Tras dos días de viaje hacia el norte, en dirección al océano, Saphira divisó Teirm. Sin embargo, Brom y Eragon no podían ver la ciudad porque había una niebla tan espesa, aferrada al suelo, que se lo impedía, hasta que una brisa procedente del oeste la dispersó. El muchacho se quedó boquiabierto en el momento que Teirm se reveló de pronto ante ellos, acurrucada a orillas de un mar resplandeciente en el que atracaban espléndidas naves que tenían las velas plegadas. A lo lejos se oía el sordo tronar de las olas.
La ciudad se alzaba detrás de una muralla blanca, de más de treinta metros de altura y nueve metros de grosor, coronada por hileras de almenas —de forma rectangular y acabadas en forma de flecha— en cuya parte superior había una pasarela para los soldados y para los vigías. La lisa superficie de la muralla estaba interrumpida por dos puertas levadizas de hierro, una frente al mar occidental y la otra encarada hacia el sur, frente al camino. Más allá de la muralla, y enclavada en la parte nororiental, se levantaba la enorme ciudadela, construida con piedras gigantes y que tenía muchos torreones. En la torre más alta brillaba resplandeciente la luz de un faro, pero el castillo era lo único que se veía por encima de las fortificaciones.
Los soldados que vigilaban la puerta meridional sostenían las picas sin prestar ninguna atención.
—Ésta es nuestra primera prueba —dijo Brom—. Esperemos que el Imperio no les haya proporcionado información sobre nosotros, y no nos detengan. Pero pase lo que pase, no te asustes ni te comportes de manera sospechosa.
Aterriza ahora en alguna parte y escóndete. Vamos a entrar —le dijo Eragon a Saphira.
Ya estás otra vez metiendo las narices donde no te llaman —respondió ésta, irritada.
Lo sé, pero Brom y yo tenemos algunas ventajas que la mayoría de la gente no tiene. No te preocupes.
Si te pasa algo, te engancharé a mi silla y no dejaré que te separes de mí.
Yo también te quiero.
Entonces te ataré más fuerte que nunca.
Tratando de no despertar sospechas, Eragon y Brom cabalgaron hacia la puerta sobre la que ondeaba una banderola amarilla con el dibujo de un león rugiente y un brazo que sostenía un lirio. Al acercarse a la muralla, Eragon preguntó, asombrado:
—¿Es muy grande este lugar?
—Más grande que todas las ciudades que hayas visto en tu vida —respondió Brom.
En la entrada de Teirm, los soldados se pusieron en posición de firmes y bloquearon la puerta con sus picas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó uno de ellos con tono de aburrimiento.
—Me llamo Neal —respondió Brom con voz entrecortada, que caminaba inclinado hacia un lado poniendo cara de idiota feliz.
—¿Y el otro? —preguntó también el guardia.
—Justo iba a decírselo. Es mi sobrino Evan, el hijo de mi hermana, no es…
—Bien, bien… —El guardia asintió con impaciencia—. ¿Y qué quieres?
—Va a visitar a un viejo amigo —intervino Eragon con un acento muy cerrado—. Voy con él para que no se pierda, no sé si me entiende. Ya no es tan joven como antes, y en su juventud le dio demasiado el sol. Un poco de fiebre cerebral, ya sabe.
Brom asintió, complacido.
—De acuerdo, pasad —dijo el guardia haciendo un gesto con la mano, y bajó la pica—. Pero aseguraos de no causar problemas.
—¡Ah, no, no causará ninguno! —prometió Eragon.
Espoleó a Cadoc, y entraron en Teirm. Los cascos de los caballos resonaron en la calle empedrada.
Una vez lejos de los guardias, Brom se puso derecho.
—Así que un poco de fiebre cerebral, ¿eh? —rezongó.
—No podía dejarte toda la diversión a ti —bromeó Eragon.
Brom se aclaró la garganta con aspavientos y miró hacia otro lado.
Las casas eran lúgubres y no presagiaban nada bueno. Tenían unos ventanucos que apenas dejaban pasar algunos rayos de luz, estrechas puertas, que estaban muy retiradas hacia el interior del edificio, y tejados planos —salvo donde había un enrejado metálico— cubiertos por tejas de pizarra. Eragon comprobó que las casas que estaban más cerca de la muralla de Teirm sólo tenían una planta, pero a medida que se alejaban de ella, eran más altas. En cambio, las que estaban más cerca de la ciudadela eran las de mayor altura, aunque seguían siendo insignificantes en comparación con la fortaleza.
—Este lugar parece preparado para la guerra —comentó el chico.
—En efecto —asintió Brom—. Teirm tiene una larga historia de ataques de piratas, úrgalos y otros enemigos, pues desde hace mucho tiempo es un centro comercial, y ya se sabe que siempre que los ricos acumulan tanto con semejante abundancia se producen conflictos. De modo que la población se ha visto obligada a tomar medidas extraordinarias para que no los invadan, aunque también les sirve de ayuda que Galbatorix les haya dado soldados para defender la ciudad.
—¿Por qué algunas casas son más altas que otras?
—Mira la ciudadela —señaló Brom—: desde ella se ve Teirm sin ningún obstáculo. Si se abriera una brecha en la muralla desde el exterior, se apostarían arqueros en todos los tejados, y como las casas de la periferia, las que están junto a la muralla, son más bajas, los hombres que estuvieran detrás de ellas podrían disparar sobre los invasores sin temor a alcanzar a sus conciudadanos. Además, si el enemigo quisiera tomar esas casas y colocar a sus propios arqueros sobre ellas, sería fácil dispararles.
—Nunca he visto una ciudad tan bien planificada como ésta —comentó Eragon, maravillado.
—Sí, pero la reconstruyeron de esta forma tras una incursión pirata que casi la quemó por completo.
Mientras avanzaban por la calle, la gente los miraba inquisitivamente, pero sin gran interés.
Comparada con Daret, aquí nos han dado la bienvenida con los brazos abiertos. Quizá Teirm ha escapado al interés de los úrgalos, pensó Eragon.
Pero cambió de idea cuando un hombre fornido pasó junto a ellos con una espada colgada de la cintura. Había también otros signos más sutiles de tiempos adversos: no se veían niños jugando en las calles, la gente tenía una expresión ceñuda y había muchas casas abandonadas, con marañas de hierbas que crecían entre las grietas de los patios empedrados.
—Parece que han tenido dificultades —dijo Eragon.
—Lo mismo que en todas partes —respondió Brom con tristeza—. Debemos buscar a Jeod.
Guiaron a los caballos al otro lado de la calle, hacia una taberna, y los ataron a un poste.
—El Castaño Verde… maravilloso —murmuró Brom mirando el maltrecho cartel que colgaba en lo alto mientras entraban en el establecimiento.
El sombrío lugar no parecía muy seguro. En la chimenea ardía un fuego, aunque nadie se molestaba en echarle más leña, mientras en los rincones de la sala había unas pocas personas solitarias con expresión sombría que apuraban sus tragos. Un hombre, al que le faltaban dos dedos, se miraba los temblorosos muñones en una mesa de la otra punta. El tabernero, con una mueca cínica, seguía frotando un vaso a pesar de que estaba roto.
Brom se inclinó sobre el mostrador.
—¿Sabe dónde puedo encontrar a un hombre llamado Jeod?
Eragon estaba a su lado jugueteando con la punta del arco que le llegaba a la cintura. Lo llevaba cruzado sobre la espalda, pero en ese momento deseó tenerlo en las manos.
—No —respondió el tabernero con voz exageradamente alta—. ¿Por qué tendría que saberlo? ¿Cree que sigo el rastro a todos los patanes sarnosos de este lugar abandonado?
Eragon hizo una mueca mientras todas las miradas se volvían hacia ellos, pero Brom siguió hablando con tranquilidad.
—¿Y no podría hacer el esfuerzo de recordar? —dijo mientras depositaba unas monedas sobre el mostrador.
El hombre se animó y dejó el vaso.
—Tal vez —respondió bajando la voz—, pero mi memoria necesita un buen estímulo.
Brom puso mala cara, pero deslizó unas monedas más sobre la barra. El tabernero se relamió la comisura de los labios, indeciso.
—De acuerdo —dijo al fin, y alargó el brazo para coger las monedas.
Antes de que llegara a tocarlas, el hombre al que le faltaban los dos dedos gritó desde su mesa.
—Gareth, ¿qué demonios haces? Cualquiera que pase por la calle podría decirles dónde vive Jeod. ¿Por qué les cobras?
Brom se apresuró a guardar otra vez las monedas en su saco, mientras Gareth le lanzaba una ponzoñosa mirada al hombre de la mesa, se giraba y volvía a coger el vaso.
Brom se acercó al desconocido.
—Gracias. Me llamo Neal y él es Evan.
El hombre levantó la jarra en señal de brindis.
—Martin, y, por lo que veo, ya conocéis a Gareth. —Tenía una voz grave y ronca—. Venid, sentaos —dijo señalando unas sillas vacías—. No tengo ningún inconveniente.
Eragon acomodó su asiento para quedar de espaldas a la pared y de cara a la puerta. Martin levantó una ceja, pero no hizo comentario alguno.
—Me habéis ahorrado unas coronas —dijo Brom.
—Ha sido un placer. Aunque uno no puede culpar a Gareth porque, últimamente, los negocios no van muy bien. —Martin se rascó la barbilla—. Jeod vive en la parte oeste de la ciudad, justo al lado de la herboristería de Angela. ¿Tenéis negocios con él?
—Más o menos —respondió Brom.
—Pues no creo que quiera comprar nada porque acaba de perder otro barco hace unos días.
Brom se interesó enseguida por la noticia.
—¿Qué ha pasado? No habrán sido los úrgalos, ¿verdad?
—No —respondió Martin—. Se han marchado de la zona. Hace casi un año que nadie ve a ninguno de esos monstruos, pues al parecer todos se han ido al sur y al este. Así que el problema no son ellos. Mirad, como seguramente sabéis, la mayor parte de nuestros negocios consisten en el comercio por mar. Pues bien —se detuvo para tomar un trago—, desde hace varios meses alguien ataca nuestros barcos, pero no se trata de la piratería habitual porque sólo son atracados los barcos que transportan los productos de ciertos mercaderes. Y Jeod es uno de ellos. La situación ha empeorado tanto que ningún capitán acepta transportar artículos de esos comerciantes, lo que dificulta la vida en este lugar, en especial, porque algunos de ellos tienen los negocios marítimos más prósperos del Imperio. De modo que se han visto obligados a mandar las mercancías por tierra, y ese hecho ha elevado espantosamente los precios, y aun así, las caravanas no siempre llegan.
—¿Tenéis idea de quién es el responsable? Habrá testigos —dijo Brom.
—Nadie sobrevive a los ataques —explicó Martin con un gesto negativo—. Los barcos zarpan, después desaparecen y nadie vuelve a verlos. —Se inclinó hacia ellos, y añadió en tono confidencial—: Los marineros dicen que es magia. —Asintió, guiñó un ojo y volvió a reclinarse.
Brom parecía preocupado por lo que acababa de oír.
—¿Y qué pensáis vos?
—No lo sé —respondió Martin encogiéndose de hombros con cierto desinterés—. Y creo que no lo sabré a menos que tenga la desgracia de estar en uno de esos barcos capturados.
—¿Sois marinero? —preguntó Eragon.
—No —soltó Martin—. ¿Por qué? ¿Lo parezco? Los capitanes me contratan para defender sus barcos de los piratas, pero esa escoria ladrona no ha estado muy activa últimamente. A pesar de todo, es un buen trabajo.
—Pero peligroso —dijo Brom.
Martin volvió a encogerse de hombros y se acabó la jarra de cerveza. Brom y Eragon se marcharon y enfilaron hacia la parte oeste de la ciudad, la zona más bonita de Teirm. Las casas eran grandes, limpias y estaban arregladas. La gente por las calles iba bien vestida, con prendas caras, y caminaba con aplomo. Eragon se sentía fuera de lugar, como si llamara la atención.