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Cuando Eragon despertó, estaba solo en la habitación, pero garabateada sobre la pared, había una nota escrita con un trozo de carboncillo que decía:

Eragon:

Estaré fuera esta noche hasta bastante tarde. Debajo del colchón hay monedas para que compres comida. Explora la ciudad, disfruta, pero… ¡no llames la atención!

Brom

P. D. Evita el palacio. ¡No vayas a ninguna parte sin tu arco! Tenlo encordado.

Eragon limpió la pared, sacó el dinero de debajo de la cama y se colgó el arco a la espalda.

¡Ojalá no tuviera que ir siempre armado!, pensó.

Salió de El Globo de Oro y deambuló por las calles deteniéndose a observar todo lo que le llamaba la atención. Había muchas tiendas interesantes, aunque ninguna lo era tanto como la herboristería de Angela, en Teirm. A veces miraba las oscuras y claustrofóbicas casas que le inspiraban el deseo de estar lejos de la ciudad. Cuando tuvo hambre, se compró un trozo de queso y un pan y se los comió sentado en el bordillo.

Más tarde, en la otra punta de Dras–Leona, oyó que un subastador enumeraba rápidamente una lista de precios. Se dirigió con curiosidad hacia el sitio de donde procedía la voz y llegó hasta un amplio espacio entre dos edificios. Allí había diez hombres que permanecían de pie sobre una plataforma que se alzaba hasta la altura de la cintura de una persona. Delante de los hombres, esperaba una multitud ricamente ataviada, pintoresca y bulliciosa a la vez.

¿Dónde están los productos que se venden?, se preguntó Eragon.

El subastador acabó de cantar su lista y se dirigió a un joven que estaba detrás de la plataforma para que lo acompañara. El hombre subió con torpeza arrastrando cadenas en las manos y en los pies.

—Y aquí tenemos nuestro primer artículo —exclamó el vendedor—. Un hombre sano del desierto de Hadarac, capturado el mes pasado y en excelentes condiciones. Mirad estas piernas y estos brazos: ¡es fuerte como un toro! Sería perfecto como escudero; sin embargo, si no confiáis en él para esa labor, también sirve para el trabajo duro. Pero dejadme que os diga, damas y caballeros, que eso sería un derroche porque siempre da en el clavo, si uno consigue arrancarle una palabra en un idioma civilizado.

La gente rió, pero Eragon apretó los dientes, furioso. Los labios del muchacho empezaron a pronunciar una palabra, que liberaría al esclavo, mientras levantaba el brazo, todavía entablillado. Le brillaba la marca de la palma. Estaba a punto de hacer magia, pero recapacitó: ¡El esclavo no logrará huir! Lo cogerían antes de que llegara a la muralla de la ciudad. Si Eragon intentaba ayudarlo, sólo empeoraría la situación de ese hombre, de modo que bajó el brazo y maldijo en silencio.

¡Piensa! ¡Del mismo modo te metiste en dificultades con los úrgalos!

Eragon observó con impotencia cómo vendían al esclavo a un hombre de elevada estatura y nariz aguileña. La siguiente esclava era una niña pequeña, que no tendría más de seis años, a la que arrancaron de los brazos de su madre que lloraba. Mientras el vendedor empezaba la subasta, Eragon se obligó a marcharse, tenso de rabia y de indignación.

Tuvo que alejarse varias calles hasta dejar de oír los sollozos.

No quisiera estar en la piel del ladrón que se atreviese a cortarme ahora el saco de monedas, pensó con enfado, casi deseando que sucediera. Frustrado, dio un puñetazo contra una pared y se hizo daño en los nudillos. Si combatiera al Imperio, acabaría con este tipo de cosas, se dijo. Con Saphira a mi lado, podría liberar a los esclavos. Dado que se me ha concedido la gracia de tener poderes especiales, sería egoísta de mi parte no usarlos en beneficio de los demás. Si no lo hiciera, es muy probable que ni siquiera fuera digno de ser un Jinete.

Pasó un rato hasta que se orientó pero, para su sorpresa, descubrió que estaba delante de la catedral. Las retorcidas torres estaban recubiertas de estatuas y volutas, y a lo largo de los aleros, se agazapaban unas feroces gárgolas; en las paredes se debatían animales fantásticos, mientras que en los frisos de la parte inferior desfilaban héroes y reyes, inmóviles sobre el helado mármol; en las fachadas laterales se alineaban arcos apuntados y altos vitrales junto con columnas de diferentes tamaños, y una solitaria torrecilla coronaba el edificio, como un mástil.

Empotrada en las sombras de la fachada frontal, había una puerta con marco de hierro en la que estaba grabada una hilera de caracteres plateados, que Eragon reconoció como pertenecientes al idioma antiguo. Los leyó lo mejor que pudo. Decían:

Quiera yo, al entrar en este lugar, comprender mi transitoriedad y olvidar mi apego a todo aquello que amo.

El edificio le producía escalofríos a Eragon porque tenía aspecto amenazador, como si fuera un predador agazapado en la ciudad esperando a su próxima víctima.

Una ancha escalinata llevaba a la entrada de la catedral. Eragon subió con solemnidad y se detuvo ante la puerta.

Me gustaría saber si puedo entrar.

Casi con un sentimiento de culpabilidad, empujó la puerta que se abrió suavemente deslizándose sobre unas engrasadas bisagras, y entró.

En el vacío recinto reinaba el silencio de una tumba olvidada, y el ambiente era helado y seco; las desnudas paredes se elevaban hacia el techo abovedado, que era tan alto que hacía que Eragon se sintiera pequeño como una hormiga; los vitrales, que representaban escenas de ira, de odio y de remordimiento, horadaban las paredes, mientras espectrales rayos de luz bañaban algunas partes de los bancos de granito con colores transparentes y dejaban el resto en sombras. Las manos de Eragon habían adquirido un matiz azul oscuro.

Entre las ventanas había estatuas que tenían las cuencas yertas y vacías. Eragon les devolvió la severa mirada y avanzó despacio hacia el pasillo central, temeroso de romper el silencio. Sus botas de cuero apenas hacían ruido sobre el suelo de piedra pulida.

El altar era un gran bloque de piedra, carente de toda ornamentación, sobre el cual caía un solitario haz de luz que iluminaba las motas de polvo dorado que flotaban en el aire. Detrás del altar, los tubos de un órgano atravesaban el techo y se abrían a la intemperie. Seguramente, el instrumento tocaba su música sólo cuando un vendaval azotaba Dras–Leona.

Por respeto, Eragon se arrodilló ante el altar y bajó la cabeza. No rezaba, pero rendía homenaje a la catedral en sí, de cuyas piedras emanaban tanto las desdichas de los vivos que el muchacho había presenciado como el desagradable aspecto de la intrincada pompa plasmada en las paredes. Era un lugar prohibido, desnudo y gélido, pero en ese ambiente helado se vislumbraban la eternidad y, quizá, los poderes que allí yacían.

Al fin inclinó la cabeza y se levantó. Tranquilo y serio, murmuró para sí unas palabras en el idioma antiguo y se volvió para salir. De pronto se quedó paralizado, y el corazón empezó a martillearle como un tambor.

En la entrada del templo estaban los Ra’zac observándolo. Llevaban las espadas desenfundadas, cuyo afilado borde parecía ensangrentado bajo la luz rojiza. Un siseo sibilante salió del Ra’zac de menor estatura, pero ninguno de ellos se movió.

La furia se apoderó de Eragon. Hacía tantas semanas que los perseguía que el dolor por sus sangrientos asesinatos casi se había aliviado en su interior, pero en ese momento la venganza estaba al alcance de su mano. El odio explotó dentro de él como un volcán, alimentado por la rabia reprimida que le había producido la terrible situación de los esclavos, y un bramido le salió de la boca. El sonido resonó como un trueno, mientras echaba mano al arco que llevaba a la espalda. Calzó una flecha sobre la cuerda con destreza y la disparó. Y, al cabo de un instante, salieron otras dos más.

Los Ra’zac las esquivaron de un salto con inhumana velocidad y sisearon mientras corrían por el pasillo entre los bancos, al tiempo que sus capas ondeaban como alas negras. Eragon sacó otra flecha, pero la cautela detuvo su mano.

Si sabían dónde encontrarme… ¡Brom también está en peligro! ¡Debo advertírselo!

En ese momento, para terror de Eragon, una hilera de soldados entró en la catedral, y el muchacho logró vislumbrar un conjunto de uniformes que se apretujaban en la entrada por la parte exterior del templo.

Eragon miró con avidez a los Ra’zac, que estaban dispuestos a atacar, y recorrió el lugar con la vista en busca de una vía de escape: un vestíbulo a la izquierda del altar atrajo su atención. Saltó a través del pasadizo abovedado y corrió por un pasillo que llevaba hacia las dependencias del prior donde había un campanario. El retumbar de las pisadas de los Ra’zac que lo perseguían le hizo apretar el paso hasta que se topó bruscamente con una puerta cerrada.

La golpeó tratando de abrirla a la fuerza, pero la madera era demasiado sólida. Los Ra’zac estaban casi sobre él. Frenético, contuvo el aliento y gritó:

¡Jierda! —Y con un destello, la puerta se hizo añicos y cayó al suelo.

Entró de un salto en una pequeña habitación y continuó su carrera.

Pasó por varias cámaras y asustó a un grupo de sacerdotes. Oyó gritos e insultos detrás de él, así como el repique de la campana de aquella zona que daba la alarma. Eragon cruzó deprisa una cocina, esquivó a un par de monjes y se escurrió por una puerta lateral. Dio un resbalón hasta que pudo detenerse en un jardín rodeado de una elevada pared de ladrillos que no tenía ningún punto de apoyo. No había otra salida.

Se dio la vuelta para huir, pero se encontró con el siseo de un Ra’zac que empujaba la puerta con el hombro. El muchacho, desesperado, se precipitó hacia la pared agitando los brazos. Sin embargo, la magia no podía ayudarlo en la situación en que se hallaba porque, si la empleaba para romper la pared, después estaría demasiado cansado para seguir corriendo.

Dio un salto, pero a pesar de tener los brazos estirados, sólo llegó al borde de la pared con la punta de los dedos, mientras el resto del cuerpo se estrellaba contra los ladrillos y le cortaba la respiración. Se quedó allí colgado jadeando y se esforzó para no caerse. Los Ra’zac merodearon por el jardín girando la cabeza de un lado a otro, como lobos que olisquean a la presa.

Eragon sintió que se acercaban e hizo fuerza con los brazos: los hombros le crujieron de dolor mientras trepaba y saltaba al otro lado. Tropezó, recuperó el equilibrio y echó a correr por un callejón en el momento en que los Ra’zac saltaban la pared. Impulsado por sus perseguidores, apretó aún más el paso.

Corrió más de un kilómetro hasta que tuvo que parar para recobrar el aliento. Sin saber si había despistado a los Ra’zac, se sorprendió en un mercado atestado y se metió debajo de un carro estacionado.

¿Cómo me han encontrado?, se preguntó, jadeante. No hay forma de que supieran dónde estaba… a menos que le haya pasado algo a Brom. Se puso en contacto mental con Saphira y le dijo: ¡Los Ra’zac me han encontrado! ¡Estamos en peligro! Comprueba si Brom está bien. Si así es, avísale y dile que se reúna conmigo en la posada. Y tú prepárate para volar aquí lo antes posible. Tal vez necesitemos ayuda para huir.

Saphira se quedó en silencio.

Se reunirá contigo en la posada —dijo al fin sucintamente—. No pares de moverte; estás en grave peligro.

—Como si no lo supiera —murmuró mientras salía de debajo del carro.

Se dio prisa hasta El Globo de Oro, preparó rápidamente su equipaje, ensilló los caballos y los llevó a la calle. Brom llegó enseguida, bastón en mano, con el entrecejo fruncido peligrosamente.

—¿Qué ha pasado?

—Estaba en la catedral, y aparecieron los Ra’zac buscándome —contestó Eragon mientras subía a Cadoc—. Corrí hasta aquí lo más rápido que pude, pero pueden llegar en cualquier momento. Saphira se reunirá con nosotros en cuanto abandonemos Dras–Leona.

—Tenemos que salir de las murallas de la ciudad antes de que cierren las puertas, si no las han cerrado ya. Si lo han hecho, nos resultará completamente imposible marcharnos. Hagas lo que hagas, no te separes de mí.

Eragon se quedó inmóvil mientras una fila de soldados impedía el paso en un extremo de la calle.

Brom maldijo, fustigó a Nieve de Fuego con las riendas y se alejó al galope. Eragon se inclinó sobre Cadoc y lo siguió. Durante la salvaje y peligrosa cabalgata estuvieron varias veces a punto de chocar mientras se lanzaban a través del gentío que atestaba las calles en las proximidades de las murallas de la ciudad. Cuando al fin vieron las puertas, Eragon tiró de las riendas de Cadoc, consternado. Las puertas estaban casi cerradas y una hilera doble de hombres con picas les bloqueaba el paso.

—Nos harán pedazos —exclamó el muchacho.

—Tenemos que intentarlo y hacerlo —dijo Brom en voz muy alta—. Yo me ocuparé de los hombres, pero tú mantén las puertas abiertas para que pasemos.

Eragon asintió, apretó los dientes y espoleó a Cadoc.

Se lanzaron hacia la férrea línea de soldados, que bajaron las picas hacia el pecho de los caballos y apoyaron el mango en el suelo. Aunque los animales resoplaban asustados, Eragon y Brom los mantuvieron en su sitio. Eragon oyó que los soldados gritaban, pero mantuvo su atención en las puertas que se cerraban poco a poco.

Al acercarse a las afiladas picas, Brom levantó la mano y habló. Las palabras golpearon con precisión, y los soldados cayeron de lado, como si les hubieran cortado las piernas. El espacio entre las puertas disminuía a cada instante. Eragon, con esperanzas de que el esfuerzo no fuera excesivo para él, reunió su poder y gritó:

¡Du grind huildr!

Las puertas temblaron con un chirrido profundo y se detuvieron. La multitud y los guardias se quedaron en silencio, mientras miraban con asombro. Brom y Eragon, acompañados del estruendo de los cascos de los caballos, pasaron al otro lado de la muralla de Dras–Leona, y en el momento en que estuvieron libres, Eragon soltó las puertas, que dieron una sacudida y acabaron de cerrarse estrepitosamente.

El muchacho se balanceó a causa de la esperada fatiga, pero logró seguir galopando. Brom lo miró con preocupación. Continuaron la huida hasta las afueras de Dras–Leona mientras sonaban trompetas de alarma en las murallas de la ciudad. Saphira los esperaba en el límite de la ciudad, escondida detrás de unos árboles. La dragona echaba chispas por los ojos y agitaba la cola de un lado a otro.

—Monta a Saphira —ordenó Brom—. Y esta vez, me pase lo que me pase, mantente en el aire. Me dirigiré hacia el sur. Vuela cerca; no me importa que vean a Saphira.

Eragon montó deprisa, y mientras el suelo se iba alejando debajo de él, observó que Brom galopaba por el camino.

¿Estás bien? —preguntó Saphira.

—respondió Eragon—, pero sólo porque hemos tenido mucha suerte.

Una bocanada de humo salió de la nariz de la dragona.

Todo el tiempo que hemos dedicado a buscar a los Ra’zac ha sido inútil.

Lo sé —respondió el muchacho que apoyó la cabeza sobre las escamas de Saphira—. Si los Ra’zac hubieran sido los únicos enemigos, me habría quedado y habría luchado, pero con todos esos soldados a su lado, no era un combate muy parejo.

¿Sabes que hablarán de nosotros? Ésta no ha sido una huida muy discreta, así que ahora escapar del Imperio resultará más difícil que nunca. —Tenía un tono brusco al que Eragon no estaba acostumbrado.

Lo sé.

Volaron bajo y deprisa sobre el camino. El lago Leona iba quedando atrás mientras el paisaje se volvía más pedregoso y se poblaba de arbustos, resistentes y achaparrados, y de altos cactus. Las nubes oscurecían el cielo y los relámpagos destellaban a lo lejos. Cuando el viento comenzó a rugir, Saphira viró bruscamente y descendió hacia Brom, que detuvo los caballos y preguntó:

—¿Qué ocurre?

—El viento es demasiado fuerte.

—No, no tanto —objetó Brom.

—Ahí arriba sí —replicó Eragon señalando el cielo.

Brom soltó una maldición y le tendió las riendas de Cadoc. Continuaron al trote mientras Saphira los seguía a pie, aunque por tierra le costaba mantener el ritmo de los caballos.

El vendaval era cada vez más fuerte y levantaba mucho polvo, que se arremolinaba como un derviche. Los dos hombres se envolvieron la cara con pañuelos para protegerse los ojos, aunque la túnica de Brom flameaba al viento y la barba se le agitaba como si tuviera vida propia. Aunque les dificultaría la huida, Eragon deseaba que lloviera para que se borraran las huellas.

Al poco rato la oscuridad los obligó a detenerse. Con las estrellas como único guía, dejaron el camino y acamparon debajo de dos rocas, pero como era demasiado peligroso encender fuego, tuvieron que comer cosas frías mientras Saphira los guarecía del viento.

Tras la escasa cena, Eragon preguntó sin rodeos:

—¿Cómo nos han descubierto?

Brom empezó a encender su pipa, pero pensándoselo mejor, lo dejó correr.

—Uno de los criados del palacio me avisó de que había espías entre ellos. Así que, de algún modo, llegó a oídos de Tábor la noticia sobre mi presencia y sobre mis preguntas… y por medio de él, a los Ra’zac.

—No podemos volver a Dras–Leona, ¿verdad? —preguntó Eragon.

—No, en varios años.

Eragon se cogió la cabeza con las manos.

—Entonces deberíamos hacer que los Ra’zac salieran de la ciudad, ¿no te parece? Si dejamos que vean a Saphira, irán corriendo dondequiera que ella esté.

—Sí, y cuando lo hagan, habrá cincuenta soldados con ellos —repuso Brom—. En todo caso, no es éste el momento de discutirlo. Ahora tenemos que concentrarnos en mantenernos vivos. Esta noche será la más peligrosa porque los Ra’zac nos perseguirán en la oscuridad, que es cuando son más fuertes. Tendremos que turnarnos las guardias hasta que amanezca.

—De acuerdo —dijo Eragon poniéndose de pie.

Titubeó y entrecerró los ojos porque había captado un movimiento fugaz, una pequeña mancha de color que destacaba de la negrura de alrededor. Entonces fue hasta el borde del campamento e intentó ver mejor.

—¿Qué sucede? —preguntó Brom mientras desenrollaba las mantas.

Eragon se quedó mirando la oscuridad, pero regresó.

—No lo sé, pero me había parecido ver algo. Habrá sido un pájaro.

De pronto, sintió un dolor agudo en la nuca. Saphira rugió y Eragon se desplomó, inconsciente.