____ 06 ____

Roran y Eragon se separaron en las afueras de Carvahall. Eragon caminó despacio hacia la casa de Brom; perdido en sus pensamientos, se detuvo en el umbral y levantó la mano para llamar.

—¿Qué buscas, muchacho? —preguntó una voz ronca.

Eragon se volvió. Brom estaba detrás de él, apoyado en un retorcido bastón adornado con extrañas tallas. Llevaba una túnica de color marrón con capucha, como un monje, y del cinturón de cuero repujado que se abrochaba a la cintura le colgaba una bolsa. Lucía barba blanca, pero el rasgo que predominaba en el rostro del anciano era la soberbia nariz aguileña que se curvaba sobre la boca. Mientras esperaba la respuesta escrutó a Eragon con una inquisitiva mirada y el entrecejo fruncido.

—Información —dijo Eragon—. Roran ha ido a arreglar un cincel y, como tenía tiempo, he venido a hacerte unas preguntas.

El hombre gruñó y abrió la puerta. Eragon se fijó en que llevaba un anillo de oro en la mano derecha con un reluciente zafiro, en cuya superficie destacaba un extraño símbolo grabado.

—Será mejor que entres; como no paras de hacer preguntas parece que hablaremos un buen rato.

El interior de la casa estaba más oscuro que el carbón, y se percibía un fuerte olor acre en el aire.

—A ver, un poco de luz —oyó Eragon que decía el anciano mientras se movía por la estancia. Luego escuchó una maldición cuando algo se rompió al caer al suelo—. ¡Ah, aquí está!

Se encendió una chispa blanca y empezó a oscilar una llama.

Brom estaba de pie sosteniendo una vela delante de la chimenea de piedra. De cara a la repisa había una silla de madera labrada, cuyo respaldo era muy alto, y sobre la que se apilaban un montón de libros; las cuatro patas de la silla tenían forma de garras de dragón, y tanto el asiento como el respaldo eran de cuero repujado con el dibujo de una rosa que daba la impresión de que giraba. Múltiples rollos de pergamino descansaban encima de un conjunto de sillas más pequeñas y, sobre el escritorio, había frascos de tinta y plumas.

—Acomódate donde puedas, pero por lo que más quieras, ten cuidado. Estas cosas son muy valiosas.

Eragon evitó pisar una serie de pergaminos escritos con runas muy picudas. Luego retiró con suavidad unos quebradizos rollos de una de las sillas y los depositó en el suelo. Al sentarse, levantó una nube de polvo y contuvo un estornudo.

Brom se agachó y encendió el fuego con la vela.

—¡Qué bien! No hay nada como sentarse junto al fuego a conversar. —Se quitó la capucha y quedó a la vista una cabellera que no era blanca, sino plateada; colgó una tetera sobre las llamas y se sentó en la silla de respaldo alto.

—Bueno, ¿qué quieres? —se dirigió a Eragon bruscamente, pero con amabilidad.

—Pues… —empezó Eragon planteándose cuál era la mejor manera de abordar el tema—. Hace mucho tiempo que oigo historias acerca de los Jinetes de Dragones y de sus supuestas hazañas, y parece que la mayoría de la gente desea que vuelvan, pero nunca he sabido cómo aparecieron, ni de dónde salieron los dragones, ni por qué los Jinetes eran tan especiales… independientemente de los dragones.

—Éste es un tema muy amplio sobre el que hablar —rezongó Brom, y observó con atención a Eragon—. Si te contara toda la historia, seguiríamos aquí sentados hasta el próximo invierno, así que tendré que resumirla lo máximo posible. Pero antes de empezar como es debido, necesito mi pipa.

Eragon esperó pacientemente mientras Brom apisonaba el tabaco en la pipa. Brom le caía bien. A veces era un anciano cascarrabias, pero daba la impresión de que siempre tenía tiempo para Eragon.

Una vez el muchacho le había preguntado de dónde había venido, y Brom le había contestado riendo: «De un pueblo como Carvahall, pero no tan interesante». Como la respuesta despertó su curiosidad, se lo preguntó también a su tío, pero Garrow sólo le explicó que Brom se había comprado una casa en Carvahall hacía quince años y que desde entonces vivía tranquilamente allí.

Brom usó las yescas para encender la pipa, y dio varias caladas hasta que al fin dijo:

—Bueno… no podremos parar más que para tomar un té. En cuanto a los Jinetes, o los Shur’tugal, como los llaman los elfos… ¿por dónde empezar? Su historia transcurre a lo largo de muchos años, y en el apogeo de su poder, sus dominios abarcaban el doble de las tierras del Imperio. Se han contado muchas historias sobre ellos, la mayoría ridículas. Pero si uno cree todo lo que se cuenta, supondría que tenían los mismos poderes que un dios menor. Hay estudiosos que dedican una vida entera a distinguir lo ficticio de lo real, pero es dudoso que lo logren. Sin embargo, no es una tarea imposible si nos limitamos a los tres aspectos que has mencionado: cómo aparecieron los Jinetes, por qué se los tenía en tan alta estima, y de dónde proceden los dragones. Empezaré por estos últimos.

Eragon se reclinó contra el espaldo y escuchó la hipnotizadora voz del hombre.

—Los dragones no tienen un comienzo, como no sea que se crearan al mismo tiempo que la propia Alagaësia. Y si tienen un final, llegará cuando este mundo desaparezca porque sufren tanto como la tierra. Ellos, los enanos y unas pocas criaturas más son los auténticos habitantes de estas tierras. Los dragones, fuertes y orgullosos en su sencillo esplendor, ya vivían aquí antes que los demás, y su entorno permaneció inmutable hasta que los primeros elfos se hicieron a la mar en sus barcos plateados.

—¿Dé dónde proceden los elfos? —interrumpió Eragon—. ¿Y por qué los llaman «el pueblo bello»? ¿Existen de verdad?

—¿Quieres que te conteste a tus preguntas iniciales o no? —lo riñó Brom—. Porque no podré hacerlo si quieres averiguar hasta el más mínimo detalle.

—Perdón —dijo Eragon bajando la cabeza para parecer arrepentido.

—Pues no te perdono —repuso Brom con cierta ironía. Dirigió la mirada hacia el fuego y observó cómo éste lamía la parte inferior de la tetera—. Por si te interesa, los elfos no son una leyenda, y los llaman el pueblo bello porque son más agraciados que cualquier otra raza. Proceden de un lugar llamado Alalea, aunque sólo ellos saben qué es e incluso dónde está.

»Prosigamos —dijo con una mirada feroz bajo las pobladas cejas para asegurarse de que no habría más interrupciones—. En aquel entonces, los elfos eran una raza orgullosa y muy diestra en la magia, y consideraron a los dragones simples animales; pero ése fue un error mortal. Un joven y atrevido elfo cazó un dragón, como habría hecho con un ciervo, y lo mató. Los dragones, ultrajados, tendieron una emboscada al elfo y lo asesinaron. Desgraciadamente, el derramamiento de sangre no acabó allí: los dragones se unieron y atacaron el país de los elfos. Éstos, consternados por el terrible malentendido, trataron de poner fin a las hostilidades, pero no encontraron la manera de comunicarse con los dragones.

»Para acabar de una vez con una enrevesada serie de sucesos, hubo una guerra muy larga y sangrienta, de la que ambos bandos se arrepintieron más tarde. Al principio los elfos sólo combatían para defenderse porque no querían intensificar la lucha, pero a la larga, la ferocidad de los dragones los obligó a atacar para poder sobrevivir. Esta situación duró cinco años, y habría continuado mucho más, si un elfo, llamado Eragon, no hubiera encontrado un huevo de dragón. —Eragon parpadeó asombrado—. ¡Ah, veo que no conocías el origen de tu nombre! —comentó Brom.

—No —respondió el muchacho. La tetera empezó a silbar con estridencia.

¿Por qué me pusieron el nombre de un elfo?, se dijo a sí mismo Eragon.

—Estoy seguro de que ahora la historia te parecerá más interesante —dijo Brom. El anciano retiró la tetera del fuego, echó agua hirviendo en dos tazas y le tendió una de ellas a Eragon—. Estas hojas no han de estar en infusión demasiado tiempo —le advirtió—, así que bébetelo rápido, antes de que sea demasiado fuerte.

Eragon dio un sorbo, pero se quemó la lengua. Brom dejó a un lado su taza y siguió fumando en pipa.

—Nadie sabe por qué abandonaron ese huevo. Algunos dicen que los elfos mataron a los padres; otros creen que los dragones lo dejaron allí a propósito. En cualquier caso, Eragon estaba convencido de que el hecho de criar a un dragón con cariño tendría una enorme trascendencia. Lo cuidaba en secreto, y según la costumbre del idioma antiguo, le puso el nombre de Bid’Daum. Cuando éste creció lo suficiente, viajaron juntos a la tierra de los dragones, y los convencieron de vivir en paz con los elfos. Las dos razas sellaron pactos, y para asegurar que nunca más habría una guerra, decidieron que era necesario crear a los Jinetes.

»En sus inicios, el propósito de los Jinetes sólo era servir de medio de comunicación entre los elfos y los dragones. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, se reconoció su valor y se les concedió más autoridad. Con los años, establecieron su hogar en la isla de Vroengard y construyeron una ciudad en ella, Dorú Areaba. Antes de que Galbatorix los derrocara, los Jinetes tenían más poder que todos los reyes de Alagaësia… Bueno, creo que he respondido a dos de tus preguntas.

—Sí —dijo Eragon, distraído. Le parecía una coincidencia increíble llamarse como el primer Jinete. Por alguna razón, su nombre ya no le parecía el mismo—. ¿Qué quiere decir Eragon?

—No lo sé —respondió Brom—, es muy antiguo. Dudo que alguien lo recuerde salvo los elfos, y tendrá que sonreírte mucho la fortuna para que te encuentres con alguno. Aunque es un buen nombre; debes estar orgulloso de él. No todo el mundo tiene uno tan honroso.

Eragon prescindió de este tema y se concentró en lo que Brom le había explicado, pero faltaba algo.

—No comprendo. ¿Dónde estábamos nosotros cuando se crearon los Jinetes?

—¿Nosotros? —preguntó Brom enarcando una ceja.

—Sí, todos nosotros —Eragon señaló alrededor con un gesto vago—, los humanos en general.

—Somos tan nativos de esta tierra como los elfos —contestó Brom riendo—. Nuestros antepasados tardaron tres siglos en llegar y en unirse a los Jinetes.

—Eso no es posible —protestó Eragon—, siempre hemos vivido en el valle de Palancar.

—Puede que eso sea válido para algunas generaciones, pero no mucho más, no. Ni siquiera es válido para ti, Eragon —dijo Brom en voz baja—. Aunque te consideras parte de la familia de Garrow, y tienes razón en hacerlo, tu padre no era de aquí. Pregunta y verás que hay mucha gente que no hace tanto que vive en estas tierras. Este valle es muy antiguo, y no nos ha pertenecido siempre.

Eragon frunció el entrecejo y tragó el té. Todavía estaba caliente y le quemó un poco la garganta. ¡Éste era su hogar, independientemente de quién fuera su padre!

—¿Y qué pasó con los enanos después de la destrucción de los Jinetes?

—Nadie lo sabe muy bien. Combatieron junto a los Jinetes durante las primeras batallas, pero cuando se vio claro que Galbatorix iba a ganar, sellaron todas las entradas de sus túneles y desaparecieron bajo tierra. Por lo que sé, nadie ha vuelto a ver a ninguno de ellos desde entonces.

—¿Y los dragones? ¿Qué pasó con ellos? Seguro que no los mataron a todos.

—Hasta el presente ése es el mayor misterio en Alagaësia —respondió Brom con tristeza—, porque ¿cuántos dragones sobrevivieron a la sangrienta matanza de Galbatorix? El rey perdonó la vida a los que accedieron a servirlo, pero sólo los malvados dragones de los Apóstatas estuvieron de acuerdo en ayudarlo en su locura. Si, aparte de Shruikan, queda algún dragón vivo, se debe de haber escondido para que el Imperio no lo encuentre nunca.

¿De dónde ha salido entonces mi dragón?, se preguntó Eragon.

—¿Y los úrgalos ya estaban aquí cuando llegaron los elfos? —preguntó el muchacho.

—No, persiguieron a los elfos por mar, como garrapatas en busca de sangre. Y ese hecho fue uno de los motivos por los que se llegó a apreciar tanto a los Jinetes, no sólo por su destreza en la lucha sino también por su capacidad para mantener la paz… De esta historia puede aprenderse mucho. Pero es una lástima que el rey lo convierta en un asunto tan confuso —reflexionó Brom.

—Sí, escuché tu cuento la última vez que estuve en el pueblo.

—¡Cuento! —rugió Brom con un destello de enfado en la mirada—. Si es un cuento, entonces los rumores sobre mi muerte son ciertos y… ¡estás hablando con un fantasma! Respeta el pasado porque nunca se sabe cómo puede afectarte.

Eragon esperó hasta que el rostro de Brom se dulcificara.

—¿Eran muy grandes los dragones? —se atrevió al fin a preguntar.

Una oscura columnilla de humo se arremolinó sobre Brom como una nube de tormenta en miniatura.

—Más grandes que una casa. La envergadura de las alas, incluso la de los más pequeños, superaba los treinta metros; nunca paraban de crecer. Algunos de los más antiguos, antes de que el Imperio los matara, parecían montañas.

La consternación se dibujó en el semblante de Eragon.

¿Cómo lo haré para esconder a mi dragón en los próximos años?

—¿Y cuándo alcanzaban la madurez? —preguntó con voz serena aunque estaba sobre ascuas.

—Pues… —contestó Brom rascándose la barbilla—, no echaban fuego hasta los cinco o seis meses de edad, que es más o menos cuando pueden aparearse. Cuanto más viejo es un dragón, más fuego echa. Algunos podían mantener la llama durante varios minutos. —Brom formó una voluta de humo y observó cómo flotaba hacia el techo.

—He oído que sus escamas brillaban como piedras preciosas.

—Pues has oído bien —masculló Brom—. Y las tenían de todos los colores y matices. Se decía que un grupo de dragones parecía un arco iris viviente que cambiaba y brillaba constantemente. Pero ¿quién te lo ha dicho?

Eragon se quedó paralizado durante un instante.

—Un mercader —mintió.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Brom. Las enmarañadas cejas del anciano se unieron en una espesa línea blanca y la frente se le surcó de profundas arrugas. Sin darse cuenta se le apagó la pipa.

Eragon fingió que intentaba recordar el nombre.

—No lo sé. Hablaba en la taberna de Morn, pero no sé quién era.

—Qué lástima —murmuró Brom.

—También dijo que un Jinete podía oír los pensamientos de su dragón —añadió Eragon enseguida, con la esperanza de que su supuesto mercader lo librara de toda sospecha.

Brom entornó los ojos, cogió las yescas y frotó el pedernal. Dio una calada profunda a la pipa y expulsó el humo poco a poco.

—Se equivocaba —repuso con voz inexpresiva—; eso no está en ninguna historia, y las conozco todas. ¿Dijo algo más?

—No. —Brom estaba demasiado interesado en el mercader para que él siguiera mintiendo—. ¿Vivían mucho los dragones? —preguntó con indiferencia.

Brom no respondió enseguida, sino que hundió la barbilla sobre el pecho mientras tamborileaba sobre la pipa, pensativo. El anillo del anciano emitía reflejos de luz.

—Perdona, mi mente estaba en otra parte. Sí, vivían bastante, eternamente en realidad, siempre y cuando no los mataran o su Jinete no muriera.

—¿Y eso cómo se sabe? —objetó Eragon—. Si los dragones no sobrevivían a sus Jinetes, entonces sólo vivían sesenta o setenta años. En tu… narración dijiste que los Jinetes vivían cientos de años, pero eso es imposible. —Le inquietaba pensar que sobreviviría a su familia y a sus amigos.

Una discreta sonrisa asomó a los labios de Brom mientras decía con malicia:

—Que algo sea posible o no siempre es subjetivo. Hay quienes dicen que es imposible viajar por las Vertebradas y sobrevivir, pero sin embargo, tú lo haces. Es una cuestión de puntos de vista. Debes de ser muy sabio para saber tanto a tu edad. —Eragon se ruborizó, y el anciano rió entre dientes—. No te enfades, pero no lo sabes todo: te olvidas de que los dragones eran mágicos, y de que influían de forma muy extraña sobre lo que los rodeaba. De modo que como los Jinetes estaban muy unidos a los dragones, la mayoría de ellos experimentaron esa influencia al máximo. Así pues, el efecto secundario más común era que tenían una vida muy larga. La longevidad de nuestro rey es un ejemplo patente, aunque mucha gente lo atribuye a sus propios poderes mágicos. También se producían otros cambios menos evidentes: todos los Jinetes eran más fuertes de cuerpo, más bondadosos de mente y más sinceros de corazón que el resto de los hombres y, además, las orejas de un Jinete humano se iban haciendo puntiagudas poco a poco, aunque nunca tanto como las de un elfo.

Eragon tuvo que reprimir el impulso que sintió de tocarse las orejas.

¿De qué otra forma va a cambiar mi vida este dragón? ¡No sólo se me ha metido en la mente, sino que también va a cambiarme el aspecto físico!

—¿Eran listos los dragones?

—¡No has prestado atención a lo que acabo de explicarte! —protestó Brom—. ¿Cómo iban los elfos a establecer acuerdos y tratados de paz con bestias estúpidas? Eran tan inteligentes como tú o como yo.

—Pero eran animales —insistió Eragon.

—No eran más animales que nosotros —bramó Brom—. Por alguna razón, la gente apreciaba todo lo que hacían los Jinetes pero, sin embargo, no tenían en consideración a los dragones y daban por sentado que no eran más que un exótico medio de transporte para ir de un pueblo a otro. Pero no eran sólo eso, puesto que las grandes hazañas de los Jinetes fueron posibles únicamente gracias a los dragones. ¿Cuántos hombres desenvainarían sus espadas si no supieran que un lagarto gigante que despide fuego por la boca, con una astucia y una sabiduría innatas muy superiores a las que desearían muchos reyes, colaboraría en detener la violencia? ¿Eh? —Hizo otra voluta de humo y observó cómo se alejaba flotando.

—¿Has visto alguna vez alguno?

—No —respondió Brom—, todo eso sucedió en una época muy anterior a la mía.

A ver si ahora me ayudas con el nombre, pensó Eragon.

—He estado tratando de recordar el nombre de un dragón, pero no lo consigo. Creo que lo oí cuando los mercaderes estaban en Carvahall, aunque no estoy seguro. ¿Podrías ayudarme?

Brom se encogió de hombros y le recitó rápidamente una larga lista de nombres.

Jura, Hírador y Fundor, el que combatió a la serpiente marina gigante. Galzra, Briam, Ohen el Fuerte, Gretiem, Beroan, Roslarb… —mencionó muchos otros, y al final añadió en voz tan baja que Eragon apenas lo oyó—… y Saphira. —Brom vació la pipa en silencio—. ¿Era alguno de éstos?

—Me temo que no —respondió el muchacho. Brom le había dado que pensar mucho, y se le hacía tarde—. Bueno, creo que Horst ya habrá terminado con el encargo de Roran. Debo irme, ojalá pudiera quedarme.

Brom arqueó una ceja.

—¿Así que eso es todo? Creía que ibas a hacerme preguntas hasta que Roran viniera a buscarte. ¿No quieres saber nada sobre las tácticas de combate de los dragones o sobre las impresionantes batallas aéreas? ¿Ya hemos acabado?

—Por ahora —contestó Eragon riendo—. Ya sé lo que quería saber y mucho más. —Se puso de pie y Brom lo imitó.

—Pues muy bien. —El cuentacuentos acompañó al muchacho hasta la puerta—. Adiós. Cuídate. Y no olvides decirme el nombre del mercader si lo recuerdas.

—Lo haré. Gracias.

Eragon entrecerró los ojos al salir a la deslumbrante luz invernal, y se alejó despacio reflexionando sobre todo lo que acababa de escuchar.