____ 36 ____

Durante un buen rato, Eragon sólo fue consciente del terrible dolor que sentía en el costado, de tal forma que hasta le costaba respirar, y tenía la sensación de que, en vez de haber apuñalado a Brom, lo habían herido a él. Su noción del tiempo era imprecisa, pues le costaba saber si habían pasado semanas o sólo unos minutos. Cuando por fin volvió en sí, abrió los ojos y observó con curiosidad una fogata a unos centímetros de distancia. Aún tenía las manos atadas, pero se le había pasado el efecto de la droga porque podía pensar con claridad otra vez.

¿Saphira, estás herida?

No, pero Brom y tú sí. Estaba agachada sobre Eragon con las alas desplegadas protectoramente a cada lado del muchacho.

Saphira, tú no has hecho ese fuego, ¿verdad? Y tampoco pudiste librarte de esas cadenas sola.

No.

Ya me parecía.

Eragon se puso de rodillas con esfuerzo y vio a un joven, sentado al otro lado del fuego.

El desconocido, vestido con maltrechas ropas, emanaba calma y tenía aspecto de seguridad. Tenía un arco en las manos y una espada de larga empuñadura a su lado, mientras que un cuerno blanco con adornos de plata yacía en su regazo y de una bota le sobresalía el mango de una daga. Tenía el rostro serio y unos rizos castaños le caían alrededor de los ojos de mirada intensa. Parecía unos años mayor que Eragon y un poco más alto. Detrás del joven, había un caballo de batalla de color gris, atado a una estaca. El desconocido miraba a Saphira con cautela.

—¿Quién eres? —preguntó Eragon esforzándose por respirar.

El joven apretó las manos sobre el arco.

—Murtagh. —Tenía una voz grave, controlada, pero extrañamente emotiva.

Eragon sacó las manos por debajo de las piernas y se las puso delante. Apretó los dientes al volver a sentir un dolor punzante en el costado.

—¿Por qué nos has ayudado?

—No sois los únicos enemigos de los Ra’zac. Los estaba siguiendo.

—¿Sabes quiénes son?

—Sí.

Eragon se concentró en las cuerdas que le ataban las muñecas y recurrió a la magia. Dudó, consciente de que Murtagh lo miraba, pero decidió que no importaba.

¡Jierda! —masculló, y las cuerdas saltaron. Eragon se frotó las manos para que la sangre circulara por ellas.

Murtagh respiró hondo. Eragon se apoyó para ponerse de pie, pero las costillas le abrasaban con un dolor lacerante. Cayó hacia atrás jadeando con los dientes apretados. Murtagh trató de acercarse para ayudarlo, pero Saphira lo detuvo con un gruñido.

—Hace rato que te habría auxiliado, pero tu dragón no me deja acercarme.

—Se llama Saphira —explicó Eragon, tenso.

¡Déjalo pasar! No puedo hacerlo solo. Además, nos ha salvado la vida.

Saphira volvió a gruñir, pero plegó las alas y retrocedió. Murtagh la miró de reojo mientras se acercaba.

Cogió a Eragon por el brazo y lo sostuvo para que se levantara con suavidad. Eragon se quejó; desde luego se habría caído sin apoyo. Se acercaron al fuego, donde Brom yacía de espaldas.

—¿Cómo está? —preguntó Eragon.

—Mal —respondió Murtagh, y lo ayudó a sentarse—. Le dieron una puñalada entre las costillas. Después nos ocuparemos de él, pero primero sería mejor ver lo que los Ra’zac te han hecho a ti. —Lo acompañó a quitarse la camisa y lanzó un silbido—. ¡Ay!

—¡Ay! —coincidió Eragon en voz baja.

Tenía un tremendo moretón que se le extendía por el costado izquierdo, y la piel, roja e hinchada, estaba lastimada en varias partes. Murtagh apoyó la mano sobre el moretón y apretó suavemente. Eragon gritó y Saphira lanzó un nuevo gruñido de advertencia.

Murtagh le echó una mirada a la dragona mientras cogía una manta.

—Creo que tienes algunas costillas rotas. No sé cuántas, por lo menos dos, aunque pueden ser más. Tienes suerte de no toser sangre.

Desgarró la manta en tiras y le vendó el pecho. Eragon volvió a ponerse la camisa.

—Sí… tengo suerte.

Respiró y se acercó con cuidado a Brom. Vio que Murtagh había cortado un lado de la túnica y le había vendado la herida. Con dedos temblorosos levantó las vendas.

—Yo no lo haría —le advirtió Murtagh—; sin vendas se desangraría.

Eragon no le hizo caso y las retiró. Tenía una herida fina y estrecha que no dejaba ver su profundidad y de la que manaba mucha sangre. Como sabía por lo que le había pasado a Garrow, las heridas infligidas por los Ra’zac tardaban mucho en curar.

Se quitó los guantes mientras buscaba con rabia en la mente las palabras que Brom le había enseñado.

Ayúdame, Saphira —imploró—. Estoy demasiado débil para hacerlo solo.

Saphira se agachó a su lado con la mirada fija en Brom.

Estoy aquí, Eragon.

Mientras la mente de la dragona se unía a la del muchacho, éste sintió que le infundía nuevas fuerzas en el cuerpo. Eragon recurrió a la suma de sus energías y se concentró en las palabras. Le temblaban las manos mientras las sostenía sobre la herida.

¡Waisé heill! —dijo. Le brilló la palma de la mano, y la herida de Brom se cerró como si nunca hubiera existido.

Murtagh observó el proceso que concluyó muy deprisa. A medida que la luz de la palma desaparecía, Eragon sintió náuseas.

Nunca habíamos hecho algo así —dijo.

Juntos podemos hacer hechizos que, por separado, están fuera de nuestro alcance —asintió Saphira.

Murtagh examinó el costado de Brom.

—¿Está completamente curado? —preguntó.

—Yo sólo puedo curar la superficie, pues todavía no sé lo suficiente para sanar el daño interno. Ahora depende de él. He hecho todo lo que he podido. —Eragon cerró los ojos durante un instante, exhausto—. Siento… como si la cabeza me flotara entre las nubes.

—Seguramente necesitas comer —dijo Murtagh—. Prepararé una sopa.

Mientras el joven se afanaba en preparar la comida, Eragon se preguntó quién sería ese desconocido. El arco y la espada de Murtagh eran de magnífica factura, así como el cuerno. O era un ladrón o estaba acostumbrado a tener dinero… y mucho.

¿Por qué perseguía a los Ra’zac? ¿Qué le habían hecho para granjeárselo como enemigo? Me pregunto si trabajará para los vardenos.

Murtagh le tendió un cuenco de caldo. Eragon metió dentro la cuchara, y preguntó:

—¿Cuánto hace que huyeron los Ra’zac?

—Unas horas.

—Tenemos que marcharnos antes de que regresen con refuerzos.

—Es posible que tú seas capaz de viajar, pero él —señaló a Brom— no puede. Nadie se sube a un caballo y se aleja al galope con una puñalada en las costillas.

Si hacemos una camilla, ¿podrías llevar a Brom con tus garras como hiciste con Garrow? —le preguntó a Saphira.

Sí, pero no me resultará fácil aterrizar.

Bueno, mientras te sea posible hacerlo…

—Saphira lo llevará —le dijo Eragon a Murtagh—, pero necesitamos una camilla. ¿Podrías construir una? Yo no tengo fuerzas.

—Espera aquí.

Murtagh salió del campamento espada en mano. Eragon fue cojeando hasta sus bolsas y recogió el arco de donde lo habían tirado los Ra’zac. Lo encordó, buscó el carcaj y recuperó a Zar’roc, que estaba escondida en las sombras. Por último, buscó una manta para la camilla.

Murtagh regresó con dos troncos de árbol joven. Los puso paralelos sobre el suelo, ató la manta entre los palos, y después sujetó con cuidado a Brom sobre la improvisada camilla. Saphira cogió los palos con las garras y, trabajosamente, remontó el vuelo.

—Nunca pensé que vería algo así —dijo Murtagh con un tono extraño.

Mientras Saphira desaparecía en la negrura del cielo, Eragon se acercó renqueado a Cadoc y se subió con mucho dolor a la silla.

—Gracias por ayudarnos, pero ahora debes irte. Aléjate al galope todo lo que puedas porque si el Imperio te encuentra con nosotros, tu vida estará en peligro. No podemos protegerte, y no quiero que te suceda nada por nuestra culpa.

—Bonito discurso —dijo Murtagh mientras apagaba el fuego—, pero ¿adónde iréis? ¿Hay algún sitio en el que podáis descansar seguros?

—No —admitió Eragon.

Los ojos de Murtagh brillaron mientras señalaba la empuñadura de su espada.

—En ese caso, creo que os acompañaré hasta que estéis fuera de peligro. No tengo mejor sitio adonde ir. Además, si voy contigo, es posible que vuelva a toparme con los Ra’zac antes que si fuera solo. No hay duda de que junto a un Jinete pasan cosas interesantes.

Eragon dudaba. No sabía si aceptar ayuda de un perfecto desconocido. Pero al mismo tiempo, muy a su pesar, era consciente de que estaba demasiado débil para forzar la situación.

Si Murtagh demuestra que no es de fiar, Saphira siempre puede obligarlo a marcharse.

—Ven con nosotros, si lo deseas —dijo encogiéndose de hombros.

Murtagh asintió y montó a su caballo de batalla de color gris. Eragon cogió las riendas de Nieve de Fuego y se alejaron del campamento para internarse en la espesura. Una luna creciente alumbraba apenas, pero Eragon sabía que ese tenue resplandor serviría para que los Ra’zac pudieran seguirles la pista con mayor facilidad.

Aunque quería hacer más preguntas a Murtagh, guardó silencio para conservar energía para el viaje. Poco antes del amanecer, Saphira le dijo:

Debo parar. Tengo las alas cansadas, y Brom necesita cuidados. He encontrado un buen lugar, a unos tres kilómetros de donde estáis.

Encontraron el sitio en la base de una amplia formación de roca arenisca que se elevaba como un monte, en cuyas laderas había cuevas de distintos tamaños. El terreno estaba salpicado de montañas de ese tipo. Saphira parecía satisfecha de sí misma.

He hallado una cueva que no se ve desde abajo. Es bastante grande y cabemos todos, incluidos los caballos. Sígueme.

La dragona se dio la vuelta y trepó por la roca clavando sus afiladas garras en la ladera. En cambio, a los caballos les costaba mucho, ya que los cascos resbalaban sobre la arenisca, de modo que Eragon y Murtagh tuvieron que tirar de ellos y empujarlos durante una hora hasta llegar a la cueva.

La caverna contaba con unos buenos treinta metros de profundidad y más de seis de anchura, pero tenía una abertura pequeña que los protegería del mal tiempo y de las miradas indiscretas. El extremo de la cueva estaba envuelto en la oscuridad que se aferraba a las paredes como marañas de lana negra y blanda.

—¡Impresionante! —comentó Murtagh—. Voy a buscar leña para encender un fuego.

Eragon se precipitó hacia Brom. Saphira lo había depositado en un saliente de piedra al fondo de la cueva. Le cogió la mano inerte y miró con ansiedad el curtido rostro del anciano. Al cabo de unos minutos, suspiró y se dirigió al fuego que Murtagh había encendido.

Comieron en silencio y después trataron de dar agua a Brom, pero el anciano no bebía. Frustrados, desplegaron las mantas y se fueron a dormir.