Tengo que abrir los ojos, pensó la mujer del médico. A través de los párpados cerrados, las distintas veces que se despertó durante la noche, había visto la claridad mortecina de las bombillas que apenas iluminaban la sala, pero ahora le parecía notar una diferencia, otra presencia luminosa, quizá el efecto de las primeras luces del alba, aunque bien podría ser ya el mar de leche anegándole los ojos. Se dijo a sí misma que contaría hasta diez y que luego abriría los párpados, dos veces lo dijo, dos veces contó y dos veces no los abrió. Oía la respiración profunda del marido en la cama de al lado, alguien roncaba, Cómo irá la pierna de ése, se preguntó, pero sabía que en este momento no se trataba de compasión verdadera, lo que quería era fingir otra preocupación, lo que quería era no tener que abrir los ojos. Se abrieron un instante después, simplemente, y no porque lo hubiera decidido. Por las ventanas, que empezaban a media altura de la pared y terminaban a un palmo del techo, entraba la luz turbia y azulada del amanecer. No estoy ciega, murmuró, y luego, alarmada, se incorporó en la cama, podía haberlo oído la chica de las gafas oscuras, que ocupaba la cama de enfrente. Estaba durmiendo. En la cama de al lado, la que estaba apoyada contra la pared, el niño dormía también; Hizo como yo, pensó la mujer del médico, le ha dejado el sitio más protegido, débiles murallas seríamos, sólo una piedra en medio del camino, sin otra esperanza que la de que en ella tropiece el enemigo, enemigo, qué enemigo, aquí no va a venir nadie a atacarnos, podríamos haber robado y asesinado ahí fuera y no vendrían a detenernos, nunca ése que robó el coche estuvo tan seguro de su libertad, tan lejos estamos del mundo que pronto empezaremos a no saber quiénes somos, ni siquiera se nos ha ocurrido preguntarnos nuestros nombres, y para qué, ningún perro reconoce a otro perro por el nombre que le pusieron, identifica por el olor y por él se da a identificar, nosotros aquí somos como otra raza de perros, nos conocemos por la manera de ladrar, por la manera de hablar, lo demás, rasgos de la cara, color de los ojos, de la piel, del pelo, no cuenta, es como si nada de eso existiera, yo veo, todavía veo, pero hasta cuándo. La luz varió un poco, no podía ser la noche volviendo para atrás, sería el cielo, que por cubrirse de nubes atrasaría la mañana. De la cama del ladrón llegó un gemido, Si se le ha infectado la herida, pensó la mujer del médico, no tenemos nada para curarla, ningún recurso, el menor accidente, en estas condiciones, puede convertirse en una tragedia, probablemente eso es lo que ellos están esperando, que acabemos aquí uno tras otro, muerto el perro, se acabó la rabia. La mujer del médico se levantó de la cama, se inclinó hacia el marido, iba a despertarlo, pero no tuvo valor para arrancarlo del sueño y saber que continuaba ciego. Descalza, paso a paso, fue hasta la cama del ladrón. Tenía los ojos abiertos, fijos. Cómo está, susurró la mujer del médico. El ladrón movió la cabeza en dirección a la voz y dijo, Mal, me duele mucho la pierna, ella iba a decirle, Déjeme ver, pero se calló a tiempo, qué imprudencia, fue él quien no se acordó que allí sólo había ciegos, actuó sin pensar, como habría hecho pocas horas antes, allá fuera, si un médico le dijera A ver cómo va eso, y levantó la manta. Hasta en aquella penumbra, quien pudiera servirse de los ojos, aunque fuese mínimamente, vería el jergón empapado en sangre, el agujero negro de la herida con los bordes hinchados. La atadura se había soltado. La mujer del médico bajó cuidadosamente la manta, luego, con un gesto leve y rápido, posó la mano en la frente del hombre. La piel, seca, estaba ardiendo. La luz varió otra vez, las nubes se alejaban. La mujer del médico volvió a su cama, pero no se acostó ya. Miraba al marido, que murmuraba en sueños, los bultos de los otros bajo las mantas grises, las paredes sucias, las camas vacías a la espera, y serenamente deseó estar ciega también, atravesar la piel visible de las cosas y pasar al lado de dentro de ellas, a su fulgurante e irremediable ceguera.
De pronto, procedente del exterior de la sala, probablemente del vestíbulo que separaba las dos alas frontales del edificio, se oyó un ruido de voces violentas, Fuera, fuera, salgan, Lárguense, Aquí no pueden quedarse, Tienen que cumplir las órdenes. Creció el tumulto, disminuyó luego, una puerta se cerró con estruendo, ahora sólo se oía algún sollozo, el rumor inconfundible de alguien que acababa de tropezar. En la sala estaban ya todos despiertos. Con la cabeza vuelta hacia el lado de la entrada, no necesitaban ver para saber que también eran ciegos los que iban a entrar. La mujer del médico se levantó, por su voluntad habría ido a ayudar a los recién llegados, les diría unas palabras de afecto, los guiaría hasta los camastros, les informaría, Mire, ésta es la siete del lado izquierdo, ésta es la cuatro del lado derecho, no se equivoque, sí, aquí estamos seis, llegamos ayer, fuimos los primeros, los nombres qué importan, uno creo que cometió un robo, otro fue el robado, hay una muchacha misteriosa de gafas oscuras que se pone colirio en los ojos para tratar una conjuntivitis, que cómo sé yo, que estoy ciega, que son oscuras las gafas, es que mi marido es oftalmólogo y ella fue a su consultorio, sí, también él está aquí, nos ha tocado a todos, ah, es verdad, y el niño estrábico. No se movió, sólo le dijo al marido, Llegan más. El médico saltó de la cama, la mujer le ayudó a ponerse los pantalones, no tenía importancia, nadie podía verlo, en aquel momento empezaron a entrar los ciegos, eran cinco, tres hombres y dos mujeres. El médico dijo, levantando la voz, Tengan calma, no se precipiten, aquí somos seis personas, cuántos son ustedes, hay sitio para todos. Ellos no sabían cuántos eran, cierto es que se habían tocado unos a otros, a veces tropezaron mientras eran empujados desde el ala izquierda hacia ésta, pero no sabían cuántos eran. Y no traían equipajes. Cuando, en la otra parte del edificio, despertaron ciegos, y comenzaron a lamentarse, los otros los echaron sin contemplaciones, sin darles siquiera tiempo para despedirse de algún pariente o amigo que con ellos estuviera. Dijo la mujer del médico, Lo mejor sería que se fueran numerando y diciendo cada uno quién es. Parados, los ciegos vacilaron, pero alguien tenía que empezar, dos hombres hablaron al mismo tiempo, siempre pasa igual, luego los dos se callaron, y fue un tercero quien comenzó, Uno, hizo una pausa, parecía que iba a dar su nombre, pero lo que dijo fue, Soy policía, y la mujer del médico pensó, No ha dicho cómo se llama, seguro que sabe que eso aquí no tiene importancia. Ya otro hombre se estaba presentando, Dos, y siguió el ejemplo del primero, Soy taxista. El tercer hombre dijo, Tres, soy dependiente de farmacia. Después, una mujer, Cuatro, soy camarera de hotel, y la última, Cinco, soy oficinista. Es mi mujer, mi mujer, gritó el primer ciego, dónde estás, dime dónde estás, Aquí, estoy aquí, decía ella llorando y avanzando trémula por el pasillo, con ojos desorbitados, las manos luchando contra el mar de leche que por ellos entraba. Más seguro, él avanzó hacia ella, Dónde estás, dónde estás, murmuraba ahora como si rezase. Las manos se encontraron, un instante después estaban abrazados, eran un cuerpo solo, los besos buscaban los besos, a veces se perdían en el aire porque no sabían dónde estaban los rostros, los ojos, la boca. La mujer del médico se agarró al marido, sollozando como si también ellos se hubieran encontrado, pero lo que decía era, Qué desgracia la nuestra, qué fatalidad. Entonces se oyó la voz del niño estrábico que preguntaba, Y mi madre. Sentada en la cama del pequeño, la chica de las gafas oscuras murmuró, Vendrá, no te preocupes, vendrá.
Aquí, la verdadera casa de cada uno es el sitio donde duerme, por eso no es extraño que el primer cuidado de los recién llegados fuese elegir cama, tal como habían hecho en la otra sala, cuando aún tenían ojos para ver. En el caso de la mujer del primer ciego no cabía duda, su lugar propio y natural estaba al lado del marido, en la cama diecisiete, dejando la dieciocho en medio, como un espacio vacío que la separa de la chica de las gafas oscuras. Tampoco sorprenderá que todos busquen estar juntos, lo más posible, hay por aquí muchas afinidades, unas que ya son conocidas, otras que se revelarán ahora mismo, por ejemplo, el dependiente de farmacia fue quien vendió el colirio a la chica de las gafas oscuras, el taxista fue quien llevó al primer ciego al médico, éste que dijo ser policía fue quien encontró al ladrón ciego llorando como un niño perdido, y en cuanto a la camarera del hotel, fue ella la primera persona que entró en el cuarto cuando la chica de las gafas oscuras empezó a gritar. Sin embargo, lo cierto es que no todas estas afinidades resultarán explícitas y conocidas, sea por falta de ocasión, sea porque ni imaginaron que pudieran existir, sea por una simple cuestión de sensibilidad y tacto. La camarera del hotel ni sueña que está aquí la mujer a quien vio desnuda, del dependiente de farmacia se sabe que atendió a otros clientes que llevaban gafas oscuras puestas y compraron colirios, al policía nadie va a cometer la imprudencia de denunciarle la presencia del tipo que robó un automóvil, el taxista juraría que en los últimos días no llevó ningún ciego en el taxi. Naturalmente, el primer ciego ya le ha dicho a su mujer, en un susurro, que uno de los internados es el golfo que les robó el coche, Mira tú qué coincidencia, pero, como entretanto supo que el pobre diablo está herido en una pierna, tuvo la generosidad de añadir, Ya tiene castigo bastante. Y ella, por la inmensa tristeza de estar ciega y la inmensa alegría de haber recuperado al marido, la alegría y la tristeza pueden andar unidas, no son como el agua y el aceite, ni se acordó de que dos días antes dijo que daría un año de vida para que el golfo, palabra suya, se quedara ciego. Y si aún le turbaba el espíritu una última sombra de rencor, seguro que se disipó cuando oyó al herido gemir lastimosamente, Doctor, por favor, ayúdeme. Dejándose guiar por la mujer, el médico tanteaba delicadamente los bordes de la herida, era lo único que podía hacer, ni siquiera valía la pena lavarla, la infección lo mismo podría tener su origen en la profunda estocada de un tacón de zapato que había estado en contacto con el suelo en las calles y aquí dentro, como por agentes patógenos con gran probabilidad existentes en el agua fétida, medio muerta, salida de tuberías antiguas y en mal estado. La muchacha de las gafas oscuras, que se había levantado al oír el gemido, se fue acercando lentamente, contando las camas. Se inclinó hacia delante, y luego, extendió la mano, que rozó la cara de la mujer del médico, y después, alcanzando, sin saber cómo, la mano del herido, que quemaba, dijo pesarosa, Le pido perdón, fue mía toda la culpa, no tenía por qué hacer lo que hice, No se preocupe, dijo el hombre, son cosas que pasan en la vida, también yo hice algo que no debería haber hecho.
Casi cubriendo las últimas palabras, se oyó la voz áspera del altavoz, Atención, atención, se comunica que la comida ha sido depositada a la entrada, y también los productos de higiene y de limpieza, tienen que salir primero los ciegos a recogerlo, el ala de los posibles contaminados será informada en el momento oportuno, atención, atención, tienen la comida a la entrada, saldrán primero los ciegos. Confundido por la fiebre, el herido no entendió todas las palabras, creyó que les ordenaban salir, que había terminado la reclusión, e hizo un movimiento para levantarse, pero la mujer del médico lo retuvo, Adónde va, No ha oído lo que dicen, preguntó él, que salgan los ciegos, Sí, pero para recoger la comida. El herido soltó un Ah, desalentado, y sintió de nuevo que el dolor le revolvía las carnes. Dijo el médico, Quédense aquí, iré yo, Voy contigo, dijo la mujer. Cuando salían de la sala, uno de los que acababan de llegar del ala opuesta preguntó, Quién es ése, la respuesta vino del primer ciego, Es médico, un médico de los ojos, Ésta sí que es buena, de lo mejor que he oído en mi vida, dijo el taxista, nos ha tocado el único médico que no nos va a servir de nada, También nos ha tocado un taxista que no podrá llevarnos a ninguna parte, respondió sarcástica la chica de las gafas oscuras.
La caja con la comida estaba en el zaguán. El médico le pidió a su mujer, Guíame hasta la puerta de entrada, Para qué, Voy a decirles que tenemos un enfermo con una infección grave y que no tenemos medicinas, Recuerda el aviso, Sí, pero quizá ante un caso así, Lo dudo, También yo, pero nuestra obligación es intentarlo. En el zaguán, la luz del día aturdió a la mujer, y no porque fuese demasiado intensa, por el cielo pasaban nubes oscuras, quizá estuviera lloviendo, He perdido la costumbre de la claridad, en tan poco tiempo, pensó. En aquel mismo instante, un guardián les gritó desde el portón, Alto, atrás, tengo orden de disparar, y luego, en el mismo tono, apuntando el arma, Sargento, hay aquí unos tipos que quieren salir, No queremos salir, negó el médico, Pues les aconsejo que realmente no lo quieran, dijo el sargento mientras se acercaba, y, asomando tras las rejas del portón, preguntó, Qué pasa, Una persona se hirió en una pierna y presenta una infección, necesitamos inmediatamente antibióticos y otros medicamentos, Las órdenes que tengo son muy claras, salir, no sale nadie, entrar, sólo comida, Si la infección se agrava, que es lo más seguro, el caso puede rápidamente acabar de la peor manera posible, Eso no es cosa mía, Hable entonces con sus superiores, dígaselo, Mire, ciego, con quien voy a hablar es con usted, y le voy a decir una cosa, o vuelven usted y ésa ahora mismo ahí dentro, o les pego un tiro, Vamos, dijo la mujer, no hay nada que hacer, no tienen ellos la culpa, están llenos de miedo y obedecen órdenes, No quiero creer que esté ocurriendo esto, va contra toda regla de humanidad, Mejor es que lo creas, porque nunca te has encontrado ante una verdad tan evidente, Aún están ahí, gritó el sargento, voy a contar hasta tres, si a las tres no han desaparecido de mi vista pueden estar seguros de que no volverán a entrar, uuuno, dooos, trees, fue verlo y no verlo, y a los soldados, Ni aunque fuera un hermano mío, no dijo a quién se refería, si al hombre que había venido a pedir los medicamentos o al de la pierna infectada. Dentro, el herido quiso saber si iban a dejar pasar medicamentos, Cómo sabe que fui a pedir medicinas, le preguntó al médico, Pensando, usted es médico, Lo siento mucho, Eso quiere decir que los medicamentos no van a venir, Sí, Ah, bien.
Habían calculado justo la comida para cinco personas. Había botellas de leche y galletas, pero quien calculó las raciones se olvidó de los vasos, tampoco había platos, ni cubiertos, vendrían quizá con la comida del mediodía. La mujer del médico fue a dar de beber al herido, pero éste vomitó. El taxista dijo que no le gustaba la leche y quiso saber si había café. Algunos, tras haber comido, volvieron a acostarse, el primer ciego llevó a su mujer a conocer los sitios, fueron los únicos que salieron de la sala. El dependiente de farmacia pidió permiso para hablar con el señor doctor, le gustaría que el señor doctor le dijera si tenía una opinión formada sobre la enfermedad, No creo que, propiamente, se le pueda llamar enfermedad, comenzó precisando el médico, y luego, simplificando mucho, resumió lo que había investigado en los libros antes de quedarse ciego. Unas camas más allá, el taxista escuchaba atentamente, y, cuando el médico terminó su relato, dijo desde lejos, Apuesto que lo que ha ocurrido es que se han atascado los canales que van de los ojos a la sesera, Qué animal eres, dijo el dependiente de farmacia, Quién sabe, el médico sonrió sin querer, realmente, los ojos no son más que unas lentes, como un objetivo, es el cerebro quien realmente ve, igual que en una película la imagen aparece, y si esos canales se han atascado, como dice aquí el señor, Eso es lo mismo que un carburador, si la gasolina no consigue llegar, el motor no trabaja y el coche no anda, Nada más sencillo, como ve, dijo el médico al dependiente de farmacia, Y cuánto tiempo cree usted, doctor, que vamos a seguir aquí, preguntó la camarera de hotel, Por lo menos mientras estemos sin ver, Y cuánto tiempo será eso, Francamente, no creo que lo sepa nadie, Y es algo pasajero o va a ser para siempre, Ojalá lo supiera yo. La camarera suspiró y, pasados unos momentos, dijo También me gustaría a mí saber qué fue de aquella chica, Qué chica, preguntó el dependiente de farmacia, La del hotel, qué impresión me hizo verla allí, en medio del cuarto, desnuda como vino al mundo, no llevaba más que unas gafas oscuras puestas, y venga a gritar que estaba ciega, lo más seguro es que fuera ella la que me pegó la ceguera a mí. La mujer del médico miró, vio a la chica quitarse las gafas oscuras lentamente, disimulando el movimiento, luego las metió debajo de la almohada mientras preguntaba al niño estrábico, Quieres otra galleta. Por primera vez desde que entraron allí, la mujer del médico se sintió como si estuviera detrás de un microscopio observando el comportamiento de unos seres que ni siquiera podían sospechar su presencia, y esto le pareció súbitamente indigno, obsceno, No tengo derecho a mirar si los otros no me pueden mirar a mí, pensó. Con mano trémula, la muchacha estaba poniéndose unas gotas de colirio. Así siempre podría decir que no eran lágrimas lo que brotaba de sus ojos.
Cuando, horas después, el altavoz anunció que se podía ir a recoger la comida del mediodía, el primer ciego y el taxista se presentaron voluntarios para una misión en la que los ojos no eran indispensables, bastaba el tacto. Las cajas estaban lejos de la puerta que unía el zaguán con el corredor, para encontrarlas tuvieron que caminar a gatas, barriendo el suelo ante ellos con un brazo extendido, mientras el otro hacía de tercera pata, y si no encontraron mayor dificultad en regresar a la sala fue porque la mujer del médico tuvo la idea, que justificó cuidadosamente aduciendo su propia experiencia, de rasgar en tiras una manta, haciendo con ellas una especie de cuerda, una de cuyas puntas estaría siempre sujeta al tirador de fuera de la puerta de la sala, mientras la otra sería atada cada vez al tobillo de quien tuviese que salir a buscar la comida. Fueron los dos hombres, vinieron los platos y los cubiertos, pero los alimentos continuaban siendo para cinco, lo más probable era que el sargento que mandaba el pelotón de guardia no supiera que había allí seis ciegos más, dado que desde fuera del portón, aun estando atento a lo que ocurriera del lado de dentro de la puerta principal, sólo por casualidad, en la sombra del zaguán, se vería pasar gente de una de las alas a la otra. El taxista se ofreció para reclamar la comida que faltaba, y fue solo, no quiso compañía, Que no somos cinco, somos once, gritó a los soldados, y el mismo sargento le respondió desde fuera, Tranquilos, que van a ser muchos más, y lo dijo con un tono que le debió parecer de mofa al taxista, si tenemos en cuenta lo que contó cuando volvió a la sala, Era como si me estuviera tomando el pelo. Repartieron la comida, cinco raciones divididas entre diez, porque el herido seguía sin querer comer, sólo pedía agua, que le mojasen la boca, por favor. Su piel quemaba. Como no podía soportar durante mucho tiempo el contacto y el peso de la manta sobre la herida, de vez en cuando descubría la pierna, pero el aire frío de la sala lo obligaba a cubrirse de nuevo inmediatamente y así horas y horas. Gemía a intervalos regulares, con una especie de arranque sofocado, como si el dolor, constante, firme, súbitamente se adensara antes de que pudiera agarrarlo y sostenerlo en los límites de lo soportable.
Mediada la tarde, entraron tres ciegos más, expulsados de la otra ala. Una de ellas era la empleada del consultorio, la mujer del médico la reconoció inmediatamente, y los otros, así lo había decidido el destino, eran el hombre que había estado con la chica de las gafas oscuras en el hotel y aquel policía grosero que la llevó a casa. Sólo tuvieron tiempo para llegar a las camas y sentarse en ellas, al azar, la empleada del consultorio lloraba desconsoladamente, los dos hombres permanecían callados como si no pudieran entender aún lo que les pasaba. De pronto, se oyó, llegada de la calle, una confusión de gritos, órdenes dadas a pleno pulmón, un vocerío inextricable. Los ciegos de la sala volvieron todos la cara para el lado de la puerta, esperando. No podían ver, pero sabían lo que iba a pasar en los minutos siguientes. La mujer del médico, sentada en la cama, al lado del marido, dijo en voz baja, Tenía que ocurrir, el infierno prometido va a empezar. Él le apretó la mano entre las suyas y murmuró, No te alejes, de ahora en adelante ya no podías hacer nada. Los gritos habían disminuido, ahora se oían ruidos confusos en el zaguán, eran los ciegos traídos en rebaño, que tropezaban unos con otros, se agolpaban en el vano de las puertas, unos pocos se habían desorientado y fueron a parar a otras salas, pero la mayoría, trastabillando, agarrados en racimos o separados uno a uno, agitando afligidos las manos como quien se está ahogando, entraron en la sala en torbellino, como si fueran empujados desde fuera por una máquina arrolladora. Cayeron unos cuantos, fueron pisoteados. Aprisionados en el estrecho pasillo, los ciegos, poco a poco, se fueron liberando por los espacios entre los camastros, y allí, como barco que en medio del temporal logra al fin entrar en puerto, tomaban posesión de su fondeadero personal, que era la cama, y protestaban diciendo que ya no cabía nadie más, que los de atrás buscasen otro sitio. Desde el fondo, el médico gritó que había más salas, pero los pocos que se habían quedado sin cama tenían miedo de perderse en el laberinto que imaginaban, salas, corredores, puertas cerradas, escaleras que sólo en el último momento descubrirían. Al fin comprendieron que no podrían seguir allí y, buscando penosamente la puerta por donde habían entrado, se aventuraron en lo desconocido. Buscando un último y seguro refugio, los ciegos del segundo grupo, el de cinco, pudieron ocupar los camastros que, entre ellos y los del primer grupo, habían quedado vacíos. Sólo el herido quedó aislado, sin protección, en la cama catorce, lado izquierdo.
Un cuarto de hora después, salvo algunas lamentaciones, unas quejas, unos ruidos discretos de gente que ordena sus cosas, la calma, que no la tranquilidad, volvió a la sala. Todas las camas estaban ahora ocupadas. La tarde llegaba a su fin, las bombillas mortecinas parecían ganar fuerza. Entonces se oyó la voz seca del altavoz. Tal como había sido anunciado el primer día, repetían las instrucciones sobre el funcionamiento de las salas y las reglas que deberían obedecer los internos, El Gobierno lamenta haberse visto forzado a ejercer enérgicamente lo que considera su derecho y su deber, proteger por todos los medios a su alcance a la población en la crisis que estamos atravesando, etc., etc. Cuando calló la voz, se levantó un coro indignado de protestas, Estamos encerrados, Vamos a morir todos aquí, No hay derecho, Dónde están los médicos que nos habían prometido, esto era algo nuevo, las autoridades habían prometido médicos, asistencia, tal vez incluso la curación completa. El médico no dijo que si precisaban un médico allí estaba él. Nunca más lo diría. A un médico no le bastan las manos, un médico cura con medicinas, fármacos, compuestos químicos, drogas y combinaciones de esto y aquello, y aquí no hay rastro de nada de eso ni esperanza de conseguirlo. Ni siquiera tenía ojos para percibir la palidez de un rostro, para observar un rubor en la circulación periférica, cuántas veces, sin necesidad de más minuciosos exámenes, esas señales exteriores equivalían a la historia clínica completa, o la coloración de las mucosas y de los pigmentos, con altísima probabilidad de acierto, De ésta no escapas. Como los otros camastros próximos estaban todos ocupados, la mujer ya no podía irle contando lo que le pasaba, pero él percibía el ambiente cargado, tenso, rozando ya la aspereza de un conflicto, que se había intensificado desde la llegada de los últimos ciegos. Hasta la atmósfera de la sala parecía haberse vuelto más espesa, con hedores que flotaban, gruesos y lentos, con súbitas corrientes nauseabundas, Cómo será esto dentro de una semana, se preguntó, y le asustó imaginar que dentro de una semana aún estarían encerrados en este lugar, Suponiendo que no haya dificultades con el abastecimiento de comida, y seguro que las habrá, dudo que la gente de fuera sepa en cada momento cuántos vamos siendo aquí, la cuestión es cómo se van a resolver los problemas de higiene, no hablo ya de cómo nos lavaremos, ciegos recientes, de pocos días, y sin ayuda de nadie, y si las duchas funcionarán, y por cuánto tiempo, hablo de lo demás, de los demases todos, un simple atasco en los retretes, sólo uno, y esto se convertirá en una cloaca. Se frotó la cara con las manos, sintió la aspereza de la barba de tres días, Es mejor así, espero que no se les ocurra la idea de mandarnos hojas de afeitar y tijeras. En la maleta tenía todo lo que necesitaba para afeitarse, pero sabía que sería un error hacerlo, Y dónde, dónde, no aquí, en la sala, en medio de todos éstos, cierto es que ella podría afeitarme, pero los otros no tardarían en darse cuenta, y les sorprendería que alguien lo hiciera, y allá dentro, en las duchas, aquella confusión, Dios santo, qué falta nos hacen los ojos, ver, ver, aunque no fuese más que unas vagas sombras, estar delante de un espejo, mirar una mancha oscura difusa y poder decir, Ahí está mi cara, lo que tenga luz no me pertenece.
Las protestas fueron amortiguándose poco a poco, alguien llegado de la otra sala apareció preguntando si quedaba algo de comida, quien le respondió fue el taxista, Ni migajas, y el dependiente de farmacia, mostrando buena voluntad, dulcificó aquella negativa perentoria, Puede que luego llegue algo. No llegó. Se cerró la noche. De fuera, ni comida, ni palabras. Se oyeron gritos en la sala de al lado, luego se hizo el silencio, si alguien lloraba, lo hacía bajito, el llanto no atravesaba las paredes. La mujer del médico fue a ver cómo se encontraba el enfermo, Soy yo, le dijo, y levantó cuidadosamente la manta. La pierna tenía un aspecto terrorífico, hinchada toda por igual desde el muslo, y la herida, un círculo negro con franjas rojizas, sanguinolentas, se había ampliado muchísimo, como si la carne hubiera sufrido una erupción, y exhalaba un olor entre fétido y dulzón. Cómo se encuentra, preguntó la mujer del médico, Gracias por venir, Dígame cómo se encuentra, Mal, Le duele, Sí y no, Explíquese, Me duele, pero es como si la pierna no fuera mía, está como separada del cuerpo, no sé cómo explicarlo, es una impresión extraña, como si estuviera aquí tumbado viendo cómo la pierna me duele, Eso es la fiebre, Será, Haga ahora por dormir. La mujer del médico le posó la mano en la frente, luego iba a retirarse, pero no tuvo tiempo ni de dar las buenas noches, el enfermo la agarró por un brazo y la atrajo, obligándola a acercar la cara, Sé que usted ve, dijo con una voz muy baja. La mujer del médico se estremeció, y murmuró, Se equivoca, de dónde ha sacado eso, veo como cualquiera de los que están aquí, No quiera engañarme, señora, sé muy bien que ve, pero, descuide, no se lo voy a decir a nadie, Duerma, duerma, No tiene confianza en mí, La tengo, No se fía de la palabra de un ladrón, Le he dicho ya que tengo confianza, Entonces, por qué no me dice la verdad, Hablaremos mañana, ahora duerma, Bueno, mañana, si llego, No debemos pensar lo peor, Yo pienso, o la fiebre está pensando por mí. La mujer del médico volvió al lado de su marido y le susurró al oído, La herida tiene un aspecto horrible, será gangrena, En tan poco tiempo no me parece probable, Sea lo que sea, ese hombre está muy mal, Y nosotros aquí, dijo el médico con voz audible a propósito, no basta con que estemos ciegos, es como si nos hubieran atado de pies y manos. De la cama catorce, lado izquierdo, el enfermo respondió, A mí no me atará nadie, doctor.
Fueron pasando las horas, uno tras otro los ciegos entraron en el sueño. Algunos se habían cubierto la cabeza con la manta, como si deseasen que la oscuridad, una oscuridad auténtica, una negra oscuridad, apagara definitivamente los soles deslustrados en que sus ojos se habían convertido. Las tres bombillas colgadas del techo alto, fuera del alcance, derramaban sobre los camastros una luz sucia, amarillenta, que ni capaz era de producir sombras. Cuarenta personas dormían o intentaban desesperadamente dormir, algunas suspiraban y murmuraban en sueños, quizá vieran en el sueño aquello que soñaban, tal vez dijeran, Si esto es un sueño, no quiero despertar. Los relojes de todos ellos estaban parados, se olvidaron de darles cuerda o creyeron que no valía la pena, sólo el de la mujer del médico seguía funcionando. Pasaba ya de las tres de la madrugada. Adelante, muy lentamente, apoyándose en los codos, el ladrón de coches alzó el cuerpo. No notaba la pierna, sólo el dolor estaba allí, el resto había dejado de pertenecerle. Estaba rígida la articulación de la rodilla. Dejó caer el cuerpo hacia el lado de la pierna sana, que quedó colgando fuera de la cama, luego, con las manos juntas por debajo del muslo, intentó mover en el mismo sentido la pierna herida. Como una jauría de lobos que despertaran de súbito, los dolores corrieron en todas direcciones para seguir luego cercando el cráter soturno del que se alimentaban. Ayudándose con las manos, fue arrastrando lentamente el cuerpo por el jergón en dirección al pasillo. Cuando alcanzó el alzado de los pies de la cama, tuvo que descansar. Respiraba con dificultad, como si padeciera de asma, la cabeza oscilaba sobre los hombros y apenas podía sostenerse en ellos. Al cabo de unos minutos, la respiración se le reguló, y él empezó a levantarse lentamente, apoyado en la pierna buena. Sabía que la otra de nada iba a servirle, que tendría que arrastrarla tras de sí a donde quiera que fuese. Sintió un mareo, un temblor irreprimible le atravesó el cuerpo, el frío y la fiebre le hicieron castañetear los dientes. Amparándose en los hierros de las camas, pasando de una a otra, fue avanzando entre los dormidos, tiraba, como de un saco, de la pierna herida. Nadie lo vio, nadie le preguntó, Adónde va a estas horas, si alguien lo hubiera hecho, ya sabía qué responder, Voy a mear, diría, lo que no quería era que la mujer del médico le preguntara, a ella no podría engañarla, tendría que decirle la idea que llevaba en la cabeza, No puedo seguir pudriéndome aquí, sé que su marido hizo lo que estaba a su alcance, pero cuando yo iba a robar un coche no le pedía a otro que lo robase por mí, ahora es lo mismo, soy yo quien tengo que ir fuera, cuando me vean en este estado se darán cuenta de que estoy muy mal, me meterán en una ambulancia y me llevarán al hospital, seguro que hay hospitales sólo para ciegos, uno más no les importará, me tratarán la pierna, me curarán, oí decir que eso es lo que se hace con los condenados a muerte, si tienen apendicitis, los operan y sólo después los matan, para que mueran sanos, aunque, por mí, si quieren pueden volver a traerme aquí, no me importa. Avanzó más, apretando los dientes para no gemir, pero no pudo reprimir un sollozo de agonía cuando, llegado al extremo de la fila, perdió el equilibrio. Se había equivocado en la cuenta de las camas, esperaba que quedara una más y era ya el vacío. Caído en el suelo, no se movió hasta estar seguro de que nadie se había despertado con el ruido del golpe. Luego descubrió que la posición convenía perfectamente a un ciego, si avanzaba a gatas podría encontrar con más facilidad el camino. Se fue arrastrando así hasta llegar al zaguán, allí se detuvo para pensar qué iba a hacer, si sería mejor llamar desde la puerta, o acercarse a la reja aprovechando la cuerda que había servido de pasamanos. Sabía muy bien que si llamaba pidiendo ayuda lo mandarían que volviera inmediatamente para atrás, pero la alternativa de tener como único socorro, después de todo lo que, pese al apoyo sólido de las camas, había sufrido, una cuerda bamboleante, insegura, le hizo dudar. Pasados unos minutos, creyó encontrar la solución, Iré a gatas, pensó, me pongo debajo de la cuerda, de vez en cuando levanto la mano para ver si voy por el buen camino, esto es lo mismo que robar un coche, siempre encuentra uno la manera. De repente, sin que se apercibiera, su conciencia se despertó y le censuró ásperamente por haber sido capaz de robar el automóvil a un pobre ciego, Si estoy ahora en esta situación, argumentó, no es por haberle robado el coche, sino por haberle acompañado hasta su casa, ése fue mi inmenso error. No estaba la conciencia para debates casuísticos, sus razones eran simples y claras, Un ciego es sagrado, a un ciego no se le roba, Técnicamente hablando, no le robé, ni él llevaba el coche en el bolsillo ni yo le apunté con una pistola, se defendió el acusado, Déjate de sofismas, rezongó la conciencia, y sigue andando.
El aire frío de la madrugada le refrescó la cara. Qué bien se respira aquí fuera, pensó. Le pareció notar que la pierna le dolía mucho menos, pero eso no le sorprendió, ya antes, más de una vez, le había ocurrido lo mismo. Estaba en el rellano exterior, no tardaría en llegar a los escalones, Va a ser complicado, pensó, bajar con la cabeza delante. Levantó un brazo para asegurarse de que la cuerda estaba allí, y avanzó. Tal como había previsto, no era fácil pasar de un escalón al otro, sobre todo por la pierna, que no ayudaba, y la prueba la tuvo inmediatamente, cuando, en medio de la escalera, resbaló una de las manos en un escalón y el cuerpo cayó todo hacia un lado y fue arrastrado por el peso muerto de la maldita pierna. Los dolores volvieron instantáneamente, con las sierras, las brocas y los martillos, y ni él supo cómo consiguió no gritar. Durante largos minutos permaneció tendido de bruces, con la cara pegada al suelo. Un viento rápido, rastrero, lo hizo tiritar. No lleva sobre el cuerpo más que la camisa y los calzoncillos. La herida estaba, toda ella, en contacto con la tierra, y pensó, Puede infectarse, era un pensamiento estúpido, no recordó que la venía arrastrando así desde la sala, Bueno, es igual, ellos van a curarme antes de que se infecte, pensó luego, para tranquilizarse, y se puso de lado para mejor alcanzar la cuerda. No la encontró de inmediato. Había olvidado que estaba en posición perpendicular a ella cuando dio la vuelta y rodó por la escalera, pero el instinto le hizo permanecer donde estaba. Luego fue el raciocinio lo que le orientó para sentarse y moverse lentamente hasta tocar con los riñones el primer peldaño, y con un sentimiento exultante de victoria sintió la aspereza de la cuerda en la mano alzada. Probablemente fue también ese sentimiento lo que le llevó a descubrir, seguidamente, la mejor manera de desplazarse sin que la herida rozase el suelo, ponerse de espaldas hacia donde estaba el portón y, usando los brazos como muletas, como hacían antes los que no tenían piernas, desplazar con pequeños movimientos el cuerpo sentado. Hacia atrás, sí, porque en este caso, como en otros, tirar de algo era más fácil que empujarlo. La pierna, así, no sufría tanto, aparte de que el suave declive del terreno, bajando hacia la salida, le ayudaba. En cuanto a la cuerda, no había peligro de perderla, que casi le tocaba la cabeza. Se preguntaba si aún le faltaría mucho para llegar al portón, no era lo mismo ir por su pie, y mejor aún con los dos, que avanzar a reculones, en desplazamientos de medio palmo o menos. Olvidando por un instante que estaba ciego, volvió la cabeza como para comprobar el espacio que le faltaba por recorrer y encontró delante la misma blancura sin fondo. Será de noche, será de día, se preguntó, bueno, si fuera de día me habrían visto ya, además, sólo hubo un desayuno, y fue hace muchas horas. Le asombraba el espíritu lógico que se iba descubriendo, la rapidez y el acierto de los razonamientos, se veía a sí mismo diferente, otro hombre, y si no fuera por la mala suerte de esta pierna, juraría que nunca en toda la vida se había encontrado tan bien. Sus espaldas golpearon con la parte inferior chapeada del portón. Había llegado. Metido en la garita para protegerse del frío, el soldado de guardia creyó oír un leve rumor que no había conseguido identificar, de todos modos no pensó que nadie pudiera acercarse desde dentro, habría sido el movimiento del ramaje de los árboles, las hojas que el viento hacía rozar contra la reja. Otro ruido le llegó repentinamente a los oídos, pero éste fue diferente, un golpe, un choque, para ser más preciso, que no podía ser obra del viento. Nervioso, el soldado salió de la garita empuñando el fusil automático y miró hacia el portón. No vio nada. Pero el ruido volvió a sonar, más fuerte, ahora como de uñas que rasparan una superficie rugosa. La chapa del portón, pensó. Dio un paso hacia la tienda de campaña donde dormía el sargento, pero lo contuvo el pensamiento de que si daba una falsa alarma le iban a echar una bronca, a los sargentos no les gusta que los despierten, ni cuando hay motivo suficiente. Volvió a mirar hacia el portón, y esperó, tenso. Muy lentamente, en el espacio entre dos hierros verticales, como un fantasma, empezó a aparecer una cara blanca. La cara de un ciego. El miedo le heló la sangre al soldado, y fue el miedo lo que le hizo apuntar su arma y disparar una ráfaga a quemarropa.
El estruendo seco de las detonaciones hizo surgir de dentro de las tiendas, inmediatamente, medio vestidos aún, a los soldados que componían el pelotón encargado de la guardia del manicomio y de los que dentro de él estaban. El sargento ya estaba al mando de sus hombres, Qué coño pasa, Un ciego, un ciego, balbuceó el soldado, Dónde, Allí, e indicó el portón con el cañón del arma, No veo nada, Estaba allí, lo vi. Los soldados habían acabado de equiparse y esperaban alineados, fusil en mano. Encended el proyector, ordenó el sargento. Uno de los soldados subió a la plataforma del vehículo. Segundos después, el foco deslumbrante iluminó el portón enrejado y la fachada del edificio. No hay nadie, animal, dijo el sargento, y se disponía a soltar unas cuantas amenidades militares del mismo estilo cuando vio que por debajo del portón se extendía, bajo la violenta luz del foco, un charco negro. Le diste de lleno, amigo, dijo. Después, recordando las órdenes rigurosas que había recibido, gritó, Atrás, eso se pega. Los soldados retrocedieron, medrosos, pero continuaron mirando el charco que lentamente asomaba por entre las junturas de las piedras de la acera. Crees que el tipo ése está muerto, preguntó el sargento, Tiene que estarlo, le solté una ráfaga de lleno en la cara, respondió el soldado, contento ahora con su obvia demostración de puntería. En ese momento, otro soldado gritó nervioso, Sargento, sargento, mire ahí. En el rellano exterior de la escalera se veían unos cuantos ciegos, más de diez. Quietos, no avancen, gritó el sargento, un paso más y los achicharro a todos. En las ventanas de las casas de enfrente, algunas personas, arrancadas del sueño por los disparos, miraban asustadas a través de los cristales. Entonces, el sargento gritó, Que vengan cuatro a recoger el cuerpo. Como no podían ver ni contar, fueron seis los ciegos que se movieron, He dicho cuatro, gritó el sargento histéricamente. Los ciegos se tocaron, volvieron a tocarse, dos se quedaron atrás. Los otros empezaron a andar a lo largo de la cuerda.