armadura estropeada —contestó Arya despacio—. Cuando lo logré, era demasiado tarde para bajar por Vol Turin, pues te habrían capturado antes de que llegara abajo. Además, Durza te habría matado antes de permitir que yo te rescatara. —Su voz se tiñó de pesar—: Así que hice lo único que podía para distraerlo: rompí el zafiro estrellado.
Y yo la llevé hasta abajo —añadió Saphira.
Eragon se esforzaba por entenderlo todo mientras otro ataque de aturdimiento le obligaba a cerrar los ojos.
—Pero ¿por qué no nos golpeó ningún fragmento?
—Porque yo no lo permití. Cuando ya casi estábamos en el suelo los mantuve quietos en el aire y luego los bajé hasta el suelo lentamente. Si no, se habrían partido en miles de añicos y te habrían matado —afirmó Arya con sencillez.
Las palabras de la elfa delataban el poder que atesoraba.
—Sí, y a ti también te podría haber matado —añadió Angela con amargura—. He necesitado de todos mis dones para manteneros vivos a los dos.
Un pálpito de incomodidad, tan intenso como la punzada que sentía en la cabeza, recorrió a Eragon. Mi espalda… Pero allí no tenía ninguna venda.
—¿Cuánto tiempo llevo en este lugar? —preguntó con inquietud.
—Sólo un día y medio —contestó Angela—. Has tenido suerte de que yo estuviera por aquí. De otro modo habrías tardado semanas en curarte… suponiendo que estuvieras vivo. —Asustado, Eragon apartó las sábanas que le cubrían el torso y giró un brazo para tocarse la espalda. Angela lo cogió con su manita por la muñeca, con una mirada de preocupación—. Eragon… has de entender que mis poderes no son como los de Arya o como los tuyos, sino que dependen del uso de hierbas y de pociones. Mis capacidades tienen un límite, sobre todo al ser tan larga la…
Eragon se soltó de un tirón y llevó la mano hacia atrás tanteando con los dedos: la piel de los hombros estaba suave y cálida, intacta, y los recios músculos se flexionaban bajo las yemas de sus dedos a medida que iba moviendo la mano. La deslizó hacia la base del cuello y se sorprendió al notar un bulto duro, de más de un centímetro de anchura. Lo siguió por la espalda con un horror creciente. El golpe de Durza le había dejado una cicatriz gigantesca y retorcida que iba del hombro derecho a la cadera izquierda.
Con el rostro apenado, Arya murmuró:
—Has pagado un precio terrible por tus logros, Eragon, asesino de Sombra.
Murtagh soltó una brusca risotada:
—Sí, ahora eres igual que yo.
Invadido por el desánimo, Eragon cerró los ojos. Estaba desfigurado. Entonces recordó algo de cuando estaba inconsciente… una figura de blanco que lo ayudaba. Un lisiado que estaba ileso: Togira Ikonoka. Él le había dicho:
Piensa en lo que has hecho y alégrate porque has librado a la tierra de un gran mal y has alcanzado un logro al que nadie más podía enfrentarse. Muchos están en deuda contigo… Ven a mí, Eragon; tengo respuestas para todas tus preguntas.
Una ligera sensación de paz y de satisfacción consoló a Eragon.
Iré.