La llegada de tantos ciegos pareció traer al menos una ventaja. Pensándolo bien, dos, siendo la primera de orden por así decir psicológico, ya que es muy diferente estar esperando, en cada momento, que se nos presenten nuevos inquilinos, a ver que el edificio se encuentra lleno, y que a partir de ahora será posible establecer y mantener con los vecinos relaciones permanentes, duraderas, no perturbadas, como sucedía hasta ahora, por sucesivas interrupciones e interposiciones de recién llegados que nos obligaban a reconstituir continuamente los canales de comunicación. La segunda ventaja, ésta de orden práctico, directa y sustancial, fue que las autoridades de fuera, civiles y militares, comprendieran que una cosa era proporcionar alimentos para dos o tres docenas de personas, más o menos tolerantes, más o menos predispuestas, por su pequeño número, a resignarse ante ocasionales fallos o retrasos en la distribución de la comida, y otra cosa era ahora la repentina y compleja responsabilidad de sustentar a doscientos cuarenta seres humanos de todos los talantes, procedencias y maneras de ser en cuestión de humor y temperamento. Doscientos cuarenta, repárese, es una manera de decir, porque son al menos veinte los que no han encontrado camastro y duermen en el suelo. En todo caso, hay que reconocer que no es lo mismo que tengan que comer treinta personas de lo que sería apenas suficiente para diez, que distribuir para doscientos sesenta el alimento destinado a doscientos cuarenta. La diferencia casi no se nota. Pudo ser la asunción consciente de esta acrecentada responsabilidad, y quizá, posibilidad ésta digna de ser tenida en cuenta, el temor de que se desencadenasen nuevos tumultos, lo que determinó la mudanza de procedimiento de las autoridades, en el sentido de hacer llegar la comida a tiempo y a las horas y en las cantidades convenientes. Evidentemente, tras la pugna, a todo título lastimosa, a que acabamos de asistir, no podría ser fácil, ni exenta de conflictos localizados, la acomodación de tantos ciegos, baste recordar a los infelices contagiados que antes veían y ahora no ven, los matrimonios divididos y los hijos perdidos, los lamentos de los pisoteados y atropellados, algunos dos o tres veces, los que andan en busca de sus queridos bienes y no los encuentran, sería preciso que uno fuera completamente insensible para olvidar, así como así, la aflicción de estas pobres gentes. Ahora, lo que no se puede negar es que el anuncio de la llegada del almuerzo fue, para todos, un bálsamo reconfortante. Y si es innegable que la recogida de tan grandes cantidades de comida y su distribución entre tantas bocas, debido a la falta de una organización adecuada y de una autoridad capaz de imponer la necesaria disciplina, dio origen a nuevas faltas de entendimiento, tenemos que reconocer que ha cambiado mucho el ambiente, y para mejor, cuando en todo el antiguo manicomio no se oyó más que el ruido de doscientas sesenta bocas masticando. Quién limpiará todo esto es cuestión por ahora sin respuesta, sólo al caer la tarde el altavoz volverá a recitar las reglas de buena conducta que deberán ser observadas para bien general, y entonces se verá qué grado de acatamiento van a merecer por parte de los recién llegados. Ya no es poco que los ocupantes de la sala segunda del ala derecha hayan decidido al fin enterrar a sus muertos, al menos de este hedor quedamos libres, que al olor de los vivos, aunque fétido, será más fácil que nos acostumbremos.
En cuanto a la primera sala, tal vez por ser la más antigua y llevar por tanto más tiempo en proceso de adaptación al estado de ceguera, un cuarto de hora después de que sus ocupantes acabaran de comer, no se veía en el suelo un papel sucio, un plato olvidado, un recipiente goteando. Todo había sido recogido, las cosas menores metidas dentro de las mayores, las más sucias dentro de las menos sucias, como determinaría una reglamentación de higiene racionalizada, tan atenta a la mayor eficacia posible en la recogida de los restos y detritus como a la economía del esfuerzo necesario para realizar este trabajo. La mentalidad que forzosamente habrá de determinar comportamientos sociales de este tipo, ni se improvisa, ni nace por generación espontánea. En el caso en examen parece haber tenido una influencia decisiva la acción pedagógica de la ciega del fondo de la sala, la que está casada con el oculista, que dijo hasta la saciedad, Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales, y tantas veces lo repitió, que el resto de la sala acabó por convertir en máxima, en sentencia, en doctrina, en regla de vida, aquellas palabras, en el fondo simples y elementales. Probablemente, tal estado de espíritu, propicio al entendimiento de las necesidades y de las circunstancias, fue lo que contribuyó, aunque de forma colateral, a la benévola acogida que acabó encontrando el viejo de la venda negra cuando asomó por la puerta y preguntó, Hay aquí una cama para mí. Por una afortunada casualidad, obviamente prometedora de consecuencias para el futuro, había una cama, la única, Dios sabe por qué razones sobrevivió, por así decir, a la invasión, en aquella cama había sufrido el ladrón de automóviles indecibles dolores, tal vez por eso haya quedado en ella un aura de padecimiento que hizo alejarse a la gente. Son disposiciones del destino, misterios de los arcanos, y esta casualidad no ha sido la primera, lejos de eso, basta reparar que a esta sala llegaron todos los pacientes de la vista que se encontraban en el consultorio cuando apareció el primer ciego, entonces todavía se pensaba que la cosa no iba a más. Bajito, como de costumbre, para no descubrir el secreto de su presencia, la mujer del médico susurró al oído del marido, Quizá haya sido también enfermo tuyo, es un hombre ya de edad, calvo, de pelo blanco, y lleva una venda negra en uno de los ojos, recuerdo que me hablaste de él, En qué ojo, En el izquierdo, Tiene que ser él. El médico avanzó por el corredor y dijo, levantando un poco la voz, Me gustaría poder tocar a la persona que acaba de unirse a nosotros, le ruego que venga andando en esta dirección, yo iré a su encuentro. Coincidieron en medio del camino, los dedos con los dedos, como dos hormigas que se reconocieran por el manejo de las antenas, no será así en este caso, el médico pidió permiso, tanteó con las manos la cara del viejo, encontró rápidamente la venda, No hay duda, era el último que nos faltaba aquí. El paciente de la venda negra, exclamó, Qué quiere decir, quién es usted, preguntó el viejo, Soy, era su oftalmólogo, se acuerda, estuvimos hablando de la fecha de su operación de cataratas, Y cómo me ha reconocido, Sobre todo por la voz, la voz es la vista de quien no ve, Sí, la voz, también yo reconozco la suya, quién nos lo iba a decir, doctor, ahora ya no necesito que me opere, Si hay remedio para esto, los dos lo necesitamos, Recuerdo que usted, doctor, me dijo que después de operado no iba a reconocer el mundo en que vivimos, ahora sabemos cuánta razón tenía, Cuándo se quedó ciego, Ayer por la noche, Y lo han traído ya, Hay tanto miedo ahí fuera que pronto van a matar a las personas cuando descubran que se han quedado ciegas, Aquí ya liquidaron a diez, dijo una voz de hombre, Los encontré, dijo el viejo de la venda negra simplemente, Eran de otra sala, a los nuestros los enterramos inmediatamente, añadió la misma voz como si acabase un informe. La chica de las gafas oscuras se había ido acercando, Se acuerda de mí, llevaba puestas unas gafas oscuras, Me acuerdo muy bien, a pesar de la catarata recuerdo que era muy bonita, la chica sonrió, Gracias, dijo, y volvió a su sitio. Desde allí añadió, También está aquí el niño, Quiero ver a mi madre, dijo el pequeño con voz como cansada por un llanto remoto e inútil. Y yo soy el primero que se quedó ciego, dijo el primer ciego, estoy aquí con mi mujer, Y yo soy la empleada del consultorio, dijo la empleada del consultorio. La mujer del médico dijo, Sólo quedo yo por presentarme, y dijo quién era. Entonces el viejo, como para agradecer la acogida, anunció, Tengo una radio, Una radio, exclamó la chica de las gafas oscuras dando palmadas, música, qué bien, Sí, pero es una radio pequeña, de pilas, y las pilas no duran siempre, recordó el viejo, No me diga que nos vamos a quedar aquí para siempre, se lamentó el primer ciego, Para siempre, no, para siempre es siempre demasiado tiempo, Podremos oír las noticias, observó el médico, Y algo de música, insistió la chica de las gafas oscuras, No nos gusta a todos la misma música, pero todos sin duda estamos interesados en saber cómo andan las cosas por ahí fuera, lo mejor es ahorrar las pilas, Eso creo yo también, dijo el viejo de la venda negra. Sacó el aparatito del bolsillo exterior de la chaqueta y lo encendió. Empezó a buscar emisoras, pero su mano, poco segura aún, perdía fácilmente el ajuste de la onda, al principio no se oyeron más que ruidos intermitentes, fragmentos de música y de palabras, al fin la mano cobró firmeza, la música se hizo reconocible, Déjela sólo un momentito, pidió la chica de las gafas oscuras, las palabras ganaron claridad, No son noticias, dijo la mujer del médico, y luego, como si fuera una idea que se le ocurriese de repente, Qué hora será, preguntó, aunque nadie podía responderle. La aguja de sintonización seguía extrayendo ruidos de la cajita, luego se quedó parada, era una canción, una canción sin importancia, pero los ciegos se fueron acercando lentamente, no se empujaban, se detenían cuando notaban una presencia ante ellos, y allí se quedaban, oyendo, con los ojos muy abiertos en dirección a la voz que cantaba, algunos lloraban, como probablemente sólo los ciegos pueden llorar, las lágrimas fluían naturalmente, como de una fuente. La canción se acabó, el locutor dijo, Atención, al oír la tercera señal, serán las cuatro, Una de las ciegas preguntó, riendo, De la tarde o de la mañana, y fue como si le doliese la risa. Disimuladamente, la mujer del médico puso el reloj en hora y le dio cuerda, eran las cuatro de la tarde, aunque, realmente, a un reloj le es igual, va de la una a las doce, lo demás son ideas de los humanos. Qué ruido es ése, preguntó la chica de las gafas oscuras, parecía, Fui yo, oí que en la radio decían que eran las cuatro y le di cuerda a mi reloj, son esos movimientos automáticos que hacemos tantas veces, se adelantó la mujer del médico. Luego pensó que no había valido la pena arriesgarse así, le hubiera bastado mirar la muñeca de los ciegos recién llegados, alguno tendría un reloj en hora. Lo tenía hasta el mismo viejo de la venda negra, como comprobó en aquel momento, y con la hora exacta. Entonces el médico pidió, Díganos cómo andan las cosas por ahí fuera. El viejo de la venda dijo, Sí, pero lo mejor es que me siente, que no me tengo en pie. Esta vez, tres o cuatro en cada cama, de compañía, los ciegos se fueron acomodando lo mejor que pudieron, se hizo el silencio, y, entonces, el viejo de la venda negra contó lo que sabía, lo que había visto con sus propios ojos cuando los tenía, lo que había oído en los pocos días transcurridos entre el inicio de la epidemia y su propia ceguera.
En las primeras veinticuatro horas, dijo, si era verdadera la noticia, que circuló, hubo cientos de casos, todos iguales, todos sobrevinieron del mismo modo, instantáneamente, con una ausencia desconcertante de lesiones, sólo esa blancura resplandeciente en el campo visual, sin dolor antes y sin dolor después. Al segundo día se dijo que había cierta disminución en el número de casos, se pasó de los centenares a las decenas, y eso llevó al Gobierno a anunciar que, de acuerdo con las perspectivas más razonables, la situación pronto estaría bajo control. A partir de este momento, salvo algunos comentarios sueltos que no se pueden evitar, el relato del viejo de la venda negra no será seguido al pie de la letra, siendo sustituido por una reorganización del discurso oral, orientada en el sentido de valorizar la información mediante el uso de un vocabulario correcto y adecuado. Esta alteración, no prevista antes, está motivada por la expresión bajo control, nada vernácula, empleada por el narrador, que poco a poco lo va descalificando como relator complementario, importante sin duda, pues sin él no tendríamos manera de saber lo que ha pasado en el mundo exterior, como relator complementario, decíamos, de estos extraordinarios acontecimientos, cuando se sabe que la descripción de cualquier hecho gana con el rigor y la propiedad de los términos usados. Volviendo al asunto, el Gobierno excluyó la hipótesis inicial de que el país se encontrase bajo la acción de una epidemia sin precedentes conocidos, provocada por un agente mórbido aún no identificado, de efecto instantáneo, con ausencia total de señales previas de incubación o de latencia. Se trataría, pues, de acuerdo con la nueva opinión científica y la consecuente y actualizada interpretación administrativa, de una casual y desafortunada concomitancia temporal de circunstancias, de momento tampoco averiguadas, y en cuya exaltación patogénica ya era posible, acentuaba el comunicado del Gobierno, a partir de los datos disponibles, que indican la proximidad de una clara curva descendente, observar indicios tendenciales de agotamiento. Un comentarista de la televisión tuvo el acierto de dar con la metáfora justa cuando comparó la epidemia, o lo que fuese, con una flecha lanzada hacia arriba, y que, tras alcanzar el punto más alto en su ascenso, se detiene un momento, como suspendida en el aire, y empieza luego a describir la obligada curva de caída, que, si Dios quiere, y con esta invocación regresaba el comentarista a la trivialidad de las expresiones humanas y a la epidemia propiamente dicha, la gravedad tratará de acelerar hasta que desaparezca la terrible pesadilla que nos atormenta, media docena de palabras éstas que se repetían constantemente en los distintos medios de comunicación, que acababan siempre por formular el piadoso voto de que los infelices ciegos recuperen en breve la visión perdida, prometiéndoles, entretanto, la solidaridad de todo el cuerpo social organizado, tanto el oficial como el privado. En un pasado remoto, razones y metáforas semejantes eran traducidas por el impertérrito optimismo de la gente común en dicterios como éste, No hay bien que siempre dure, ni mal que no se ature, o, en versión literaria, Del mismo modo que no hay bien que dure siempre, tampoco hay mal que siempre dure, máximas supremas de quien tuvo tiempo para aprender con los golpes de la vida y de la fortuna, y que, trasladadas a tierra de ciegos, deberían leerse como sigue, Ayer veíamos, hoy no vemos, mañana veremos, con una ligera entonación interrogativa en el tercio final de la frase, como si la prudencia, en el último instante, hubiera decidido, por si acaso, añadir la reticencia de una duda a la esperanzadora conclusión.
Desgraciadamente, pronto se demostró la inanidad de tales votos, las expectativas del Gobierno y las previsiones de la comunidad científica se las llevó el agua. La ceguera iba extendiéndose, no como una marea repentina que lo inundara todo y todo lo arrastrara, sino como una infiltración insidiosa de mil y un bulliciosos arroyuelos que, tras empapar lentamente la tierra, súbitamente la anegan por completo. Ante la alarma social, a punto de desencadenarse, las autoridades convocaron a toda prisa reuniones médicas, sobre todo de oftalmólogos y neurólogos. Visto el tiempo que se tardaría en organizarlo, no se llegó a convocar el congreso que algunos preconizaban, pero, en compensación, no faltaron coloquios, seminarios, mesas redondas, abiertas unas al público, otras a puerta cerrada. El efecto conjugado de la patente inutilidad de los debates y los casos de algunas cegueras repentinas, sobrevenidas en medio de las sesiones, con el orador gritando, Estoy ciego, estoy ciego, llevaron a los periódicos, la radio y la televisión a dejar de ocuparse casi por completo de tales iniciativas, exceptuando el discreto y a todas luces loable comportamiento de ciertos medios de comunicación social que, viviendo a costa de sensacionalismos de todo tipo, de las gracias y desgracias ajenas, no estaban dispuestos a perder ninguna ocasión que se presentara de relatar en directo, con el dramatismo que la situación justificaba, la ceguera súbita, por ejemplo, de un catedrático de oftalmología.
La prueba del progresivo deterioro del estado de espíritu general la dio el propio Gobierno, alterando dos veces, en media docena de días, su estrategia. Primero creyó que sería posible circunscribir aquel extraño mal confinando los afectados en unos cuantos espacios discriminatorios, como el manicomio en que nos encontramos. Luego, el crecimiento inexorable de los casos de ceguera llevó a algunos miembros influyentes del Gobierno, temerosos de que la iniciativa oficial no cubriera las necesidades, de lo que se derivarían graves costes políticos, a defender la idea de que debería ser cosa de las familias el guardar a sus ciegos en casa, sin dejarlos ir a la calle, a fin de no complicar el ya difícil tráfico, ni ofender la sensibilidad de las personas que aún veían con los ojos que tenían y que, indiferentes a las opiniones más o menos tranquilizadoras, creían que el mal blanco se contagiaba por contacto visual, como el mal de ojo. En efecto, no era legítimo esperar una reacción distinta de alguien que, abismado en sus pensamientos, tristes, neutros, o alegres, si aún hay de éstos, veía cómo se transformaba la expresión de una persona que caminaba en su dirección, cómo se dibujaban en su rostro las señales todas del terror absoluto, y luego el grito inevitable, Estoy ciego, estoy ciego. No había nervios que resistieran. Lo peor es que las familias, sobre todo las menos numerosas, se convirtieron rápidamente en familias completas de ciegos, sin nadie que los pudiera guiar, guardar, proteger de ellos a la comunidad de vecinos con buena vista, y estaba claro que no podían esos ciegos, por mucho padre, madre e hijo que fuesen, cuidarse entre sí, o les ocurriría lo mismo que a los ciegos de la pintura, juntos caminando, juntos cayendo y juntos muriendo.
Ante esta situación, no tuvo el Gobierno más remedio que dar marcha atrás aceleradamente, ampliando los criterios que había establecido sobre lugares y espacios requisables, de lo que resultó la ocupación inmediata e improvisada de fábricas abandonadas, templos sin culto, pabellones deportivos y almacenes vacíos. Hacía ya dos días que se hablaba de montar campamentos de tiendas de campaña, añadió el viejo de la venda negra. Al principio, muy al principio, algunas organizaciones caritativas ofrecieron voluntarios para cuidar a los ciegos, hacer las camas, limpiar los retretes, lavarles la ropa, prepararles la comida, cuidados mínimos sin los que la vida resulta pronto insoportable hasta para los que ven. Los pobres voluntarios se quedaban ciegos de inmediato, pero al menos quedaba para la historia la belleza de su gesto. Vino alguno de ellos a este manicomio, preguntó ahora el viejo de la venda negra, No, respondió la mujer del médico, no ha venido ninguno, Quizá haya sido sólo un rumor, Y la ciudad, y los transeúntes, preguntó el primer ciego, acordándose de su coche y del taxista que lo había llevado al consultorio y que luego había ayudado él a enterrar, Los transportes son un caos, respondió el viejo de la venda negra, y explicó pormenores, sucesos e incidentes. Cuando por primera vez se quedó ciego un conductor de autobús, en marcha y en plena vía pública, la gente, pese a los muertos y heridos causados por el accidente, no le prestó gran atención, por la misma razón, es decir, por la fuerza de la costumbre, que llevó al jefe de relaciones públicas de la empresa a declarar, sin más, que el accidente había sido ocasionado por un fallo humano, sin duda lamentable, pero, pensándolo bien, tan imprevisible como habría sido un infarto mortal en persona que nunca había sufrido del corazón. Nuestros empleados, explicó el jefe, y lo mismo la mecánica y los sistemas eléctricos de nuestros vehículos, son sometidos periódicamente a revisiones extremadamente rigurosas, como lo confirma, en directa y clara relación de causa a efecto, el bajísimo porcentaje de accidentes, en cómputo general, en que se han visto envueltos hasta hoy los vehículos de nuestra compañía. La profusa explicación salió en los periódicos, pero la gente tenía más en que pensar que preocuparse por un simple accidente de autobús, que a fin de cuentas no habría sido peor si se le partieran los frenos. Sin embargo ésa fue, dos días después, la auténtica causa de otro accidente, pero, así es el mundo, tiene la verdad muchas veces que disfrazarse de mentira para alcanzar sus fines, y el rumor que corrió fue que se había quedado ciego el conductor. No hubo manera de convencer al público de lo que efectivamente había acontecido, y el resultado no tardó en verse, de un momento a otro la gente dejó de utilizar los autobuses, decían que preferían quedarse ciegos antes que morir porque se hubiera quedado ciego otro. Un tercer accidente, acto seguido y por el mismo motivo, que implicaba a un autobús que no llevaba pasajeros, alentó comentarios como éste, muestra de la sabiduría popular, Mira si yo fuera dentro. No podían imaginar los que así hablaban cuánta razón tenían. Por la ceguera simultánea de los dos pilotos, no tardó un avión comercial en estrellarse e incendiarse al tomar tierra, muriendo todos los pasajeros y tripulantes, pese a que, en este caso, se encontraban en perfecto estado tanto la mecánica como la electrónica, según revelaría el examen de la caja negra, única superviviente. Una tragedia de estas dimensiones no era lo mismo que un vulgar accidente de autobús, la consecuencia fue que perdieron las últimas ilusiones quienes aún las tenían, en adelante ya no se oirá ruido alguno de motor, ninguna rueda, pequeña o grande, rápida o lenta, volverá a ponerse en movimiento. Los que antes solían quejarse de las crecientes dificultades del tráfico, peatones que a primera vista parecían ir sin rumbo cierto porque los coches, parados o andando, constantemente les cortaban el camino, conductores que, tras haber dado mil y tres vueltas hasta conseguir descubrir un lugar donde al fin aparcar el automóvil, se convertían en peatones y protestaban por las mismas razones que éstos después de haber andado reclamando por las suyas, todos ellos deberían estar ahora satisfechos, salvo por la circunstancia manifiesta de que no habiendo ya quien se atreva a conducir un vehículo, aunque sea para ir de aquí a la esquina, los coches, los camiones, las motos y hasta las bicicletas, tan discretas, aparecen caóticamente estacionados por toda la ciudad, abandonados en cualquier sitio donde el miedo haya sido más fuerte que el sentido de propiedad, como evidenciaba grotescamente aquella grúa con un automóvil medio levantado, suspendido del eje delantero, probablemente el primero en quedarse ciego había sido el conductor de la grúa. Mala para todos, la situación, para los ciegos, era catastrófica, dado que, según la expresión corriente, no podían ver dónde ponían los pies. Daba lástima verlos tropezar con los coches abandonados, uno tras otro, desollándose las pantorrillas, algunos caían y lloraban, Hay alguien ahí que me ayude a levantarme, pero los había también, brutos por la desesperación o por naturaleza propia, que blasfemaban y rechazaban la mano benemérita que acudía en su ayuda, Deje, deje, que también va a llegarle su vez, entonces el compasivo se asustaba y se iba, huía perdiéndose en el espesor de la niebla blanca, súbitamente consciente del riesgo en que su bondad le había hecho incurrir, quién sabe si para ir a perder la vista unos pasos más allá.
Así están las cosas en el mundo de fuera, acabó el viejo de la venda negra, y no lo sé todo, sólo hablo de lo que pude ver con mis propios ojos, aquí se interrumpió, hizo una pausa y corrigió inmediatamente, Con mis ojos, no, porque sólo tenía uno, ahora ni ése, es decir, sigo teniendo uno pero no me sirve, Nunca le pregunté por qué no llevaba un ojo de cristal en vez del parche, Y para qué lo quería yo, a ver, dígame, dijo el viejo de la venda negra, Se suele hacer, por estética, además, es mucho más higiénico, se lo quita uno, lo lava, se lo pone, como las dentaduras, Sí señor, dígame entonces qué pasaría hoy si todos los que están ahora ciegos hubiesen perdido, digo perdido materialmente, los dos ojos, de qué les serviría ahora andar con dos ojos de cristal, Realmente, no serviría de nada, Si acabamos todos ciegos, como parece que va a ocurrir, para qué queremos la estética, y en cuanto a la higiene, dígame, doctor, qué higiene hay aquí, Probablemente, sólo en un mundo de ciegos serán las cosas lo que realmente son, dijo el médico, Y las personas, preguntó la chica de las gafas oscuras, Las personas también, nadie estará allí para verlas, Se me ocurre una idea, dijo el viejo de la venda negra, vamos a jugar para matar el tiempo, Cómo se puede jugar sin ver lo que se juega, preguntó la mujer del primer ciego, No va a ser exactamente un juego, se trata de que cada uno de nosotros diga exactamente lo que estaba viendo en el momento en que se quedó ciego, Puede ser poco conveniente, recordó alguien, Quien no quiera entrar en el juego, no entra, lo que no vale es inventar, Dé un ejemplo, dijo el médico, Se lo doy, sí señor, dijo el viejo de la venda negra, me quedé ciego cuando estaba mirando mi ojo ciego, Qué quiere decir, Muy sencillo, sentí como si el interior de la órbita vacía se estuviera inflamando, me quité el parche para comprobarlo, y en ese momento me quedé ciego, Parece una parábola, dijo una voz desconocida, el ojo que se niega a reconocer su propia ausencia, Yo, dijo el médico, había estado consultando en casa unos libros de oftalmología, precisamente a causa de lo que está ocurriendo, lo último que vi fueron mis manos sobre el libro, Mi última imagen fue diferente, dijo la mujer del médico, el interior de una ambulancia cuando estaba ayudando a mi marido a entrar, Mi caso, ya se lo conté al doctor, dijo el primer ciego, me había parado en un semáforo, la luz estaba en rojo, había gente atravesando la calle de un lado a otro, fue entonces cuando perdí la vista, después, aquel al que mataron el otro día me llevó a casa, la cara ya no se la vi, claro, En cuanto a mí, dijo la mujer del primer ciego, la última cosa que recuerdo haber visto fue mi pañuelo, estaba en casa llorando, me llevé el pañuelo a los ojos, y en aquel mismo instante me quedé ciega, Yo, dijo la empleada del consultorio, acababa de entrar en el ascensor, tendí la mano para apretar el botón y de repente me quedé sin ver nada, imagine mi aflicción, allí encerrada, sola, no sabía si tenía que subir o bajar, no encontraba el botón que abría la puerta, Mi caso, dijo el dependiente de farmacia, fue más sencillo, oí decir que había gente que se estaba quedando ciega, entonces pensé cómo sería si yo también perdiera la vista, cerré los ojos para probarlo y, cuando los abrí, ya estaba ciego, Parece otra parábola, habló la voz desconocida, si quieres ser ciego, lo serás. Se quedaron callados. Los otros ciegos habían vuelto a sus camas, lo que no era pequeño trabajo, porque si bien es verdad que sabían los números que les correspondían, sólo empezando a contar por uno de los extremos, de uno para arriba o de veinte para abajo, podían tener la seguridad de llegar a donde querían. Cuando se apagó el murmullo de la numeración, monótono como una letanía, la chica de las gafas oscuras contó lo que le había sucedido, Estaba en el cuarto de un hotel, tenía un hombre sobre mí, en este punto se calló, sintió vergüenza de decir lo que estaba haciendo, que lo había visto todo blanco, pero el viejo de la venda negra preguntó, Y lo viste todo blanco, Sí, respondió ella, Quizá tu ceguera no sea como la nuestra, dijo el viejo de la venda negra. Sólo faltaba la camarera de hotel, Estaba haciendo una cama, alguien se había quedado ciego allí, levanté y extendí la sábana blanca ante mí, la ajusté por los lados metiendo las puntas como se debe, y cuando con las dos manos estaba alisando la sábana, lentamente, era la de abajo, entonces dejé de ver, me acuerdo de cómo estaba alisando la sábana, lentamente, era la de abajo, terminó como si aquello tuviera una importancia especial. Han contado todos su última historia del tiempo en que veían, preguntó el viejo de la venda negra, Yo contaré la mía, dijo la voz desconocida, si no hay nadie más, Si hubiera hablará luego, a ver, empiece, Lo último que vi fue un cuadro, Un cuadro, repitió el viejo de la venda negra, y dónde estaba, Había ido al museo, era un trigal con cuervos y cipreses y un sol que parecía hecho con retazos de otros soles, Eso tiene todo el aire de ser un holandés, Creo que sí, pero había también un perro hundiéndose, estaba ya medio enterrado, el pobre, Ése sólo puede ser de un español, antes de él nadie pintó así un perro, y después de él nadie se atrevió, Probablemente, y había un carro cargado de heno, tirado por caballos, atravesando un río, Tenía una casa a la izquierda, Sí, Entonces es de un inglés, Podría ser, pero no lo creo, porque había también allí una mujer con un niño en el regazo, Mujeres con niños en el regazo es lo más visto en pintura, Realmente, ya me había dado cuenta, Lo que yo no entiendo es cómo pueden encontrarse en un solo cuadro pinturas tan diferentes y de tan diferentes pintores, Y había unos hombres comiendo, Han sido tantos los almuerzos, las meriendas y las cenas en la historia del arte, que por sólo esa indicación no me es posible saber quién comía, Los hombres eran trece, Ah, entonces es fácil, siga, También había una mujer desnuda, de cabellos rubios, dentro de una concha que flotaba en el mar, y muchas flores a su alrededor, Italiano, claro, Y una batalla, Estamos como en el caso de las comidas y de las madres con niños en el regazo, eso no es suficiente para saber quién lo pintó, Muertos y heridos, Es natural, tarde o temprano todos los niños mueren y los soldados también, Y un caballo espantado, Con los ojos como saliéndosele de las órbitas, Tal cual, Los caballos son así, y qué otros cuadros más había en ese cuadro suyo, No llegué a saberlo, me quedé ciego precisamente cuando estaba mirando el caballo. El miedo ciega, dijo la chica de las gafas oscuras, Son palabras ciertas, ya éramos ciegos en el momento en que perdimos la vista, el miedo nos cegó, el miedo nos mantendrá ciegos, Quién es el que está hablando, preguntó el médico, Un ciego, respondió la voz, sólo un ciego, eso es lo que hay aquí. Entonces preguntó el ciego de la venda negra, Cuántos ciegos serán precisos para hacer una ceguera. Nadie le supo responder. La chica de las gafas oscuras le pidió que pusiera la radio, tal vez dieran noticias. Las dieron más tarde, mientras tanto estuvieron oyendo un poco de música. En cierta altura, aparecieron a la puerta de la sala unos cuantos ciegos, uno de ellos dijo, Qué pena no haber traído la guitarra. Las noticias no fueron alentadoras, corría el rumor de que se iba a formar de inmediato un gobierno de unidad y salvación nacional.