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—Ha empezado —dijo Arya con expresión apenada.

Las tropas del campamento estaban alertas, con las armas a punto. Orik trazó un círculo con el brazo que sostenía el hacha para asegurarse de que disponía de suficiente espacio. Arya sacó una flecha y la sostuvo, dispuesta para disparar.

—Hace pocos minutos ha salido un explorador corriendo del túnel —explicó Murtagh a Eragon—. Llegan los úrgalos.

Miraron juntos hacia la oscura boca del túnel entre las prietas filas de hombres y las afiladas estacas. Pasó lentamente un minuto, luego otro… y otro. Sin apartar los ojos del túnel, Eragon montó en la silla de Saphira, con el agradable peso de Zar’roc en la mano. A su lado, Murtagh montó en Tornac. Entonces un hombre gritó:

—¡Los estoy oyendo!

Los guerreros se pusieron tensos y apretaron las empuñaduras de sus armas. Nadie se movía… Nadie respiraba. En algún lugar relinchó un caballo.

Los agudos gritos de los úrgalos hendían el aire a la vez que sus oscuras figuras emergían a borbotones por la boca del túnel. En respuesta a una orden, los calderos de brea se inclinaron hacia un lado derramando el líquido ardiente en la hambrienta garganta del túnel. Los monstruos aullaron de dolor y agitaron los brazos en el aire. Alguien lanzó una tea en dirección a la brea burbujeante y en la entrada del túnel se alzó una columna anaranjada de llamas grasientas que envolvió a los úrgalos en un infierno. Mareado, Eragon miró hacia los otros dos batallones, al otro lado de Farthen Dûr, y vio fuegos similares. Enfundó a Zar’roc y tensó el arco.

Pronto llegaron más úrgalos para apisonar la brea y treparon sobre los cuerpos de sus hermanos calcinados para salir del agujero. Como se apelotonaban, ofrecían un sólido muro a hombres y enanos. Detrás de la empalizada que Orik había contribuido a construir, la primera hilera de arqueros tensó los arcos y disparó. Eragon y Arya sumaron sus flechas al mortífero enjambre y contemplaron cómo las saetas se colaban en las filas de los úrgalos.

La hilera de monstruos se tambaleó y amenazó con romperse, pero se cubrieron con los escudos y capearon el ataque. Los arqueros volvieron a disparar, aunque los úrgalos seguían brotando hacia la superficie a un ritmo feroz.

Eragon se desanimó al ver cuántos eran. ¿Tendrían que matarlos a todos? Parecía tarea de locos. El único estímulo era que no veía a las tropas de Galbatorix con los monstruos. Al menos, todavía no.

El ejército enemigo formaba una sólida masa de cuerpos que parecía extenderse sin fin, y entre los monstruos se alzaban andrajosos y sombríos estandartes. Mientras el eco de Farthen Dûr repetía las notas fúnebres que emitían las trompas de guerra, el grupo de úrgalos al completo cargó con salvajes gritos de guerra.

Se lanzaron contra las hileras de estacas que quedaron cubiertas de sangre y cuerpos inmóviles a medida que la vanguardia chocaba contra los postes. Una nube de flechas negras sobrevoló la barrera para llegar hasta los defensores, que permanecían agachados. Eragon se escondió bajo el escudo y Saphira se tapó la cabeza. Las flechas repicaban contra la armadura de la dragona sin herirla.

Frustrados momentáneamente por las empalizadas, los úrgalos se arremolinaron confundidos, al tiempo que los vardenos permanecían juntos a la espera del siguiente ataque. Tras una pausa, se elevaron de nuevo los gritos de guerra cuando los úrgalos se lanzaron hacia delante. El asalto era desesperado. El ímpetu llevó a los monstruos a superar las estacas, donde una línea de lanceros los acosó con la intención de repeler el ataque. Los lanceros aguantaron un poco, pero no había manera de detener la ominosa marea de úrgalos que los arrollaba.

Se rompieron las primeras líneas defensivas, y los que iban en cabeza de ambos ejércitos chocaron por primera vez. Hombres y enanos se abalanzaron con un rugido ensordecedor. Saphira también rugió y saltó hacia la lucha, lanzándose en picado sobre el torbellino de ruido y confusión.

Saphira, cuyos dientes eran tan letales como cualquier espada y su cola una maza gigantesca, desgarró a un úrgalo con las mandíbulas y las garras. Desde la grupa de la dragona, Eragon detuvo el golpe de martillo de un jefe úrgalo para proteger las vulnerables alas de Saphira. Parecía que el filo rojizo de Zar’roc brillaba de placer cuando se tiñó de sangre en toda su longitud.

Por el rabillo del ojo, Eragon vio que Orik segaba cuellos de úrgalos con sus poderosos hachazos. A su lado estaba Murtagh, montado en Tornac, con la cara desfigurada por el cruel rugido que emitía a la vez que blandía con rabia la espada, capaz de atravesar cualquier defensa. En ese momento Saphira dio una vuelta y Eragon vio que Arya saltaba por encima del cuerpo inerte de un enemigo.

Un úrgalo derribó a un enano herido y lanzó un tajo hacia la pata derecha delantera de Saphira, aunque la espada patinó sobre la armadura con un estallido de centellas. Eragon le golpeó en la cabeza, pero Zar’roc se enganchó entre los cuernos de la bestia y se le resbaló de la mano. El muchacho soltó una maldición, abandonó a Saphira de un salto, se lanzó contra el úrgalo y le aplastó la cara con el escudo. A continuación arrancó a Zar’roc de entre los cuernos y se agachó al ver que lo atacaba otro úrgalo.

¡Saphira, te necesito! —gritó.

La marea de la batalla los había separado. De pronto, un kull se plantó ante él de un salto, con el mazo a punto para golpearlo. Como no podía defenderse a tiempo con el escudo, Eragon pronunció:

¡Jierda!

La cabeza del kull se retorció hacia atrás y el cuello se partió con un crujido agudo. Otros cuatro úrgalos sucumbieron a los sedientos ataques de Zar’roc, hasta que Murtagh cabalgó para unirse a Eragon y entre los dos hicieron retroceder a los monstruos.

—¡Vamos! —gritó Murtagh.

Se inclinó desde la grupa de Tornac y agarró a Eragon para ayudarlo a montar. Después se apresuraron para llegar junto a Saphira, que estaba perdida entre una masa de enemigos. Doce úrgalos, armados con lanzas, la habían rodeado y la aguijoneaban con sus armas, de tal manera que la sangre de la dragona salpicaba el suelo. Cada vez que Saphira se abalanzaba sobre un úrgalo, se unían todos y le apuntaban a los ojos, obligándola a retirarse. Ella intentó arrancarles las lanzas con las garras, pero los monstruos saltaron hacia atrás y la esquivaron.

La visión de la sangre de Saphira encolerizó a Eragon. Saltó de Tornac con un grito salvaje y clavó la espada en el pecho del úrgalo más cercano, sin reparar esfuerzos en su intento desesperado de ayudar a la dragona. El ataque del muchacho provocó la distracción necesaria para que ella se liberase. Saphira envió a volar a un úrgalo de una patada y luego se precipitó hacia Eragon que se agarró a una de las púas del cuello de la dragona y volvió a montar en la silla. Murtagh alzó la mano y cargó contra otro grupo de úrgalos.

Como si obedeciera a un acuerdo tácito, Saphira alzó el vuelo y se elevó sobre los ejércitos que luchaban buscando una tregua entre la locura. Eragon respiraba tembloroso y tenía los músculos tensos, preparados para repeler el siguiente ataque, mientras que cada fibra de su cuerpo temblaba de energía, haciéndole sentir más vivo que nunca.

Saphira dio una vuelta lo suficientemente larga para recuperar las fuerzas y descendió hacia los úrgalos, planeando sobre el suelo para que no la detectaran. Se acercó a los monstruos por detrás, hacia la zona en que sus arqueros estaban reunidos.

Antes de que los úrgalos se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo, Eragon segó las cabezas de dos arqueros y Saphira les arrancó las tripas a otros tres. Volvió a despegar entre los rugidos de alarma y pronto se encontró a una distancia inalcanzable para las flechas.

Repitieron la táctica con otro flanco del ejército enemigo. El sigilo y la velocidad de Saphira, combinados con la escasez de luz, imposibilitaba que los úrgalos adivinaran por dónde llegaría el siguiente ataque. Durante el tiempo que Saphira se mantenía en el aire, Eragon usaba el arco, pero pronto se le acabaron las flechas. Al poco rato no le quedaba en la aljaba más que la magia y quería reservarla hasta que la necesitara desesperadamente.

Gracias a los vuelos de Saphira sobre los combatientes, Eragon conoció de forma privilegiada la marcha de la batalla. Se luchaba en tres frentes distintos en Farthen Dûr: uno junto a cada túnel abierto. Los úrgalos tenían la desventaja de que sus fuerzas estaban dispersas y, además, les era imposible sacar a todas sus tropas a la vez del interior de los túneles. Aun así, los vardenos y los enanos no podían evitar el avance de los monstruos y, poco a poco, se iban retirando hacia Tronjheim. Los defensores parecían insignificantes contra las masas de úrgalos, cuyo número seguía aumentando a medida que salían de los túneles.

Los úrgalos se habían organizado bajo diversos estandartes, cada uno de los cuales representaba a un clan, pero no estaba claro quién comandaba a todos ellos. Los clanes no se prestaban atención entre sí, como si recibieran órdenes de algún otro lado. Eragon quería saber quién mandaba para que él y Saphira pudieran matarlo.

El muchacho recordó las órdenes de Ajihad y empezó a suministrar información a los gemelos. Les interesó lo que les dijo sobre la aparente falta de liderazgo entre los úrgalos, y lo interrogaron a fondo. El intercambio fue tranquilo, aunque breve.

Tienes órdenes de ayudar a Hrothgar —le dijeron los gemelos—. La batalla le va mal.

Entendido —contestó Eragon.

Saphira voló rápidamente hacia los enanos sitiados y pasó a poca altura por encima de Hrothgar. Revestido con su armadura dorada, el rey se mantenía al frente de un pequeño grupo de los suyos blandiendo a Volund, el martillo de sus antepasados. Al alzar la cabeza para mirar a la dragona, la luz de la antorcha brilló en la barba blanca de Hrothgar, y los ojos le emitieron destellos de admiración.

Saphira aterrizó junto a los enanos y se encaró hacia los úrgalos que se acercaban. Incluso el más valiente de los kull retrocedía ante la ferocidad de la dragona, lo que permitió que los enanos avanzaran. Eragon se esforzaba por conservar a salvo a Saphira, cuyo flanco izquierdo estaba protegido por los enanos, aunque por delante y por el lado derecho hervía un mar de enemigos. Eragon no tuvo piedad con ellos y aprovechó cualquier ventaja que se le presentó, recurriendo a la magia cuando Zar’roc no le servía. Una espada rebotó en el escudo del muchacho y lo abolló, y además, le lastimó el hombro. Prescindiendo del dolor, le partió el cráneo a un úrgalo y lo convirtió en una mezcla de sesos, metal y huesos.

Hrothgar asombraba a Eragon, pues —pese a ser un anciano, tanto según el criterio de los hombres como el de los enanos— no mermaban sus fuerzas en la batalla. Ningún úrgalo, ni siquiera un kull, podía plantarse ante el rey de los enanos, o ante sus guardias, y conservar la vida. Cada vez que Volund golpeaba, sonaba el gong de la muerte para un nuevo enemigo. Cuando una lanza derribó a uno de los guerreros de Hrothgar, éste la cogió y, con una fuerza pasmosa, la lanzó de vuelta contra su dueño, a unos veinte metros. Ese heroísmo envalentonó a Eragon para asumir riesgos aún mayores, con la intención de emular al esforzado rey.

Eragon arremetió contra un kull gigantesco, que estaba demasiado lejos, y estuvo a punto de caer de la silla de Saphira. Sin darle tiempo a recuperarse, el kull se coló entre las defensas de la dragona y lo atacó con la espada. El golpe alcanzó a Eragon en el yelmo, lo impulsó hacia atrás y le hizo perder la visión momentáneamente al tiempo que le retumbaban los oídos.

Aturdido, quiso ponerse en pie, pero el kull ya estaba a punto para el siguiente golpe. Cuando el brazo del monstruo empezaba a descender, una delgada cuchilla de acero brotó de pronto de su pecho. El monstruo soltó un aullido y se desplomó. En su lugar apareció Angela.

La bruja llevaba una larga capa roja sobre una excéntrica armadura, que tenía pequeños trozos de esmaltes negros y verdes, y sujetaba una extraña arma que debía manejarse con las dos manos: un largo eje de madera con una hoja de espada a cada lado. Angela guiñó un ojo con malicia a Eragon y desapareció, volteando su doble espada como un salvaje. Justo detrás de ella iba Solembum, que había adoptado la forma de un joven de melena enmarañada. Portaba una daga, pequeña y negra, y mostraba su afilada dentadura en una mueca feroz.

Atontado aún por el golpe recibido, Eragon consiguió instalarse en la silla de Saphira, y ésta se elevó de un salto y sobrevoló las alturas para darle tiempo a recuperarse. El muchacho supervisó los llanos de Farthen Dûr y, para su desánimo, comprobó que las tres batallas iban mal. Ni Ajihad, ni Jörmundur, ni Hrothgar lograban detener a los úrgalos. Sencillamente, eran demasiados.

Eragon se planteó a cuántos úrgalos podría matar de un solo golpe con la magia. Como conocía bastante bien sus límites, sabía que, si intentaba matar a una cantidad excesiva de ellos, probablemente sería un suicidio… pero tal vez ése fuera el precio de la victoria.

La lucha se alargaba infinitamente, hora tras hora. Los vardenos y los enanos estaban exhaustos, pero los úrgalos seguían como nuevos porque iban recibiendo refuerzos.

Para Eragon era una pesadilla. Aunque él y Saphira luchaban al límite de sus fuerzas, siempre aparecía un úrgalo para ocupar el lugar del que acababan de matar. Al muchacho le dolía todo el cuerpo, sobre todo la cabeza, pues cada vez que recurría a la magia perdía un poco más de energía. Saphira se hallaba en mejores condiciones, aunque tenía las alas sembradas de pequeñas heridas.

En un momento en que estaba esquivando un golpe, los gemelos contactaron urgentemente con él.

Se oye mucho ruido por debajo de Tronjheim. ¡Parece que los úrgalos intentan excavar una salida por dentro de la ciudad! Necesitamos que Arya y tú vayáis a derribar cualquier túnel que excaven.

Eragon se deshizo de su oponente clavándole la espada.

Enseguida vamos.

Buscó a Arya y la vio rodeada de un grupo de úrgalos. Saphira se abrió paso deprisa hacia la elfa, dejando tras de sí una estela de cadáveres amontonados. Eragon extendió un brazo y le dijo:

—¡Monta!

Arya saltó sin dudar a lomos de Saphira. Se agarró con el brazo derecho a la cintura de Eragon y sostuvo con el otro su espada ensangrentada. Cuando Saphira se agachaba para despegar, un úrgalo llegó a la carrera aullando, alzó su hacha y la golpeó en el pecho.

Saphira rugió de dolor y fue dando tumbos hacia delante cuando ya sus zarpas perdían contacto con el suelo. Con las alas abiertas de par en par, intentó evitar el choque, giró brutalmente a un lado y se rascó la punta del ala derecha con el suelo. Desde abajo, el úrgalo echó el brazo hacia atrás para lanzar el hacha, pero Arya alzó una palma, gritó y una bola de energía de color esmeralda salió volando de la mano de la elfa y mató al úrgalo. Con un colosal empujón de hombros, Saphira recuperó el equilibrio y se alzó a duras penas sobre las cabezas de los guerreros. Por fin se alejó del campo de batalla con potentes aletazos, entre jadeos.

¿Estás bien? —preguntó Eragon, preocupado. No lograba ver dónde la habían golpeado.

Sobreviviré —contestó ella con gravedad—, pero las piezas frontales de la armadura se han aplastado entre sí. Me duele el pecho y me cuesta moverme.

¿Puedes subirnos hasta la dragonera?

… Ya veremos.

Eragon le explicó a Arya el estado de Saphira.

—Me quedaré a ayudar a Saphira cuando aterricemos —ofreció—. Cuando le haya soltado la armadura, me reuniré contigo.

—Gracias —dijo él.

A Saphira le costaba mucho volar y planeaba siempre que podía. Cuando llegaron a la dragonera, aterrizó pesadamente sobre Isidar Mithrim, donde se suponía que estarían los gemelos, vigilando la batalla, pero estaba vacío. Eragon saltó al suelo y se estremeció de dolor al ver el daño que había causado el úrgalo. Cuatro de las placas metálicas que cubrían el pecho de Saphira habían quedado aplastadas y le impedían moverse y respirar.

—Que vaya bien —le dijo.

Le apoyó la mano en un costado y luego salió corriendo hacia los arcos.

Sin embargo, se detuvo y maldijo porque se hallaba en la parte más alta de Vol Turin, la Escalera Infinita. La preocupación por Saphira le había impedido pensar cómo llegaría a la base de Tronjheim, por donde se infiltraban los úrgalos. Y como no había tiempo para bajar a pie, miró el estrecho surco que bajaba a la derecha de la escalera, se agarró a uno de los almohadones de cuero y se lanzó por él.

El tobogán de piedra era suave como la madera lacada, y Eragon, al deslizarse con el cuero debajo, alcanzó casi al instante una velocidad de vértigo; los costados se difuminaban y la curvatura del tobogán lo lanzaba hacia la pared. Eragon iba tumbado por completo para bajar más deprisa, de modo que el aire volaba sobre su yelmo y lo hacía vibrar como una veleta en plena tempestad. El surco era demasiado estrecho para él y estuvo peligrosamente a punto de salir despedido, pero si mantenía las piernas y los brazos quietos no correría peligro.

Aunque el descenso fue veloz, le costó casi diez minutos llegar abajo. Como el tobogán se volvía recto al final, Eragon recorrió media sala deslizándose sobre el suelo cobrizo.

Cuando al fin se detuvo estaba tan mareado que no podía caminar. Al primer intento de ponerse en pie le sobrevinieron las náuseas, de modo que se agachó con la cabeza entre las manos y esperó hasta que el mundo dejara de dar vueltas. Cuando se sintió mejor, se alzó débilmente y miró a su alrededor.

La gran cámara estaba desierta por completo y el silencio era inquietante. La luz rosada llegaba desde Isidar Mithrim, en lo alto. Eragon titubeó. ¿Adónde se suponía que debía ir? Trató de entablar contacto mental con los gemelos. Nada. El muchacho se quedó paralizado al oír los sonoros golpes que recorrían Tronjheim.

Una explosión rasgó el aire, y un largo bloque del suelo de la cámara se combó y saltó diez metros por el aire. Cuando volvió a caer, salieron volando las astillas de roca. Eragon se tambaleó hacia atrás, aturdido, aferrando la empuñadura de Zar’roc, mientras los retorcidos cuerpos de los úrgalos salían trepando por el agujero del suelo.

Eragón dudó. ¿Debía huir? ¿O debía quedarse y tratar de cerrar aquel túnel? Pero aunque consiguiera sellarlo antes de que lo atacaran los úrgalos, ¿qué pasaría si entraban en Tronjheim por otro lado? No podría descubrir todos los agujeros a tiempo para evitar la toma de la ciudad–montaña.

Pero si corro hasta una de las puertas de Tronjheim y la abro, los vardenos podrán reconquistar la ciudad sin tener que sitiarla.

Sin darle tiempo a decidirse, un hombre alto y cubierto por entero por una armadura negra salió del túnel y lo miró directamente.

Era Durza.

Sombra sostenía su pálida espada, marcada con la hendidura hecha por Ajihad, y en el otro brazo descansaba un escudo negro y redondo con un emblema carmesí; llevaba prolijos adornos en el yelmo, como un general, y se cubría con una larga capa de piel de serpiente. La locura, propia de quien goza del poder y se halla en la situación idónea para usarlo, le ardía en los ojos de color granate.

Eragon sabía que no tenía la velocidad ni la fuerza necesarias para huir del enemigo que tenía delante. Avisó de inmediato a Saphira, aunque sabía que a la dragona le resultaría imposible rescatarlo. Se quedó agachado y repasó de inmediato las lecciones de Brom acerca de la lucha contra enemigos que también manipulaban la magia, pero no resultó estimulante. Además, Ajihad le había explicado que sólo se podía destruir a un Sombra si se le atravesaba el corazón.

Durza lo miró con desprecio y dijo:

¡Kaz jtierl trazhid! Otrag bagh.

Los úrgalos miraron a Eragon con suspicacia y formaron un círculo en torno al perímetro de la sala. Durza se acercó lentamente a Eragon con expresión triunfal.

—Bueno, mi joven Jinete, volvemos a encontrarnos. Escaparte de mí en Gil’ead fue una tontería. Al final sólo servirá para empeorar las cosas para ti.

—Nunca me atraparás vivo —gruñó Eragon.

—¿Ah, no? —preguntó Sombra, con una ceja enarcada, mientras la luz del zafiro estrellado le daba un tono espectral a la piel—. No veo a tu amigo Murtagh para ayudarte, así que ahora no puedes pararme. ¡Nadie puede!

El miedo alanceó a Eragon.

¿Cómo sabe lo de Murtagh? Adoptando el mayor desdén posible en la voz, se mofó:

—¿Qué tal te sentó la flecha?

—Eso me lo cobraré en sangre —contestó Durza tensando el rostro momentáneamente—. Ahora dime dónde se esconde tu dragón.

—Jamás.

—¡Entonces te lo sacaré a la fuerza! —exclamó Durza, crispado.

La espada del ser silbó en el aire, y cuando Eragon detuvo la hoja con su escudo, una sonda mental se le clavó profundamente en los pensamientos. Mientras el muchacho luchaba por proteger su conciencia, empujó a Durza hacia atrás y lanzó su propio ataque mental.

Eragon luchó con todas sus fuerzas contra las férreas defensas que rodeaban la mente de Durza, pero sin éxito, y blandió a Zar’roc, con la intención de sorprenderlo con la guardia baja. No obstante, Sombra esquivó el golpe sin esfuerzo y luego devolvió el ataque a la velocidad del rayo.

La punta de la espada de Durza alcanzó las costillas de Eragon, rasgó la cota de malla y lo dejó sin aliento. Sin embargo, la cota de malla resbaló, y el filo no se clavó en el costado del muchacho apenas por el grosor de un alambre. Aquella distracción era lo que necesitaba Durza para colarse en la mente de Eragon y empezar a controlarla.

—¡No! —gritó Eragon.

Y se lanzó contra Sombra con la cara contraída al mismo tiempo que forcejeaba con él y le tironeaba el brazo que sostenía la espada. Durza intentó cortar la mano de Eragon, pero la llevaba protegida por el guante de malla, y el filo resbaló hacia abajo. Cuando Eragon le dio una patada en la pierna, Durza rugió, dio un empujón circular con el escudo y tiró a Eragon al suelo. El Jinete notó el sabor de la sangre en la boca y sintió un pálpito en el cuello. Sin hacer caso de sus heridas, rodó y lanzó su escudo contra Durza. Pese a la superior velocidad de Sombra, el pesado escudo del muchacho lo golpeó en la cadera. Mientras Sombra se tambaleaba, Eragon le golpeó también el antebrazo con Zar’roc, y un hilo de sangre corrió por el brazo de Durza.

Eragon atacó a Sombra con la mente y se le coló entre las debilitadas defensas. De pronto, el muchacho se vio envuelto por un fluir de imágenes que recorrieron deprisa su conciencia…

Durza, de niño, viviendo como un nómada con sus padres en desiertas llanuras. La tribu los abandonó y acusó a su padre de incumplir un juramento. Pero entonces Sombra no se llamaba Durza, sino Carsaib: ése era el nombre que canturreaba su madre cuando lo peinaba…

Sombra daba tumbos salvajes con el rostro contorsionado de dolor, mientras Eragon intentaba controlar el torrente de recuerdos, pero su fuerza era abrumadora.

Llorando de pie en una colina, ante las tumbas de sus padres, porque los hombres no lo habían matado también a él. Luego se daba la vuelta y se alejaba a trompicones hacia el desierto…

Durza se encaró a Eragon: un odio terrible fluía por los ojos de color granate de Sombra. Eragon estaba postrado con una rodilla en el suelo, casi de pie, luchando por mantener la mente cerrada.

Cómo lo miraba el anciano cuando vio por primera vez a Carsaib, casi muerto en una duna. Los días que tardó en recuperarse y el miedo que experimentó al descubrir que su rescatador era un brujo. Cómo le había suplicado que le enseñara el control de los espíritus. Cómo había accedido finalmente Haeg, que lo llamaba «rata del desierto».

Eragon ya estaba de pie. Durza cargó con la espada alzada… La furia le hizo olvidarse del escudo.

Los días que pasaron bajo un sol abrasador, siempre atentos a los lagartos que cazaban para comer. Cómo iba creciendo su poder, llenándolo de orgullo y de confianza. Las semanas que dedicó a cuidar a su maestro tras un hechizo fracasado. Su alegría cuando Haeg se recuperó.

No había tiempo para reaccionar… Demasiado poco tiempo…

Los bandidos que atacaron en plena noche y mataron a Haeg. La rabia que sintió Carsaib… los espíritus que invocó para vengarse. Pero los espíritus eran más fuertes de lo que esperaba. Se volvieron contra él y le poseyeron la mente y el cuerpo. Sus gritos. Era… ¡Soy Durza!

La espada golpeó con todo su peso la espalda de Eragon y le cortó la cota de malla y la piel. Atravesado por el dolor, gritó y cayó de rodillas. La agonía le hizo doblar el cuerpo y le anuló cualquier pensamiento. Se balanceó, apenas consciente, goteando sangre desde la nuca, al mismo tiempo que Durza le dijo algo que no alcanzó a oír.

Presa de la angustia, Eragon alzó a los cielos la mirada y rompió a llorar. Todo había fracasado: los vardenos y los enanos estaban destruidos; él mismo había sido derrotado; Saphira se entregaría por el bien del muchacho —como ya lo había hecho antes— y volverían a capturar a Arya, o tal vez la matarían. ¿Por qué había terminado así? ¿Qué clase de justicia era ésa? Todo para nada.

Al mirar Eragon hacia Isidar Mithrim, tan lejana a la tortura que él estaba sufriendo, un resplandor estalló en los ojos del muchacho y lo cegó. Un segundo después un tronido ensordecedor recorrió la estancia. Luego se le aclaró la vista y boqueó, incrédulo.

El zafiro estrellado se había hecho añicos: un círculo en expansión de gigantescos fragmentos con forma de dagas caían a plomo hacia el distante suelo rozando las paredes con las brillantes astillas, y por el centro de la cámara, cayendo en picado con la cabeza por delante, avanzaba Saphira. Llevaba las fauces abiertas, y de ellas brotaba una gran lengua de fuego de un amarillo brillante teñido de azul. Montada a la grupa, iba Arya, cuyo cabello se mecía salvaje. La elfa tenía el brazo alzado, y la palma de la mano le brillaba con una nube de magia verde.

El tiempo pareció detenerse cuando Eragon vio que Durza alzaba la cabeza hacia el techo. Primero la sorpresa y luego la rabia contorsionaron el rostro de Sombra. Con un gesto despectivo y desafiante, alzó la mano y señaló a Saphira, a la vez que se le formaba en los labios una palabra.

En el interior de Eragon creció de pronto una reserva escondida de fuerzas, desenterrada de lo más profundo de su ser. Curvó los dedos sobre la empuñadura de su espada, sobrevoló la barrera que le atenazaba la mente y se aferró a la magia. Todo su dolor y su rabia se concentraron en una palabra:

¡Brisingr!

Zar’roc destelló una luz sangrienta, recorrida por gélidas llamas…

Eragon saltó hacia delante…

Y atravesó el corazón de Durza.

Sombra miró sorprendido la hoja de la espada, que le salía por el pecho. Tenía la boca abierta, pero en vez de palabras emitía un aullido espectral. La espada se le cayó de los dedos sin fuerza, y él se agarró a Zar’roc como si quisiera desencajarla, pero la tenía firmemente atravesada en el cuerpo.

Entonces la piel de Durza se volvió transparente, aunque debajo no había carne ni huesos, sino manchones de oscuridad oscilante que latían y le partían la piel mientras él aullaba aún más fuerte. Tras un último grito, la piel se le rasgó de la cabeza a los pies y liberó la oscuridad, que se dividió en tres entidades que se filtraron por las paredes de Tronjheim para salir de Farthen Dûr. Sombra había desaparecido.

Despojado de fuerzas, Eragon cayó con los brazos abiertos. Por encima de él, Saphira y Arya habían llegado casi al suelo, y parecía que fueran a atravesarlo con los mortíferos restos de Isidar Mithrim. Cuando Eragon perdió la visión, le pareció que Saphira, Arya y los miles de fragmentos flotantes… dejaban de caer y que todo quedaba inmóvil en el aire.