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A la mañana siguiente Eragon no quiso acordarse de ninguno de los recientes sucesos: le resultaban demasiado dolorosos. En cambio, centró su energía en pensar cómo podría encontrar y matar a los Ra’zac.

Lo haré con el arco, decidió, y se imaginó el aspecto que tendrían esos seres, envueltos en sus capas, con flechas clavadas por todas partes.

El muchacho se mantenía en pie con dificultad, le dolían los músculos al menor movimiento y tenía un dedo hinchado y caliente. Una vez que estuvieron preparados para partir, montó a Cadoc.

—Si esto sigue así, me vas a hacer pedazos —le dijo a Brom con mordacidad.

—No te azuzaría de esta manera si no pensara que eres lo bastante fuerte.

—Pues por una vez, no me importaría que me consideraras un poco más débil —murmuró Eragon.

Cadoc se movió nervioso cuando se acercó Saphira, que lo miró con cierta expresión de disgusto.

En las llanuras no hay dónde esconderse, así que no voy a molestarme en tratar de que no me vean, y a partir de ahora volaré encima de vosotros —sentenció la dragona.

Saphira despegó, y ellos comenzaron el empinado descenso. Como en muchos trozos el sendero desaparecía por completo, se vieron obligados a abrirse un camino para continuar descendiendo. A veces tenían que bajar de los caballos, conducirlos mientras ellos iban a pie y cogerse de los árboles para evitar caerse por la pendiente. El suelo estaba lleno de piedras sueltas y eso daba lugar a que la marcha fuera traicionera. El esfuerzo y la fatiga los ponía irritables y les hacía tener calor, a pesar del frío.

Hacia el mediodía, al llegar abajo, pararon para descansar. El río Anora viraba a la izquierda y seguía su curso hacia el norte. Un viento implacable barría la llanura y los azotaba sin piedad, y como el suelo estaba reseco, les entraba polvo en los ojos.

Aquel terreno tan plano ponía nervioso a Eragon, pues no había montículos ni ondulaciones, y él, que había pasado toda su vida rodeado de montañas y de colinas, se sentía expuesto y vulnerable sin ellas, como un ratón bajo el ojo avizor de un águila.

En la llanura, el sendero se dividía en tres. El primero giraba hacia el norte, en dirección a Ceunon, una de las grandes ciudades septentrionales; el segundo atravesaba recto la llanura y el último iba hacia el sur. Examinaron los tres en busca de huellas de los Ra’zac hasta que las encontraron en el que iba directamente a las praderas.

—Parece que han ido a Yazuac —dijo Brom, desconcertado.

—Y eso ¿dónde está?

—Hacia el este y a cuatro días de camino, si todo va bien. Es un pueblo pequeño junto al río Ninor. —Señaló en dirección al Anora, que se alejaba de ellos hacia el norte—. Tendremos que aprovisionarnos de agua aquí porque no hay más hasta que lleguemos. Llenaremos los odres antes de emprender la travesía de la llanura. De aquí a Yazuac no hay ninguna laguna ni ningún arroyo.

El entusiasmo de la persecución empezaba a surgir en Eragon. En pocos días, quizá en menos de una semana, podría usar sus flechas para vengar la muerte de Garrow. Y después… pero no quería pensar en lo que pasaría después.

Llenaron los odres de agua, dieron de beber a los caballos y ellos bebieron también toda el agua del río que pudieron. Saphira los acompañó y tomó unos tragos de agua. Con nuevas fuerzas, giraron hacia el este y emprendieron el cruce de la llanura.

Eragon pensó que era el viento lo que lo volvía loco. Todo lo que le fastidiaba —los labios cortados, la boca reseca y los ojos irritados— tenía que ver con el viento, pues las incesantes ráfagas lo persiguieron a lo largo del día. Al atardecer el viento sopló con mayor fuerza en lugar de amainar.

Como no había refugio alguno, se vieron obligados a acampar al raso. Eragon encontró unos matorrales, plantas fuertes y chaparras que crecían en esas duras condiciones, y los arrancó. Los apiló cuidadosamente y trató de prenderles fuego, pero los leñosos tallos sólo se ahumaban y echaban un olor acre.

—No consigo encenderlos con este maldito viento. —Le arrojó, frustrado, las yescas a Brom—. A ver si tú puedes; si no, la cena tendrá que ser fría.

Brom se arrodilló junto a la maleza y la examinó con seriedad. Volvió a colocar algunas ramas y frotó las yescas de las que saltó una cascada de chispas sobre las plantas. Se produjo humo, pero nada más. El anciano frunció el entrecejo y volvió a intentarlo, pero no tuvo más suerte que Eragon.

¡Brisingr! —exclamó, enfadado, y frotó otra vez el pedernal. Las llamas surgieron de repente, y el hombre dio un paso atrás con expresión complacida—. Ahora sí; seguramente había brasas dentro.

Practicaron con las falsas espadas mientras se hacía la comida. Ambos acusaban la fatiga, por lo que la sesión fue breve. Después de cenar, se tumbaron junto a Saphira y se durmieron, agradecidos del cobijo que ésta les daba.

El mismo viento frío, que barría las espantosas llanuras, los recibió por la mañana. A Eragon se le habían agrietado aún más los labios durante la noche, de modo que cada vez que reía o hablaba se le llenaban de gotas de sangre, y si se los chupaba, sólo los empeoraba. Lo mismo le pasaba a Brom. Antes de montar, dieron de beber profusamente a los caballos de la reserva de agua que llevaban. El día se convirtió en una incesante y laboriosa caminata.

Al tercer día, el hecho de despertarse descansado y que el viento hubiera parado fueron dos cosas que le pusieron a Eragon de muy buen humor, pero sólo le duró hasta ver los nubarrones que oscurecían el cielo que tenían delante.

Brom miró las nubes e hizo una mueca.

—En otra situación no me dirigiría hacia una tormenta como ésa, pero ahora, hagamos lo que hagamos, ya la tenemos encima, así que será mejor que avancemos un poco.

El día aún estaba sereno cuando llegaron al frente de tormenta. Cuando estuvieron bajo su sombra, Eragon miró hacia arriba: la nube de tormenta tenía una estructura rara, pues parecía una catedral natural con un enorme techo abovedado. Con un poco de imaginación, se podían ver columnas, vitrales, gradas que se elevaban, intrincadas gárgolas… y todo ello de una belleza salvaje.

En el momento en que el muchacho bajaba la mirada, una ola gigante se abalanzó sobre ellos y aplastó la hierba. Eragon tardó sólo un segundo en comprender que la ola era una tremenda ráfaga de viento. Brom también la vio, y ambos se encorvaron para hacer frente a la tormenta.

El vendaval estaba casi sobre ellos cuando Eragon tuvo un presentimiento horrible y se movió inquieto en su silla, gritando tanto con la voz como con la mente:

—¡Saphira, aterriza!

Brom se puso pálido. En lo alto, vieron a la dragona que se dirigía precipitadamente hacia el suelo.

¡No lo conseguirá!

Saphira giró hacia el camino por el que ellos avanzaban para ganar tiempo, pero mientras la observaban, la cólera de la tormenta los golpeó como un martillazo. Eragon luchó por respirar y se agarró a la silla al tiempo que el aullido frenético del viento le estallaba en los oídos. Cadoc, con las crines alborotadas, se tambaleó y clavó los cascos en tierra. El viento les desgarraba las ropas como si tuviera dedos invisibles mientras el ambiente se oscurecía con nubes cargadas de polvo.

Eragon entrecerró los ojos intentando divisar a Saphira y la vio aterrizar pesadamente y agacharse aferrándose al terreno con las garras. El viento la alcanzó en el preciso instante en que empezaba a plegar las alas, se las desplegó de un tirón y la arrastró por el aire. Durante un momento, Saphira se quedó allí suspendida por el ímpetu de la tormenta, que volvió a tirarla al suelo de espaldas.

Eragon tironeó salvajemente de Cadoc para que diera la vuelta y galopó de vuelta al sendero, espoleando al animal con los estribos y con la mente.

—¡Saphira! —gritó—. ¡Intenta quedarte ahí; ahora voy!

Percibió una oscura respuesta de la dragona. Al acercarse a Saphira, Cadoc se paró en seco, por lo que Eragon saltó y corrió hacia ella.

El arco le golpeaba la cabeza y una fuerte ráfaga le hizo perder el equilibrio y se estrelló boca abajo. Derrapó, aunque volvió a ponerse de pie con un gruñido sin hacer caso de los profundos raspones que se había hecho.

Saphira estaba sólo a tres metros de distancia, pero él no podía acercarse porque la dragona estaba batiendo las alas, pues se esforzaba por plegarlas a pesar del poderoso vendaval. Eragon se precipitó hacia el ala derecha con intención de bajársela, mas el viento golpeó de pleno a Saphira que dio una voltereta sobre el muchacho. Las púas del espinazo pasaron rozando la cabeza de Eragon, y Saphira se cogió con las garras al suelo tratando de mantenerse firme.

Otra vez empezaron a levantársele las alas, pero antes de que éstas movieran de un tirón a la dragona, Eragon se arrojó sobre el ala izquierda. El ala se plegó por las articulaciones, y Saphira la apretó contra el cuerpo. El muchacho saltó por encima del lomo y cayó sobre la otra ala que, inesperadamente, se levantó a causa del viento y lo hizo caer al suelo. El chico amortiguó el golpe con una voltereta, saltó y volvió a sujetar el ala. Saphira empezó a plegarla mientras él apretaba con todas sus fuerzas. El viento forcejeó con ellos durante un segundo, pero con un último impulso lo vencieron.

Eragon, jadeando, se apoyó contra la dragona.

¿Estás bien? —Notaba que Saphira temblaba.

Ella tardó un rato en contestar.

Ss… sí, creo que sí. —Parecía conmocionada—. No me he roto ningún hueso… No podía hacer nada, el viento no me dejaba. Me sentía tan indefensa… —Y se quedó callada temblando todavía.

Tranquila, ya estás a salvo —la calmó mirándola preocupado.

El muchacho vio a Cadoc a lo lejos, de espaldas al viento, y le dio instrucciones mentales para que volviera donde estaba Brom. Montó entonces a Saphira, que se arrastró por el camino contra el vendaval llevando a Eragon cogido con fuerza del lomo mientras mantenía la cabeza agachada.

Al acercarse a Brom, éste le gritó a pesar del ruido de la tormenta:

—¿Se ha hecho daño?

Eragon hizo un gesto negativo y desmontó. Cadoc trotó hacia él relinchando, y mientras el muchacho le acariciaba el cuello, Brom señaló una cortina de lluvia ondulante y gris que se dirigía hacia ellos.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Eragon, y se arrebujó en la ropa e hizo una mueca de disgusto al tiempo que la tromba de agua los alcanzaba.

El aguijoneo de la lluvia era frío como el hielo y, al cabo de un instante, estaban empapados y temblaban.

Aparecía y desaparecía el resplandor de los relámpagos que perforaban el cielo: unos larguísimos rayos azules cruzaban el horizonte seguidos de truenos que sacudían la tierra. Era hermoso pero peligroso. Los rayos incendiaban por doquier la hierba reseca, aunque la lluvia la apagaba inmediatamente.

La ferocidad de los elementos tardó en aplacarse, pero a medida que pasaba el día, se fue alejando hacia otro lugar, y una vez más, el cielo se despejó y el sol crepuscular brilló esplendoroso. Mientras los rayos de luz teñían las nubes de deslumbrantes colores, todo adquirió un contraste definido: unas zonas estaban muy iluminadas y otras en profundas sombras; los objetos parecían una masa compacta; los tallos de la hierba eran como sólidas columnas de mármol y las cosas más vulgares adquirían una belleza sobrenatural. Eragon se sintió como si estuviera sentado dentro de un cuadro.

La tierra rejuvenecida olía a fresco, despejaba la mente de los viajeros y les reconfortaba el ánimo. Saphira se desperezó, estiró el cuello y rugió feliz, aunque los caballos se alejaron de ella, asustados, pero Eragon y Brom sonrieron ante la euforia de la dragona.

Antes de que oscureciera, se detuvieron para pasar la noche en una hondonada poco profunda, y como estaban demasiado cansados para luchar, se fueron a dormir directamente.