La ocurrencia había brotado de la cabeza del ministro mismo. Era, por cualquier lado que se la examinara, una idea feliz, incluso perfecta, tanto en lo referente a los aspectos meramente sanitarios del caso como a sus implicaciones sociales y a sus derivaciones políticas. Mientras no se aclarasen las causas, o, para emplear un lenguaje adecuado, la etiología del mal blanco, como gracias a la inspiración de un asesor imaginativo la malsonante palabra ceguera sería designada, mientras no se encontrara para aquel mal tratamiento y cura, y quizá una vacuna que previniera la aparición de casos futuros, todas las personas que se quedaran ciegas, y también quienes con ellas hubieran tenido contacto físico o proximidad directa, serían recogidas y aisladas, para evitar así ulteriores contagios que, de verificarse, se multiplicarían según lo que matemáticamente es costumbre denominar progresión geométrica. Quod erat demonstrandum, concluyó el ministro. En palabras al alcance de todo el mundo, se trataba de poner en cuarentena a todas aquellas personas, de acuerdo con la antigua práctica, heredada de los tiempos del cólera y de la fiebre amarilla, cuando los barcos contaminados, o simplemente sospechosos de infección, tenían que permanecer apartados cuarenta días, Hasta ver. Estas mismas palabras, Hasta ver, intencionales por su tono, pero sibilinas por faltarle otras, fueron pronunciadas por el ministro, que más tarde precisó su pensamiento, Quería decir que tanto pueden ser cuarenta días como cuarenta semanas, o cuarenta meses, o cuarenta años, lo que es preciso es que nadie salga de allí. Ahora hay que decidir dónde los metemos, señor ministro, dijo el presidente de la Comisión de Logística y Seguridad, nombrada al efecto con toda prontitud, que debería encargarse del transporte, aislamiento y auxilio a los pacientes, De qué posibilidades inmediatas disponemos, quiso saber el ministro, Tenemos un manicomio vacío, en desuso, a la espera de destino, unas instalaciones militares que dejaron de ser utilizadas como consecuencia de la reciente reestructuración del Ejército, una feria industrial en fase adelantada de construcción, y hay también, y no han conseguido explicarme por qué, un hipermercado en quiebra, Y, en su opinión, cuál serviría mejor a los fines que nos ocupan, El cuartel es lo que ofrece mejores condiciones de seguridad, Naturalmente, Tiene, no obstante, un inconveniente, es demasiado grande, y la vigilancia de los internos sería difícil y costosa, Entiendo, En cuanto al hipermercado, habría que contar, probablemente, con impedimentos jurídicos diversos, cuestiones legales a tener en cuenta, Y la feria, La feria, señor ministro, creo que sería mejor no pensar en ella, Por qué, No le gustaría al ministerio de Industria, se han invertido allí millones, Queda el manicomio, Sí, señor ministro, el manicomio, Pues el manicomio, Sin duda es el edificio más adecuado, porque, aparte de estar rodeado de una tapia en todo su perímetro, tiene la ventaja de que se compone de dos alas, una que destinaremos a los ciegos propiamente dichos, y otra para los contaminados, aparte de un cuerpo central que servirá, por así decir, de tierra de nadie, por donde los que se queden ciegos podrán pasar hasta juntarse a los que ya lo están. Veo un problema, Cuál, señor ministro, Nos veremos obligados a meter allí personal para orientar las transferencias, y no creo que haya voluntarios, No creo que sea necesario, señor ministro, A ver, explíquese, En caso de que uno de los contaminados se quede ciego, como es natural que ocurra antes o después, los que aún conservan la vista lo echarán de allí de inmediato, Es verdad, Del mismo modo que no permitirían la entrada de un ciego que quisiera cambiar de sitio, Bien pensado, Gracias, señor ministro, podemos pues poner en marcha el plan, Sí, tiene carta blanca.

La comisión actuó con rapidez y eficacia. Antes de que anocheciera ya habían sido recogidos todos los ciegos de que había noticia, y también cierto número de posibles contagiados, al menos aquellos a quienes fue posible identificar y localizar en una rápida operación de rastreo ejercida sobre todo en los medios familiares y profesionales de los afectados por la pérdida de visión. Los primeros en ser trasladados al manicomio desocupado fueron el médico y su mujer. Había soldados de vigilancia. Se abrió el portalón para que los ciegos pasaran, y luego fue cerrado de inmediato. Sirviendo de pasamanos, una gruesa cuerda iba del portón de entrada a la puerta principal del edificio. Sigan un poco hacia la derecha, ahí hay una cuerda, agárrenla y síganla siempre hacia delante, hacia delante, hasta los escalones, los escalones son seis, advirtió un sargento. Ya en el interior, la cuerda se bifurcaba, una hacia la izquierda, otra hacia la derecha, el sargento gritó, Atención, su lado es el derecho. Al tiempo que arrastraba la maleta, la mujer guiaba al marido hacia la sala más próxima a la entrada. Era amplia como una enfermería antigua, con dos filas de camas pintadas de un gris ceniciento, pero ya con la pintura descascarillada. Las mantas, las sábanas y las colchas eran del mismo color. La mujer llevó al marido al fondo de la sala, lo hizo sentarse en una de las camas, y le dijo, No salgas de aquí, voy a ver cómo es esto. Había más salas, corredores largos y estrechos, gabinetes que habrían servido como despachos de los médicos, letrinas empercudidas, una cocina que conservaba aún el hedor de mala comida, un enorme refectorio con mesas forradas de cinc, tres celdas acolchadas hasta la altura de dos metros y cubiertas de láminas de corcho a partir de ahí. Detrás del edificio había un cercado abandonado, un jardín con árboles descuidados, los troncos parecían desollados. Se encontraba basura por todas partes. La mujer del médico volvió hacia dentro. En un armario medio abierto encontró camisas de fuerza. Cuando llegó junto al marido le preguntó, A que no eres capaz de imaginar adónde nos han traído, No, iba a añadir, A un manicomio, pero él se adelantó, Tú no estás ciega, no puedo permitir que te quedes aquí, Sí, tienes razón, no estoy ciega, Voy a pedirles que te lleven a casa, les diré que los engañaste para quedarte conmigo, No vale la pena, desde donde están no te oyen, y, aunque te oyeran, no te harían caso, Pero tú puedes ver, Por ahora, lo más probable es que me quede también ciega un día de éstos o dentro de un minuto, Vete, por favor, No insistas, además, estoy segura de que los soldados no me dejarían poner un pie fuera, No te puedo obligar, No, amor mío, no puedes, me quedo aquí para ayudarte y para ayudar a los que vengan, pero no les digas que yo veo, Qué otros, No creerás que vamos a ser los únicos, Esto es una locura, Debe serlo, estamos en un manicomio.

Los otros llegaron juntos. Los habían recogido en sus casas, uno tras otro, el del automóvil fue el primero, el ladrón que lo robó, la chica de las gafas oscuras, el niño estrábico, ése no, a ése lo fueron a buscar al hospital al que su madre lo había llevado. La madre no venía con él, no había tenido la astucia de la mujer del médico, decir que estaba ciega sin estarlo, es una mujer sencilla, incapaz de mentir, ni siquiera en su beneficio. Entraron en la sala tropezando, tanteando el aire, aquí no había cuerda que los guiase, tendrían que ir aprendiendo a costa de su dolor, el niño lloraba, llamaba a su madre, y era la chica de las gafas oscuras la que intentaba sosegarlo, Ya viene, ya viene, le decía, y como llevaba las gafas oscuras, tanto podía estar ciega como no, los otros movían los ojos a un lado y a otro y nada veían, mientras que ella, con aquellas gafas, sólo porque decía Ya viene, ya viene, era como si estuviera viendo entrar por la puerta a la madre desesperada. La mujer del médico acercó la boca al oído del marido y susurró, Han entrado cuatro, una mujer, dos hombres y un niño, Qué aspecto tienen los hombres, preguntó el médico en voz baja, ella los fue describiendo, y él, A ése no lo conozco, el otro, por lo que dices, tiene todo el aire de ser el ciego que fue a la consulta, El pequeño tiene estrabismo, y la mujer que lleva gafas de sol parece bonita, Estuvieron allí los dos. A causa del ruido que hacían buscando un sitio donde sentirse seguros, los ciegos no oyeron este intercambio de palabras, pensarían que no había allí otros como ellos, y no hacía tanto tiempo que habían perdido la vista como para que se les avivase el sentido del oído por encima de lo normal. Por fin, como si hubiesen llegado a la conclusión de que no valía la pena cambiar lo seguro por lo dudoso, se sentó cada uno en la cama con la que habían tropezado, los dos hombres estaban muy cerca, pero no lo sabían. La chica, en voz baja, continuaba consolando al niño, No llores, ya verás como tu madre no tarda. Se hizo luego un silencio, y entonces la mujer del médico dijo de modo que se oyera desde el fondo de la sala, donde estaba la puerta, Aquí estamos dos personas más, cuántos son ustedes. La voz inesperada sobresaltó a los recién llegados, pero los dos hombres continuaron callados, quien respondió fue la joven, Creo que somos cuatro, estamos este niño y yo, Quién más, por qué no hablan los otros, preguntó la mujer del médico, Estoy yo, murmuró, como si le costase pronunciar las palabras, una voz de hombre, Y yo, rezongó a su vez, contrariada, otra voz masculina. La mujer del médico dijo para sí, Se comportan como si temieran darse a conocer el uno al otro. Los veía crispados, tensos, el cuello en alto como si olfateasen algo, pero, curiosamente, las expresiones eran semejantes, una mezcla de amenaza y de miedo, pero el miedo de uno no era el mismo que el miedo del otro, como tampoco lo eran las amenazas. Qué habrá entre ellos, pensó.

En aquel mismo instante se oyó una voz fuerte y seca, de alguien, por el tono, habituado a dar órdenes. Venía de un altavoz colocado encima de la puerta por la que habían entrado, la palabra Atención fue pronunciada tres veces, luego empezó la voz, El Gobierno lamenta haberse visto forzado a ejercer enérgicamente lo que considera su derecho y su deber, proteger por todos los medios a su alcance a la población en la crisis que estamos atravesando, cuando parece comprobarse algo semejante a un brote epidémico de ceguera, provisionalmente llamado mal blanco, y desearía contar con el civismo y la colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación del contagio, en el supuesto de que se trate de un contagio y no de una serie de coincidencias por ahora inexplicables. La decisión de reunir en un mismo lugar a los afectados por el mal, y en un lugar próximo, pero separado, a aquellos con los que mantuvieron algún tipo de contacto, no ha sido tomada sin ponderar seriamente las consecuencias. El Gobierno conoce plenamente sus responsabilidades, y espera que aquellos a quienes se dirige este mensaje asuman también, como ciudadanos conscientes que sin duda son, las responsabilidades que les corresponden, pensando que el aislamiento en que ahora se encuentran representará, por encima de cualquier otra consideración personal, un acto de solidaridad para con el resto de la comunidad nacional. Dicho esto, pedimos la atención de todos hacia las instrucciones siguientes, primero, las luces se mantendrán siempre encendidas y será inútil cualquier tentativa de manipular los interruptores, que por otra parte no funcionan, segundo, abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente, tercero, en cada sala hay un teléfono que sólo podrá ser utilizado para solicitar del exterior la reposición de los productos de higiene y limpieza, cuarto, los internos lavarán manualmente sus ropas, quinto, se recomienda la elección de responsables de sala, se trata de una recomendación, no de una orden, los internos se organizarán como crean conveniente, a condición de que cumplan las reglas anteriores y las que seguidamente vamos a enunciar, sexto, tres veces al día se depositarán cajas con comida en la puerta de entrada, a la derecha y a la izquierda, destinadas, respectivamente, a los pacientes y a los posibles contagiados, séptimo, todos los restos deberán ser quemados, considerándose restos, a todo efecto, aparte de la comida sobrante, las cajas, los platos, los cubiertos, que están fabricados con material combustible, octavo, la quema deberá ser efectuada en los patios interiores del edificio o en el cercado, noveno, los internos son responsables de las consecuencias negativas de la quema, décimo, en caso de incendio, sea éste fortuito o intencionado, los bomberos no intervendrán, undécimo, tampoco deberán contar los internos con ningún tipo de intervención exterior, en el supuesto de que sufran cualquier otra dolencia, y tampoco en el caso de que haya entre ellos agresiones o desórdenes, duodécimo, en caso de muerte, cualquiera que sea la causa, los internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado, decimotercero, la comunicación entre el ala de los pacientes y el ala de los posibles contagiados se hará por el cuerpo central del edificio, el mismo por el que han entrado, decimocuarto, los contagiados que se queden ciegos se incorporarán inmediatamente al ala segunda, en la que están los invidentes, decimoquinto, esta comunicación será repetida todos los días, a esta misma hora, para conocimiento de los nuevos ingresados. El Gobierno y la Nación esperan que todos cumplan con su deber. Buenas noches.

En el silencio que siguió a estas palabras se oyó la voz del niño, Quiero ver a mi madre, pero las palabras fueron articuladas sin expresión, como un mecanismo repetidor automático que antes hubiera dejado en suspenso una frase, y ahora, fuera de tiempo, la soltase. El médico dijo, Las órdenes que acabamos de oír no dejan dudas, estamos aislados, más aislados de lo que probablemente jamás lo estuvo alguien anteriormente, y sin esperanza de poder salir de aquí hasta que se descubra un remedio contra la enfermedad, Conozco su voz, dijo la chica de las gafas oscuras, Soy médico, médico oftalmólogo, Es el médico a quien fui a ver ayer, es su voz, sí, Y usted, quién es, Tenía una conjuntivitis, supongo que la tengo aún, pero ahora, ciega ya, la cosa no debe de tener la menor importancia, Y ese niño que está con usted, No es mío, no tengo hijos, Ayer examiné a un niño con estrabismo, eras tú, preguntó el médico, Sí señor, la respuesta del niño salió con un tono de despecho, como si no le gustara que mencionasen su defecto físico, y tenía razón, que defectos tales, éstos y otros, sólo por el hecho de hablar de ellos pasan de males perceptibles a males evidentes, Hay alguien a quien no conozca, volvió a preguntar el médico, está aquí el hombre que fue ayer a mi consultorio acompañado por su esposa, el que se quedó ciego de repente cuando iba en su coche, Soy yo, respondió el primer ciego, Hay otra persona aún, que diga quién es, por favor, nos han obligado a vivir juntos no sabemos por cuánto tiempo, es indispensable que nos conozcamos unos a otros. El ladrón del coche murmuró entre dientes, Sí, sí, creyó que aquello era suficiente para confirmar su presencia, pero el oculista insistió, La voz suena como de alguien relativamente joven, usted no es el enfermo de avanzada edad, el que tenía catarata en un ojo, No, doctor, no lo soy, Y cómo se quedó ciego, Iba por la calle, Y qué más, Nada más, iba por la calle y me quedé ciego. El médico abría la boca para preguntar si su ceguera era también blanca, pero se calló, para qué, de qué servía, fuese cual fuese la respuesta, blanca o negra la ceguera, de allí no iban a salir. Tendió la mano vacilante hacia su mujer y encontró la mano de ella en el camino. La mujer le besó la cara, nadie más podía ver esta frente marchita, la boca apagada, los ojos muertos, como de cristal, atemorizadores, porque parecían ver y no veían, También me llegará el turno, pensó, cuándo, tal vez en este mismo instante, sin darme tiempo a acabar lo que estoy diciéndome, en cualquier momento, como ellos, o tal vez despierte ciega, me quedaré ciega al cerrar los ojos para dormir, y creeré que sólo me he quedado dormida.

Miró a los cuatro ciegos, estaban sentados en las camas, y a sus pies estaba el poco bagaje que habían podido llevarse, el niño con su mochila escolar, los otros con las maletas, pequeñas, como si fueran para un fin de semana. La chica de las gafas oscuras conversaba en voz baja con el niño, en la fila del otro lado, próximos los dos, sólo una cama vacía en medio, el primer ciego y el ladrón del coche se enfrentaban sin saberlo. El médico dijo, Hemos oído las órdenes, pase lo que pase sabemos una cosa, nadie va a venir a ayudarnos, por eso sería conveniente que nos empezásemos a organizar ya, porque no pasará mucho tiempo antes de que esta sala se llene de gente, ésta y las otras, Cómo sabe que hay otras salas, preguntó la muchacha, Anduvimos un poco por ahí antes de instalarnos en ésta, que era la que quedaba más cerca de la puerta de entrada, explicó la mujer del médico mientras apretaba el brazo del marido recomendándole prudencia. Dijo la muchacha, Lo mejor sería que usted, doctor, fuera el responsable, al fin y al cabo es médico, Y para qué sirve un médico sin ojos y sin medicinas, Tiene la autoridad. La mujer del médico sonrió, Creo que tendrías que aceptar, si los demás están de acuerdo, claro, Yo no creo que sea una buena idea, Por qué, Por ahora sólo somos seis, pero mañana, seguro, seremos más, todos los días llegará gente, sería apostar por lo imposible figurarse que iban a estar dispuestos a aceptar una autoridad que no han elegido y que, además, nada les puede dar a cambio de su acatamiento, eso suponiendo que reconocieran una autoridad y una reglamentación, Entonces va a ser difícil vivir aquí, Tendremos mucha suerte si sólo es difícil. La chica de las gafas oscuras dijo, Mi intención era buena, pero, realmente, el doctor tiene razón, aquí cada uno va a tirar por su lado.

Fuera porque se sintió movido por estas palabras, o porque ya no pudo aguantar más la furia, uno de los hombres se puso en pie bruscamente, Este tipo es el que tiene la culpa de nuestra desgracia, si tuviera ojos acababa con él ahora mismo, vociferó apuntando hacia el lugar en que creía que estaba el otro. El desvío no era grande, pero lo dramático del gesto resultó cómico, porque el dedo acusador, tenso, indicaba hacia una mesita de noche. Calma, dijo el médico, en una epidemia no hay culpables, todos son víctimas, Si yo no hubiera sido la buena persona que fui, si no le hubiera ayudado a llegar a su casa, aún tendría mis benditos ojos, Quién es usted, preguntó el médico, pero el acusador no respondió, y ya parecía contrariado por haber hablado. Entonces se oyó la voz del otro, Me llevó a casa, es verdad, pero luego se aprovechó de mi estado para robarme el coche, No es verdad, yo no robé nada, Lo robó, sí señor, lo robó, Si alguien le birló el coche, no fui yo, y el pago que he recibido por mi buena acción es quedarme ciego, además, dónde están los testigos, a ver, los testigos, La discusión no resuelve nada, dijo la mujer del médico, el coche está ahí fuera y ustedes están aquí dentro, es mejor que hagan las paces, recuerden que vamos a tener que vivir aquí juntos, Sé muy bien quién no va a vivir con él, ustedes hagan lo que les dé la gana, pero yo me voy a otra sala, no me quedo aquí con un bribón como éste, capaz de robarle a un ciego, se queja de que por mi culpa se quedó ciego, pues eso demuestra que todavía hay justicia en el mundo. Cogió la maleta y, arrastrando los pies para no tropezar, tanteando con la mano libre, salió al pasillo que separaba las dos filas de camas, Dónde están las otras salas, preguntó, pero no llegó a oír la respuesta, si es que alguien se la dio, porque de repente le cayó encima una confusión de brazos y piernas, el ladrón del coche cumplía como podía su amenaza de desquite contra el causante de sus males. Uno abajo, otro encima, rodaron por aquel apretado espacio, mientras, de nuevo asustado, el niño estrábico volvía a llorar y a llamar a su madre. La mujer del médico tomó al marido por el brazo, sabía que sola no iba a poder acabar con la pelea, y lo llevó por el corredor hasta el lugar donde se debatían, jadeantes, los furiosos combatientes. Guió las manos del marido, ella personalmente se encargó del ciego que estaba más cerca, y así, con gran esfuerzo, consiguieron separarlos. Se están comportando ustedes estúpidamente, gritó el médico, si lo que quieren es convertir esto en un infierno, pueden seguir, van por buen camino, pero recuerden que estamos entregados a nosotros mismos, que no vamos a recibir ninguna ayuda de fuera, ya han oído lo que dijeron, Es que me robó el coche, se lamentó el primer ciego, más deteriorado que el otro, Y qué importa el coche ahora, dijo la mujer del médico, cuando se lo robaron tampoco podía servirse de él, Pero era mío, y este ladrón se lo llevó no sé adónde, Lo más probable, dijo el médico, es que su coche esté en el sitio donde este hombre se quedó ciego, Tiene usted razón, doctor, se nota que sabe, allí estará sin duda, dijo el ladrón. El primer ciego hizo un movimiento como para soltarse de las manos que lo sujetaban, pero sin forzar, como si hubiese comprendido que ni la indignación, por justificada que estuviese, iba a devolverle el coche, ni el coche iba a devolverle la vista. Pero el ladrón amenazó de nuevo, Si crees que no te va a ocurrir nada, te equivocas, sí, fui yo quien te robó el coche, pero tú me has robado a mí la vista de mis ojos, a ver quién de los dos es más ladrón, Acaben de una vez, protestó el médico, todos aquí estamos ciegos y no nos quejamos, ni acusamos a nadie, Mucho me importa a mí el mal de los otros, dijo el ladrón, desdeñoso, Si quiere irse a otra sala, dijo el médico al primer ciego, mi mujer podrá llevarlo, ella se orienta mejor que yo, He cambiado de idea, prefiero quedarme aquí. El ladrón se burló, El niño tiene miedo a estar allí solito, no se le vaya a aparecer un sacamantecas que yo sé, Basta, gritó el médico, impaciente, Mire, doctorcillo, rezongó el ladrón, aquí todos somos iguales, a mí no me da usted órdenes, No le estoy dando órdenes, sólo le digo que deje a ese hombre en paz, Sí, sí, pero cuidadito conmigo, que no se me hinchen las narices, que pronto se me acaba la paciencia, que, a bueno, no hay otro como yo, pero a las malas nadie me gana. Con gestos y movimientos agresivos, el ladrón buscó la cama donde había estado sentado, empujó la maleta debajo y dijo luego, Me voy a acostar, y por el tono fue como si dijese, Vuélvanse, que me voy a desnudar. La chica de las gafas oscuras le dijo al niño estrábico, Tú también tienes que meterte en cama, ponte aquí, a este lado, y si de noche necesitas algo, me lo dices, Quiero hacer pipí, dijo el niño. Al oírlo, todos sintieron unas súbitas y urgentes ganas de orinar, pensaron, con éstas o con otras palabras, A ver cómo se resuelve eso ahora, el primer ciego palpó debajo de la cama, buscando un orinal, pero, al mismo tiempo, deseando que no lo hubiera porque le daría vergüenza orinar en presencia de otras personas, que no podrían verlo, desde luego, pero el ruido es indiscreto, indisimulable, los hombres, al menos, pueden usar un truco que no está al alcance de las mujeres, en eso tienen más suerte. El ladrón se había sentado en la cama, y decía ahora, Mierda, a ver dónde se mea en esta casa, Ojo con las palabras, que hay un niño, protestó la chica de las gafas oscuras, Sí, guapita, pues a ver si encuentras un sitio o verás cómo tu chiquillo se mea por las patas abajo. Dijo la mujer del médico, Tal vez pueda dar yo con los retretes, recuerdo haber notado por ahí un olor, Yo voy con usted, dijo la chica de las gafas oscuras cogiendo de la mano al niño, Mejor será que vayamos todos, observó el médico, así sabremos el camino, Te entiendo, amigo, esto lo pensó el ladrón del coche, pero no se atrevió a decirlo en voz alta, lo que tú no quieres es que tu mujercita tenga que llevarme a mear cuando me apetezca. El pensamiento, por el segundo sentido implícito, le provocó una pequeña erección que le sorprendió, como si el hecho de estar ciego debiera tener como consecuencia la pérdida o disminución del deseo sexual, Bien, pensó, no se ha perdido todo, entre muertos y heridos alguno escapará, y, desentendiéndose de la conversación, empezó a fantasear. No le dieron tiempo, el médico ya estaba diciendo, Formamos una fila, mi mujer va delante, cada uno pone la mano en el hombro del que va ante él, así no habrá peligro de que nos perdamos. El primer ciego dijo, Yo con ése no voy, se refería, obviamente, al ladrón.

Sea porque se buscaban, sea porque se evitaban, el hecho es que apenas se podían mover en el estrecho pasillo entre las camas, tanto más cuanto que la mujer del médico tenía que actuar también como si estuviese ciega. Al fin quedó la fila ordenada, detrás de la mujer del médico iba la chica de las gafas oscuras con el niño estrábico de la mano, después el ladrón en calzoncillos y camiseta, luego el médico, y, al fin, a salvo de agresiones por ahora, el primer ciego. Avanzaban muy lentamente, como si no se fiaran de quien los guiaba, con la mano libre iban tanteando el aire, buscando de paso un apoyo sólido, una pared, el marco de una puerta. Tras la chica de las gafas oscuras, el ladrón, estimulado por el perfume que de ella se desprendía y por el recuerdo de la reciente erección, decidió usar las manos con mayor provecho, una acariciándole la nuca por debajo del cabello, la otra, directa y sin ceremonias, palpándole los pechos. Ella se sacudió para escapar del desafuero, pero él la tenía bien agarrada. Entonces, la muchacha soltó una patada hacia atrás como una coz. El tacón del zapato, fino como un estilete, se clavó en el muslo desnudo del ladrón, que soltó un grito de sorpresa y de dolor. Qué pasa, preguntó la mujer del médico mirando hacia atrás, Fui yo, que tropecé, respondió la chica de las gafas oscuras, y parece que le he hecho daño al de atrás. La sangre aparecía ya entre los dedos del ladrón, que, gimiendo y soltando maldiciones, intentaba percibir los efectos de la agresión, Estoy herido, esta idiota no ve dónde pone los pies, Y usted no ve dónde pone las manos, respondió secamente la chica. La mujer del médico comprendió lo que había pasado, primero sonrió, pero luego vio que la herida presentaba mal aspecto, la sangre corría por la pierna del desgraciado, y no tenían agua oxigenada, ni mercromina, ni vendas, ni gasas, ni desinfectante alguno, nada. El médico preguntó, Dónde está la herida, Aquí, Aquí, dónde, En la pierna, no lo ve, me clavó el tacón del zapato, Tropecé, no he tenido la culpa, repitió la muchacha, pero, inmediatamente, estalló, exasperada, Este cerdo, que estaba metiéndome mano, quién se cree él que soy. La mujer del médico intervino, Ahora lo que hay que hacer es lavar la herida, hacer la cura, Y dónde hay agua, preguntó el ladrón, En la cocina, en la cocina hay agua, pero no tenemos por qué ir todos, mi marido y yo llevaremos a este señor, y los otros se quedan aquí, no tardaremos, Quiero hacer pipí, dijo el chiquillo, Espera un poco, ya volvemos. La mujer del médico sabía que tenía que doblar una vez a la derecha, otra a la izquierda, y seguir luego por un corredor ancho que formaba un ángulo recto. La cocina estaba al fondo. Pasados unos minutos fingió que se había equivocado, se detuvo, volvió atrás, luego exclamó, Ah, ya recuerdo, y fueron directamente a la cocina, no podían perder más tiempo, la herida sangraba abundantemente. Al principio vino sucia el agua y hubo que esperar a que se aclarase. Estaba templada y turbia, como si llevara mucho tiempo estancada en la cañería, pero el herido la recibió con un suspiro de alivio. Realmente, la herida tenía mal aspecto. Y ahora, cómo le ponemos un vendaje, preguntó la mujer del médico. Debajo de una mesa había unos cuantos paños sucios que debían de haber servido para fregar, pero sería una imprudencia grave utilizarlos como vendajes, Aquí por lo visto no hay nada, dijo mientras fingía andar buscando, Pero no voy yo a quedarme así, doctor, que la sangre no para, por favor ayúdeme, y perdone si fui maleducado con usted, se lamentaba el ladrón, Estamos ayudándole, hacemos todo lo que podemos, dijo el médico, y luego, Quítese la camiseta, no hay más remedio. El herido protestó, dijo que le hacía falta, pero se la quitó al fin. Rápidamente, la mujer del médico hizo con ella un rollo, lo pasó por el muslo, apretó con fuerza y consiguió, con las puntas de los tirantes y el faldón, atar un nudo tosco. No eran movimientos que un ciego pudiera ejecutar fácilmente, pero ella no quiso perder más tiempo simulando, ya había perdido demasiado cuando fingía no dar con el camino de la cocina. Al ladrón le pareció notar allí algo anormal, el médico, lógicamente, aunque fuera un oftalmólogo, era quien debería haberle hecho la cura, pero el consuelo de verse tratado correctamente se sobrepuso a las dudas, en todo caso vagas, que durante un momento rozaron su consciencia. Cojeando él, volvieron hasta donde los otros estaban, y la mujer del médico vio inmediatamente que el niño estrábico no había podido aguantarse más y se había orinado en los pantalones. Ni el primer ciego, ni la muchacha de las gafas oscuras, se habían dado cuenta de lo sucedido. A los pies del niño se iba ampliando un charquito de orines, las perneras del pantalón goteaban aún. Pero, como si nada hubiera pasado, la mujer del médico dijo, Vamos, pues, en busca de esos retretes. Los ciegos movieron los brazos ante la cara, buscándose unos a otros, menos la chica de las gafas oscuras, que dijo inmediatamente que no quería ir delante del descarado que había intentado meterle mano, al fin se reconstruyó la fila, cambiando de lugar el ladrón y el primer ciego, con el médico colocado entre ellos. El ladrón cojeaba más, arrastraba la pierna. El torniquete le molestaba y la herida parecía latir con tanta fuerza que era como si el corazón se le hubiera cambiado de sitio y se encontrara ahora en el fondo del agujero. La chica de las gafas oscuras llevaba de nuevo al niño de la mano, pero él se apartaba todo lo que podía hacia un lado, con miedo a que alguien descubriera su incontinencia, como el médico, que observó, Aquí huele a orines, y la mujer creyó que debía confirmar la impresión, Sí, realmente, hay un olor, no podía decir que venía de las letrinas, porque aún estaban lejos, y, teniendo que comportarse como si fuese ciega, tampoco podía revelar que el olor venía de los pantalones empapados del chiquillo.

Cuando llegaron a los retretes, hombres y mujeres se mostraron de acuerdo que fuera el niño el primero en aliviarse, pero los hombres acabaron por entrar juntos, sin distinción de urgencias ni de edades, el mingitorio era colectivo, en un sitio como éste tenía que serlo, y los retretes también lo eran. Las mujeres se quedaron en la puerta, dicen que aguantan más, pero todo tiene sus límites, y, al cabo de un momento, la mujer del médico sugirió, Tal vez haya otros servicios, pero la chica de las gafas oscuras dijo, Por mí, puedo esperar, Yo también, dijo la otra, después se hizo un silencio, y luego empezaron a hablar de nuevo, Cómo se quedó ciega, Como los demás, de repente dejé de ver, Estaba en casa, No, Entonces fue cuando salió del consultorio de mi marido, Más o menos, Qué quiere decir más o menos, Que no fue inmediatamente después, Sintió dolor, Dolor, no, pero cuando abrí los ojos, estaba ciega, Yo no, No qué, No tenía los ojos cerrados, me quedé ciega en el momento en que mi marido subió a la ambulancia, Pues tuvo suerte, Quién, Su marido, así podrán estar juntos, En ese caso también yo tuve suerte, Claro, Y usted, está casada, No, no lo estoy, y a partir de ahora no creo que nadie quiera casarse, Pero esta ceguera es tan anormal, tan fuera de lo que la ciencia conoce, que no podrá durar siempre, Y si nos quedáramos así para toda la vida, Nosotros, Todos, Sería horrible, un mundo todo de ciegos, No quiero ni imaginarlo.

El niño estrábico fue el primero en salir del retrete, ni tenía por qué haber entrado. Traía los pantalones enrollados hasta media pierna y se había quitado los calcetines. Dijo, Ya estoy aquí, la mano de la chica de las gafas oscuras se movió inmediatamente en dirección a la voz, no acertó a la primera ni a la segunda, pero a la tercera encontró la mano vacilante del pequeño. Poco después apareció el médico, y luego el primer ciego, uno de ellos preguntó, Dónde están, la mujer del médico había cogido ya un brazo del marido, el otro brazo fue tocado y agarrado por la chica de las gafas oscuras. El primer ciego no tuvo durante unos segundos quien lo amparase, después, alguien le puso una mano en el hombro. Estamos todos, preguntó la mujer del médico, El de la pierna herida se ha quedado aliviando otra urgencia, respondió el marido. Entonces, la chica de las gafas oscuras dijo, Quizá haya otros retretes, empiezo a no aguantar más, perdonen, Vamos a ver si los hay, dijo la mujer del médico, y se alejaron con las manos cogidas. Pasados unos diez minutos, volvieron, habían encontrado un gabinete de consulta que tenía unos servicios anejos. El ladrón salía ya del retrete, se quejaba de frío y de dolores en la pierna. Rehicieron la fila por el mismo orden en que vinieron y, con menos trabajo que antes y ningún accidente, regresaron a la sala. Con habilidad, sin que se notara, la mujer del médico les ayudó a alcanzar la cama correspondiente, la misma en que estaban antes. Fuera de la sala, como si se tratara de algo obvio, recordó que la manera más fácil de que cada uno encontrara su sitio era contar las camas a partir de la entrada, Las nuestras son las últimas del lado derecho, la diecinueve y la veinte. El primero en avanzar por el pasillo fue el ladrón. Estaba casi desnudo, tenía temblores, quería aliviar la pierna dolorida, razones suficientes para que le dieran primacía. Fue yendo de cama en cama, palpando el suelo en busca de la maleta, y cuando la reconoció dijo en voz alta, Aquí está, y añadió, Catorce, De qué lado, preguntó la mujer del médico, El izquierdo, respondió, otra vez vagamente sorprendido, como si ella debiera saberlo sin tener que preguntar. Luego le tocó el turno al primer ciego. Sabía que su cama era la segunda a partir de la del ladrón, del mismo lado. Ya no tenía miedo de dormir cerca de él, estando como estaba con la pierna en tan mísero estado, a juzgar por los lamentos y los suspiros, apenas se podría mover. Cuando llegó, dijo, Dieciséis izquierdo, y se acostó vestido. Entonces, la chica de las gafas oscuras pidió en voz baja, Ayúdennos a quedarnos cerca de ustedes, enfrente, del otro lado, ahí estaremos bien. Avanzaron juntos los cuatro, y rápidamente se instalaron. Pasados unos minutos, el niño estrábico dijo, Tengo hambre, y la chica de las gafas oscuras murmuró, Mañana, mañana comemos, ahora duerme. Luego abrió el bolso y buscó el frasquito que había comprado en la farmacia. Se quitó las gafas, inclinó hacia atrás la cabeza y, con los ojos muy abiertos, guiando una mano con la otra, hizo gotear el colirio. No todas las gotas cayeron en los ojos, pero la conjuntivitis, así tan bien tratada, no tardará en curarse.