Cuando, al principio, los ciegos de aquí se contaban aún con los dedos, cuando bastaba cambiar dos o tres palabras para que los desconocidos se convirtieran en compañeros de infortunio, y con tres o cuatro más se perdonaban mutuamente todas las faltas, algunas de ellas graves, y si el perdón no podía ser completo, era cuestión de paciencia, de esperar unos días, bien se vio cuántas ridículas pesadumbres tuvieron que sufrir los infelices cada vez que el cuerpo les exigió cualquiera de aquellos alivios urgentes que solemos llamar satisfacción de necesidades. Con todo, y aun sabiendo que son rarísimas las educaciones perfectas y que incluso los recatos más discretos tienen sus puntos débiles, hay que reconocer que los primeros ciegos traídos a esta cuarentena fueron capaces, con mayor o menor consciencia, de llevar con dignidad la cruz de la naturaleza eminentemente escatológica del ser humano. Pero ahora, ocupados como están todos los camastros, doscientos cuarenta, sin contar los ciegos que duermen en el suelo, ninguna imaginación, por fértil y creadora que sea en comparaciones, imágenes y metáforas, podría describir con propiedad el tendal de porquería que por aquí hay. No es sólo el estado a que rápidamente llegaron las letrinas, antros fétidos, como deberán ser, en el infierno, los desagües de las almas condenadas, sino también la falta de respeto de unos o la súbita urgencia de otros que, en poquísimo tiempo, convirtieron los corredores y otros lugares de paso en retretes que empezaron siendo de ocasión y acabaron siendo de costumbre. Los despreocupados o los urgidos pensaban, No tiene importancia, nadie me ve, y no iban más allá. Cuando fue imposible, en cualquier sentido, llegar a las letrinas, los ciegos empezaron a utilizar el cercado como aliviadero de todos sus desahogos y descomposiciones corporales. Los que eran delicados por naturaleza o por educación, se pasaban el día encogidos, aguantando como podían hasta la noche, pues se suponía que sería por la noche cuando en las salas habría más gente durmiendo, y entonces iban allá, agarrándose la barriga o apretando las piernas, en busca de tres palmos de suelo limpio, si los había en el inmenso tapiz de excrementos mil veces pisados, y, además, con el peligro de perderse en el espacio infinito del cercado donde no había más señal orientadora que los escasos árboles, cuyos troncos habían sobrevivido a la manía exploratoria de los antiguos locos, y también las pequeñas lomas, casi rasas ya, que malcubrían a los muertos. Una vez al día, siempre al caer la tarde, como un despertador regulado para la misma hora, el altavoz repetía las conocidas instrucciones y prohibiciones, insistía en las ventajas del uso regular de los productos de limpieza, recordaba que había un teléfono en cada sala para reclamar el suministro necesario cuando faltase, pero lo que allí realmente se necesitaba era un chorro poderoso de manguera que se llevase por delante toda la mierda, y luego una brigada de fontaneros que reparasen las cisternas, las pusieran en funcionamiento, y después agua, agua en cantidad, para llevar a los sumideros lo que al desagüe debía ir, después, por favor, ojos, unos simples ojos, una mano capaz de conducir y guiar, una voz que me diga, Por aquí. Estos ciegos, si no les ayudamos, no tardarán en convertirse en animales, peor aún, en animales ciegos. No lo dijo la voz desconocida, aquella que habló de los cuadros y de las imágenes del mundo, lo está diciendo, con otras palabras, muy entrada ya la noche, la mujer del médico, acostada al lado de su marido, cubiertas las cabezas con la misma manta, Hay que poner remedio a este horror, no aguanto más, no puedo seguir fingiendo que no veo, Piensa en las consecuencias, lo más seguro es que intenten hacer de ti una esclava, tendrás que atenderlos a todos, cuidar de todo, te exigirán que los alimentes, que los laves, que los acuestes y los levantes, que los lleves de aquí para allá, que les suenes y les seques sus lágrimas, te llamarán cuando estés durmiendo, te insultarán si tardas en acudir, Y tú, cómo quieres que siga mirando estas miserias, tenerlas permanentemente ante los ojos y no mover un dedo para ayudar, Ya es mucho lo que haces, Qué hago yo, si mi mayor preocupación es evitar que alguien se dé cuenta de que veo, Algunos llegarán a odiarte por ver, no creas que la ceguera nos ha hecho mejores, Tampoco nos ha hecho peores, Vamos camino de serlo, mira lo que pasa cuando llega el momento de distribuir la comida, Precisamente, una persona que viera podría encargarse de repartir los alimentos entre todos los que están aquí, hacerlo con equidad, con criterio, dejaría de haber protestas, acabarían esas disputas que me enloquecen, no sabes lo que es ver a dos ciegos pegándose, Siempre ha habido peleas, luchar fue siempre, más o menos, una forma de ceguera, Esto es diferente, Haz lo que te parezca, pero no olvides lo que somos aquí, ciegos, simplemente ciegos, ciegos sin retórica ni conmiseraciones, el mundo caritativo y pintoresco de los cieguitos se ha acabado, ahora es el reino duro, cruel e implacable de los ciegos, Si pudieras ver tú lo que yo estoy obligada a ver, querrías ser ciego, Lo creo, pero no es preciso, ciego ya estoy, Perdona, querido, si supieses, Lo sé, lo sé, pasé mi vida mirando al interior de los ojos de la gente, es el único lugar del cuerpo donde tal vez exista un alma, y si se perdieron, Mañana voy a decirles que veo, Ojalá no tengas que arrepentirte, Mañana les diré, hizo una pausa y añadió, A no ser que al fin también yo haya entrado en ese mundo.

No fue esta vez. Cuando despertó a la mañana siguiente, muy temprano, como solía, sus ojos veían tan claramente como antes. Los ciegos de la sala dormían aún. Pensó en cómo decirles que veía, si convocarlos a todos y anunciarles la novedad, quizá fuese preferible hacerlo de una manera discreta, sin alardes, contarles, por ejemplo, como sin darle importancia, Ya ven, quién había de pensar que iba yo a conservar la vista en medio de tantos que no la tienen, o quizá fuera más conveniente declarar que había estado realmente ciega y que de repente había recuperado la visión, sería hasta una manera de darles algo de esperanza, Si ella ha vuelto a ver, se dirían unos a otros, tal vez también nosotros, pero igualmente podría suceder que le respondieran, Si es así, váyase, en tal caso, objetaría que no podía irse de allí sin su marido, y como el Ejército no dejaba salir a ningún ciego de la cuarentena, no tendrían más remedio que consentir que se quedase. Algunos ciegos se revolvían en los camastros, aliviaban los gases como todas las mañanas, pero la atmósfera no se tornó por eso más nauseabunda, seguro que había alcanzado ya el nivel de saturación. No era sólo el olor fétido que llegaba de las letrinas en vaharadas, en exhalaciones que daban ganas de vomitar, era también el hedor acumulado de doscientas cincuenta personas, cuyos cuerpos, macerados en su propio sudor, no podían ni sabrían lavarse, que vestían ropas cada día más inmundas, que dormían en camas donde no era raro que hubiera deyecciones. De qué servían el jabón, las lejías, los detergentes por ahí olvidados, si las duchas, muchas de ellas, estaban atascadas o rotas las cañerías, si los desagües devolvían el agua sucia, que salía de los cuartos de baño impregnando la madera del piso de los corredores, infiltrándose por las juntas de las tablas. En qué locura me voy a meter, dudó entonces la mujer del médico, aunque no exigiesen que los sirviera, cosa que podría suceder, yo misma no aguantaría sin ponerme a lavar, a limpiar, cuánto tiempo me durarían las fuerzas, ése no es trabajo para una persona sola. Su valor, que antes le había parecido tan firme, comenzaba a desmoronarse, a romperse en mil pedazos ante la realidad abyecta que invadía sus narices y ofendía sus ojos, ahora que se presentaba el momento de pasar de las palabras a los actos. Soy cobarde, murmuró exasperada, para eso más me valdría estar ciega, no andaría con veleidades de misionera. Se habían levantado tres ciegos, uno era el dependiente de farmacia, iban a tomar posiciones en el zaguán para recoger la parte de comida que correspondía a la primera sala. Faltando los ojos, no se podía decir que el reparto se hiciera a ojo, paquete más, paquete menos, al contrario, daba pena ver cómo se equivocaban al contar y volvían al principio, alguno, más desconfiado, quería saber exactamente lo que se llevaban los otros, siempre terminaban discutiendo, algún empujón, un sopapo a ciegas, como tenía que ser. En la sala ya todos estaban despiertos, dispuestos para recibir su parte, con la experiencia habían establecido un sistema bastante cómodo de hacer la distribución, empezaban por llevar toda la comida hasta el fondo de la sala, donde estaban los camastros del médico y de su mujer, y los de la chica de las gafas oscuras y el chiquillo que llamaba a su madre, y allí la iban a buscar, dos de cada vez, empezando por las camas más próximas a la entrada, uno derecha e izquierda, dos derecha e izquierda, y así sucesivamente, sin enfados ni atropellos, se tardaba más, es cierto, pero la tranquilidad compensaba la espera. Los primeros, es decir, aquellos que tenían la comida al alcance de la mano, eran los últimos en servirse, excepto el niño estrábico, claro está, que siempre acababa de comer antes de que la chica de las gafas oscuras recibiese su parte, de lo que resultaba que una porción que debía ser de ella acababa invariablemente en el estómago del pequeño. Los ciegos estaban todos con la cabeza vuelta hacia el lado de la puerta, esperando oír los pasos de los compañeros, el rumor inseguro, inconfundible, de quien lleva una carga, pero el sonido que se oyó no fue ése, más bien parecía como si vinieran a la carrera, si tal proeza es posible tratándose de gente que no puede ver dónde pone los pies. Y, con todo, nadie podría decir otra cosa cuando ellos aparecieron jadeantes en la puerta. Qué habrá pasado para que hayan venido así, corriendo, y estén los tres intentando entrar al mismo tiempo para dar la inesperada noticia, No nos han dejado traer la comida, dijo uno, y los otros repitieron, No nos han dejado, Quién, los soldados, preguntó una voz cualquiera, No, los ciegos, Qué ciegos, aquí todos somos ciegos, No sabemos quiénes eran, dijo el dependiente de farmacia, pero creo que deben ser de aquellos que vinieron juntos, los últimos que llegaron, Y cómo es eso, por qué no os dejaron traer la comida, preguntó el médico, hasta ahora no ha habido ningún problema, Ellos dicen que eso se ha acabado, que a partir de hoy, quien quiera comer, tendrá que pagar. De todos los lugares de la sala saltaron las protestas, No puede ser, Quitarnos la comida, Cuadrilla de ladrones, Una vergüenza, ciegos contra ciegos, nunca pensé que viviría para ver una cosa así, Vamos a quejarnos al sargento. Alguno, más decidido, propuso que se juntaran todos para ir a reclamar lo que era suyo, No será fácil, fue la opinión del dependiente de farmacia, son muchos, me quedé con la impresión de que era un grupo grande, y lo peor es que están armados, Armados, cómo, Palos al menos tienen, todavía me duele este brazo del estacazo que me pegaron, dijo uno, Vamos a tratar de resolver todo esto por las buenas, dijo el médico, voy con vosotros a hablar con esa gente, aquí debe de haber un malentendido, Bien, doctor, lo acompaño, pero, por los modos que tienen, dudo mucho que consigamos convencerlos, dijo el dependiente de farmacia, De cualquier manera, tenemos que ir, la cosa no puede quedarse así, Yo voy contigo, dijo la mujer del médico. Salió de la sala el pequeño grupo, menos el que se quejaba del brazo, ése creía que había cumplido ya con su obligación, y se quedó contando a los otros la arriesgada aventura, la comida allí, a dos pasos, y una muralla de cuerpos defendiéndola, Con palos, insistía.

Avanzando juntos, como una piña, emprendieron el camino entre los ciegos de las otras salas. Cuando llegaron al zaguán, la mujer del médico comprendió que no iba a ser posible ningún acuerdo diplomático, y que, probablemente, no lo sería nunca. En medio del zaguán, cubriendo las cajas de comida, un círculo de ciegos armados de palos y hierros arrancados de las camas, apuntando hacia delante como bayonetas o lanzas, hacía frente a la desesperación de los ciegos que los rodeaban y que, con torpes intentonas, procuraban entrar en la línea defensiva, algunos, con la esperanza de encontrar una abertura, un postigo mal cerrado, aguantaban los golpes en los brazos extendidos, otros se arrastraban a gatas hasta tropezar con las piernas de los adversarios, que los recibían a palos y puntapiés. Golpe ciego, se suele decir. No faltaban en el cuadro las protestas indignadas, los gritos furiosos, Exigimos nuestra comida, Reclamamos el derecho al pan, Bribones, Golfos, Esto es un robo, sinvergüenzas, Parece imposible, hubo incluso un ingenuo o distraído que dijo, Llamad a la policía, tal vez allí los hubiera, policías, la ceguera, ya se sabe, no mira oficios y menesteres, pero un policía ciego no es lo mismo que un ciego policía, y en cuanto a los dos que conocíamos, ésos están muertos y, con mucho trabajo, enterrados. Impelida por la esperanza absurda de que una autoridad viniera a restaurar en el manicomio la paz perdida, a fortalecer la justicia, a devolver la tranquilidad, una ciega se acercó como pudo a la puerta principal y gritó a los aires, Ayúdennos, que éstos nos quieren robar la comida. Los soldados hicieron oídos sordos, las órdenes que el sargento recibiera del capitán que había pasado en visita de inspección eran perentorias, clarísimas, Si se matan entre ellos, mejor, quedarán menos. La ciega se desgañitaba como las locas de antes, casi loca ella también, pero de puro desconsuelo. Al fin, dándose cuenta de la inutilidad de sus llamadas, se calló, sollozando se volvió para dentro y, sin darse cuenta de por dónde iba, recibió en su cabeza desprotegida un estacazo que la derribó. La mujer del médico quiso correr a levantarla, pero la confusión era tal que no pudo dar ni dos pasos. Los ciegos que habían venido a reclamar la comida empezaban a retroceder a la desbandada, perdida toda orientación tropezaban unos con otros, caían, se levantaban, volvían a caer, algunos ni lo intentaban, se dejaban estar, postrados en el suelo, agotados, míseros, retorciéndose de dolor con la cara contra las losetas. Entonces, la mujer del médico, aterrorizada, vio cómo uno de los ciegos cuadrilleros sacaba del bolsillo una pistola y la alzaba bruscamente en el aire. El disparo hizo soltarse del techo una gran placa de estuco que cayó sobre las desprevenidas cabezas, aumentando el pánico. El ciego gritó, Quietos todos ahí, y callados, si alguien se atreve a levantar la voz, tiraré al cuerpo, no al aire, caiga quien caiga, luego no os quejéis. Los ciegos ni se movieron. El de la pistola continuó, Lo dicho, y no hay vuelta atrás, a partir de hoy seremos nosotros quienes nos encarguemos de la comida, estáis avisados todos, y que no se le ocurra a nadie salir a buscarla, vamos a poner guardias en esta entrada, y quien se acerque las va a pagar, de aquí en adelante, la comida se vende, y quien quiera comer tendrá que aflojar los cuartos, Y cómo vamos a pagar, preguntó la mujer del médico, He dicho que todos callados, ni una palabra, gritó el de la pistola moviendo el arma ante él, Alguien tendrá que hablar, necesitamos saber cómo deberemos actuar, dónde encontraremos la comida, si vamos todos juntos o uno a uno, Ésta se las da de lista, comentó uno del grupo, si le pegas un tiro será una boca menos, Si la viera ya tenía una bala en la barriga. Luego, dirigiéndose a todos, Volved inmediatamente a las salas, ja, ja, cuando hayamos llevado la comida para dentro ya diremos lo que tenéis que hacer, Y el pago, volvió a preguntar la mujer del médico, cuánto nos va a costar un café con leche y una galleta, La tía se la está jugando, dijo la misma voz, Déjamela a mí, dijo el otro, y cambiando de tono, Cada sala nombrará a dos responsables que se encargarán de recoger todo lo que haya de valor, todo, de cualquier tipo, dinero, joyas, anillos, pulseras, pendientes, relojes, todo lo que tengáis, y luego lo llevan a la tercera sala del lado izquierdo, que es donde estamos, y si queréis un consejo de amigo, que no se os pase por la cabeza engañarnos, sabemos que algunos van a esconder parte de lo que tengan de valor, pero les advierto que ésa será una idea pésima, si lo que nos entregáis no nos parece suficiente, simplemente no coméis, tendréis que entreteneros masticando los billetes y los brillantes. Un ciego de la segunda sala, lado derecho, preguntó, Y cómo hacemos, entregamos todo de una vez o vamos pagando conforme vayamos comiendo, Por lo visto no me he explicado bien, dijo el de la pistola riéndose, primero pagáis, después comeréis, y, en cuanto a lo de pagar según vayáis comiendo, eso exigiría una contabilidad muy complicada, lo mejor es que lo llevéis todo de una vez, y ya veremos qué cantidad de comida merecéis, estáis avisados, que no se os ocurra esconder nada, porque a quien lo haga le va a costar muy caro, y para que veáis que actuamos legalmente, os advierto que después de que entreguéis lo que tengáis, haremos una inspección, y ay de vosotros si encontramos algo, aunque sólo sea una moneda, y ahora, fuera de aquí todos, rápido. Alzó el brazo y disparó de nuevo, Cayó un pedazo más de yeso. Y tú, dijo el de la pistola, no olvidaré tu voz, Ni yo tu cara, respondió la mujer del médico.

Nadie pareció reparar en lo absurdo de que una ciega diga que no va a olvidar una cara que no ha visto. Los ciegos retrocedieron a toda prisa, en busca de las puertas, poco después estaban los de la primera sala informando de la situación a los compañeros, Por lo que hemos oído, no creo que podamos, de momento, hacer otra cosa que obedecer, dijo el médico, deben de ser muchos, y lo peor es que tienen armas, También nosotros podríamos hacernos con algunas, dijo el dependiente de farmacia, Sí, unas ramas arrancadas de los árboles, si es que quedan ramas a la altura del brazo, unos hierros de las camas, que apenas tendríamos fuerzas para manejar, mientras que ellos disponen, al menos, de una pistola, Yo no doy nada de lo mío a esos hijos de puta ciega, dijo alguien, Ni yo, añadió otro, O damos todos, o nadie, dijo el médico, No tenemos otra alternativa, dijo la mujer, además, la regla, aquí dentro, tendrá que ser la misma que nos han impuesto fuera, quien no quiera pagar, que no pague, está en su derecho, pero entonces no comerá, lo que no puede ser es que alguien esté alimentándose a costa de los otros, Daremos todos y lo daremos todo, dijo el médico, Y quien no tenga nada que dar, preguntó el dependiente de farmacia, Ése sí, comerá de lo que los otros le den, es justamente lo que alguien dijo, de cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades. Se hizo una pausa, y el viejo de la venda negra preguntó, A quiénes designamos como responsables, Yo elijo al doctor, dijo la chica de las gafas oscuras. No fue necesario proceder a la votación, toda la sala estaba de acuerdo. Tendremos que ser dos, recordó el médico, se presenta alguien, preguntó, Yo, si no se presenta nadie más, dijo el primer ciego, Muy bien, comencemos a dar las cosas, necesitamos un saco, una bolsa, una maleta pequeña, cualquier cosa sirve, Yo puedo dar esto, dijo la mujer del médico, y empezó a vaciar un bolso donde había guardado algunos productos de belleza y otras menudencias, cuando no podía ni imaginar en qué condiciones iba a vivir. Entre los frascos, las cajas y los tubos venidos del otro mundo, había unas tijeras grandes de punta fina. No recordaba haberlas metido allí, pero allí estaban. La mujer del médico levantó la cabeza. Los ciegos estaban esperando, el marido había ido hasta la cama del primer ciego y hablaba con él, la chica de las gafas oscuras le decía al niño estrábico que no tardaría en llegar la comida, en el suelo, detrás de la mesita de noche, como si la chica de las gafas oscuras hubiera querido, con pueril e inútil pudor, ocultarla de la vista de quienes no veían, había una compresa higiénica manchada de sangre. La mujer del médico miraba las tijeras, intentaba pensar por qué las estaba mirando así, así cómo, así, pero no encontraba ninguna razón, realmente, no podría hallarse razón alguna en unas simples tijeras grandes, colocadas en sus manos abiertas, con sus dos hojas niqueladas y las puntas agudas y brillantes. Ya lo tienes, preguntaba desde lejos el marido, Ya lo tengo, respondió y tendió el brazo que sostenía el bolso vacío mientras el otro brazo escondía las tijeras en la espalda, Qué pasa, preguntó el médico, Nada, respondió la mujer, como podría haber respondido Nada que tú puedas ver, debe de haberte extrañado algo en mi voz, fue sólo eso, nada más. Junto con el primer ciego, el médico se acercó a ese lado, cogió el bolso con sus manos vacilantes y dijo, Vayan preparando lo que tengan, empezamos la recogida. La mujer se quitó el reloj, hizo lo mismo con el del marido, echó al bolso los pendientes, un anillo pequeño con rubíes, la cadenilla de oro que llevaba al cuello, la alianza, la del marido, no les costó trabajo sacarlas, Tenemos los dedos más delgados, pensó, fue echándolo todo dentro de la bolsa, el dinero que habían traído de casa, unos cuantos billetes de diferente valor, unas monedas, Está todo, dijo, Estás segura, preguntó el médico, busca bien, De valor, era todo lo que teníamos. La chica de las gafas oscuras había reunido ya sus bienes, no eran muy diferentes, sólo había unas pulseras de más, y, de menos, una alianza. La mujer del médico esperó a que el marido y el primer ciego le dieran las espaldas, y a que la chica de las gafas oscuras se volviera hacia el niño estrábico, Soy como si fuera tu madre, pago por ti y por mí, y luego retrocedió hacia la pared del fondo. Allí, como a lo largo de las otras paredes, había unos grandes clavos que debían de haber servido a los locos para colgar en ellos sabe Dios qué tesoros y manías. Eligió el más alto al que podía llegar y colgó de él las tijeras. Después se sentó en la cama. Lentamente, el marido y el primer ciego caminaban hacia la puerta, recogiendo, de un lado y de otro, lo que cada uno tenía para entregar, algunos protestaban diciendo que aquello era una vergüenza, que les estaban robando, y era la pura verdad, otros se deshacían de sus posesiones con una especie de indiferencia, como si pensasen que, bien vistas las cosas, no hay en el mundo nada que, en sentido absoluto, nos pertenezca, verdad ésta no menos transparente. Cuando llegaron a la puerta de la sala, terminada la colecta, el médico preguntó, Lo han entregado todo, unas cuantas voces resignadas respondieron que sí, hubo quien se quedó callado, a su tiempo sabremos si fue por no mentir. La mujer del médico alzó los ojos hacia donde estaban las tijeras. Le sorprendió verlas tan altas, colgadas por uno de los aros o argollas, como si no hubiera sido ella misma quien las puso allí, después, para sí, pensó que fue una excelente idea traerlas, ahora ya podría arreglarle la barba al marido, dejarlo más presentable, porque, ya se sabe, en las condiciones en que vivimos, es imposible que un hombre pueda afeitarse normalmente. Cuando miró otra vez hacia la puerta, los dos hombres habían desaparecido en la penumbra del corredor, camino de la tercera sala, lado izquierdo, donde tendrían que pagar la comida. La de hoy, la de mañana también, tal vez la de toda la semana, Y después, la pregunta no tenía respuesta, todo lo que teníamos va ahí.

Contra lo que era habitual, los corredores estaban vacíos, en general no era así, cuando se salía de las salas no se hacía otra cosa que tropezar, resbalar y caer, los agredidos echaban pestes, soltaban groseros tacos, los agresores respondían en el mismo tono, pero nadie le daba importancia, uno tiene que desahogarse de alguna manera, mayormente si está ciego. Ante ellos se oía un ruido de pasos y de voces, serían los emisarios de otra sala que iban a la misma obligación. Qué situación la nuestra, doctor, dijo el primer ciego, no bastaba con estar como estamos y vamos a caer en manos de unos ciegos ladrones, hasta parece mi sino, primero el del coche, ahora estos que nos roban la comida, y además a punta de pistola, La diferencia es ésa, el arma, Pero no siempre van a tener balas, no duran eternamente, Nada dura siempre, aunque, en este caso, tal vez sea deseable que sí, Por qué, Si se les acaban las balas será porque las han disparado, y ya tenemos muertos de sobra, Estamos en una situación insostenible, Es insostenible desde que entramos, y a pesar de todo vamos aguantando, Es usted optimista, doctor, No es que sea optimista, es que no puedo imaginar nada peor de lo que estamos viviendo, Pues yo empiezo a pensar que no hay límites para lo malo, para el mal, Quizá tenga razón, dijo el médico, y luego, como si estuviera hablando consigo mismo, Algo tiene que ocurrir aquí, conclusión ésta que supone cierta contradicción, o hay al fin algo peor que esto, o de ahora en adelante todo va a mejorar, aunque por la muestra no lo parezca. Dado el camino recorrido, las esquinas que doblaron, se estaban acercando a la tercera sala. Ni el médico ni el primer ciego habían venido nunca aquí, pero la construcción de las dos alas, lógicamente, obedecía a una estructura simétrica, y quien conociese bien la parte derecha fácilmente podría orientarse en el lado izquierdo, y viceversa, bastaba virar a la izquierda en un lado cuando en el otro se habría girado a la derecha. Oyeron voces, debían de ser los que llegaron antes que ellos, Tendremos que esperar, dijo el médico en voz baja, Por qué, Los de dentro querrán saber exactamente qué es lo que éstos traen, para ellos es igual, como ya han comido no tienen prisa, No debe de faltar mucho para la hora de la comida. Aunque pudieran ver, de nada les serviría, no tienen ya relojes. Un cuarto de hora después, minuto más, minuto menos, acabó el trueque. Los dos hombres pasaron por delante del médico y del primer ciego, por lo que decían llevaban la comida, Cuidado, no la dejes caer, exclamó uno, y el otro murmuraba, Lo que no sé es si llegará para todos, Pues nos apretamos el cinturón. Deslizando la mano por la pared, con el primer ciego tras él, el médico avanzó hasta que sus dedos tocaron las tablas lisas de la puerta, Somos de la sala primera lado derecho. Avanzó un paso, pero su pierna chocó con un obstáculo, se dio cuenta de que era una cama atravesada, puesta allí como si fuera el mostrador de una tienda, Están organizados, pensó, esto no ha nacido improvisadamente. Oyó voces, pasos, Cuántos serán, la mujer le había hablado de unos diez, pero posiblemente serían muchos más, sin duda no estaban todos en el zaguán cuando se apropiaron de la comida. El de la pistola era el jefe, era su voz grosera y áspera la que decía, Vamos a ver las riquezas que nos trae la primera sala lado derecho, y luego, en tono más bajo, hablando con alguien que debía de estar muy cerca, Toma nota. El médico quedó perplejo, qué significa este Toma nota, sin duda hay alguien que puede escribir, por lo tanto hay alguien que no está ciego, ya son dos casos, Tenemos que andar con cuidado, pensó, mañana este individuo puede estar a nuestro lado sin que nos demos cuenta, el pensamiento del médico poco difería de lo que el primer ciego estaba pensando, Con la pistola y un espía, estamos listos, no levantaremos cabeza en nuestra vida. El ciego de dentro, capitán de los ladrones, había abierto ya la bolsa y, con manos hábiles, iba sacando, palpando e identificando los objetos, el dinero, sin duda distinguía por el tacto lo que era oro y lo que no lo era, y también por el tacto el valor de los billetes y de las monedas, es fácil cuando se tiene experiencia. Sólo pasados unos minutos el oído distraído del médico empezó a notar un ruido inconfundible, sin duda allí al lado alguien estaba escribiendo en alfabeto braille, también llamado anagliptografía, se oía el sonido al mismo tiempo sordo y nítido del puntero perforando el papel grueso y batiendo contra la plancha metálica del tablero inferior. Había, pues, un ciego normal entre los ciegos delincuentes, un ciego como todos aquellos a los que antes se daba el nombre de ciegos, evidentemente había sido atrapado en la red con los demás, pero no era el momento de hacer averiguaciones, Oiga, es usted de los ciegos modernos o de los antiguos, a ver, explíquenos su manera de no ver. Qué suerte han tenido éstos, aparte de tocarles un escribano, también podrán aprovecharlo como guía, un ciego entrenado es otra cosa, vale su peso en oro. Continuaba el inventario, de tiempo en tiempo el de la pistola pedía la opinión del contable, Qué crees que es esto, y el otro interrumpía el registro para dar un parecer, decía, Baratija, y en este caso el de la pistola comentaba, Muchas como ésta y no coméis, Es bueno, y entonces el comentario era, No hay como tratar con gente honrada. Al fin colocaron tres cajas encima de la cama, Os lleváis esto, dijo el de la pistola. El médico las contó, No son suficientes, dijo, recibíamos cuatro cuando la comida era sólo para nosotros, en el mismo instante notó la frialdad del cañón de la pistola en la garganta, para estar ciego no había sido mala puntería, Cada vez que reclames te quitaremos una caja, ahora largo de aquí, te llevas ésas, y da gracias a Dios por poder comer todavía. El médico murmuró, Está bien, recogió dos cajas, el primer ciego cargó con la otra, y, más lentos ahora porque llevaban peso, rehicieron el camino que los llevaría a la sala. Cuando llegaron al zaguán, donde parecía que no había nadie, el médico dijo, No volveré a tener una oportunidad así, Qué quiere decir, preguntó el primer ciego, Me puso la pistola en el cuello, podría habérsela quitado de las manos, Sería arriesgado, No tanto como parece, yo sabía dónde estaba la pistola y él no sabía dónde estaban mis manos, Aun así, Estoy seguro, en aquel momento él era el más ciego de los dos, fue una pena que no se me ocurriera, o quizá lo pensé y no tuve valor, Y luego, preguntó el primer ciego, Y luego, qué, Vamos a suponer que realmente conseguía quitarle el arma, estoy seguro de que no iba a ser capaz de usarla, Si tuviera la certeza de que se resolvía la situación, sí, Pero no está seguro, No, realmente no lo estoy, Entonces es mejor que las armas estén del lado de ellos, al menos mientras no las usen contra nosotros, Amenazar con un arma es ya atacar, Si le hubiese quitado la pistola, comenzaría la verdadera guerra, y lo más probable es que ni siquiera hubiésemos salido de allí, Tiene razón, dijo el médico, olvidaré todo esto, Lo que sí tiene que recordar es lo que me dijo antes, Qué le dije, Que algo va a ocurrir, Ocurrió ya, y no aproveché la ocasión, Otra cosa será, y no ésta.

Cuando entraron en la sala y tuvieron que presentar lo poco que llevaban para poner en la mesa, hubo quien creyó que la culpa era de ellos, por no haber reclamado y exigido más, para eso habían sido nombrados representantes del colectivo. Entonces, el médico explicó lo que había pasado, habló del ciego escribiente, de los modos insolentes del ciego de la pistola, de la pistola también. Los descontentos bajaron el tono, acabaron por concordar, sí señor, la defensa de los intereses de la sala está en buenas manos. Distribuyeron al fin la comida, hubo quien recordó a los impacientes que poco es más que nada, aparte de eso, por la hora que debía de ser, estaría a punto de llegar la comida del mediodía, Lo malo es si nos ocurre lo que al caballo del cuento, que murió cuando ya estaba acostumbrado al ayuno, dijo alguien. Los otros sonrieron pálidamente, y otro añadió, No sería mala idea, si es que el caballo, cuando muere, no sabe que va a morir.