Se vistieron y se calzaron, lo que aún no encontraron es manera de lavarse, pero se nota ya una gran diferencia con los otros ciegos, los colores de las ropas, pese a la relativa escasez de la oferta, porque, como se suele decir, la fruta está ya muy sobada, combinan bien entre sí, es la ventaja de llevar con nosotros a alguien que nos aconseja, Ponte tú esto, que va mejor con esos pantalones, las rayas no casan con los lunares, detalles así, a los hombres, probablemente, les daba igual tambor que pandereta, pero la chica de las gafas oscuras y la mujer del primer ciego hicieron cuestión de saber qué colores y qué corte tenían las ropas que llevaban, de este modo, y con ayuda de la imaginación, podrán verse a sí mismas. En cuanto al calzado, todos se mostraron de acuerdo en que había que cuidar más la comodidad que la belleza, nada de cordones y tacones altos, nada de antes y charoles, en el estado en que las calles están sería un disparate, lo mejor son unas buenas botas altas de goma, totalmente impermeables, la caña hasta media pierna, fáciles de poner y de quitar, nada mejor para andar por los barrizales. Desgraciadamente no encontraron botas de este tipo para todos, al niño estrábico, por ejemplo, no había número que le sirviera, le quedaban los pies nadando por dentro, por eso tuvo que contentarse con unas botas deportivas sin finalidad definida, Qué coincidencia, diría su madre, allá donde esté, a alguien que viniera a contarle lo ocurrido, es exactamente lo que habría elegido mi hijo si pudiera ver. El viejo de la venda negra, que tiene unos pies que tiran más bien a grandes, resolvió el problema poniéndose unos zapatos de baloncesto, de los especiales para jugadores de dos metros y extremidades en proporción. Verdad es que va un poco ridículo, parece que lleva unas pantuflas blancas, pero estos ridículos son de los que duran poco, en menos de diez minutos ya estarán sucísimos los zapatos, es como todo en la vida, dar tiempo al tiempo, que todo lo arregla.
Dejó de llover, ya no hay ciegos con la boca abierta. Andan por ahí, sin saber qué hacer, vagan por las calles, pero nunca mucho tiempo, andar o estar parado viene a ser lo mismo para ellos, salvo encontrar comida no tienen otros objetivos, la música se ha acabado, nunca hubo tanto silencio en el mundo, teatros y cines sirven a quien se ha quedado sin casa o ha dejado de buscarla, algunas salas de espectáculos, las mayores, se usaron para las cuarentenas cuando el Gobierno, o lo que de él sucesivamente fue quedando, aún creía que el mal blanco podía ser atajado con trucos e instrumentos que de tan poco sirvieron en el pasado contra la fiebre amarilla y otros pestíferos contagios, pero eso se ha acabado, aquí ni siquiera ha sido necesario un incendio. En cuanto a los museos, es un auténtico dolor del alma, algo que rompe el corazón, toda aquella gente, gente digo bien, todas aquellas pinturas, aquellas esculturas no tienen delante ni una persona a quien mirar. No se sabe qué esperan ahora los ciegos de la ciudad, esperarían su curación si todavía creyeran en ella, pero esa esperanza se acabó cuando se enteraron de que el mal había afectado a todos, sin dejar a nadie libre, que no había quedado vista humana para mirar por la lente de un microscopio, que habían sido abandonados los laboratorios, donde no le quedaba a las bacterias más solución, si querían sobrevivir, que devorarse entre sí. Al principio, muchos ciegos, acompañados por parientes aún con vista y espíritu de familia, acudían a los hospitales, pero allí sólo encontraron médicos ciegos tomando el pulso a enfermos que no veían, auscultándolos por delante y por detrás, eso era todo lo que podían hacer, para eso todavía tenían oídos. Después, bajo el aprieto del hambre, los enfermos, los que podían andar, huían de los hospitales, y acababan muriendo en la calle, abandonados, las familias, si las tenían, dónde andarían, y luego, para que los enterrasen, no bastaba que alguien tropezase con ellos por casualidad, tenían que empezar a oler mal, e, incluso así, sólo si habían ido a morir a un lugar de paso. No es extraño que los perros sean tantos, algunos ya parecen hienas, los matojos del pelo apestan a podredumbre, corren por ahí con los cuartos traseros encogidos, como si tuvieran miedo de que los muertos y devorados cobrasen vida de nuevo para hacerles pagar la vergüenza de morder a quien ya no puede defenderse. Cómo está el mundo, preguntó el viejo de la venda negra, y la mujer del médico respondió, No hay diferencia entre fuera y dentro, entre aquí y allá, entre los pocos y los muchos, entre lo que hemos vivido y lo que vamos a tener que vivir, Y la gente, cómo va, preguntó la chica de las gafas oscuras, Van como fantasmas, ser fantasma debe de ser algo así, tener la certeza de que la vida existe, porque cuatro sentidos nos lo dicen, y no poder verla, Hay muchos coches por ahí, preguntó el primer ciego, que no puede olvidar que le robaron el suyo, Es un cementerio. Ni el médico ni la mujer del primer ciego hicieron preguntas, para qué, si las respuestas serían del mismo talante que éstas. Al niño estrábico le basta la satisfacción de llevar puestos los zapatos con los que siempre soñó, ni siquiera lo entristece el hecho de no poder verlos. Por esta razón, probablemente, no va como un fantasma. Y tampoco merecería que le llamen hiena al perro de las lágrimas que sigue a la mujer del médico, no anda olisqueando carne muerta, acompaña a unos ojos que él sabe muy bien que están vivos.
La casa de la chica de las gafas oscuras no está lejos, pero estos hambrientos de una semana sólo ahora empiezan a notar que les vuelven las fuerzas, y por eso andan tan lentamente, para descansar no tienen más remedio que sentarse en el suelo, no valió la pena el cuidado de selección de colores y cortes, si al cabo de poco tiempo las ropas estarán inmundas. La calle donde vive la chica de las gafas oscuras es estrecha aparte de corta, lo que explica que no se encuentren por aquí automóviles, era de dirección única y ni así quedaba espacio para estacionar, estaba prohibido. Que tampoco hubiese personas no era de extrañar, en calles así no son raros los momentos del día en que no se ve un alma. Cuál es el número de tu casa, preguntó la mujer del médico, El siete, segundo izquierda. Una de las ventanas estaba abierta, en otro tiempo sería señal segura de que había alguien en casa, ahora todo es dudoso. Dijo la mujer del médico, No iremos todos, subiremos sólo nosotras dos, los demás que esperen abajo. Se veía que la puerta de la calle había sido forzada, se notaba claramente que el anclaje de la cerradura estaba retorcido, una ancha lasca de madera se había soltado casi por completo del batiente. La mujer del médico no dijo nada de esto, dejó que la chica fuera delante, ella conocía el camino, no le importaba la penumbra en que la escalera estaba inmersa. Con el nerviosismo de la prisa, la chica de las gafas oscuras tropezó dos veces, pero creyó que lo mejor era, reírse de sí misma, Imagínate, esta escalera, la subía y bajaba yo antes con los ojos cerrados, las frases hechas son así, no tienen sensibilidad para las mil sutilezas de sentido, ésta, por ejemplo, no conoce la diferencia entre cerrar los ojos y estar ciego. En el rellano del segundo la puerta que buscaban estaba cerrada. La chica de las gafas oscuras deslizó la mano por la hoja de la puerta hasta encontrar el timbre, No hay luz, le recordó la mujer del médico, y estas tres palabras, que no hacían más que repetir lo que todo el mundo sabía, las oyó la chica como el anuncio de una mala noticia. Llamó una vez, dos veces, tres veces, a la tercera con violencia, a puñetazos, llamaba, Mamaíta, Papá, y nadie venía a abrir, los apelativos cariñosos no conmovían la realidad, nadie vino a decir, Mi hija querida, al fin estás aquí, creímos que nunca te íbamos a ver, entra, entra, esta señora debe de ser amiga tuya, que entre, que entre también, la casa está un poco desordenada, no se fije mucho, la puerta seguía cerrada, No hay nadie, dijo la chica de las gafas oscuras, y rompe a llorar apoyada en la puerta, la cabeza sobre los antebrazos cruzados, como si con todo el cuerpo estuviese implorando una desesperada piedad, si no hubiéramos aprendido ya lo suficiente de las complicaciones del espíritu humano, nos sorprendería que quiera tanto a sus padres, hasta el punto de estas demostraciones de dolor, una chica de costumbres tan libres, aunque no está lejos quien dijo que no hay contradicción, ni la hubo nunca, entre esto y aquello. La mujer del médico quiso consolarla, pero tenía poco que decir, sabemos que es casi imposible que la gente permanezca mucho tiempo en sus casas, Podemos preguntar a los vecinos, sugirió, si hay alguno, Sí, vamos a preguntar, dijo la chica de las gafas oscuras, pero en su voz no había ninguna esperanza. Empezaron por llamar a la puerta de la otra vivienda del rellano, pero nadie respondió. En el piso de encima, las dos puertas estaban abiertas. Las viviendas habían sido saqueadas, los roperos estaban vacíos, en los sitios de guardar comida no quedaba sombra de ella. Había señales de haber pasado gente por allí hacía poco tiempo, algún grupo errante, como lo eran todos ahora, siempre de casa en casa, de ausencia en ausencia.
Bajaron al primero, la mujer del médico llamó con los nudillos en la puerta más cercana, hubo un silencio expectante, después, una voz ronca preguntó, desconfiada, Quién anda por ahí, la chica de las gafas oscuras se adelantó, Soy yo, la vecina del segundo, estoy buscando a mis padres, sabe dónde están, qué ha sido de ellos. Se oyeron pasos arrastrados, la puerta se abrió y apareció una vieja flaquísima, sólo la piel sobre los huesos, escuálida, con el pelo largo, blanco y desgreñado. Una mezcla nauseabunda de olores ácidos y de una indefinible podredumbre hizo retroceder a las dos mujeres. La vieja abría mucho los ojos, los tenía casi blancos, No sé nada de tus padres, vinieron a buscarlos al día siguiente de llevarte a ti, entonces yo aún veía, Hay alguien más en la casa, De vez en cuando oigo subir y bajar la escalera, pero es gente de fuera, de esos que sólo vienen a dormir, Y mis padres, Ya te he dicho que no sé nada de ellos, Y su marido, y su hijo, y su nuera, También se los llevaron, Y a usted no, por qué, Porque me escondí, Dónde, En tu casa, ya ves, Y cómo consiguió entrar, Por la parte de atrás, por la escalera de socorro, rompí un cristal y abrí la puerta por dentro, la llave estaba en la cerradura, Y desde entonces cómo ha podido vivir sola en su casa, preguntó a su vez la mujer del médico, Quién más hay aquí, preguntó la vieja aterrada volviendo la cabeza, Es una amiga, anda en mi grupo, respondió la chica de las gafas oscuras, Y no sólo es el hecho de estar sola, la comida, cómo se las arregló para conseguir comida durante todo este tiempo, insistió la mujer del médico, No soy tonta, me voy gobernando como puedo, Si no quiere, no lo diga, era sólo por curiosidad, Claro que se lo digo, no faltaba más, lo primero que hice fue ir por todas las casas de la escalera recogiendo la comida que hubiese, la que se estropeaba me la comí en seguida, la otra la guardé, Tiene algo todavía, preguntó la chica de las gafas oscuras, No, se ha acabado todo, respondió la vieja con una súbita expresión de desconfianza en los ojos ciegos, modo de decir que en estas situaciones siempre se suele usar, pero que realmente no es muy riguroso, porque los ojos, los ojos propiamente dichos, no tienen expresión, ni siquiera cuando han sido arrancados, son dos canicas que están allí inertes, los párpados, las pestañas, y también las cejas, son los que se encargan de las diversas elocuencias y retóricas visuales, pero la fama la tienen los ojos, Entonces, de qué vive ahora, preguntó la mujer del médico, La muerte anda por las calles, pero en los corrales la vida no se ha acabado, dijo la vieja con misterio, Qué quiere decir, En los patios, en los corrales, hay conejos, gallinas, en los huertos hay coles, flores, pero las flores no se pueden comer, Y cómo hace, Depende, unas veces cojo unas coles, otras veces mato un conejo o una gallina, Y los come crudos, Al principio encendía una hoguera, después me he acostumbrado a la carne cruda, y los tronchos de las coles son dulces, no se preocupen, que de hambre no va a morir esta hija de mi madre. Retrocedió dos pasos, casi se perdió en la oscuridad de la casa, sólo los ojos, blancos, brillaban, y dijo desde allí, Si quieres ir a tu casa, entra, te doy paso. La chica de las gafas oscuras iba a decir que no, que muchas gracias, no vale la pena, para qué, si mis padres no están, pero súbitamente sintió el deseo de ver su cuarto, Ver mi cuarto, qué estupidez, si estoy ciega, al menos pasar las manos por las paredes, por la colcha de la cama, por la almohada donde descansaba mi loca cabeza, por los muebles, quizá esté en la cómoda el jarrón de flores que recordaba, si la vieja no lo ha tirado al suelo, por rabia de no encontrar qué comer. Dijo, Bueno, si me lo permite, aprovecharé su ofrecimiento, es mucha bondad de su parte, Entra, entra, pero ya sabes, comida no vas a encontrar, ya tengo poca para mí, además, a ti no te sirve, seguro que no te gusta la carne cruda, No se preocupe, nosotros tenemos comida, Ah, tienen comida, en ese caso denme algo en pago del favor, Ya le daremos, descuide, dijo la mujer del médico. Pasaron al corredor, el hedor se hacía insoportable. En la cocina, mal iluminada por la escasa luz de fuera, había pieles de conejo por el suelo, plumas de gallina, huesos, y, sobre la mesa, en un plato lleno de sangre reseca, pedazos de carne irreconocibles, como si hubiesen sido masticados ya muchas veces, Y los conejos y las gallinas, qué comen, preguntó la mujer del médico, Coles, hierbas, restos, dijo la vieja, Restos de qué, De todo, hasta carne, No nos diga que las gallinas y los conejos comen carne, Los conejos aún no, pero las gallinas, a ésas les encanta, los animales son como las personas, se acostumbran a todo. La vieja se movía con seguridad, sin tropezar, apartó una silla del camino como si la hubiera visto, después indicó la puerta que daba a la escalera de socorro, Por ahí, pero con cuidado, no resbalen, el pasamano no está muy seguro, Y la puerta, preguntó la chica de las gafas oscuras, Basta empujarla, la llave la tengo yo, está por ahí, Es mía, iba a decir la chica, pero en el mismo instante pensó que esta llave no le serviría para nada si los padres, o alguien por ellos, se hubiesen llevado las otras, las de la puerta de entrada, no podía estar pidiéndole a esta vecina que la dejase pasar siempre que quisiera entrar o salir. Sintió una leve opresión en el corazón, sería porque iba a entrar en su casa, sería por saber que los padres no estaban, sería por qué.
La cocina estaba limpia y ordenada, no había demasiado polvo sobre los muebles, otra ventaja del tiempo lluvioso, aparte de haber hecho crecer las coles y las hierbas, realmente, los huertos, vistos desde arriba, le parecían a la mujer del médico selvas en miniatura, Andarán por aquí sueltos los conejos, se preguntó, seguro que no, seguirían viviendo en las conejeras, esperando la mano ciega que les llevase hojas de col y que luego los agarre de las orejas y los saque de allí pataleando, mientras la otra mano prepara el golpe ciego que les romperá las vértebras junto al cráneo. La memoria de la chica de las gafas oscuras la conducía por el interior de la casa, como la vieja del piso de abajo, tampoco tropezó ni dudó, la cama de los padres estaba por hacer, debían de haberlos recogido de madrugada, se sentó allí a llorar, la mujer del médico se sentó a su lado, le dijo, No llores, qué otras palabras se pueden decir, las lágrimas qué sentido tienen cuando el mundo ha perdido todo su sentido. En el dormitorio de la chica, sobre la cómoda, había un jarrón de vidrio con flores ya secas, el agua se había evaporado, fue a ellas a donde se dirigieron las manos ciegas, los dedos rozaron los pétalos muertos, qué frágil es la vida si la abandonan. La mujer del médico abrió la ventana, miró a la calle, allí estaban todos, sentados en el suelo, esperando pacientemente, el perro de las lágrimas fue el único que levantó la cabeza, le dio aviso el sutil oído. El cielo, otra vez cubierto, empezaba a oscurecerse, caía la noche. Pensó que hoy no precisarían buscar un abrigo donde dormir, se quedarían aquí, A la vieja no le va a gustar que pasemos todos por su casa, murmuró. En aquel momento, la chica de las gafas oscuras le tocó el hombro, y dijo, Las llaves están en la cerradura, no se las llevaron. La dificultad, si lo era, estaba resuelta, no tendrían que soportar el malhumor de la vieja del primero, Voy a bajar a llamarlos, se está haciendo de noche, qué bien, hoy al menos podemos dormir en una casa, bajo el techo de una casa, dijo la mujer del médico, Ustedes se quedarán en la cama de mis padres, Ya veremos luego, Aquí quien manda soy yo, estoy en mi casa, Tienes razón, lo haremos como tú quieras, la mujer del médico abrazó a la chica, después bajó a buscar a los otros. Escaleras arriba, hablando animados, tropezando de vez en cuando en los peldaños pese a las advertencias de la guía, Son diez en cada tramo, parecía que venían de visita. El perro de las lágrimas los seguía tranquilamente, como si fuese cosa de toda la vida. En el rellano, la chica de las gafas oscuras miraba para abajo, es la costumbre cuando sube alguien, sea para saber de quién se trata, si no es persona conocida, sea para celebrar con palabras la acogida, si son amigos, en este caso no era necesario tener ojos para saber quién llega, Entrad, entrad, poneos cómodos. Apareció la vieja del primero acechando en la puerta, creyó que aquel tropel sería uno de esos bandos que aparecen para dormir, y no se equivocaba, preguntó, Quién anda por ahí, y la chica de las gafas oscuras respondió desde arriba, Es mi grupo, la vieja quedó confusa, cómo pudo la chica llegar al rellano, lo comprendió inmediatamente y se irritó consigo misma por no haber tenido la precaución de buscar y recoger las llaves de las puertas de salida, era como si estuviese perdiendo los derechos de propiedad de una casa de la que, desde hacía meses, era única habitante. No encontró mejor manera de compensar la súbita frustración que decir, abriendo la puerta, Recuerden lo de la comida, no se hagan los olvidadizos. Y como ni la mujer del médico ni la chica de las gafas oscuras, una ocupada en guiar a los que llegaban, otra en recibirlos, le respondieran, gritó destemplada, Lo han oído. Mala cosa hizo, porque el perro de las lágrimas, que en ese momento exacto pasaba ante ella, empezó a ladrar furioso, la escalera atronaba toda con los alaridos del can, fue mano de santo, la vieja soltó un grito de miedo y se metió atropelladamente en su casa, cerrando la puerta. Quién es esa bruja, preguntó el viejo de la venda negra, son cosas que se dicen cuando no tenemos ojos para nosotros mismos, si hubiera vivido él como vivió ella, ya veríamos lo que le duraban sus modos civilizados.
No había otra comida sino la que traían en las bolsas, el agua tenían que ahorrarla hasta la última gota, y con respecto a la iluminación, la suerte fue que encontraron dos velas en el armario de la cocina, guardadas allí para ocasionales apagones y que la mujer del médico encendió en su propio beneficio, que los otros no las necesitaban, ya tienen una, luz dentro de las cabezas, tan fuerte que los había cegado. No disponían los compañeros más que de este poco, y, aun así, fue una fiesta de familia, de ésas, raras, donde lo que es de cada uno es de todos. Antes de sentarse a la mesa, la chica de las gafas oscuras y la mujer del médico fueron al piso de abajo, a cumplir la promesa, aunque más exacto sería decir que fueron a satisfacer la exigencia de pagar con comida el paso por aquella aduana. La vieja las recibió quejosa, rezongando, aquel perro maldito que no la devoró de milagro, Mucha comida debéis de tener para mantener a una fiera así, insinuó, como si esperara, por medio de este recriminatorio reparo, suscitar en las dos emisarias lo que llamamos remordimientos de consciencia, realmente, dirían una a la otra, no sería humano dejar morir de hambre a una pobre anciana mientras un animal come hasta reventar. No volvieron atrás las dos mujeres para buscar más comida, la que llevaban ya era una generosa ración, si tenemos en cuenta las difíciles circunstancias de la vida actual, y así inesperadamente lo entendió la vieja del piso de abajo, a fin de cuentas menos malvada de lo que parecía, que fue adentro a buscar la llave de atrás diciéndole a la chica de las gafas oscuras, Toma, la llave es tuya, y, como si esto fuese poco, aún murmuró, al cerrar la puerta, Gracias. Maravilladas subieron las dos mujeres, la bruja tenía sentimientos, No era mala persona, quedarse sola le ha hecho perder el juicio, comentó la chica de las gafas oscuras sin parecer pensar lo que decía. La mujer del médico no respondió, decidió guardar la charla para más tarde, la ocasión la tuvo cuando los otros estaban ya acostados, algunos dormidos, sentadas las dos en la cocina como madre e hija ganando fuerzas para seguir poniendo un poco de orden en la casa, entonces la mujer del médico preguntó, Y tú, qué vas a hacer ahora, Nada, me quedo aquí, esperando que vuelvan mis padres, Sola y ciega, A la ceguera me he habituado ya, Y a la soledad, Tendré que habituarme, también la vecina de abajo vive sola, Quieres convertirte en lo que ella es, alimentarte de coles y de carne cruda, mientras dure, en estas casas no parece quedar nadie, seréis dos a odiaros con miedo de que se acabe la comida, cada troncho que una coja lo estará quitando de la boca de la otra, tú no has visto a esa pobre mujer, de su casa sólo sentiste el olor, te digo que ni allá donde vivíamos era tan repugnante, Tarde o temprano todos seremos como ella, y cuando acabemos ya no habrá más vida, Por ahora vivimos, Escúchame, tú sabes mucho más que yo, a tu lado soy sólo una ignorante, pero lo que pienso es que estamos ya muertos, estamos ciegos porque estamos muertos, o, si prefieres que te lo diga de otra manera, estamos muertos porque estamos ciegos, da lo mismo, Yo sigo viendo, Afortunadamente para ti, afortunadamente para tu marido, para mí, para los otros, pero no sabes si vas a seguir viendo durante mucho tiempo más, en caso de que te quedes ciega te volverás igual que nosotros, acabaremos todos como la vecina de abajo, Hoy es hoy, mañana será mañana, y es hoy cuando tengo la responsabilidad, no mañana, si estoy ya ciega, Responsabilidad de qué, La responsabilidad de tener ojos cuando los otros los han perdido, No puedes guiar ni dar de comer a todos los ciegos del mundo, Debería, Pero no puedes, Ayudaré en todo lo que esté a mi alcance, Sé muy bien que lo harás, de no ser por ti quizá yo no estaría viva, Y ahora no quiero que mueras, Tengo que quedarme, es mi obligación, ésta es mi casa, quiero que mis padres, si vuelven, me encuentren aquí, Si vuelven, tú misma lo has dicho, y falta saber si entonces seguirán siendo tus padres, No comprendo, Has dicho que la vecina de abajo había sido una buena persona, Pobre mujer, Pobres tus padres, pobre tú, cuando os encontréis, ciegos de ojos, ciegos de sentimientos, porque los sentimientos con que hemos vivido y que nos hicieron vivir como éramos, nacieron de los ojos que teníamos, sin ojos serán diferentes los sentimientos, no sabemos cómo, no sabemos cuáles, tú dices que estamos muertos porque estamos ciegos, ahí está, Tú amas a tu marido, Sí, como a mí misma, pero si yo me quedo ciega, si después de perder la vista dejo de ser quien he sido, quién seré entonces para seguir amándolo, y con qué amor, Antes, cuando veíamos, también había ciegos, Pocos en comparación con los que hay hoy, los sentimientos normales eran los de quien ve, y los ciegos sentían entonces con sentimientos ajenos, no como los ciegos que eran, ahora, sí, lo que está naciendo es el auténtico sentir de los ciegos, y sólo estamos en el inicio, por ahora aún vivimos de la memoria de lo que sentíamos, no precisas tener ojos para saber cómo es hoy la vida, si a mí me dijesen que un día mataría, lo tomaría como una ofensa, y he matado, Qué quieres entonces que haga, Ven conmigo, ven a nuestra casa, Y ellos, Lo que vale para ti, vale para ellos, pero es sobre todo a ti a quien quiero, Por qué, Yo misma me pregunto por qué, quizá porque te siento como una hermana, quizá porque mi marido se acostó contigo, Perdóname, No es crimen que necesite perdón, Vamos a chuparte la sangre, vamos a ser como parásitos, No faltaban parásitos cuando veíamos, y en lo que dices de la sangre, para algo ha de servir, aparte de para sustentar el cuerpo que la transporta, y ahora, vámonos a dormir, que mañana es otra vida.
Otra vida, o la misma. El niño estrábico, cuando despertó, quiso ir al retrete, tenía diarrea, algo que le sentó mal en su debilidad, pero pronto se vio que era imposible entrar allí, por lo visto, la vieja del piso de abajo había ido utilizando todos los retretes de la casa hasta no poder usarlos más, sólo por una extraordinaria casualidad, ninguno de los siete, ayer, antes de acostarse, necesitó aliviar las urgencias del bajo vientre, si no ya lo sabrían. Ahora todos las sentían, y sobre todo el pobre chiquillo, que no aguantaba más, realmente por mucho que nos cueste reconocerlo, estas realidades sucias de la vida también deben ser contempladas en un relato, con la tripa en sosiego cualquiera tiene ideas, discute, por ejemplo, si existe una relación directa entre los ojos y los sentimientos, o si el sentido de responsabilidad es consecuencia natural de una buena visión, pero cuando aprieta la barriga, cuando el cuerpo se nos desmanda de dolor y de angustias es cuando se ve el animal que somos. El patio trasero, el huerto, exclamó la mujer del médico, y tenía razón, si no fuese tan temprano nos encontraríamos a la vecina del piso de abajo, es hora de dejar de llamarle vieja como hemos venido haciendo peyorativamente, allí estaría, decíamos, agachada, rodeada de gallinas, por qué, quien hizo la pregunta seguramente no sabe nada de gallinas. Agarrándose la barriga, sostenido por la mujer del médico, el niño estrábico bajó las escaleras en ansia, mucho ha conseguido aguantar, pobrecillo, no le pidamos más, en los últimos peldaños ya desistió el esfínter de contener la presión interna, imaginen las consecuencias. Entretanto, los otros cinco bajaron como pudieron la escalera de socorro, nombre muy adecuado, si algún pudor había quedado del tiempo en que vivieron en cuarentena, ya era hora de perderlo. Dispersos por el huerto, gimiendo por el esfuerzo, sufriendo por un resto inútil de vergüenza, hicieron lo que había que hacer, también la mujer del médico, pero ésta lloraba viéndolos, lloraba por todos ellos, que ni eso parece que puedan hacer, su propio marido, el primer ciego y la mujer, la chica de las gafas oscuras, el viejo de la venda negra, ese niño, los veía a todos en cuclillas sobre los hierbajos, entre los troncos nudosos de las coles, con las gallinas al acecho, el perro de las lágrimas había bajado también, era uno más. Se limpiaron como pudieron, poco y mal, unos con puñados de hierbajos, otros con pedazos de teja, cualquier cosa que estuviera al alcance del brazo, en algún caso fue peor la enmienda. Subieron la escalera de socorro callados, la vecina del primero no salió a preguntarles quiénes eran, de dónde venían, adónde iban, estaría durmiendo la buena digestión de la cena, y, cuando entraron en casa, primero no supieron de qué hablar, luego, la chica de las gafas oscuras dijo que no podían quedarse en aquella situación, que ni siquiera tenían agua para lavarse, qué pena que no lloviera torrencialmente como llovió ayer, saldrían de nuevo al patio trasero, pero ahora, desnudos y sin vergüenza, recibirían en la cabeza y en los hombros el agua generosa del cielo, la sentirían resbalar por la espalda y por el pecho, por las piernas, podrían recogerla en las manos, al fin limpias, y en esa taza darle de beber al sediento, quien fuese no importaba, acaso los labios rozarían la piel antes de encontrar el agua, y, siendo la sed mucha, ávidamente irían a recoger en la concavidad las últimas gotas, despertando así, quién sabe, otra sed. A la chica de las gafas oscuras, como otras veces se ha observado, lo que le pierde es la imaginación, las cosas que se le ocurren en una situación como ésta, trágica, grotesca, desesperada. Aun así, no le falta un cierto sentido práctico, la prueba es que fue al armario de su cuarto, luego al de los padres, trajo unas cuantas sábanas y toallas, Limpiémonos con esto, dijo, es mejor que nada, y no hay duda de que fue una buena idea, cuando se sentaron a comer se sentían otros.
Fue en la mesa donde la mujer del médico expuso su pensamiento, Ha llegado el momento en que tenemos que decidir lo que vamos a hacer, estoy convencida de que todo el mundo está ciego, al menos se comportan como tales las personas que he visto hasta ahora, no hay agua, no hay electricidad, no hay abastecimientos de ningún tipo, estamos en el caos, el caos auténtico tiene que ser esto, Habrá un Gobierno, dijo el primer ciego, No lo creo, pero, en caso de que lo haya, será un gobierno de ciegos gobernando a ciegos, es decir, la nada pretendiendo organizar la nada, Entonces, no hay futuro, dijo el viejo de la venda negra, No sé si habrá futuro, de lo que ahora se trata es de cómo vamos a vivir este presente, Sin futuro, el presente no sirve para nada, es como si no existiese, Puede que la humanidad acabe consiguiendo vivir sin ojos, pero entonces dejará de ser la humanidad, el resultado, a la vista está, quién de nosotros sigue considerándose tan humano como creía ser antes, yo, por ejemplo, he matado a un hombre, Que mataste a un hombre, dijo el primer ciego, asombrado, Sí, al que mandaba en el otro lado, le clavé unas tijeras en la garganta, Lo mataste para vengarnos, para vengar a las mujeres tenía que ser una mujer, dijo la chica de las gafas oscuras, y la venganza, cuando es justa, es cosa humana, si la víctima no tuviera un derecho sobre el verdugo, entonces no habría justicia, Ni humanidad, añadió la mujer del primer ciego, Volvamos a la cuestión, dijo la mujer del médico, si seguimos juntos quizá consigamos sobrevivir, si nos separamos seremos engullidos por la masa y despedazados, Has dicho que hay grupos de ciegos organizados, observó el médico, eso significa que se están inventando maneras nuevas de vivir, no es forzoso que acabemos despedazados, como prevés, No sé hasta qué punto estarán realmente organizados, sólo los veo andar por ahí en busca de comida y de un sitio donde dormir, nada más, Volvemos a la horda primitiva, dijo el viejo de la venda negra, Con la diferencia de que no somos unos cuantos millares de hombres y mujeres en una naturaleza inmensa e intacta, y sí millares de millones en un mundo descarnado y consumido, Y ciego, añadió la mujer del médico, cuando conseguir agua y comida comience a ser difícil, los grupos se segregarán, cada persona pensará que sola se las arregla mejor, no tendrá que repartir con otros, lo que consiga es suyo, de nadie más, Los grupos que andan por ahí tendrán jefes, alguien que mande y organice, apuntó el primer ciego, Tal vez, pero tan ciegos son los que mandan como los mandados, Tú no estás ciega, dijo la chica de las gafas oscuras, por eso eres la que manda y organiza, No mando, organizo como puedo, soy los ojos que dejasteis de tener, Una especie de jefe natural, un rey con ojos en una tierra de ciegos, dijo el viejo de la venda negra, Si es así, dejaos guiar por mis ojos mientras duren, por eso propongo que, en vez de dispersarnos, ella en esta casa, vosotros en la vuestra, tú en la tuya, sigamos viviendo juntos, Podemos quedarnos aquí, dijo la chica de las gafas oscuras, Nuestra casa es mayor, Suponiendo que no esté ocupada, recordó la mujer del primer ciego, Lo sabremos cuando lleguemos, y si es así, nos volvemos aquí, o iríamos a ver la vuestra, o la tuya, añadió dirigiéndose al viejo de la venda negra, y él respondió, No tengo casa, vivía solo en un cuarto alquilado, No tienes familia, preguntó la chica de las gafas oscuras, Ninguna, Ni mujer, ni hijos, ni hermanos, No tengo a nadie, Si no aparecen mis padres, me quedaré tan sola como tú, Yo me quedo contigo, dijo el niño estrábico, pero no añadió, Si mi madre no aparece, no ha puesto esta condición, es extraño este comportamiento, o no será tan extraño, la gente joven se conforma rápidamente, tiene toda la vida por delante, Qué decidís, preguntó la mujer del médico, Voy con vosotros, dijo la chica de las gafas oscuras, sólo te pido que, al menos una vez por semana, me acompañes hasta aquí, a ver si han vuelto mis padres, Déjale las llaves a la vecina de abajo, No tengo otro remedio, ella no puede llevarse más de lo que ya se ha llevado, Pero destruirá, Después de haber estado yo aquí quizá no, Nosotros también vamos con vosotros, dijo el primer ciego, pero nos gustaría, lo antes posible, pasar por nuestra casa para saber qué ha ocurrido, Pasaremos, claro, Por la mía no vale la pena, ya os he dicho cómo vivía, Pero vendrás con nosotros, Sí, con una condición, a primera vista parecerá escandaloso que alguien ponga condiciones a un favor que le hacen, pero algunos viejos son así, les sobra orgullo a medida que les va faltando tiempo, Qué condición es ésa, preguntó el médico, Cuando sea una carga insoportable, decídmelo, y si, por amistad o por compasión, decidís callaros, espero tener suficiente juicio en la cabeza para hacer lo que debo, Y qué será eso, si puede saberse, preguntó la chica de gafas oscuras, Retirarme, alejarme, desaparecer, como hacían antes los elefantes, he oído decir que ahora ya no es así, porque ningún elefante llega a viejo, Tú no eres precisamente un elefante, Tampoco soy ya precisamente un hombre, Sobre todo si empiezas a dar respuestas de niño, replicó la chica de las gafas oscuras, y la charla acabó aquí.
Las bolsas de plástico van mucho más ligeras de lo que vinieron, no es extraño, la vecina del primero comió también de ellas, dos veces comió, primero anoche, y hoy le dejaron también algo cuando le pidieron que se quedara con las llaves y las guardara por si aparecían los legítimos dueños, cuestión de endulzarle la boca, que del carácter de ella tenemos ya noticia suficiente, y esto sin hablar del perro de las lágrimas que también comió de las bolsas, sólo un corazón de piedra habría sido capaz de fingir indiferencia ante aquellos ojos suplicantes, y a propósito, dónde se ha metido el perro, no está en la casa, por la puerta no ha salido, sólo puede estar en el huerto, fue la mujer del médico a comprobarlo, y así era en efecto, el perro de las lágrimas estaba comiéndose una gallina, tan rápido había sido el ataque que ni una señal de alarma se había disparado, pero si la vieja del primero tuviera ojos y anduviese con las gallinas contadas, no se sabe el destino que, de rabia, podían tener las llaves. Entre la consciencia de haber cometido un delito y la impresión de que la criatura humana a quien protegía se marchaba de allí, el perro de las lágrimas no lo dudó un momento, rápidamente escarbó el suelo blando, y antes de que la vieja del primero se asomara al rellano de la escalera de socorro para olfatear la fuente de los ruidos que le entraban en la casa, estaba ya enterrado lo que quedaba de la gallina, oculto el crimen, reservados para otra ocasión los remordimientos. El perro de las lágrimas se escabulló por la escalera arriba, rozó como un soplo las faldas de la vieja, que ni tiempo tuvo de darse cuenta del peligro por el que acababa de pasar, y se fue junto a la mujer del médico, donde anunció a los vientos su proeza. La vieja del primero, oyendo ladrar con tamaña ferocidad, temió, ya sabemos que demasiado tarde, por la seguridad de su despensa, y gritó estirando el cuello hacia arriba, Ese perro tiene que estar sujeto, que va a matarme cualquier día una gallina, Descuide, respondió la mujer del médico, el perro no tiene hambre, ha comido ya, y nosotros nos vamos ahora mismo, Ahora, repitió la vieja, y hubo en su voz un quiebro como de tristeza, como si quisiera que lo entendieran de un modo muy distinto, por ejemplo, Y me van a dejar sola aquí, pero no dijo una palabra más, sólo aquel Ahora que no pedía siquiera una respuesta, también los duros de corazón tienen sus disgustos, el de esta mujer fue tal que después no quiso abrir la puerta para despedir a los desagradecidos a quienes había dado paso franco por su casa. Los oyó bajar la escalera, iban hablando unos con otros, decían, Cuidado, no tropieces, Pon la mano en mi hombro, Agárrate al pasamanos, las palabras de siempre, pero ahora más comunes en este mundo de ciegos, lo que sí le pareció extraño fue oír a una de las mujeres, que decía, Aquí está tan oscuro que no veo nada, que la ceguera de esta mujer no fuese blanca ya era, de por sí, algo sorprendente, pero que la oscuridad no la dejase ver, qué podría significar. Quiso pensar, se estrujó el cerebro, pero la cabeza medio desvanecida no se lo permitió, al cabo de un rato estaba diciéndose a sí misma, Seguro que oí mal, eso fue. En la calle, la mujer del médico se acordó de lo que había dicho, tenía que andar con más cuidado, moverse como quien tiene ojos, eso sí podía hacerlo, Pero las palabras tienen que ser de ciego, pensó.
Reunidos en la acera, dispuso a los compañeros en dos filas de a tres, en la primera colocó al marido y a la chica de las gafas oscuras, con el niño estrábico en el medio, en la segunda iban el viejo de la venda negra y el primer ciego, encuadrando a la mujer. Quería tenerlos a todos cerca, no en la frágil fila india de costumbre, en hileras que en cualquier momento podrían romperse, bastaba con que se cruzasen en el camino con un grupo más numeroso o más brutal, y sería como en el mar un paquebote cortando en dos una falúa que se le hubiese puesto delante, ya se conocen las consecuencias de semejantes accidentes, naufragio, destrozos, gente ahogada, inútiles gritos de socorro en la amplitud del océano, el barco sigue adelante, ni se ha dado cuenta del atropello, así ocurriría con éstos, un ciego aquí, otro allá, perdidos en las desordenadas corrientes de los otros ciegos, como las olas del mar que no se detienen y no saben adónde van, y la mujer del médico sin saber, tampoco ella, a quién deberá acudir primero, dándole la mano al marido, tal vez al niño estrábico, pero perdiendo a la chica de las gafas oscuras, a los otros dos, el viejo de la venda negra, muy lejos, camino del cementerio de los elefantes. Lo que hace ahora es pasar alrededor del grupo, incluyéndose ella, una cuerda de tiras de paño atadas, la hizo mientras los otros dormían, No os agarréis a mí, dijo, agarrad la cuerda con todas vuestras fuerzas, sin dejarla en ningún caso, pase lo que pase. No debían caminar demasiado juntos para evitar tropiezos entre ellos, pero tendrían que sentir la proximidad de sus vecinos, el contacto si fuese posible, sólo uno no necesitaba preocuparse de estas cuestiones nuevas de táctica y dominio del terreno, ése era el niño estrábico, que iba en medio, protegido por todos los lados. A ninguno de nuestros ciegos se le ha ocurrido preguntar cómo van navegando los otros grupos, si también andan atados, por éste u otro procedimiento, pero la respuesta sería fácil, por lo que se ha podido observar, los grupos, en general, salvo el caso de alguno más cohesionado por razones que le son propias y que no conocemos, van perdiendo y ganando adherentes a lo largo del día, siempre hay un ciego que se extravía y deja el rebaño, otro que, atrapado por la fuerza de gravedad ha sido arrastrado, quizá lo acepten, quizá lo expulsen, depende de lo que traiga consigo. La vieja del primero abrió la ventana lentamente, no quiere que se sepa que tiene esta flaqueza sentimental, pero de la calle no llega ningún ruido, ya se han ido, han dejado este sitio por donde casi nadie pasa, la vieja debería estar contenta, así no tendrá que compartir con otros sus gallinas y sus conejos, tendría que estarlo, y no lo está, de los ojos ciegos brotan dos lágrimas, por primera vez se preguntó si tenía algún motivo para seguir viviendo. No encontró respuesta, las respuestas no llegan siempre cuando uno las necesita, muchas veces ocurre que quedarse esperando es la única respuesta posible.
Por el camino que llevaban pasarían a dos manzanas de la casa donde el viejo de la venda negra tenía su cuarto de hombre solo, pero habían decidido que seguirían adelante, comida allí no hay, ropas no necesita, los libros no los puede leer. Las calles están llenas de ciegos que andan buscando algo que se coma. Entran y salen de las tiendas, con las manos vacías entran y con las manos vacías salen casi siempre, después discuten entre ellos la necesidad o la ventaja de dejar este barrio y buscar en otras partes de la ciudad, el gran problema es que, tal como están las cosas, sin agua corriente, sin energía eléctrica, con las bombonas de gas vacías, y con el peligro añadido de encender fuego dentro de las casas, no se puede cocinar, eso contando que supiéramos dónde está la sal, el aceite, los condimentos, en el supuesto de querer preparar un plato con algún vestigio de sabores a la antigua, que si hubiera hortalizas, sólo con un hervor nos daríamos por satisfechos, y lo mismo la carne, aparte de los conejos y gallinas de siempre, servirían los perros y los gatos que se dejaran atrapar pero, como la experiencia es realmente maestra de la vida, hasta estos animales, antes domésticos, han aprendido a desconfiar de las caricias, ahora cazan en grupo, y en grupo se defienden de ser cazados, como, gracias a Dios, siguen teniendo ojos, saben mejor cómo esquivar y cómo atacar si es preciso. Todas estas circunstancias y razones han llevado a la conclusión de que los mejores alimentos para los humanos son los que vienen en lata, no sólo porque en muchos casos están ya cocinados, dispuestos para ser consumidos, sino también por la facilidad de transporte y la comodidad de uso. Cierto es que en las latas, tarros y embalajes varios en los que vienen estos comestibles se menciona la fecha de caducidad, y que a partir de esta fecha su consumo resulta inconveniente, e incluso, en algunos casos, peligroso, pero la sabiduría popular no tardó en poner en circulación un proverbio en cierto modo indiscutible, simétrico a otro que ha dejado ya de usarse, ojos que no ven, corazón que no siente, se decía, ahora los ojos que no ven gozan de un estómago insensible, por eso se comen tantas porquerías por ahí. Delante de su grupo, la mujer del médico hace mentalmente balance de la comida que aún tiene, llegará, si llega, para una cena, sin contar con el perro, pero él, que se las arregle como pueda, que bien pudo con la gallina, agarrarla por el pescuezo y cortarle la voz y la vida. Tiene en casa, si no recuerda mal y si nadie por allí anduvo, una razonable cantidad de conservas, lo adecuado para un matrimonio, pero aquí son siete a comer, las reservas poco durarán, aunque se aplique un severo racionamiento. Mañana, o cualquier día de éstos, tendrá que volver al almacén subterráneo del supermercado, tendrá que decidir si va sola o si le pide al marido que la acompañe, o al primer ciego, que es más joven y más ágil, la elección está entre recoger una cantidad mayor de comida y la rapidez de acción, incluyendo, conviene no olvidarlo, las condiciones de la retirada. La basura en las calles, que parece haberse duplicado desde ayer, los excrementos humanos, medio licuados por la lluvia violenta los de antes, pastosos o diarreicos los que están siendo evacuados ahora mismo por estos hombres y mujeres mientras vamos pasando, saturan de hedores la atmósfera, como una niebla densa a través de la cual sólo con gran esfuerzo es posible avanzar. En una plaza rodeada de árboles, con una gran estatua en el centro, una jauría está devorando a un hombre. Debía de haber muerto hace poco, sus miembros no están rígidos, se nota cuando los perros los sacuden para arrancar al hueso la carne desgarrada con los dientes. Un cuervo da saltitos en busca de un hueco para llegar también a la pitanza. La mujer del médico desvió los ojos, pero era demasiado tarde, el vómito ascendió irresistible de las entrañas, dos veces, tres veces, como si su propio cuerpo, aún vivo, se viera sacudido por otros perros, la jauría de la desesperación absoluta, hasta aquí he llegado, quiero morir aquí. El marido preguntó, Qué tienes, los otros, unidos por la cuerda, se acercaron más, repentinamente asustados, Qué ha pasado, Te ha sentado mal la comida, Algo que estaría pasado, Pues yo no noto nada, Ni yo. Menos mal, mejor para ellos, sólo podían oír la agitación de los animales, un insólito y repentino graznido de cuervo, en la confusión uno de los perros le había mordido en un ala, de pasada, sin mala intención, entonces la mujer del médico dijo, No lo he podido evitar, perdonadme, es que hay aquí unos perros que se están comiendo a otro perro, Se están comiendo a nuestro perro, preguntó el niño estrábico, No, no es el nuestro, el nuestro, como tú dices, está vivo, anda alrededor de ellos, pero no se acerca, Después de la gallina que se ha comido, seguro que ya no tiene hambre, dijo el primer ciego, Estás mejor, pregunta el médico, Sí, mucho mejor, vámonos ya, Y nuestro perro, volvió a decir el niño, El perro no es nuestro, sólo viene con nosotros, probablemente se quede ahora con éstos, seguro que anduvo antes con ellos y se ha encontrado con amigos, Quiero hacer caca, Aquí, Tengo muchas ganas, me duele la barriga, se quejó el niño. Se alivió allí mismo, como le fue posible, la mujer del médico vomitó una vez más, pero sus razones eran otras. Atravesaron luego la amplia plaza y, cuando llegaron a la sombra de los árboles, la mujer del médico miró hacia atrás. Habían aparecido más perros, se disputaban ya lo que quedaba del cuerpo. El perro de las lágrimas venía con el hocico pegado al suelo como si estuviera siguiendo algún rastro, cuestión de costumbre, porque esta vez la simple mirada bastaba para encontrar a aquella a quien busca.
Continuó la caminata, la casa del viejo de la venda negra quedó atrás, ahora siguen por una amplia avenida con altos y lujosos edificios a un lado y a otro. Los automóviles, aquí, son de precio, amplios y cómodos, por eso se ven tantos ciegos durmiendo dentro, y, a juzgar por la apariencia, una enorme limusina fue transformada en residencia permanente, probablemente porque es más fácil regresar a un coche que a una casa, los ocupantes de éste deben de hacer como se hacía en la cuarentena para encontrar la cama, ir palpando y contando los automóviles a partir de, la esquina, veintisiete, lado derecho, ya estoy en casa. El edificio ante cuya puerta se encuentra la limusina es un banco. El coche trajo al presidente del consejo de administración a la reunión plenaria semanal, la primera que se realizaba desde la declaración de la epidemia de mal blanco, y luego no hubo tiempo para llevarlo al garaje subterráneo donde esperaría hasta el final de los debates. El chofer se quedó ciego cuando el presidente entraba en el edificio por la puerta principal, como le gustaba hacer, dio aún un grito, estamos hablando del chofer, pero él, estamos hablando del presidente, no lo oyó. Por otra parte, la reunión no sería tan plenaria como el nombre hacía suponer, pues en los últimos días se quedaron ciegos algunos miembros del consejo. El presidente no llegó a abrir la sesión, cuyo orden del día tenía previsto precisamente la discusión y medidas convenientes en caso de que perdieran la vista todos los miembros del consejo de administración efectivos o suplentes, y ni siquiera pudo entrar en la sala de reunión porque, cuando el ascensor lo llevaba al decimoquinto piso, exactamente entre el noveno y el décimo, falló la electricidad, y para siempre. Y como las desgracias nunca vienen solas, en el mismo instante se quedaron ciegos los electricistas que se ocupaban del mantenimiento de la red interna de energía, consecuentemente también del generador, modelo antiguo, no automático, que habría tenido que ser sustituido ya hacía tiempo, el resultado, como ha sido dicho, fue la paralización del ascensor entre el piso noveno y el décimo. El presidente vio cómo se quedaba ciego el ascensorista que lo acompañaba, él mismo perdió la vista una hora después, y como la energía no volvió y los casos de ceguera dentro del banco se multiplicaron aquel mismo día, lo más seguro es que estén los dos, muertos, no es necesario decirlo, encerrados en una tumba de acero, y por eso, afortunadamente, a salvo de perros devoradores.
No habiendo testigos, y si los hubo, no consta que hayan sido llamados a estos autos para declarar lo que pasó, es comprensible que alguien pregunte cómo se sabe que estas cosas ocurrieron así y no de otra manera, la respuesta es que todos los relatos son como los de la creación del universo, nadie estaba allí, nadie asistió al evento, pero todos sabemos lo que ocurrió. La mujer del médico había preguntado, Qué habrá pasado con los bancos, no es que le importase mucho, aunque había confiado sus economías a uno de ellos, hizo la pregunta por simple curiosidad, sólo porque se le pasó por la cabeza, nada más, ni esperaba que le respondiesen, por ejemplo, En un principio, Dios creó los cielos y la tierra, la tierra era informe y estaba vacía, las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas, en vez de esto lo que ocurrió fue que el viejo de la venda negra comentó mientras seguían por la avenida abajo, Por lo que pude saber cuando aún tenía un ojo para ver, al principio fue el caos, las personas, con miedo a quedarse ciegas y desprotegidas, acudieron a los bancos para retirar su dinero, creían que tenían que asegurarse su futuro, y eso hay que comprenderlo, si alguien sabe que no va a poder trabajar más, el único remedio, duren lo que duren, es recurrir a los ahorros hechos en tiempo de prosperidad y de previsiones a largo plazo, suponiendo que la persona hubiera tenido la prudencia de ir acumulando ahorros grano a grano, el resultado de la fulminante carrera fue que quebraron en veinticuatro horas algunos de los principales bancos, intervino entonces el Gobierno pidiendo que se calmasen los ánimos y apelando a la consciencia cívica de los ciudadanos, terminando la proclama con la declaración solemne de que asumiría todas las responsabilidades y deberes derivados de la situación de calamidad pública que se vivía, pero el parche no consiguió aliviar la crisis, no sólo porque la gente seguía quedándose ciega, sino también porque quien aún veía sólo pensaba en salvar sus cuartos, al final, era inevitable, los bancos, en quiebra o no, cerraron las puertas y pidieron protección policial, no les sirvió de nada, entre la multitud que se juntaba gritando ante los bancos había también policías de paisano que reclamaban lo que tanto les había costado ganar, algunos, para poder manifestarse a gusto, avisaron al mando diciendo que estaban ciegos, y se dieron de baja, y los otros, los que todavía estaban uniformados y en activo, con las armas apuntando a la multitud insatisfecha, de pronto dejaban de ver el punto de mira, éstos, si tenían dinero en el banco, perdían todas las esperanzas y encima eran acusados de haber pactado con el poder establecido, pero lo peor vino luego, cuando los bancos fueron asaltados por hordas furiosas de ciegos y no ciegos, pero desesperados todos, aquí no se trataba ya de presentar pacíficamente en la ventanilla un cheque, y decirle al empleado, Quiero retirar mi saldo, sino de echar mano a lo que se podía, al dinero del día, lo que hubiera en los cajones, en alguna caja fuerte descuidadamente abierta, en un saquete de cambio a la antigua, como los que usaban los tatarabuelos, no os podéis imaginar lo que fue aquello, los grandes y suntuosos patios de operaciones de las sedes bancarias, las sucursales de barrio, asistieron a escenas realmente aterradoras, y no hay que olvidar el detalle de las cajas automáticas, saqueadas hasta el último billete, en los monitores de algunas, enigmáticamente, aparecieron unas palabras de gratitud por haber elegido este banco, las máquinas son así de estúpidas, o quizá sería mejor decir que éstas traicionaban a sus señores, en fin, todo el sistema bancario se vino abajo en un soplo, como un castillo de naipes, y no porque la posesión de dinero hubiese dejado de ser apreciada, la prueba está en que, quien lo tiene, no lo quiere soltar, alegan ésos que no se puede prever lo que será el día de mañana, y también con esa idea estarán sin duda los ciegos que se instalaron en los sótanos de los bancos, donde están las cajas fuertes, esperando un milagro que les abra de par en par las pesadas puertas de acero-níquel que los separan de la riqueza, sólo salen de allí para buscar comida y agua o para satisfacer las otras necesidades del cuerpo, y vuelven luego a su puesto, usan consignas y señales de los dedos para que ningún extraño entre en su reducto, claro que viven en la oscuridad más absoluta, pero es igual, para esta ceguera todo es blanco. El viejo de la venda negra fue narrando todos estos tremendos acontecimientos de banca y finanzas mientras atravesaban con toda calma la ciudad, con algunas paradas para que el niño estrábico pudiera apaciguar los tumultos insufribles de su intestino, y pese al tono verídico que supo imprimir a la apasionante descripción, es lícito sospechar la existencia de ciertas exageraciones en su relato, la historia de los ciegos que viven en los sótanos de los bancos, por ejemplo, cómo la iba a saber él si no conoce la consigna ni el truco del pulgar, pero, en todo caso, sirvió para hacernos una idea.
Declinaba el día cuando por fin llegaron a la calle donde viven el médico y su mujer. No se distingue de las otras, las inmundicias se amontonan por todas partes, bandas de ciegos vagan a la deriva, y, por primera vez, aunque si no las encontraron antes fue por simple casualidad, enormes ratas, dos, con las que no se atreven los gatos que por allí andan, porque son casi del tamaño de ellos y sin duda mucho más feroces. El perro de las lágrimas miró a unas y otros con la indiferencia de quien vive en otra esfera de emociones, se diría esto si no fuera el perro que sigue siendo, pero un animal de los humanos. A la vista de los sitios conocidos, la mujer del médico no hizo la melancólica reflexión de costumbre, que consiste en decir, Hay que ver cómo pasa el tiempo, hace nada éramos felices aquí, a ella lo que le sorprende es la decepción, inconscientemente había creído que, por ser la suya, iba a encontrar la calle limpia, barrida, aseada, que sus vecinos estarían ciegos de los ojos pero no del entendimiento, Qué estupidez la mía, dijo en voz alta, Por qué, qué pasa, preguntó el marido, Nada, fantasías, Cómo pasa el tiempo, a ver cómo está la casa, dijo él, Ya falta poco para que lo sepamos. Las fuerzas eran escasas, por eso subieron la escalera lentamente, parándose en cada rellano, Es en el quinto, había dicho la mujer del médico. Iban como podían, cada uno cuidando de su propia persona, el perro de las lágrimas a ratos delante, a ratos detrás, como si hubiera nacido para guardar rebaños, con orden de evitar que se perdiera ninguna oveja. Había puertas abiertas, voces en el interior, el nauseabundo olor de siempre saliendo en vaharadas, dos veces aparecieron ciegos en el umbral mirando con ojos vagos, Quién está ahí, preguntaron, la mujer del médico reconoció a uno de ellos, el otro no era de la casa, Vivíamos aquí, se limitó a responder. Por la cara del vecino pasó también una expresión de reconocimiento, pero no preguntó, Es usted la esposa del doctor, tal vez diga, cuando vaya a acostarse, Han vuelto los del quinto. Superado el último tramo de escalera, antes incluso de posar el pie en el rellano, la mujer del médico anunció, Está cerrada. Había indicios de tentativas de echarla abajo, pero la puerta resistió. El médico introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta nueva y sacó las llaves. Se quedó con ellas en el aire, esperando, pero la mujer le guió suavemente la mano en dirección a la cerradura.