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Saphira despertó a Eragon con un brusco golpe de hocico y le hizo un rasguño con la dura mandíbula.

—¡Ay! —exclamó Eragon al tiempo que se sentaba.

La cueva estaba a oscuras, salvo por un leve halo que emanaba de la antorcha tapada. Fuera, en la dragonera, Isidar Mithrim brillaba con mil colores distintos, iluminada por un cinturón de antorchas.

En la entrada de la cueva, un enano inquieto se retorcía las manos.

—¡Tienes que venir, Argetlam! Gran problema. Te ha convocado Ajihad. ¡No hay tiempo!

—¿Qué pasa? —preguntó Eragon.

El enano se limitó a mover la cabeza, balanceando la barba.

—¡Tienes que venir! ¡Carkna bragha! ¡Ahora mismo!

Eragon se echó a Zar’roc al cinto, cogió el arco y las flechas y ató la silla a Saphira.

Pues menuda noche de descanso —se quejó ésta agachándose para que Eragon pudiera subir a la grupa. Él bostezó mientras la dragona despegaba.

Orik los esperaba con una severa expresión en el rostro cuando aterrizaron ante las puertas de Tronjheim.

—Venid, los demás os esperan.

Los guió por Tronjheim hasta el estudio de Ajihad. Por el camino Eragon lo acosó a preguntas, pero Orik se limitaba a contestar:

—No sé lo suficiente. Espera hasta que oigas a Ajihad.

Un par de fornidos guardianes abrieron la gran puerta del estudio. Ajihad estaba de pie tras el escritorio estudiando un mapa con el semblante sombrío. También estaban Arya y un hombre de brazos enjutos. Ajihad alzó la mirada.

—Bien, ya estás aquí, Eragon. Te presento a Jörmundur, mi subalterno en el mando.

Se saludaron y luego concentraron la atención en Ajihad.

—Os he despertado a los cinco porque corremos todos un grave peligro. Hace una media hora ha llegado corriendo un enano por un túnel abandonado que pasa por debajo de Tronjheim. Estaba ensangrentado y casi hablaba de forma incoherente, pero ha conservado la conciencia suficiente para explicar a los enanos qué era lo que le perseguía: un ejército de úrgalos. Tal vez estén a un día de marcha.

La impresión llenó de silencio el estudio. Luego Jörmundur estalló en maldiciones y empezó a hacer preguntas al mismo tiempo que Orik. Ajihad alzó las manos.

—¡Callad! Hay algo más: los úrgalos no se acercan avanzando por los caminos normales, sino bajo tierra. Están en los túneles… Nos van a atacar desde abajo.

Eragon alzó la voz entre el barullo que se produjo a continuación:

—¿Por qué no se han enterado antes los enanos? ¿Cómo han descubierto los túneles los úrgalos?

—¡Suerte tenemos de habernos enterado ahora! —exclamó Orik. Todos dejaron de hablar para escucharlo—. Hay cientos de túneles que atraviesan las montañas Beor, deshabitados desde que se excavaron. Sólo los recorren unos pocos excéntricos que no quieren mantener contacto con nadie. Bien podría haber ocurrido que no recibiéramos ningún aviso.

Ajihad señaló el mapa y Eragon se acercó. Se veía la mitad sur de Alagaësia, pero a diferencia del mapa que tenía Eragon, éste mostraba con todo detalle la cadena montañosa de las Beor entera. El dedo de Ajihad señalaba la sección que bordeaba la frontera oriental de Surda.

—El enano —les informó— afirma que venía de aquí.

—¡Orthíad! —exclamó Orik. Ante la sorprendida pregunta de Jörmundur, explicó—: Es una antigua residencia de los enanos que se abandonó cuando se terminó de construir Tronjheim. En otros tiempos fue la mayor de nuestras ciudades, pero hace siglos que nadie vive allí.

—Y es tan antigua que algunos de sus túneles podrían haberse derrumbado —intervino Ajihad—; por eso creemos que los descubrieron desde la superficie. Sospecho que ahora Orthíad se llama Ithrö Zhâda. Se supone que la columna de úrgalos que persiguió a Eragon y a Saphira iba hacia allí, y estoy seguro de que llevan todo el año emigrando hacia esa zona. Desde Ithrö Zhâda pueden viajar a cualquier lugar de las montañas Beor, y de ese modo tienen el poder de destruir a la vez a los vardenos y a los enanos.

Jörmundur se inclinó sobre el mapa y lo revisó con atención.

—Deberíamos saber cuántos úrgalos hay y si las tropas de Galbatorix van con ellos, porque no podemos preparar la defensa sin saber de qué tamaño es su ejército.

—No estamos seguros de ninguna de las dos cosas —contestó Ajihad, pesaroso—, pero nuestra supervivencia depende de la segunda cuestión. Si Galbatorix ha unido sus hombres a las tropas de úrgalos, no tenemos la menor oportunidad. Pero si no lo ha hecho porque aún no quiere que se conozca su alianza con ellos, o por cualquier otra razón, tal vez podamos ganar. Tenemos tan poco tiempo que ni Orrin ni los elfos nos pueden ayudar. A pesar de todo, he enviado mensajeros a los dos con noticias de nuestras tribulaciones. Al menos, si caemos, no los cogerán por sorpresa. —Se pasó una mano por la frente, negra como el carbón—. Ya he hablado con Hrothgar y hemos decidido cómo actuar: nuestra única esperanza consiste en contener a los úrgalos en tres de los túneles más grandes y canalizarlos hacia Farthen Dûr, de tal manera que no lleguen a Tronjheim como una plaga de langostas.

»Eragon, Arya: os necesito para que ayudéis a los enanos a hundir los otros túneles, pues es una tarea demasiado ardua para los medios ordinarios. Dos grupos de enanos trabajan ya en ello: uno fuera de Tronjheim; el otro, por debajo. Eragon, tú trabajarás con el grupo del exterior, y tú, Arya, irás con el de los subterráneos. Orik te guiará hacia ellos.

—¿Y por qué no hundir todos los túneles, en vez de dejar intactos los más grandes? —preguntó Eragon.

—Porque eso obligaría a los úrgalos a despejar los escombros y luego podrían tomar una dirección que no nos interesara —explicó Orik—. Además, si nos quedamos incomunicados, ellos podrían atacar otras ciudades de enanos y no llegaríamos a tiempo para ayudarlos.

—Además, hay otra razón —intervino Ajihad—. Hrothgar me ha advertido que Tronjheim se apoya en una densa red de túneles y si se debilita una cantidad demasiado importante de ellos, algunas secciones se hundirían por su propio peso. Así que no podemos correr ese riesgo.

Jörmundur escuchó atentamente y luego preguntó:

—Entonces, ¿no habrá lucha dentro de Tronjheim? Has dicho que canalizaríamos a los úrgalos hacia fuera de la ciudad, o sea, hacia Farthen Dûr.

—Eso es —respondió enseguida Ajihad—. No podemos defender todo el perímetro de Tronjheim porque es demasiado grande para nuestras fuerzas. Por eso sellaremos los pasillos y las puertas que llevan a la ciudad. Eso obligará a los úrgalos a salir a los llanos que rodean Tronjheim, donde nuestros ejércitos tendrán mucho espacio para maniobrar. Como los úrgalos tienen acceso a los túneles, no podemos arriesgarnos a que dure mucho la batalla. Mientras sigan aquí correremos el constante peligro de que se abran camino hacia Tronjheim por el subsuelo. Si eso ocurre, quedaremos atrapados y atacados a la vez desde dentro y desde fuera. Hemos de evitar que los úrgalos conquisten Tronjheim porque si la hacen suya, dudo mucho que tengamos fuerzas suficientes para echarlos.

—¿Y qué pasa con nuestras familias? —preguntó Jörmundur—. No permitiré que los úrgalos asesinen a mi mujer y a mi hijo.

Las arrugas del rostro de Ajihad se acentuaron.

—Estamos evacuando a las mujeres y a los niños hacia los valles de alrededor. Si caemos derrotados, tienen guías que los llevarán hasta Surda. Vistas las circunstancias, es todo lo que puedo hacer.

Jörmundur se esforzó por disimular su alivio.

—Señor, ¿Nasuada también se va?

—Sí, aunque a disgusto. —Todas las miradas estaban fijas en Ajihad cuando tensó la espalda y anunció—: Los úrgalos llegarán en cuestión de horas. Sabemos que son muchos, pero tenemos la obligación de defender Farthen Dûr. El fracaso implicaría la caída de los enanos, la muerte de los vardenos y, en última instancia, la derrota de Surda y de los elfos. Es una batalla que no podemos perder. Ahora, ¡id y cumplid con vuestras tareas! Jörmundur, prepara a los hombres para la lucha.

Salieron del estudio y se separaron: Jörmundur se fue a los cuarteles, Orik y Arya a la escalera que bajaba hacia el subsuelo, y Eragon y Saphira se fueron por uno de los cuatro salones principales de Tronjheim. Pese a que era una hora temprana, la ciudad–montaña hervía como un hormiguero. La gente corría, gritaba mensajes y acarreaba fardos con sus pertenencias.

Eragon ya había luchado y había matado antes, pero la batalla que tenía por delante le provocaba pinchadas de terror en el pecho. Nunca había tenido la ocasión de imaginar previamente una pelea. Ahora sí podía hacerlo, y eso acrecentaba su miedo. Se sentía seguro cuando debía enfrentarse a unos pocos oponentes, pues se veía capaz de derrotar a tres o cuatro úrgalos con la ayuda de Zar’roc y de la magia, pero en un enfrentamiento tan amplio podía ocurrir cualquier cosa.

Salieron de Tronjheim y buscaron a los enanos que esperaban su ayuda. Sin la luz del sol ni la de la luna, el interior de Farthen Dûr quedaba negro como la hulla, con la única excepción del brillo de las antorchas del cráter, que se movían dando sacudidas.

Tal vez estén al otro lado de Tronjheim —sugirió Saphira. Eragon se mostró de acuerdo y montó en la grupa de la dragona.

Planearon sobre Tronjheim hasta que divisaron un grupo de antorchas. Saphira se dirigió hacia ellas y en apenas un suspiro aterrizó junto a un grupo de enanos sorprendidos, ocupados en cavar con sus piquetas. Eragon les explicó de inmediato por qué estaba allí. Entonces un enano de nariz afilada le dijo:

—Justo debajo de nosotros, a unos cuatro metros, hay un túnel. Apreciaremos cualquier ayuda que puedas darnos.

—Si despejáis la zona que queda encima del túnel, veré qué puedo hacer.

El enano de la nariz afilada parecía dudar, pero ordenó a los excavadores que se retirasen.

Respirando lentamente, Eragon se preparó para usar la magia. Cabía la posibilidad de retirar toda la tierra del túnel, pero necesitaba conservar sus energías para más adelante. En vez de eso, intentaría hundirlo aplicando la fuerza sobre las secciones más débiles del techo.

Trysta deloi —susurró, y envió sus tentáculos de poder hacia el subsuelo.

Casi de inmediato encontraron la roca. Eragon la ignoró y buscó más abajo, hasta que percibió el hueco vacío del túnel. Entonces empezó a buscar grietas en la roca. Cuando encontraba una, la empujaba para que se hiciera más larga y ancha. Era una tarea extenuante, pero no mucho más de lo que hubiera supuesto partir la piedra a mano. Sin embargo, no parecía obtener ningún progreso visible, y los impacientes enanos se daban cuenta.

Eragon perseveró y no tardó en obtener la recompensa de un sonoro crujido que llegó claramente a la superficie. Se oyó un chirrido persistente, y luego la tierra se deslizó hacia abajo, como el agua al desaparecer por un desagüe, dejando tras de sí un agujero de casi siete metros de diámetro.

Mientras los enanos, encantados, taponaban la boca con los escombros, el de la nariz afilada llevó a Eragon al siguiente túnel. Éste era más difícil de hundir, pero el muchacho logró repetir la gesta. Al cabo de unas pocas horas, había hundido media docena de túneles por todo Farthen Dûr con la ayuda de Saphira.

Mientras trabajaban, la luz asomó por el pequeño parche de cielo que tenían encima. No era suficiente para que se viera nada, pero aumentó la confianza de Eragon. Éste se volvió hacia las ruinas amontonadas del último túnel y miró el paisaje con interés.

Un éxodo masivo de mujeres y niños, acompañados por los vardenos ancianos, salía de Tronhjeim como un arroyo. Iban cargados con provisiones, ropas y otras pertenencias, y los acompañaba un pequeño grupo de guerreros, formado sobre todo por muchachos y hombres mayores.

Sin embargo, la mayor actividad se daba en la base de Tronjheim, donde se reunían los ejércitos de enanos y vardenos, divididos en tres batallones. Cada sección llevaba un estandarte vardeno: un dragón que sostenía una rosa sobre una espada que apuntaba hacia un campo de color violeta.

Los hombres permanecían en silencio, con los puños apretados y con las cabelleras sueltas ondeando bajo los yelmos. Muchos guerreros tenían tan sólo una espada y un escudo, pero había algunas filas donde los soldados llevaban picas y lanzas. En la retaguardia, los arqueros probaban sus arcos.

Los enanos iban pertrechados con sus pesados ropajes de batalla: llevaban túnicas de malla metálica bruñida hasta las rodillas y sostenían con el brazo izquierdo gruesos escudos redondos en los que estaban grabadas las divisas de sus clanes; portaban al cinto espadas cortas enfundadas, y en la mano derecha sostenían hachas de guerra o azadones; se cubrían las piernas con mallas de extraordinaria finura y usaban cascos de hierro y botas forradas de latón.

Una pequeña figura se separó del batallón más lejano y se apresuró hacia Eragon y Saphira. Era Orik, pertrechado como los demás enanos.

—Ajihad quiere que os unáis al ejército —dijo— porque ya no quedan túneles por hundir. Tenéis comida preparada para los dos.

Eragon y Saphira acompañaron a Orik a una tienda de campaña en la que encontraron pan y agua para Eragon y un montón de carne seca para Saphira. Comieron sin quejarse; era mejor que pasar hambre.

Cuando terminaron, Orik les dijo que esperasen y desapareció entre las filas de su batallón. Volvió con una hilera de enanos cargados con un montón de grandes planchas blindadas. Orik levantó una sección de ellas y se la pasó a Eragon.

—¿Qué es?, preguntó éste tocando el metal pulido.

La armadura tenía un complejo grabado y unas filigranas de oro; medía más de dos centímetros de grosor en algunos trozos y pesaba mucho. Ningún hombre podría luchar bajo aquel peso. Además, había demasiadas piezas para una sola persona.

—Un regalo de Hrothgar —dijo Orik, que parecía encantado—. Ha permanecido tanto tiempo entre otros tesoros que casi la habíamos olvidado. Fue forjada en otra era, antes de la caída de los Jinetes.

—Pero ¿para qué sirve? —preguntó Eragon.

—¡Vaya, es una armadura de dragón, por supuesto! No creerás que los dragones iban a la batalla sin protección. Los juegos completos de estas armaduras son muy escasos porque se tardaba mucho en forjarlos y porque los dragones nunca dejaban de crecer. De todos modos, Saphira aún no se ha desarrollado del todo, así que debería caberle razonablemente bien.

¡Una armadura de dragón! —Mientras Saphira olisqueaba una de las piezas, Eragon le preguntó—: ¿Qué te parece?

Probémosla —contestó ella con un fiero brillo en los ojos.

Tras muchos esfuerzos, Eragon y Orik dieron un paso atrás para admirar el resultado. Todo el cuello de Saphira, salvo las púas del espinazo, estaba cubierto por escamas triangulares de planchas superpuestas; el vientre y el pecho quedaban protegidos por las piezas más gruesas, mientras que las más ligeras iban en la cola; las patas y el lomo estaban cubiertos por completo, pero las alas le quedaban libres, y sobre la cabeza, la dragona llevaba una sola plancha moldeada, que dejaba libre la mandíbula inferior para que pudiera morder y masticar. Saphira probó el movimiento del cuello, y la armadura se flexionó suavemente.

Seré un poco más lenta, pero servirá para detener las flechas. ¿Qué aspecto tengo?

Muy intimidante —contestó Eragon, pensativo. A Saphira le gustó.

Orik recogió los trozos que quedaban por el suelo.

—También he traído tu armadura, aunque hubo que buscar mucho para encontrar tu talla. Casi nunca forjamos armaduras para hombres ni para elfos. No sé para quién se hizo ésta, pero no se ha usado nunca y debería quedarte bien.

Eragon se pasó por la cabeza una rígida cota de malla, con forro de cuero, que le llegaba hasta las rodillas, como una falda. Le pesaba mucho en los hombros y tintineaba al moverse, pero al atarse el cinto de Zar’roc por encima, consiguió que la malla no se balanceara. Le pusieron un casquete de cuero en la cabeza, encima una toca de malla, y aún encima de ésta, un yelmo de oro y plata. Le ataron con cintas unas planchas a los antebrazos, y unas protecciones en las pantorrillas. Asimismo le entregaron unos guantes revestidos de malla. Por último, Orik le dio un amplio escudo en el que estaba representado un roble.

Sabedor de que lo que acababan de darle a él y a Saphira valía una fortuna, Eragon hizo una reverencia y dijo:

—Gracias por estos regalos. Los dones de Hrothgar son muy apreciados.

—No des las gracias todavía —dijo Orik con una carcajada—. Espera a que la armadura te salve la vida.

Los guerreros que los rodeaban emprendieron la marcha. Los tres batallones se estaban situando en distintas partes de Farthen Dûr. Como no estaba seguro de lo que debía hacer, Eragon miró a Orik. Éste se encogió de hombros y dijo:

—Supongo que deberíamos acompañarlos.

Siguieron tras uno de los batallones, que se dirigía hacia la pared del cráter. Eragon preguntó por los úrgalos, pero Orik sólo sabía que se habían apostado unos exploradores en los túneles subterráneos y que aún no habían visto ni oído nada.

El batallón se detuvo ante uno de los túneles hundidos donde los enanos habían apilado los escombros de tal modo que resultara fácil escalarlos desde dentro.

Éste debe de ser uno de los lugares por los que obligarán a salir a los úrgalos —señaló Saphira.

Había cientos de antorchas fijadas en pértigas, clavadas en tierra, que desprendían un gran chorro de luz, brillante como el sol del atardecer. Unos cuantos fuegos resplandecían junto a la boca del túnel y sobre ellos ardía la brea en los calderos. Eragon reprimió un acceso de náusea y apartó la mirada. Era una forma terrible de matar, incluso a los úrgalos.

Estaban clavando en el suelo hileras de troncos afilados por el extremo externo para disponer de una barrera espinosa entre el batallón y el túnel. Como Eragon vio una oportunidad de ayudar, se unió al grupo de hombres que excavaban trincheras entre los troncos, y Saphira también ayudó cavando tierra con sus gigantescas zarpas. Durante el trabajo, Orik los abandonó para supervisar la construcción de una barricada para proteger a los arqueros. Cada vez que le pasaban la bota de vino, Eragon bebía agradecido, y tras terminar las trincheras y llenarlas de estacas puntiagudas, Eragon y Saphira descansaron.

Ambos estaban sentados uno al lado del otro cuando Orik regresó. El enano se enjugó la frente.

—Todos los hombres y los enanos están en el campo de batalla. Tronjheim está aislada. Hrothgar ha tomado el mando del batallón que queda a nuestra izquierda, y Ajihad dirige el que está más adelante.

—¿Y quién manda en éste?

—Jörmundur.

Orik se sentó con un gruñido y dejó su hacha de guerra en el suelo.

Saphira dio un ligero empujón a Eragon.

Mira.

Él apretó la mano en torno a Zar’roc al ver que Murtagh, cubierto con un yelmo y armado con un escudo de enano y una espada pequeña, se acercaba con Tornac.

Orik echó una maldición y se levantó de un salto, pero Murtagh le dijo enseguida:

—No pasa nada. Me ha soltado Ajihad.

—¿Y por qué ha hecho eso? —preguntó Orik.

Murtagh sonrió con ironía.

—Ha dicho que era una oportunidad para demostrar mis buenas intenciones. Al parecer, no cree que pueda hacer demasiado daño aunque me pusiera en contra de los vardenos.

Eragon le dio la bienvenida con un gesto y soltó la empuñadura. Murtagh era un luchador excelente y despiadado: exactamente lo que Eragon necesitaba a su lado durante la batalla.

—¿Cómo sabemos que no mientes? —preguntó Orik.

—Porque lo digo yo —anunció una voz firme.

Ajihad, armado para la batalla con un peto y una espada de empuñadura de marfil, llegó a grandes zancadas hasta donde estaban ellos. Apoyó su fuerte mano en el hombro de Eragon y se lo llevó aparte para que los demás no pudieran oírlos. Entonces echó un vistazo a la armadura de Eragon.

—Bien, veo que Orik te ha pertrechado.

—Sí, sí… Quisiera saber si alguien ha visto algo en los túneles.

—Nada. —Ajihad se apoyó en la espada—. Escucha, uno de los gemelos se queda en Tronjheim. Él vigilará la batalla desde la dragonera y me pasará información por medio de su hermano. Como sé que puedes hablar con la mente, necesito que le cuentes a los gemelos cualquier cosa extraña, cualquiera, que veas mientras luchas. Además, te daré órdenes por medio de ellos. ¿Lo entiendes?

La idea de verse involucrado con los gemelos repugnó a Eragon, pero entendió que era necesario.

—Sí.

Ajihad siguió hablando tras una pausa:

—No eres un soldado de infantería, ni de caballería, ni ninguna otra clase de soldado de los que suelo comandar. Tal vez durante la batalla se demuestre lo contrario, pero de momento creo que Saphira y tú estaréis más seguros en tierra. Por el aire seríais un blanco fácil para los arqueros de los úrgalos. ¿Vas a pelear montado en Saphira?

Eragon nunca había combatido montado, y mucho menos en Saphira.

—No estoy seguro de lo que voy a hacer. Si monto en Saphira, quedo tan alto que sólo puedo enfrentarme a un kull.

—Me temo que habrá muchos kull —contestó Ajihad, que se puso tenso y desclavó la espada del suelo—. El único consejo que puedo darte es que evites los riesgos innecesarios porque los vardenos no se pueden permitir el lujo de perderte.

Acto seguido se dio la vuelta y se fue.

Eragon regresó donde estaban Orik y Murtagh y se agachó junto a Saphira, con el escudo apoyado en las rodillas. Esperaron los cuatro en silencio, igual que los centenares de soldados que los esperaban. La luz que entraba por la abertura de Farthen Dûr iba disminuyendo a medida que el sol se escurría muy despacio más allá del borde del cráter.

Eragon se dio la vuelta para supervisar la acampada y se quedó paralizado, con el corazón en un puño: a unos diez metros estaba Arya, sentada con el arco en el regazo. Aunque sabía que no era razonable, él había esperado que se fuera de Farthen Dûr con las demás mujeres. Preocupado, se le acercó deprisa.

—¿Vas a luchar?

—Hago lo que debo hacer —contestó Arya con calma.

—¡Pero es demasiado peligroso!

El rostro de Arya se ensombreció.

—No pretendas protegerme, humano. Los elfos enseñan a luchar tanto a sus hombres como a sus mujeres. No soy una de esas indefensas mujercillas humanas que huyen en cuanto hay peligro. Me encargaron la tarea de proteger el huevo de Saphira… y fracasé. Mi breoal está en deshonra y aún sería mayor la vergüenza si no cuidara de ti y de Saphira en este campo de batalla. Olvidas que soy más ducha con la magia que ninguno de los presentes, incluido tú. Si viene Sombra, ¿quién va a derrotarlo, si no lo hago yo? ¿Alguien más tiene ese derecho?

Eragon la miró indeciso, consciente de que ella tenía razón por mucha rabia que le diese.

—Entonces, cuídate. —Por pura desesperación, añadió en el idioma antiguo—: Wiol pömnuria ilian. Por mi propia felicidad.

Arya desvío la mirada, incómoda, al tiempo que el flequillo le tapaba un poco la cara. Pasó una mano por su bruñido arco y luego murmuró:

—Estar aquí es mi wyrda. La deuda se debe pagar.

Eragon se retiró bruscamente para volver con Saphira. Murtagh lo miró con curiosidad.

—¿Qué ha dicho?

—Nada.

Enfrascados en sus pensamientos, los defensores se hundieron en un lúgubre silencio a medida que pasaban las horas. El cráter de Farthen Dûr quedó de nuevo sumido en la oscuridad, salvo por el brillo sanguinolento de las antorchas y por los fuegos que calentaban la brea. Eragon alternaba su tiempo entre el examen miope de los eslabones de su cota de malla y el espionaje a Arya; Orik pasaba la piedra de afilar una y otra vez por su hacha —el chirrido de la piedra sobre el metal era irritante— e iba revisando el filo periódicamente a la vez que lo acariciaba, y Murtagh dejó vagar la mirada en la distancia.

De vez en cuando algún mensajero cruzaba corriendo el campamento y los soldados se alzaban de un salto. Sin embargo, siempre resultaba ser una falsa alarma. Los hombres y los enanos estaban inquietos, y a menudo se oían voces enfadadas. Lo peor de Farthen Dûr era la falta de viento: el aire estaba en suspenso, inmóvil. Y ni siquiera se renovaba cuando se calentaba, se volvía ardiente o se llenaba de humo.

Al acercarse la noche, el campo de batalla quedó sumido en la quietud, silencioso como la muerte. Los músculos de los hombres estaban tensos por la espera. Eragon miraba hacia la oscuridad sintiendo los párpados pesados, pero se obligaba a moverse para permanecer despierto e intentaba concentrarse en medio del estupor.

—Es tarde. Deberíamos dormir —dijo Orik al fin—. Si ocurre algo, los demás nos despertarán.

Murtagh refunfuñó, pero Eragon estaba demasiado cansado para protestar. Se acurrucó contra Saphira y usó el escudo como almohada. Al cerrar los ojos vio que Arya permanecía despierta y los vigilaba.

Tuvo pesadillas confusas y molestas, llenas de bestias con cuernos y amenazas invisibles. Una voz le preguntaba una y otra vez: «¿Estás preparado?». Pero él nunca contestaba. Acosado por esas visiones, su sueño fue superficial e incómodo hasta que algo le tocó el brazo. Eragón se despertó con un sobresalto.