Eragon se despertó de la siesta en medio de un dorado atardecer, mientras los rayos del sol, rojos y anaranjados, que entraban en la habitación y se proyectaban sobre la cama, le daban un agradable calorcillo en la espalda y lo invitaban a que no se moviera. Volvió a dormitar, pero los rayos se desplazaron y tuvo frío. Entonces el sol se hundió en el horizonte y llenó el mar y el cielo de color. ¡Era casi la hora!
Se colgó el arco y el carcaj a la espalda, pero dejó a Zar’roc en la habitación; la espada no haría más que entorpecerlo y era reacio a usarla. Si tenía que inutilizar a alguien, podía hacerlo con magia o con una flecha. Se puso el chaleco sobre la camisa y se lo ató.
Eragon esperó nervioso en la habitación hasta que oscureció. Poco después, cuando entró en el vestíbulo, hizo un movimiento con los hombros para colocarse cómodamente el carcaj atravesado en la espalda. Enseguida se presentó Brom, que llevaba su espada y su bastón.
Jeod, vestido con jubón y calzas negras, los esperaba fuera. De la cintura le colgaba un elegante estoque y una bolsa de piel. Brom echó un vistazo al estoque y comentó:
—Esa púa despreciable es demasiado fina para una lucha de verdad. ¿Qué vas a hacer si alguien te persigue con un sable o con un flamberge?
—Sé realista —replicó Jeod—. Ningún guardia tiene ese tipo de espada de filo ondulado. Además, esta «púa despreciable» es más rápida que un sable.
—Al fin y al cabo, es tu cuello el que está en juego —dijo Brom.
Caminaron despreocupadamente por la calle, pero evitaron a los guardias y a los soldados. Eragon continuaba estando nervioso y le latía el corazón. Al pasar por delante de la herboristería de Angela, un movimiento veloz en el tejado atrajo la atención del muchacho, aunque no vio a nadie. Entonces le picó la palma de la mano. Volvió a mirar hacia el tejado, pero seguía vacío.
Brom abría la marcha mientras caminaban a lo largo de la muralla de Teirm. Cuando llegaron al castillo, el cielo ya estaba negro. Los sólidos muros de la fortaleza hicieron temblar a Eragon, pues le espantaba la idea de que lo metieran preso en aquel lugar. Jeod tomó en silencio la delantera y se acercó a las puertas, tratando de parecer relajado. Llamó y esperó.
Se abrió una pequeña reja por la que asomó un guardia de aspecto hosco.
—¿Qué? —preguntó con brusquedad. Eragon le olió el aliento a ron.
—Tenemos que entrar —respondió Jeod.
El guardia lo examinó más detenidamente.
—¿Para qué?
—El muchacho se olvidó algo muy valioso en mi despacho. Tenemos que recuperarlo de inmediato.
Eragon bajó la cabeza, avergonzado.
El guardia frunció el entrecejo, impaciente por volver a la botella.
—Bueno, lo que sea —dijo balanceando el brazo—. Pero aseguraos de darle una buena tunda de mi parte.
—Lo haré —dijo Jeod mientras el guardia quitaba el cerrojo a una portezuela encastada en la puerta principal. Accedieron a la torre, y Jeod le dio unas monedas al guardia.
—Gracias —murmuró el hombre, y se alejó.
En cuanto se marchó, Eragon sacó el arco de la funda y le puso la cuerda. Jeod los condujo deprisa hacia el ala principal del castillo, y se apresuraron rumbo a su destino mientras aguzaban el oído por si había soldados patrullando. Al llegar a la sala de los archivos, Brom trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada. Entonces el anciano apoyó la mano sobre la puerta y susurró una palabra que Eragon no reconoció: la puerta se abrió de golpe con un suave clic. Brom cogió una antorcha de la pared, y se precipitaron dentro; luego cerraron la puerta en silencio.
La habitación, que tenía el techo muy bajo, estaba repleta de estanterías de madera llenas de rollos de pergamino. En la pared opuesta había una ventana con barrotes. Jeod se abrió paso entre las estanterías mientras recorría los rollos con la mirada, y se detuvo al fondo de la sala.
—Aquí —dijo. Eragon y Brom se le acercaron rápidamente—. Éstos son los registros de los cargamentos de los últimos cinco años. Se ven las fechas en los sellos de lacre que hay en un extremo.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Eragon, contento de haber llegado hasta allí sin que los hubieran descubierto.
—Empezar de arriba abajo —dijo Jeod—. Algunos pergaminos sólo contienen información sobre los impuestos, pero ésos no hace falta que los miremos. Hay que buscar cualquiera que mencione el aceite de seithr. —Sacó de su bolsa un pergamino muy largo, lo extendió en el suelo y puso un frasco de tinta y una pluma de ganso al lado—. Aquí podemos apuntar todo lo que descubramos —explicó.
Brom sacó un montón de pergaminos del estante de arriba y los dejó en el suelo. Se sentó y desenrolló el primero.
Eragon se puso a hacer lo mismo colocándose de forma de pudiera ver la puerta. Ese tedioso trabajo le resultaba especialmente difícil porque la apretada caligrafía de los pergaminos era diferente de las letras de imprenta que le había enseñado Brom.
Sólo con el nombre de los barcos que zarpaban hacia las regiones del norte, podían descartar muchos pergaminos. Pero aun así, avanzaban despacio y apuntaban únicamente los cargamentos de aceite de seithr a medida que los localizaban.
Fuera de la habitación, el silencio solamente se rompía al pasar algún guardia de vez en cuando. De pronto, sintió que le hormigueaba el cuello. Intentó seguir trabajando, pero la sensación de intranquilidad no lo abandonaba. Levantó la vista con irritación y dio un salto, asombrado: sobre el alféizar de la ventana había un chiquillo agachado. Tenía los ojos rasgados y llevaba una rama de acebo entrelazada con el enmarañado y negro cabello.
¿Necesitas ayuda? —preguntó una voz en la mente de Eragon, que abrió los ojos, asustado. Parecía la voz de Solembum.
¿Eres tú? —le preguntó, incrédulo.
¿Acaso soy otro?
Eragon tragó saliva y se concentró en el pergamino.
Si mis ojos no me engañan, eres tú.
El chiquillo sonrió dejando a la vista unos dientes puntiagudos.
El aspecto que tengo no cambia quien soy. ¿Crees que me llaman el hombre gato sin motivo?
¿Qué haces aquí? —le preguntó Eragon.
El hombre gato ladeó la cabeza y se quedó pensando si valía la pena contestar.
Eso depende de lo que tú estés haciendo aquí. Si lees esos pergaminos por entretenimiento, supongo que no hay ninguna razón para mi visita. Pero si lo que haces es ilegal y no quieres que te descubran, podría ser que estuviera aquí para avisarte de que el guardia al que habéis sobornado acaba de contárselo a su relevo, y que éste, que es segundo oficial del Imperio, ha mandado soldados a buscaros.
Gracias por avisarme —respondió Eragon.
Creo que te he dicho algo importante, ¿no? Así que te sugiero que hagas uso de ello.
El chiquillo se puso de pie y se echó atrás la revuelta cabellera.
¿Qué quisiste decir la última vez con lo del árbol y la cripta? —preguntó Eragon de pronto.
Exactamente lo que dije.
Eragon trató de hacer más preguntas, pero el hombre gato desapareció de la ventana.
—Los soldados nos buscan —señaló Eragon con brusquedad.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Brom.
—He oído a uno de los guardias. El relevo acaba de mandar unos hombres a buscarnos, así que tenemos que salir de aquí. Probablemente, ya habrán visto que no hay nadie en el despacho de Jeod.
—¿Estás seguro? —preguntó Jeod.
—¡Sí! —dijo Eragon con impaciencia—. Ya están en camino.
Brom cogió otro pergamino del estante.
—No importa. ¡Tenemos que terminar esto ahora!
Trabajaron desenfrenadamente durante los siguientes minutos examinando los pergaminos lo más deprisa posible. Cuando acabaron con el último, Brom lo tiró sobre el estante y Jeod guardó en la bolsa el que servía para apuntar, junto con la tinta y la pluma. Eragon cogió la antorcha.
Salieron corriendo de la habitación y cerraron la puerta; en ese momento oyeron las sonoras pisadas de las botas de los soldados al final del pasillo. Se dieron la vuelta para marcharse, pero Brom masculló furioso:
—Maldición, no está cerrada. —Y apoyó una mano sobre la puerta, que se cerró con un clic precisamente en el instante en que aparecían tres soldados armados.
—¡Eh! ¡Apartaos de esa puerta! —gritó uno de los guardias.
Brom dio un paso atrás con cara de sorpresa, y los tres soldados corrieron hacia ellos.
—¿Estáis intentando entrar en el archivo? —preguntó el más alto.
Eragon cogió con fuerza el arco y se preparó para huir.
—Me temo que nos hemos perdido. —La tensión era evidente en la voz de Jeod al tiempo que una gota de sudor le bajaba por el cuello.
El soldado los miró con desconfianza.
—Comprobad la sala de archivos —ordenó a uno de sus hombres.
Eragon contuvo la respiración mientras el soldado se acercaba a la puerta, trataba de abrirla y la golpeaba con un puño cubierto con una malla.
—Está cerrada, señor.
—De acuerdo —dijo el oficial rascándose la barbilla—. No sé qué buscabais, pero si la puerta está cerrada supongo que podéis marcharos. ¡Vamos!
Los soldados los rodearon y los acompañaron hasta la torre.
No me lo puedo creer, pensó Eragon. ¡Nos acompañan hasta la salida!
—Marchaos por allí —dijo el soldado señalando la puerta de entrada— y no intentéis nada porque estaremos vigilando. Si tenéis que volver, hacedlo por la mañana.
—Desde luego —prometió Jeod.
Eragon era consciente de que los ojos de los guardias les perforaban la espalda mientras se alejaban aprisa del castillo. En el momento en que las puertas se cerraron detrás de ellos, una sonrisa de triunfo asomó en el rostro del muchacho, que dio un salto. Pero Brom le lanzó una mirada de advertencia.
—Camina con normalidad hasta la casa. Allí podrás celebrarlo —masculló.
Eragon, tras la reprimenda, adoptó un aire de formalidad aunque por dentro bullía de alegría. Una vez que entraron en la casa y se dirigieron al estudio, Eragon exclamó:
—¡Lo logramos!
—Sí, pero ahora tenemos que ver si ha valido la pena el esfuerzo —dijo Brom.
Jeod sacó un mapa de Alagaësia de la estantería y lo desenrolló sobre el escritorio.
A la izquierda del mapa, se extendía el océano hacia el ignoto occidente, mientras que a lo largo de la costa se hallaban las Vertebradas, una enorme región montañosa. El desierto de Hadarac ocupaba el centro del mapa, pero en el extremo oriental había un espacio en blanco. En alguna parte de esa zona desocupada se ocultaban los vardenos. Al sur estaba Surda, un pequeño país que se había separado del Imperio después de la caída de los Jinetes; a Eragon le habían dicho que ese país apoyaba en secreto a los vardenos.
Cerca de la frontera oriental de Surda había una cordillera, las montañas Beor. Eragon había oído muchas historias sobre ella: se decía que tenía diez veces la altura de las Vertebradas, aunque él, personalmente, creía que era una exageración. El mapa estaba vacío al este de las Beor.
Cerca de la costa de Surda había cinco islas: Nía, Parlim, Uden, Illium y Beirland. Nía era apenas un afloramiento rocoso, pero en Beirland, la más grande, existía un pequeño pueblo. Más arriba, cerca de Teirm, había una isla escarpada, llamada Diente de Tiburón, y más hacia el norte, otra isla, enorme y con forma de mano huesuda. Eragon sabía su nombre sin tener que mirarlo: Vroengard, la tierra ancestral de los Jinetes, un lugar otrora glorioso, pero en la actualidad era una isla saqueada, desierta y asolada por extraños animales. En el centro de Vroengard estaba la ciudad abandonada de Dorú Areaba.
Carvahall era un pequeño punto en lo alto del valle de Palancar. A la misma altura, pero al otro lado de las llanuras, se extendía el bosque Du Weldenvarden, cuyo extremo oriental no aparecía en el mapa, igual que sucedía con esa misma parte de las montañas Beor. Algunas zonas del borde occidental de Du Weldenvarden habían sido colonizadas, pero el centro seguía siendo un misterio inexplorado. Ese bosque era más agreste que las Vertebradas, de tal manera que los pocos valientes que se habían aventurado a entrar en sus profundidades a menudo volvían completamente locos, o no volvían.
Eragon tuvo un escalofrío al ver Urû’baen en el centro del Imperio desde donde el rey Galbatorix reinaba con el dragón negro, Shruikan, a su lado.
—Seguro que los Ra’zac tienen un escondite aquí —dijo Eragon poniendo un dedo sobre Urû’baen.
—Esperemos que no sea éste su único refugio —dijo Brom con voz cansada—. Porque si no, nunca te acercarás a ellos. —Y alisó el mapa con sus manos surcadas de arrugas.
—Por lo que he visto en los archivos —dijo Jeod mientras sacaba el pergamino de la bolsa—, en los últimos cinco años han salido cargamentos de aceite de seithr hacia todas las ciudades importantes del Imperio, y me parece que podrían haber sido encargados por ricos joyeros, pero si no tenemos más información, no sé cómo reduciremos la lista.
—Creo que podremos eliminar algunas ciudades —señaló Brom pasando una mano sobre el mapa—, porque los Ra’zac tienen que viajar a dondequiera que los envíe el rey, y estoy seguro de que los mantiene ocupados. Si estos individuos han de estar disponibles en todo momento para ir a cualquier parte, el único lugar razonable para que se hayan establecido es una encrucijada, desde donde puedan llegar al punto que sea del país con bastante facilidad. —Empezó a entusiasmarse y a caminar por la habitación—. La encrucijada debe ser lo bastante grande para que los Ra’zac pasen desapercibidos, y también ha de tener suficiente actividad comercial para que cualquier pedido poco frecuente —comida especial para sus corceles—, por ejemplo, no llame la atención.
—Tiene sentido —asintió Jeod—. Con esas condiciones, podemos desechar la mayoría de las ciudades del norte. De modo que las únicas grandes son Teirm, Gil’ead y Ceunon. Sé que no están en Teirm y dudo que se haya enviado aceite más allá de Narda… es demasiado pequeña. Y como Ceunon está muy aislada… sólo queda Gil’ead.
—Los Ra’zac deben de estar allí —admitió Brom—. Lo que sería una ironía.
—Sin duda —reconoció Jeod en voz baja.
—¿Y las ciudades del sur? —preguntó Eragon.
—Bueno, evidentemente, tenemos Urû’baen —repuso Jeod—, pero es un lugar poco probable. Si alguien muriera por culpa del aceite de seithr en la corte de Galbatorix, a un conde o a algún otro noble le resultaría muy fácil descubrir que el Imperio ha estado comprando ingentes cantidades de aceite. Pero aún quedan otras muchas ciudades, y cualquiera podría ser la que buscamos.
—Sí —dijo Eragon—, pero no habrán mandado aceite a todas. En el pergamino sólo figuran Kuasta, Dras–Leona, Aroughs y Belatona. Kuasta no les serviría a los Ra’zac porque se halla en la costa y está rodeada de montañas, y Aroughs se encuentra tan aislada como Ceunon, aunque es un centro comercial. Por lo tanto, nos quedan Belatona y Dras–Leona, que están bastante cerca una de otra. De las dos, creo que Dras–Leona es la más probable, pues es más grande y está mejor situada.
—Y por allí pasan casi todos los productos del Imperio en un momento u otro, incluidos los de Teirm —confirmó Jeod—. Sería un buen escondite para los Ra’zac.
—Así que… Dras–Leona —comentó Brom mientras se sentaba y encendía la pipa—. ¿Qué indican los archivos?
Jeod miró el pergamino.
—Aquí está. A principios de año, se enviaron tres cargamentos de aceite de seithr a Dras–Leona con sólo dos semanas de diferencia entre uno y otro, y todos fueron transportados por el mismo mercante. Lo mismo sucedió el año pasado y el anterior. Dudo que ningún joyero, o ni siquiera un grupo de ellos, tenga dinero para tanto aceite.
—¿Y qué me dices de Gil’ead? —preguntó Brom enarcando una ceja.
—No tiene el mismo acceso al resto del Imperio. Y, fíjate —Jeod golpeteó el pergamino—, sólo recibió dos cargamentos de aceite en los últimos años. —Pensó un instante y añadió—: Además, creo que nos olvidamos de algo: Helgrind.
—¡Ah, sí, las Puertas Tenebrosas! —asintió Brom—. Hacía muchos años que no pensaba en ello. Tienes razón, eso convertiría a Dras–Leona en el sitio perfecto para los Ra’zac. Supongo que está decidido entonces: allí es donde tenemos que ir.
Eragon se sentó de golpe, tan exhausto por la emoción que ni siquiera fue capaz de preguntar qué era Helgrind.
Creía que me alegraría de retomar la persecución, pero en cambio me siento como si estuviera delante de un abismo. ¡Dras–Leona! Está tan lejos…
El pergamino crujió, mientras Jeod volvía a enrollar despacio el mapa.
—Me temo que lo necesitarás —dijo tendiéndoselo a Brom—. Tus expediciones suelen llevarte por tétricas regiones. —Brom asintió y cogió el mapa—. No me gusta que te vayas sin mí —añadió dándole una palmada en el hombro—. Mi corazón desearía ir, pero el resto de mi ser me recuerda mi edad y mis responsabilidades.
—Comprendo —dijo Brom—. Tú tienes una vida en Teirm, y ha llegado el momento de que la siguiente generación tome el relevo. Ya has cumplido con tu parte, así que puedes sentirte feliz.
—Y tú ¿qué? —preguntó Jeod—. ¿Terminará el viaje alguna vez para ti?
Una carcajada escapó de los labios de Brom.
—Lo veo venir, pero por ahora no. —Apagó la pipa, y todos se marcharon a sus habitaciones, agotados.
Eragon, antes de dormirse, se puso en contacto con Saphira para contarle las aventuras de la noche.