Montar a caballo le resultaba a Eragon de lo más doloroso —las costillas rotas no le dejaban cabalgar más que al paso— y le costaba respirar hondo sin sentir una punzada terrible. Sin embargo, se negó a parar. Saphira volaba cerca, con la mente ligada a la del muchacho para darle fuerza y tranquilidad.
Murtagh montaba con seguridad junto a Cadoc, acompañando con suavidad los movimientos del caballo. Eragon se quedó mirando un rato al animal de color gris…
—Tienes un caballo muy hermoso. ¿Cómo se llama?
—Tornac, en reconocimiento al hombre que me enseñó a luchar. —Murtagh dio unas palmadas al cuello del corcel—. Me lo dieron cuando era un potrillo. Y difícilmente encontrarás un animal más valiente e inteligente en toda Alagaësia. Salvo, Saphira, claro.
—Es espléndido —dijo Eragon con admiración.
—Sí —afirmó Murtagh riendo—, pero no he visto nunca un caballo que esté tan a su altura como Nieve de Fuego.
Aunque ese día cubrieron una distancia muy corta, Eragon se sentía dichoso de estar otra vez en marcha porque le daba la oportunidad de mantener los pensamientos lejos de otras cuestiones malsanas. Cabalgaban por tierras sin colonizar, pues el camino a Dras–Leona estaba a varios kilómetros a la izquierda. De camino a Gil’ead, que estaba casi tan al norte como Carvahall, rodearían la ciudad dejando un amplio margen de seguridad.
Vendieron a Cadoc en un pueblo pequeño. Mientras el caballo se alejaba con su nuevo dueño, Eragon, con pesar, se metió en el bolsillo las pocas monedas que había conseguido con la transacción. Era difícil renunciar a Cadoc después de haber cruzado media Alagaësia y de haber vencido a los úrgalos montándolo.
Mientras el reducido grupo viajaba por esos parajes solitarios, los días pasaban sin que se dieran cuenta. Eragon se alegró de descubrir que Murtagh y él tenían muchos intereses comunes: pasaban horas conversando sobre detalles precisos del tiro con arco y de la caza.
Había un tema, sin embargo, que ambos evitaban por consentimiento tácito: sus respectivos pasados. Eragon no le explicó a Murtagh cómo había encontrado el huevo de Saphira, ni cómo había conocido a Brom ni de dónde venía él. Y Murtagh también guardaba silencio sobre las razones por las que el Imperio lo perseguía. Era un acuerdo sencillo, pero funcionaba.
No obstante, por el hecho de ir juntos, era inevitable que aprendieran el uno del otro. Eragon estaba intrigado por los conocimientos de Murtagh sobre las luchas políticas y de poder en el Imperio. Parecía saber lo que hacía cada noble y cada cortesano y cómo afectaba eso a los demás. Eragon lo escuchaba con atención, mientras las sospechas le daban vueltas por la cabeza.
La primera semana pasó sin ningún indicio de la presencia de los Ra’zac, lo que aplacó algunos de los miedos de Eragon. No obstante, siguieron haciendo guardia por las noches. Eragon también esperaba encontrar úrgalos camino de Gil’ead, pero no había ni rastro de ellos.
Suponía que estas tierras tan aisladas iban a estar llenas de monstruos, pensaba. Pero, evidentemente, no me quejo de que hayan decidido irse a otra parte.
Eragon no volvió a soñar con la mujer, y aunque trató de verla mediante la criptovisión, sólo divisó una celda vacía. Siempre que pasaban por un pueblo o por una ciudad, averiguaba si había allí una cárcel. Si así era, se disfrazaba y la visitaba, pero no encontró a la mujer. Sus disfraces eran cada vez más complicados, ya que se topó con carteles colgados en varios pueblos, en los que salía su nombre y su descripción y se ofrecía una cuantiosa recompensa por su captura.
El avance hacia el norte los obligaba a encaminarse a la capital, Urû’baen. Era una zona densamente poblada donde resultaba difícil pasar desapercibido, pues los soldados patrullaban las rutas y hacían guardia en los puentes. Les llevó varios días de tensión y de fastidio rodear la capital.
Una vez que lograron pasar a salvo Urû’baen, se encontraron al inicio de una enorme llanura: era la misma que Eragon había cruzado después de dejar el valle de Palancar, salvo que ahora estaba en el lado opuesto. Así pues, bordearon la llanura y continuaron hacia el norte siguiendo el río Ramr.
Durante el viaje, llegó y pasó el decimosexto cumpleaños de Eragon. En Carvahall, la celebración hubiera significado su entrada en la vida adulta, pero estando en aquellos páramos, ni siquiera se lo mencionó a Murtagh.
Por su parte, Saphira, con casi seis meses de edad, era muy grande: las alas eran enormes, pero necesitaban cada centímetro de su superficie para alzar el musculoso cuerpo de pesados huesos de la dragona. Los colmillos, que sobresalían de las fauces y cuyas puntas eran tan afiladas como Zar’roc, tenían más o menos el mismo diámetro que los puños de Eragon.
Por fin llegó el día en que Eragon se quitó las vendas del torso por última vez. Las costillas se le habían curado completamente, y sólo le quedaba una cicatriz donde la bota del Ra’zac lo había golpeado. Mientras Saphira lo observaba, se desperezó con cuidado, y cuando vio que ya no le dolía, lo hizo con más vigor. Flexionó los músculos, complacido. En otro momento, lo habría hecho con una sonrisa, pero tras la muerte de Brom, esas expresiones no le salían con mucha facilidad.
Se puso la chaqueta y se acercó al pequeño fuego que habían preparado, junto al cual estaba sentado Murtagh sacando punta a un trozo de madera. Eragon sacó a Zar’roc y Murtagh se puso en tensión, pero se mantuvo tranquilo.
—Ahora que estoy otra vez fuerte, ¿te gustaría luchar conmigo? —le preguntó.
Murtagh dejó la madera a un lado.
—¿Con espadas afiladas? Podríamos matarnos.
—Vamos, dame tu espada —dijo Eragon. El joven dudó pero le tendió su espada de larga empuñadura. Eragon inutilizó los dos filos mediante magia, como le había enseñado Brom, y mientras Murtagh examinaba la hoja, le indicó—: Puedo deshacer el hechizo cuando terminemos.
Murtagh comprobó el equilibro de su arma. Parecía satisfecho.
—Servirá —dijo.
Eragon inutilizó también el filo de Zar’roc, se agachó y blandió la espada hacia el hombro de Murtagh. Las dos hojas se encontraron en el aire. Eragon liberó la suya con un airoso ademán, la echó hacia delante y lanzó una estocada, que Murtagh esquivó con un paso de baile.
Es rápido, pensó Eragon.
Avanzaban y retrocedían tratando de batirse mutuamente. Tras una serie de golpes especialmente fuertes, Murtagh se echó a reír. No sólo era imposible que alguno de los dos lograra ventaja, sino que eran tan parejos que se cansaban al mismo tiempo. Reconociendo con una sonrisa sus mutuos talentos, continuaron la lucha hasta que sintieron que el brazo les pesaba y que estaban empapados de sudor.
—¡Basta, es suficiente! —gritó al fin Eragon.
Murtagh paró un golpe a medio camino y se sentó entre jadeos, mientras Eragon, tambaleante, se echaba en el suelo respirando agitadamente. Ninguna de sus luchas con Brom había sido tan encarnizada.
—¡Eres asombroso! —exclamó Murtagh intentando recuperar el aliento—. He estudiado el manejo de la espada toda mi vida, pero nunca he luchado con alguien como tú. Podrías ser el primer espadachín del rey si quisieras.
—Tú también eres muy bueno —observó Eragon, sin resuello aún—. El hombre que te enseñó, Tornac, podría hacer una fortuna con una escuela de esgrima. Iría gente de toda Alagaësia a aprender con él.
—Ha muerto —se limitó a decir Murtagh.
—Lo siento.
Así fue como adoptaron la costumbre de luchar por las tardes, lo que los mantuvo tan ágiles y en forma como un par de espadas afiladas. Además, Eragon, una vez recuperado, también retomó sus prácticas de magia, por cuyo funcionamiento Murtagh tenía curiosidad, y muy pronto demostró que sabía una sorprendente cantidad de cosas sobre el tema, aunque le faltaban los detalles precisos y no sabía hacer uso de ella. Cada vez que Eragon practicaba palabras del idioma antiguo, el joven escuchaba en silencio y, de vez en cuando, preguntaba el significado de alguna de ellas.
En las afueras de Gil’ead, detuvieron los caballos uno al lado del otro. Habían tardado casi un mes en llegar hasta allí, y a lo largo de ese tiempo, la primavera había acabado de expulsar los restos del invierno. Eragon era consciente de los cambios que se habían producido en él durante el viaje: era un joven más fuerte y más tranquilo, y aunque todavía pensaba en Brom y hablaba de él con Saphira, en general procuraba no evocar recuerdos dolorosos.
Desde lejos observaron que la ciudad era un lugar inhóspito y tosco, repleto de casas, construidas con troncos de madera, y de perros que daban agudos ladridos, y en cuyo centro se alzaba una destartalada fortaleza de piedra. Había bruma y contenía una especie de humillo azul. Gil’ead parecía más un lugar provisional para hacer transacciones comerciales que una ciudad donde vivir de forma permanente. A unos ocho kilómetros de allí, se hallaba el brumoso contorno del lago Isenstar.
Decidieron acampar a unos tres kilómetros de la ciudad por cuestiones de seguridad.
—No sé muy bien si deberías entrar en Gil’ead —le dijo Murtagh a Eragon mientras preparaban la comida en el fuego.
—¿Por qué? Puedo disfrazarme bastante bien. Y Dormnad querrá ver la gedwëy ignasia como prueba de que soy de verdad un Jinete.
—Quizá —replicó Murtagh—, pero el Imperio te busca más a ti que a mí. Si me cogen, podría escaparme. Pero si te atrapan a ti, te arrastrarán ante el rey, donde te espera una muerte lenta por tortura, a menos que te unas a sus fuerzas. Además, Gil’ead es uno de los puestos más importantes del ejército. Eso de allí no son casas, sino barracones, y entrar ahí sería ofrecerte al rey en bandeja de plata.
Eragon le pidió a Saphira que le diera su opinión. La dragona enroscó la cola alrededor de las piernas del muchacho y se sentó a su lado.
No deberías ni preguntármelo porque él ha hablado con sensatez. Y yo le puedo decir unas palabras a Murtagh que convencerán a Dormnad de la veracidad de lo que afirma. Además, tiene razón en una cosa: si alguien debe correr el riesgo de que lo capturen, tendría que ser él porque sobreviviría.
Eragon hizo una mueca.
Me disgusta la idea de que corra peligro por nosotros.
—De acuerdo —dijo Eragon de mala gana—, puedes ir. Pero si te pasa algo, iré a buscarte.
Murtagh rió.
—Sería perfecto para una leyenda: la historia de un Jinete solitario que se enfrentó al ejército del rey sin ayuda de nadie. —Rió otra vez entre dientes y se puso de pie—. ¿Debo saber algo más antes de irme?
—¿No deberíamos descansar y esperar hasta mañana? —preguntó Eragon con cautela.
—¿Para qué? Cuanto más nos quedemos aquí, más probabilidades tenemos de que nos descubran. Si el tal Dormnad puede llevarte hasta los vardenos, tenemos que encontrarlo lo antes posible. Ninguno de nosotros debe quedarse cerca de Gil’ead más que unos pocos días.
Otra vez vuelve a hacer gala de sensatez, se limitó a decir Saphira. Le transmitió a Eragon las palabras que había que decirle a Dormnad, y él se las dijo a Murtagh.
—Muy bien —dijo Murtagh calzándose la espada—. Si no hay ningún problema, estaré de vuelta en un par de horas. Asegúrate de dejarme un poco de comida.
Saludó con la mano, montó a Tornac de un salto y se alejó al galope. Eragon se quedó sentado junto al fuego tocando la empuñadura de Zar’roc con aprensión.
Pasaron las horas, pero Murtagh no volvía. Eragon caminaba sin parar alrededor del fuego con Zar’roc en la mano, mientras Saphira miraba hacia Gil’ead con atención. La dragona sólo movía los ojos. Ninguno de los dos expresaba en voz alta sus preocupaciones, pero Eragon se preparaba discretamente para marcharse, en caso de que un destacamento de soldados saliera de la ciudad en dirección al campamento.
Mira —dijo Saphira.
Eragon se volvió bruscamente hacia Gil’ead, alerta. A lo lejos, vio un jinete que salía de la ciudad y galopaba velozmente en dirección al campamento.
No me gusta —dijo el muchacho mientras se subía a Saphira—. Prepárate para volar.
Estoy preparada para más que eso.
A medida que el jinete se acercaba, Eragon reconoció a Murtagh, que cabalgaba inclinado sobre Tornac. Al parecer, no lo perseguía nadie, aunque no aminoraba el desenfrenado paso. El joven galopó hasta llegar al campamento, donde bajó de un salto y desenfundó la espada.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Eragon.
—¿Me ha seguido alguien desde Gil’ead? —preguntó con el entrecejo fruncido.
—No hemos visto a nadie.
—Bien. Entonces déjame comer y después te lo explico; me estoy muriendo de hambre. —Cogió un cuenco y se puso a comer con entusiasmo. Tras engullir con torpeza unas cucharadas, empezó a hablar con la boca llena—. Dormnad ha accedido a reunirse con nosotros mañana al amanecer fuera de Gil’ead. Si comprueba que realmente eres un Jinete, y no es una trampa, te llevará hasta los vardenos.
—¿Dónde vamos a encontrarnos con él? —preguntó Eragon.
—En una pequeña colina al otro lado del camino —contestó Murtagh señalando hacia el oeste.
—Entonces, ¿qué ha pasado?
Murtagh se sirvió más comida.
—Algo bastante sencillo, pero terriblemente peligroso. Alguien que me conoce me vio en la calle. Hice lo único que podía: salir corriendo, pero era demasiado tarde porque me reconoció.
Era un incidente desafortunado, pero Eragon no sabía hasta qué punto era tan malo.
—Como no conozco a tu amigo, debo preguntarte si se lo dirá a alguien.
—Si lo conocieras, no tendría necesidad de responderte —contestó Murtagh con una tensa carcajada—. Es incapaz de mantener la boca cerrada y suelta todo lo que se le pasa por la cabeza. La pregunta no es si lo contará, sino a quién. Si la información llega a oídos equivocados, estaremos en apuros.
—Dudo que manden a los soldados a buscarte en la oscuridad —señaló Eragon—. Así que podemos contar con estar a salvo hasta la mañana, y entonces, si todo va bien, partiremos con Dormnad.
—No, lo acompañarás tú solo. Como ya te he dicho, no quiero ir con los vardenos.
Eragon lo miró con tristeza, pues quería que Murtagh se quedara. Se habían hecho amigos durante el viaje, y le costaba aceptar la idea de separarse. Iba a empezar a protestar, pero Saphira lo hizo callar y le dijo con amabilidad:
Déjalo para mañana; ahora no es el momento.
De acuerdo —accedió, apenado.
Conversaron hasta que salieron las estrellas y después se durmieron mientras Saphira hacía la primera guardia.
Eragon se despertó dos horas antes del amanecer; le hormigueaba la palma. Todo estaba tranquilo y en silencio, pero algo lo intranquilizaba, como una picazón en la mente. Se colgó la espada y se puso de pie con cuidado de no hacer ruido. Saphira lo miró con curiosidad, con los ojos grandes y brillantes.
¿Qué sucede? —le preguntó.
No lo sé —respondió Eragon. No veía nada fuera de lo común.
Saphira olisqueó el aire con curiosidad. Resopló con suavidad y levantó la cabeza.
Huelo caballos cerca, pero no se mueven. Apestan con un hedor desconocido.
Eragon se arrastró hasta Murtagh y le tocó el hombro. El joven se despertó sobresaltado, sacó una daga de debajo de las mantas y miró a Eragon socarronamente. Éste le hizo señas de que guardara silencio y susurró:
—Hay caballos cerca.
Murtagh, sin pronunciar palabra, sacó su espada, y los dos jóvenes se situaron en silencio a ambos lados de Saphira, preparados para el ataque. Mientras esperaban, el lucero del alba apareció por el este anunciando el amanecer, y una ardilla parloteó.
En ese momento, un furioso gruñido obligó a Eragon a volverse en redondo, con la espada en alto. Un corpulento úrgalo estaba en el extremo del campamento y llevaba un azadón que tenía un tremendo pico.
¿Por dónde han venido? ¡No hemos visto sus huellas en ninguna parte!, pensó Eragon.
El úrgalo rugió, agitó el arma, pero no atacó.
—¡Brisingr! —bramó Eragon apuñalándolo con magia.
La cara del úrgalo se contrajo de terror mientras explotaba en medio de un destello de luz azul. La sangre salpicó a Eragon y una masa pardusca voló por el aire. Detrás de él, Saphira rugió, asustada, y retrocedió. Eragon dio una vuelta brusca. Mientras se ocupaba del primer úrgalo, un grupo de ellos había llegado corriendo por un lado.
¡He caído en el truco más estúpido de todos!
Se oyó el sonoro ruido de espadas que chocaban cuando Murtagh atacó a los úrgalos. Eragon trató de unirse a él, pero cuatro monstruos le bloquearon el paso. El primero le lanzó una estocada sobre el hombro, pero Eragon esquivó el golpe y mató al úrgalo con magia. Al segundo le atravesó Zar’roc en la garganta, luego giró bruscamente sobre sí mismo y le dio al tercero en el corazón. En aquel momento, el cuarto úrgalo se abalanzó sobre él enarbolando un pesado garrote.
Eragon lo vio venir y trató de levantar la espada para interceptar el garrotazo, pero fue un segundo demasiado lento. En el momento en que el garrote caía sobre su cabeza, gritó:
—¡Vuela, Saphira!
Un estallido de luz le explotó en los ojos, y perdió la conciencia.