Salvo el polvo doméstico, que aprovecha la ausencia de las familias para ir cubriendo suavemente la superficie de los muebles, y digamos a propósito que es ésta la única ocasión que tiene para descansar, sin agitaciones ni zarandeos de paños o aspiradoras, sin carreras de niños que desencadenan torbellinos atmosféricos a su paso, la casa estaba limpia, y el desorden era sólo el de esperar cuando uno tuvo que salir precipitadamente. Aun así, mientras aquel día esperaban las llamadas del ministerio y del hospital, la mujer del médico, con un espíritu de providencia semejante al que lleva a las gentes sensatas a resolver en vida sus asuntos, para que después de la muerte no haya que recurrir a arreglos violentos, lavó los platos, hizo la cama, ordenó el cuarto de baño, no quedó lo que se dice una perfección pero realmente hubiera sido cruel exigirle más, con aquellas manos temblando y con los ojos arrasados en lágrimas. Fue, pues, a una especie de paraíso adonde llegaron los peregrinos, y tan fuerte resultó esta impresión que, sin violentar demasiado el rigor del término, podríamos llamar transcendental, que se detuvieron a la entrada, como paralizados por el inesperado olor a casa, y era simplemente el olor de una casa cerrada, en otro tiempo habríamos corrido a abrir las ventanas, Para airear, diríamos, pero hoy es bueno tenerlas calafateadas para que la podredumbre de fuera no pueda entrar. La mujer del primer ciego dijo, Te lo vamos a poner todo perdido, y tenía razón, si entrasen con aquellos zapatos cubiertos de cieno y mierda, en un instante el paraíso se convertiría en infierno, segundo lugar este, conforme afirman autoridades, en el que el hedor pútrido, nauseabundo, pestilente, fétido, es el mayor castigo que tienen que soportar las almas condenadas, no las tenazas ardientes, los calderos de pez hirviendo y otros artefactos de forja y cocina. Desde épocas inmemoriales la costumbre de las amas de casa era decir, Entrad, entrad, no os preocupéis, lo que se ensucia ya se limpiará, pero ésta, tanto ella como sus invitados, saben de dónde vienen, saben que en el mundo en el que viven lo que está sucio acabará ensuciándose mucho más, y por eso les pide y agradece que se descalcen en el rellano, cierto es que tampoco los pies están limpios, pero no hay comparación, las toallas y las sábanas de la chica de las gafas oscuras sirvieron de algo, se llevaron lo peor. Entraron, pues, descalzos, la mujer del médico buscó, y encontró, una bolsa grande de plástico en la que metió todos los zapatos, a la espera de una limpieza en forma, no sabía cuándo ni cómo, después la llevó a la terraza, el aire de fuera no va a empeorar por eso. El cielo empezaba a oscurecerse, había nubes cargadas, Ojalá llueva, pensó. Con una idea clara de lo que era preciso hacer, volvió junto a sus compañeros. Estaban en la sala, quietos, de pie a pesar de estar tan cansados, no se habían atrevido a buscar un asiento, sólo el médico recorría vagamente los muebles con las manos, dejaba señales en la superficie, era la primera limpieza que empezaba, algo de este polvo va ya agarrado a la punta de los dedos. La mujer del médico dijo, Desnudaos todos, no podemos quedarnos como estamos, nuestras ropas están casi tan sucias como los zapatos, Desnudarnos, preguntó el primer ciego, aquí, unos delante de los otros, no me parece bien, Si queréis, os dejo a cada uno una parte de la casa, respondió irónicamente la mujer del médico, así no habrá vergüenzas, Yo me arreglo aquí mismo, dijo la mujer del primer ciego, sólo tú me puedes ver, y, además, no olvido que me viste peor que desnuda, mi marido es quien tiene débil la memoria, No sé qué interés tienes en recordar cosas desagradables que ya han pasado, rezongó el primer ciego, Si fueses mujer y hubieses estado donde nosotras estuvimos, pensarías de otra manera, dijo la chica de las gafas oscuras mientras empezaba a desnudar al niño estrábico. El médico y el viejo de la venda negra ya estaban desnudos de cintura para arriba, ahora se estaban quitando los pantalones, el viejo de la venda negra le dijo al médico, que estaba a su lado, Déjame apoyarme en ti para sacar los pantalones. Estaban tan ridículos, los pobres, dando saltitos, que hasta daban ganas de llorar. El médico perdió el equilibrio, arrastró en su caída al viejo de la venda negra, afortunadamente ambos tomaron la cosa a risa, y ahora causaba ternura verlos allí, con sus cuerpos maculados por todas las suciedades posibles, los sexos como empastados, pelos blancos, pelos negros, en esto acababa la respetabilidad de una edad avanzada y de una profesión tan meritoria. La mujer del médico les ayudó a levantarse, dentro de poco todo estará oscuro, nadie tendrá motivo para sentirse avergonzado, Habrá velas en casa, se preguntó, la respuesta fue recordar que tenía en casa dos reliquias de la iluminación, un antiguo candil de aceite, con tres picos, y una vieja lámpara de petróleo, de las de chimenea de vidrio, por hoy este candil servirá, aceite tengo, la mecha se improvisa, mañana iré a buscar petróleo por las droguerías, será mucho más fácil encontrar petróleo que encontrar una lata de conservas, Sobre todo si no la busco en las droguerías, pensó, sorprendiéndose a sí misma por ser capaz aún, en esta situación, de bromear. La chica de las gafas oscuras se estaba desnudando lentamente, de una manera que parecía que iba a quedarle siempre, por mucha ropa que se quitase, una última pieza cubriéndola, no se entiende a qué viene ahora este recato, pero si la mujer del médico estuviera más cerca, vería cómo se está ruborizando su cara, pese a la suciedad, que entienda a las mujeres quien pueda, a una le han llegado de repente los pudores tras haber andado acostándose con hombres a los que apenas conocía, la otra sabemos que sería muy capaz de decirle al oído, con toda la tranquilidad del mundo, No tengas vergüenza, él no te puede ver, se referiría a su propio marido, claro, no olvidemos cómo él fue a tentarla a su cama y ella no lo recusó, son mujeres, quien las entienda que las compre. Aunque quizá la razón sea otra, hay aquí dos hombres desnudos más, y uno de ellos la recibió en su cama.

La mujer del médico recogió las ropas que habían quedado en el suelo, pantalones, calzoncillos, camisas, una chaqueta, camisetas, alguna ropa interior pegajosa de inmundicia, a ésta ni un mes de remojo en el barreño le devolvería la limpieza, hizo un brazado con todo, Quedaos aquí, dijo, ya vuelvo. Llevó la ropa a la terraza, como había hecho con los zapatos, allí, a su vez, se desnudó, contemplando la ciudad negra bajo el cielo pesado. Ni una pálida luz en las ventanas, ni un reflejo desmayado en las fachadas, lo que estaba ante ella no era una ciudad, era una extensa masa de alquitrán que al enfriarse se había moldeado a sí misma en forma de casas, tejados, chimeneas, todo muerto, todo apagado. Apareció en la terraza el perro de las lágrimas, inquieto, pero ahora no había llanto que enjugar, la desesperación era toda por dentro, los ojos estaban secos. La mujer del médico sintió frío, se acordó de los otros, allí en medio de la sala, desnudos, esperando no sabrían qué. Entró. Se habían convertido en simples siluetas sin sexo, manchas imprecisas, sombras perdiéndose en la sombra, Pero para ellos no, pensó, ellos se diluyen en la luz que los rodea, es la luz lo que no les deja ver. Voy a encender una luz, dijo, en este momento estoy casi tan ciega como vosotros, Hay ya electricidad, preguntó el niño estrábico, No, voy a encender un candil de aceite, Qué es un candil, volvió a preguntar el niño, Luego te lo digo. Buscó en una de las bolsas de plástico una caja de fósforos, fue a la cocina, sabía dónde guardaba el aceite, no necesitaba mucho, rasgó un paño de secar la vajilla y con una tira hizo una mecha, luego volvió a la sala, donde estaba el candil, iba a ser útil por primera vez desde que lo fabricaron, al principio no parecía que éste fuera su destino, pero ninguno de nosotros, candiles, perros o humanos, sabe, al principio, todo aquello para lo que venimos al mundo. Una tras otra, sobre los picos del candil, se encendieron, trémulas, tres almendras luminosas que de vez en cuando se estiraban hasta parecer que la parte superior de las llamas iría a perderse en el aire, después se recogían sobre sí mismas, como si se volvieran densas, sólidas, unas pequeñas piedras de luz. La mujer del médico dijo, Ahora ya veo, voy a buscaros ropa limpia, Pero nosotros estamos sucios, dijo la chica de las gafas oscuras. Tanto ella como la mujer del primer ciego se tapaban con las manos el pecho y el pubis, No es por mí, pensó la mujer del médico, es porque la luz del candil las está mirando. Luego dijo, Mejor será tener ropa limpia en el cuerpo sucio que llevar ropa sucia en el cuerpo limpio. Cogió el candil y fue a rebuscar en los cajones de la cómoda, en los roperos, al cabo de unos minutos volvió, traía pijamas, batas, faldas, blusas, vestidos, calzoncillos, camisetas, lo necesario para cubrir con decencia a siete personas, verdad es que no todas eran de la misma estatura, pero en delgadez parecían gemelas. La mujer del médico los ayudó a vestirse, el niño estrábico se puso unos pantalones del médico, de esos de llevar a la playa y al campo, que nos reconvierten a todos en niños. Ahora, ya podemos sentarnos, suspiró la mujer del primer ciego, guíanos, por favor, no sabemos dónde ponernos.

La sala es igual a todas las salas, tiene una mesita en el centro, alrededor hay sofás que bastan para todos, en éste se sientan el médico y su mujer, y con ellos el viejo de la venda negra, en aquél la chica de las gafas oscuras y el niño estrábico, en el otro, la mujer del primer ciego y el primer ciego. Están exhaustos. El niño se ha quedado dormido con la cabeza en el regazo de la chica de las gafas oscuras, ya no se acuerda del candil. Pasó así una hora, aquello era como una felicidad, bajo la luz suavísima los rostros mugrientos parecían limpios, brillaban los ojos de los que no dormían, el primer ciego buscó la mano de su mujer y la retuvo con la suya, gestos como éste indican hasta qué punto el descanso del cuerpo puede contribuir a la armonía de los espíritus. Dijo entonces la mujer del médico, Dentro de poco comeremos algo, pero antes tendríamos que ponernos de acuerdo sobre cómo vamos a vivir aquí, tranquilos, no voy a repetiros el discurso del altavoz, para dormir hay espacios suficientes, tenemos dos dormitorios que serán para los matrimonios, en esta sala pueden dormir los demás, cada uno en un sofá, mañana saldré a buscar comida, se está acabando la que tenemos, sería conveniente que uno de vosotros fuera conmigo para ayudarme a traer las cosas, pero también para empezar a aprender los caminos de casa, para reconocer las esquinas, un día puedo ponerme enferma o quedarme ciega yo también, estoy siempre esperando que esto ocurra, entonces tendré que aprender de vosotros, otra cosa, para las necesidades habrá un cubo en la terraza, sé que no es agradable ir ahí fuera, con la lluvia que ha caído y el frío que hace, pero siempre es mejor eso que llenar la casa de malos olores, no olvidemos lo que fue nuestra vida durante el tiempo en que estuvimos internados, bajamos todos los escalones de la indignidad, todos, hasta la abyección, y, aunque de manera diferente, podría ocurrir lo mismo aquí, entonces teníamos la disculpa de la abyección de los de fuera, ahora no, ahora somos todos iguales ante el mal y el bien, por favor, no me preguntéis qué es el bien y qué es el mal, lo sabíamos cada vez que actuábamos en el tiempo en el que la ceguera era una excepción, lo cierto y lo equivocado son sólo modos diferentes de entender nuestra relación con los demás, no la que tenemos con nosotros mismos, en ésa no hay que confiar, y perdonadme el sermón, es que no sabéis, no podéis saber, lo que es tener ojos en un mundo de ciegos, no soy reina, no, soy simplemente la que ha nacido para ver el horror, vosotros lo sentís, yo lo siento y, además, lo veo, y, ahora, punto final, se acabó el sermón, vamos a comer. Nadie hizo preguntas, el médico dijo, Si alguna vez vuelvo a tener ojos, miraré verdaderamente a los ojos de los demás, como si estuviera viéndoles el alma, El alma, preguntó el viejo de la venda negra, O el espíritu, el nombre es igual, fue entonces cuando, sorprendentemente, si tenemos en cuenta que se trata de una persona que no ha hecho estudios avanzados, la chica de las gafas oscuras dijo, Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos.

La mujer del médico puso en la mesa un poco de la comida que quedaba, después los ayudó a sentarse, dijo, Masticad despacio, ayuda a engañar al estómago. El perro de las lágrimas no vino a pedir comida, estaba habituado a ayunar, además, habrá pensado que no tenía derecho, después del banquete de la mañana, a quitar, por poca que fuese, la comida de la boca a la mujer que había llorado, los otros no parecían tener para él mucha importancia. En medio de la mesa, el candil de tres picos esperaba que la mujer del médico diera la explicación que había prometido, ocurrió al final, cuando ya acababan de comer, Dame tus manos, dijo ella al niño estrábico, luego se las guió lentamente mientras iba diciendo, Esto es la base, redonda, como ves, y esto es la columna que sostiene la parte superior, que es el depósito de aceite, aquí, cuidado no te quemes, están los picos, uno, dos, tres, de ellos salen las mechas, unas tiritas de paño retorcido que chupan el aceite de dentro, se les acerca una cerilla y arden hasta que el aceite se acaba, son unas lucecillas débiles, pero lo suficiente para que podamos ver, Yo no veo, Un día verás, ese día te regalaré el candil, De qué color es, Has visto alguna vez una cosa de latón, No sé, no me acuerdo qué es el latón, El latón es amarillo, Ah. El niño estrábico reflexionó un poco, Ahora va a preguntar por su madre, pensó la mujer del médico, pero se equivocaba, el chiquillo sólo dijo que quería agua, tenía mucha sed, Tendrás que esperar hasta mañana, no tenemos agua en casa, en ese mismo momento recordó que sí, que había agua, unos cinco litros o más de preciosa agua, el contenido intacto de la cisterna del retrete, no podía ser peor que la que bebieron durante la cuarentena. Ciega en la oscuridad, fue al cuarto de baño, a tientas levantó la tapa de la cisterna, no podía ver si realmente había agua, la había, se lo dijeron los dedos, buscó un vaso, lo sumergió, lo llenó con todo cuidado, la civilización había regresado a sus primitivas fuentes de sumersión. Cuando entró en la sala, todos seguían sentados en su sitio. Las llamas iluminaban los rostros, dirigidos hacia ellas, era como si el candil estuviese diciéndoles, Estoy aquí, vedme, aprovechaos, que esta luz no va a durar siempre. La mujer del médico acercó el vaso a los labios del niño estrábico, dijo, Aquí tienes agua, bebe lentamente, lentamente, saboréala, un vaso de agua es una maravilla, no hablaba para él, no hablaba para nadie, simplemente comunicaba al mundo la maravilla que es un vaso de agua, Dónde la has encontrado, es agua de lluvia, preguntó el marido, No, es de la cisterna, Y no teníamos un garrafón de agua cuando nos fuimos, preguntó él de nuevo, la mujer exclamó, Sí, es verdad, cómo no se me ha ocurrido, un garrafón que estaba a medias y otro que ni lo habíamos empezado, qué alegría, no bebas, no bebas más, esto se lo decía al niño, vamos todos a beber agua pura. Se llevó esta vez el candil y fue a la cocina, volvió con la garrafa, la luz entraba por el plástico y hacía centellear la joya que tenía dentro. Colocó el recipiente en la mesa, fue a por vasos, los mejores que tenían, de cristal finísimo, luego, lentamente, como si estuviese oficiando un rito, los llenó. Al fin, dijo, Bebamos. Las manos ciegas buscaron y encontraron los vasos, los alzaron temblando, Bebamos, repitió la mujer del médico. En el centro de la mesa el candil era como un sol rodeado de astros brillantes. Cuando posaron los vasos, la chica de las gafas oscuras y el viejo de la venda negra estaban llorando.

Fue una noche inquieta. Vagos al principio, imprecisos, los sueños iban de durmiente en durmiente, cogían de aquí y de allá, se llevaban consigo nuevas memorias, nuevos secretos, nuevos deseos, por eso los dormidos suspiraban y murmuraban, Este sueño no es mío, decían, pero el sueño respondía, No conoces aún tus sueños, fue así como la chica de las gafas oscuras se enteró de quién era el viejo de la venda negra que dormía a dos pasos, y así también creyó él saber quién era ella, sólo lo creyó, porque no basta con que los sueños sean recíprocos para que sean iguales. Empezó a llover cuando clareaba la mañana. El viento lanzó contra las ventanas un aguacero que resonó como mil latigazos. La mujer del médico se despertó, abrió los ojos y murmuró, Cómo llueve, luego volvió a cerrarlos, en el dormitorio seguía siendo noche profunda, podía dormir. No llegó a estar así ni un minuto, despertó abruptamente con la idea de que tenía algo que hacer, pero sin comprender qué era, la lluvia estaba diciéndole, Levántate, qué querría la lluvia. Despacio, para no despertar al marido, salió del cuarto, atravesó la sala de estar, se detuvo un instante para mirar a los que dormían en los sofás, luego siguió por el pasillo hasta la cocina, sobre esta parte de la casa caía la lluvia aún con más fuerza, empujada por el viento. Con la manga de la bata limpió los cristales empañados de la puerta y miró hacia fuera. El cielo era, todo él, una sola nube, la lluvia caía en torrentes. En el suelo de la terraza, amontonadas, estaban las ropas sucias que se habían quitado, estaba la bolsa de plástico con los zapatos que había que lavar. Lavar. El último velo del sueño se abrió súbitamente, era eso lo que tenía que hacer. Abrió la puerta, dio un paso, de inmediato la lluvia la empapó de la cabeza a los pies como si estuviese bajo una cascada. Tengo que aprovechar esta agua, pensó. Volvió a entrar en la cocina y, evitando en lo posible cualquier ruido, empezó a reunir lebrillos, cazos, palanganas, todo lo que pudiera recoger un poco de esta lluvia que caía del cielo a cántaros, en cortinas que el viento hacía oscilar, que el viento iba empujando sobre los tejados de la ciudad como una inmensa y rumorosa escoba. Los sacó, disponiéndolos a lo largo de la terraza, ahora tendría agua para lavar aquellas ropas inmundas, los zapatos asquerosos. Que no escampe, que no pare esta lluvia, murmuraba mientras buscaba en la cocina jabón, detergentes, estropajos, todo lo que sirviese para limpiar un poco esta suciedad insoportable del alma. Del cuerpo, dijo, como para corregir el metafísico pensamiento, después añadió, Es igual. Entonces, como si sólo ésa pudiese ser la conclusión inevitable, la conciliación armónica entre lo que había dicho y lo que había pensado, se quitó de golpe la bata mojada, y, desnuda, recibiendo en el cuerpo unas veces la caricia, otras veces los latigazos de la lluvia, empezó a lavar la ropa al tiempo que se lavaba a sí misma. El ruido de las aguas que la rodeaba le impidió darse cuenta de que ya no estaba sola. En la puerta de la terraza habían aparecido la chica de las gafas oscuras y la mujer del primer ciego, qué presentimientos, qué intuiciones, qué voces interiores las habían despertado es algo que no se sabe, tampoco se sabe cómo consiguieron encontrar el camino hasta aquí, no vale la pena buscar ahora explicaciones, las conjeturas son libres. Ayudadme, dijo la mujer del médico cuando las vio, Cómo, si no vemos, preguntó la mujer del primer ciego, Quitaos la ropa que lleváis puesta, cuanta menos tengamos que secar después, mejor, Pero nosotras no vemos, repitió la mujer del primer ciego, Es igual, dijo la chica de las gafas oscuras, haremos lo que podamos, Y yo acabaré después, dijo la mujer del médico, limpiaré lo que haya quedado sucio, y ahora, a trabajar, vamos, somos la única mujer con dos ojos y seis manos que hay en el mundo. Tal vez en la casa de enfrente, detrás de aquellas ventanas cerradas, algunos ciegos, hombres y mujeres, en vela por la violencia de los golpes de agua, con la cara apoyada en los fríos cristales, recubriendo con el vaho de la respiración el vaho de la noche, recuerden el tiempo en que así, tal como ahora están, veían caer la lluvia del cielo. No pueden imaginar que tienen tan cerca a tres mujeres desnudas, desnudas como vinieron al mundo, parecen locas, deben de estar locas, personas en su sano juicio no se ponen a lavar en la terraza, expuestas a los reparos de la vecindad, y menos aún así, qué importa que estemos todos ciegos, son cosas que no se deben hacer, santo Dios, cómo resbala el agua por ellas, cómo se escurre entre los senos, cómo se demora y pierde en la oscuridad del pubis, cómo, en fin, baña y envuelve los muslos, tal vez hayamos pensado mal de ellas injustamente, tal vez no seamos capaces de ver lo más bello y más glorioso que haya acontecido alguna vez en la historia de la ciudad, cae del suelo de la terraza una cascada de espuma, ojalá yo pudiera ir con ella, cayendo interminablemente, limpio, purificado, desnudo. Sólo Dios nos ve, dijo la mujer del primer ciego, que a pesar de los desengaños y de las contrariedades mantiene firme la creencia de que Dios no es ciego, a lo que respondió la mujer del médico, Ni siquiera él, el cielo está cubierto, sólo yo puedo veros, Estoy fea, preguntó la chica de las gafas oscuras, Estás flaca y sucia, fea no lo serás nunca, Y yo, preguntó la mujer del primer ciego, Sucia y flaca como ella, no tan guapa, pero más que yo, Tú eres guapa, dijo la chica de las gafas oscuras, Cómo puedes saberlo, si nunca me viste, Soñé dos veces contigo, Cuándo, La segunda fue esta noche, Estabas soñando con la casa porque te sentías segura y tranquila, es natural, después de todo lo que hemos pasado, en tu sueño yo era la casa, y como, para verme, tenías que ponerme cara, la inventaste, Yo también te veo guapa, y nunca he soñado contigo, dijo la mujer del primer ciego, Eso viene a demostrar que la ceguera es la providencia de los feos, Tú no eres fea, No, realmente no lo soy, pero la edad, Cuántos años tienes, preguntó la chica de las gafas oscuras, Me acerco a los cincuenta, Como mi madre, Y ella, Ella, qué, Sigue siendo guapa, Lo era más antes, Es lo que nos pasa a todos, siempre hemos sido más alguna vez, Tú nunca lo has sido tanto, dijo la mujer del primer ciego. Las palabras son así, disimulan mucho, se van juntando unas con otras, parece como si no supieran adónde quieren ir, y, de pronto, por culpa de dos o tres, o cuatro que salen de repente, simples en sí mismas, un pronombre personal, un adverbio, un verbo, un adjetivo, y ya tenemos ahí la conmoción ascendiendo irresistiblemente a la superficie de la piel y de los ojos, rompiendo la compostura de los sentimientos, a veces son los nervios que no pueden aguantar más, han soportado mucho, lo soportaron todo, era como si llevasen una armadura, decimos, La mujer del médico tiene nervios de acero, y resulta que también la mujer del médico está deshecha en lágrimas por obra de un pronombre personal, de un adverbio, de un verbo, de un adjetivo, meras categorías gramaticales, meros designativos, como lo están igualmente las dos mujeres, las otras, pronombres indefinidos, también ellos llorosos, que se abrazan a la de la oración completa, tres gracias desnudas bajo la lluvia que cae. Son momentos que no pueden durar eternamente, hace más de una hora que estas mujeres están aquí, ya deben sentir frío, Tengo frío, ha dicho la chica de las gafas oscuras. Por la ropa ya no se puede hacer más, los zapatos están de lo más limpios, ahora es el momento de que se laven estas mujeres, se enjabonen el pelo y la espalda unas a otras, se ríen como sólo reían las niñas que jugaban a la gallina ciega en el jardín, en el tiempo en que no eran ciegas. Ha amanecido el día, el primer sol todavía acecha por encima del hombro del mundo antes de esconderse otra vez tras las nubes. Sigue lloviendo, pero con menos fuerza. Las lavanderas entraron en la cocina, se secaron y se frotaron con las toallas que la mujer del médico trajo del armario del cuarto de baño, la piel les huele tanto a detergente que el olor aturde, pero así es la vida, quien no tiene can caza con gato, el jabón se deshizo en un abrir y cerrar de ojos, aun así en esta casa parece que hay de todo, o será que saben hacer buen uso de lo que tienen, al fin se vistieron, el paraíso era allá fuera, en la terraza, la bata de la mujer está empapada, pero ella se puso un vestido de ramajes y flores, que llevaba años sin ponerse y que la convirtió en la más bonita de las tres.

Cuando entraron en la sala de estar, la mujer del médico vio que el viejo de la venda negra estaba sentado en el sofá donde había dormido. Tenía la cabeza entre las manos, los dedos enredados en el pelo blanco que aún le puebla las sienes y la nuca, estaba inmóvil, tenso, como si quisiera retener los pensamientos o, al contrario, impedirles que sigan pensando. Las oyó entrar, sabía de dónde venían, qué habían estado haciendo, cómo habían estado desnudas, y si sabía tanto no era porque de repente recuperara la vista y paso a paso hubiera ido, como los otros viejos, a espiar no a una susana en el baño, sino a tres, ciego estaba, ciego sigue, sólo se había asomado a la puerta de la cocina y desde allí oyó lo que decían en la terraza, las risas, el rumor de la lluvia y los golpes del agua, respiró el olor a jabón, luego se volvió a su sofá, para pensar que aún existía vida en el mundo, para preguntarse si alguna parte de esta vida sería para él. La mujer del médico dijo, Las mujeres ya están limpias, ahora les toca a los hombres, y el viejo de la venda negra preguntó, Llueve todavía, Sí llueve, y hay agua en los recipientes de la terraza, Entonces prefiero lavarme en el cuarto de baño, en la pila, pronunciaba la palabra como si estuviera presentando su certificado de nacimiento, como si explicase, Soy del tiempo en que no se decía bañera, sino pila, y añadió, Si no te importa, claro, no quiero ensuciarte la casa, prometo no encharcarte el suelo, en fin, haré lo posible, En ese caso te llevaré los lebrillos al cuarto de baño, Te ayudo, Puedo llevarlos sola, Para algo podré servir, digo yo, no estoy inválido, Ven, entonces. En la terraza, la mujer del médico eligió un lebrillo casi rebosante, Agárralo de ahí, le dijo al viejo de la venda negra guiándole las manos, Ahora, levantaron el recipiente a pulso, Menos mal que me has ayudado, yo sola no podría, Conoces el proverbio, Qué proverbio, El trabajo del viejo es poco, pero quien lo desprecia es loco, Ese refrán no es así, Lo sé, donde dije viejo, es niño, donde dije desprecia, dice desdeña, pero los proverbios, si quieren seguir diciendo lo mismo porque es necesario decirlo, hay que adaptarlos a los tiempos, Eres un filósofo, Qué idea, sólo soy un viejo. Echaron el agua en la bañera, luego la mujer del médico abrió un cajón, recordando que tenía una pastilla de jabón sin estrenar. Se la puso en la mano al viejo de la venda negra, Vas a oler a gloria, mejor que nosotras, gasta todo el jabón que quieras, no te preocupes, faltará comida pero jabón hay de sobra por esos supermercados, Gracias, Ten cuidado, no te resbales, si quieres llamo a mi marido para que venga a ayudarte, No, prefiero lavarme solo, Como quieras, y aquí tienes, fíjate, dame la mano, una maquinilla de afeitar y una brocha, por si quieres raparte esas barbas, Gracias. La mujer del médico salió. El viejo de la venda negra se quitó el pijama que le había tocado en suerte en la distribución de la ropa, luego, con mucho cuidado, entró en la bañera. El agua estaba fría y era poca, no llegaba a tener un palmo de profundidad, qué diferencia entre recibirla viva, cayendo del cielo a chorros, riendo como las tres mujeres, y este chapotear triste. Se arrodilló en el fondo de la bañera, aspiró hondo, con las manos en concha se echó al pecho el primer golpe de agua, que casi le cortó la respiración. Se mojó entero rápidamente para no tener tiempo de estremecerse, luego, por orden, con método, empezó a enjabonarse, a frotarse enérgicamente, partiendo de los hombros, brazos, pecho y abdomen, el pubis, el sexo, la entrepierna, Estoy peor que un animal, pensó, después los muslos flacos, hasta la corteza de suciedad que calzaba sus pies. Dejó quieta la espuma para que la acción de la limpieza fuese más prolongada, y dijo, Tengo que lavarme la cabeza, y se llevó las manos atrás para desatar la venda, También necesitas un buen baño, se desprendió del parche y lo sumergió en el agua, ahora sentía el cuerpo caliente, mojó y se enjabonó el pelo, era un hombre de espuma, blanco en medio de una inmensa ceguera blanca donde nadie lo podría encontrar. Si lo pensó se engañaba, en ese momento sintió que unas manos le tocaban la espalda, recogían la espuma de los brazos, del pecho también, y luego se la dispersaban por la espalda, suavemente, lentamente, como si, no pudiendo ver lo que hacían, tuviesen que prestar más atención al trabajo. Quiso preguntar, Quién eres, pero se le trabó la lengua, no fue capaz, ahora sentía el cuerpo estremecido, no de frío, las manos seguían lavándolo suavemente, la mujer no dijo Soy la del médico, soy la del primer ciego, soy la chica de las gafas oscuras, las manos acabaron su obra, se retiraron, se oyó en el silencio el leve ruido de la puerta del cuarto de baño al cerrarse, el viejo de la venda negra se quedó solo, arrodillado en la bañera como si estuviera implorando una misericordia, temblando, temblando, Quién habría sido, se preguntaba, la razón le decía que sólo podría haber sido la mujer del médico, ella es la que ve, ella es la que nos ha protegido, cuidado y alimentado, no sería de extrañar que hubiera tenido también esta discreta atención, eso era lo que la razón le decía, pero él no creía en la razón. Continuaba temblando, no sabía si por la conmoción o por el frío. Buscó la venda en el fondo de la bañera, la frotó con fuerza, la escurrió, se la puso y la ató, con el ojo tapado se sentía menos desnudo. Cuando entró en la sala de estar, seco, oliendo a jabón, la mujer del médico dijo, Ya tenemos un hombre limpio y afeitado, y luego, en el tono de quien acaba de recordar algo que debería haber hecho y no hizo, Te quedaste con la espalda por lavar, qué pena. El viejo de la venda negra no respondió, sólo pensó que había tenido razón al no creer en la razón.

Lo poco que había para comer se lo dieron al niño estrábico, los otros tendrían que esperar hasta la reposición de la despensa. Tenían en casa compotas, frutos secos, azúcar, algún resto de galletas, unas cuantas tostadas secas, pero a estas reservas, y a otras que se les fuesen uniendo, sólo recurrirían en caso de necesidad extrema, la comida cotidiana, la comida del día a día, tendría que ser ganada, si por mala suerte regresaba la expedición con las manos vacías, entonces sí, dos galletas para cada uno, con una cucharilla de compota, La hay de fresas y de melocotón, cuál preferís, unas nueces también hay, un vaso de agua, un lujo, mientras dure. La mujer del primer ciego dijo que le gustaría ir también a la búsqueda de comida, tres no serían demasiados, incluso siendo ciegos dos de ellos podrían servir para cargar, y, además, si fuese posible, teniendo en cuenta que no estaban tan lejos, acercarse a su casa, ver si había sido ocupada, si sería gente conocida, por ejemplo, vecinos a quienes les hubiera aumentado la familia por llegarles del campo parientes con la idea de salvarse de la epidemia de ceguera que hizo estragos en la aldea, sabido es que en la ciudad hay siempre otros recursos. Salieron, pues, los tres, trajeados con lo que en casa tenían de ropa de vestir, que la otra, la recién lavada, tendrá que esperar a que llegue el buen tiempo. El cielo continuaba cubierto, pero no amenazaba lluvia. Arrastrada por el agua, sobre todo en las calles en pendiente, la basura se había ido juntando en pequeños montones, dejando limpios amplios trozos de pavimento. Ojalá siga la lluvia, el sol, en esta situación, sería lo peor que podría ocurrirnos, dijo la mujer del médico, podredumbre y malos olores tenemos ya de sobra, Lo notamos más porque estamos limpios, dijo la mujer del primer ciego, y el marido se mostró de acuerdo, aunque sospechaba que se había resfriado con el baño de agua fría. Multitudes de ciegos en las calles aprovechaban que había escampado para buscar comida y satisfacer las necesidades excretorias, a las que todavía obligaban el poco comer y el poco beber. Los perros andaban olfateando por todas partes, escarbaban en la basura, alguno llevaba en la boca una rata ahogada, caso éste rarísimo y que sólo podrá tener explicación en la abundancia extraordinaria de las últimas lluvias, la sorprendió la inundación en mal sitio, de nada le sirvió ser tan buena nadadora. El perro de las lágrimas no se mezcló con sus antiguos compañeros de pandilla y cacería, su elección está hecha, pero no es animal para quedarse esperando que lo alimenten, ya viene masticando sabe Dios qué, esas montañas de basura encierran tesoros inimaginables, todo consiste en buscar, revolver y encontrar. Buscar y revolver en la memoria es ejercicio que también tendrán que hacer, cuando la ocasión se presente, el primer ciego y su mujer, ahora que ya han aprendido las cuatro esquinas, no las de la casa en que viven, que tiene muchas más, sino de la calle donde moran, las cuatro esquinas que serán sus cuatro puntos cardinales, a los ciegos no les interesa saber dónde está oriente u occidente, el norte o el sur, lo que ellos quieren es que sus manos tanteantes les digan si van por el buen camino, antiguamente, cuando aún eran pocos, solían llevar bastones blancos, el sonido de los continuos golpes en el suelo y en las paredes era como una especie de cifra que iba identificando y reconociendo la ruta, pero en los días de hoy, ciegos todos, un bastón de ésos, en medio del barullo general, sería poco menos que inútil, sin hablar ya de que, inmerso en su propia blancura, el ciego podría hasta dudar de si llevaba algo en la mano. Los perros tienen, como se sabe, aparte de lo que llamamos instinto, otros medios de orientación, cierto es que, por ser miopes, no se fían mucho de la vista, pero, como llevan la nariz muy por delante de los ojos, llegan siempre a donde quieren, en este caso, por lo que pueda ocurrir, el perro de las lágrimas alzó la pata en los cuatro vientos principales, la brisa se encargará de guiarlo a casa si algún día se pierde. Mientras iban andando, la mujer del médico miraba a un lado y a otro de las calles, buscando tiendas de comestibles donde pudiera reabastecer la menguada despensa. La razia sólo no era completa porque en algún que otro establecimiento todavía se podían encontrar judías o garbanzos en sacos, son leguminosas que tardan mucho en cocerse, y está el problema del agua y el combustible, por eso el crédito que tienen es escaso. No era la mujer del médico muy dada a la manía de los proverbios, en todo caso, algo de esta ciencia le debía de haber quedado en la memoria, la prueba fue que llenó de habichuelas y garbanzos dos de las bolsas que llevaban, Guarda lo que no sirve y encontrarás lo que necesites, le había dicho su abuela, a fin de cuentas, el agua en que las pusiera a remojo serviría también para cocerlas, y la que quedase de la cocedura habría dejado de ser agua para convertirse en caldo. No es sólo en la naturaleza donde algunas veces no todo se pierde y algo se aprovecha.

Por qué cargaban con las bolsas de judías y garbanzos, más lo que iban encontrando, cuando aún tenían tanto que andar antes de llegar a la calle donde vivían el primer ciego y su mujer, que aquí van, es pregunta que sólo podría salir de la boca de quien en la vida nunca ha sabido lo que es necesidad. A casa, aunque sea una piedra, había dicho aquella misma abuela de la mujer del médico, pero le faltó añadir, Aunque sea necesario dar la vuelta al mundo, ésa era la proeza que ellos estaban realizando ahora, iban a casa por el camino más largo. Dónde estamos, preguntó el primer ciego, se lo dijo la mujer del médico, para eso tenía ojos, y él, Aquí me quedé ciego, en la esquina donde está el semáforo, Estamos justo en esa esquina, No quiero ni acordarme de lo que pasé, encerrado en el coche sin ver, la gente gritando fuera, y yo desesperado, diciendo que estaba ciego, hasta que vino aquél y me llevó a casa, Pobre hombre, dijo la mujer del primer ciego, nunca más robará coches, Tanto nos cuesta la idea de que tenemos que morir, dijo la mujer del médico, que siempre buscamos disculpas para los muertos, es como si anticipadamente estuviésemos pidiendo que nos disculpen cuando nos llegue la vez, Todo esto me sigue pareciendo un sueño, dijo la mujer del primer ciego, es como si soñase que estoy ciega, Cuando estaba en casa esperándote, también lo pensé, dijo el marido. La plaza donde el caso había sucedido quedó atrás, subían ahora por unas calles estrechas, laberínticas, la mujer del médico apenas conoce estos parajes, pero el primer ciego no se pierde, va orientándola, anuncia los nombres de las calles y dice, Tenemos que doblar a la izquierda, y luego a la derecha, y al fin dijo, Ésta es nuestra calle, la casa está a la izquierda, más o menos hacia el medio, Qué número es, preguntó la mujer del médico, él no se acordaba, Vaya, hombre, ahora no me acuerdo, se me ha borrado de la memoria, dijo, era un pésimo agüero, si ni siquiera sabemos dónde vivimos, el sueño ocupando el lugar de la memoria, adónde iremos a parar por ese camino. Pero esta vez el caso no era grave, fue una suerte que a la mujer del primer ciego se le ocurriera venir en esta excursión, ya está diciendo el número de la casa, no tuvieron que recurrir al primer ciego, que estaba jactándose de que podría reconocer la puerta por la magia del tacto, como si tuviera una varita mágica, un toque, metal, otro toque, madera, con tres o cuatro más llegaría al dibujo completo, no hay duda, ésta es la puerta. Entraron, la mujer del médico delante, Qué piso es, preguntó, El tercero, respondió el primer ciego, no andaba con la memoria tan flaca como parecía, unas cosas se olvidan, es la vida, otras se recuerdan, por ejemplo, se acuerda de cuando, ya ciego, entró por esta puerta, En qué piso vive, le preguntó el hombre que aún no le había robado el coche, Tercero, respondió, la diferencia es que ahora no suben en el ascensor, van pisando los escalones invisibles de una escalera que es al mismo tiempo oscura y luminosa, qué falta hace la electricidad a quien no es ciego, o la luz del sol, o un cabo de vela, ahora los ojos de la mujer del médico han tenido tiempo de adaptarse a la penumbra, a medio camino los que suben tropiezan con dos mujeres que bajan, ciegas de los pisos de arriba, quizá del tercero, nadie hizo preguntas, de hecho los vecinos ya no son lo que eran antes.

La puerta estaba cerrada. Qué vamos a hacer, preguntó la mujer del médico, Yo hablo, dijo el primer ciego. Llamaron una vez, dos, tres veces. No hay nadie, dijo uno de éstos en el preciso momento en que la puerta se abría, la tardanza no era de extrañar, un ciego que esté en el fondo de la casa no puede venir corriendo a atender a quien llama, Quién es, qué desea, preguntó el hombre que apareció, tenía un aire serio, educado, parecía una persona tratable. Dijo el primer ciego, Yo vivía en esta casa, Ah, fue la respuesta del otro, después preguntó, Hay alguien más con usted, Mi mujer, y también una amiga nuestra, Cómo puedo saber que ésta era su casa, Es fácil, dijo la mujer del primer ciego, le digo todo lo que hay dentro. El otro se quedó callado unos segundos, luego dijo, Entren. La mujer del médico se quedó atrás, nadie la necesitaba aquí de guía. El ciego dijo, Estoy solo, los míos salieron a buscar comida, probablemente debería decir las mías, pero no creo que sea apropiado, hizo una pausa y añadió, Aunque creo que tengo la obligación de saberlo, Qué quiere decir, preguntó la mujer del médico, Las mías de que hablaba son mi mujer y mis dos hijas, Y por qué debería saber si es o no es propio usar el posesivo femenino, Soy escritor, se supone que debemos saber estas cosas. El primer ciego se sintió lisonjeado, fíjense, un escritor instalado en mi casa, entonces se le presentó una duda, si sería de buena educación preguntarle cómo se llama, quizá lo conozca de nombre, incluso podría ser que lo hubiera leído, estaba en este balanceo entre la curiosidad y la discreción cuando la mujer le hizo la pregunta directa, Cómo se llama, Los ciegos no necesitan nombre, yo soy esta voz que tengo, lo demás no es importante, Pero ha escrito libros, y esos libros llevan su nombre, dijo la mujer del médico, Ahora nadie los puede leer, por tanto es como si no existiesen. El primer ciego creyó que el rumbo de la conversación se estaba alejando demasiado de la cuestión que más le interesaba, Y cómo llegó aquí, a mi casa, preguntó, Como muchos otros que no viven ya donde vivían, encontré mi casa ocupada por gente que no quiso saber de razones, puede decirse que nos echaron por las escaleras abajo, Está lejos de aquí su casa, No, Hizo algún intento más de recuperarla, preguntó la mujer del médico, ahora es frecuente que las personas vayan de una casa a otra, Lo intenté dos veces, Y seguían allí, Sí, Y qué piensa hacer ahora que sabe que esta casa es nuestra, preguntó el primer ciego, va a echarnos como los otros hicieron con usted, No tengo ni edad ni fuerzas para hacerlo, y, aunque las tuviese, no sería capaz de recurrir a procesos tan expeditivos como ése, un escritor acaba por tener en la vida la paciencia que necesitó para escribir, O sea que nos dejará la casa, Sí, si no encontramos otra solución, No veo qué solución más se podrá encontrar. La mujer del médico había adivinado cuál iba a ser la respuesta del escritor, Usted y su mujer, como la amiga que los acompaña, viven en una casa, supongo, Sí, exactamente en su casa, Está lejos, No se puede decir que esté lejos, Entonces, si me lo permiten, tengo una propuesta que hacerles, Diga, Que continuemos como estamos, en este momento ambos tenemos una casa donde vivir, yo seguiré atento a lo que vaya pasando con la mía, si un día la encuentro libre, me cambiaré a ella inmediatamente, y usted hará lo mismo, vendrá aquí con regularidad, y cuando la encuentre vacía se traslada, No estoy seguro de que la idea me guste, No esperaba que le gustase, pero dudo que le sea más agradable la única alternativa que queda, Cuál es, Recuperar en este mismo instante la casa que les pertenece, Pero, siendo así, Exacto, siendo así nos iremos a vivir por ahí, No, eso ni pensarlo, intervino la mujer del primer ciego, dejemos las cosas como están, a su tiempo ya veremos, Se me acaba de ocurrir otra solución, dijo el escritor, Cuál es, preguntó el primer ciego, Que sigamos viviendo aquí como huéspedes suyos, la casa es suficiente para todos, No, dijo la mujer del primer ciego, seguiremos como hasta ahora, viviendo con nuestra amiga, no necesito preguntarte si estás de acuerdo, añadió dirigiéndose a la mujer del médico, Ni yo necesito responderte, Les quedo muy agradecido a todos, dijo el escritor, la verdad es que siempre he pensado que en cualquier momento vendría alguien a reclamarnos la casa, Contentarse con lo que uno va teniendo es lo más natural cuando se está ciego, dijo la mujer del médico, Cómo vivieron desde que empezó la epidemia, Salimos del internamiento hace tres días, Ah, son de los que estuvieron en cuarentena, Sí, Fue duro, Eso sería decir poco, Fue horrible, Usted es escritor, tiene, como dijo hace poco, obligación de conocer las palabras, sabe que los adjetivos no sirven para nada, si una persona mata a otra, por ejemplo, sería mejor enunciarlo así y confiar que el horror del acto, por sí solo, fuese tan impactante que nos liberase de decir que fue horrible, Quiere decir que tenemos palabras de más, Quiero decir que tenemos sentimientos de menos, O los tenemos, pero dejamos de usar las palabras que los expresan, Y, en consecuencia, los perdemos, Me gustaría que me hablasen de cómo vivieron en la cuarentena, Por qué, Soy escritor, Sería necesario haber estado allí, Un escritor es como otra persona cualquiera, no puede saberlo todo, ni puede vivirlo todo, tiene que preguntar e imaginar, Un día quizá le cuente cómo fue aquello, luego podrá escribir un libro, Estoy escribiéndolo, Cómo, si está ciego, Los ciegos también pueden escribir, Quiere decir que ha tenido tiempo de aprender el alfabeto braille, No conozco el alfabeto braille, Entonces, cómo puede escribir, preguntó el primer ciego, Voy a mostrárselo. Se levantó de la silla, salió, en un minuto regresó, llevaba en la mano una hoja de papel y un bolígrafo, Es la última página completa que he escrito, No la podemos ver, dijo la mujer del primer ciego, Tampoco yo, dijo el escritor, Entonces, cómo puede escribir, preguntó la mujer del médico, mirando la hoja de papel, donde, en la penumbra de la sala, se distinguían las líneas muy apretadas, sobrepuestas en algunos puntos, Por el tacto, respondió sonriendo el escritor, no es difícil, se coloca la hoja de papel sobre una superficie un poco blanda, por ejemplo sobre otras hojas de papel, después sólo es escribir, Pero, si no ve, dijo el primer ciego, El bolígrafo es un buen instrumento de trabajo para escritores ciegos, no sirve para darle a leer lo que haya escrito, pero sirve para saber dónde escribió, basta con ir siguiendo con el dedo la depresión de la última línea escrita, ir andando así hasta la arista de la hoja, calcular la distancia para la nueva línea y continuar, es muy fácil, Noto que las líneas a veces se sobreponen, dijo la mujer del médico, cogiéndole delicadamente de la mano la hoja de papel, Cómo lo sabe, Yo veo, Ve, recuperó la vista, cómo, cuándo, preguntó el escritor, nervioso, Supongo que soy la única persona que nunca la perdió, Y por qué, qué explicación tiene para eso, No tengo ninguna explicación, probablemente no la hay, Eso significa que ha visto todo lo que ha pasado, Vi lo que vi, no tuve más remedio, Cuántas personas había en aquel lugar de la cuarentena, Cerca de trescientas, Desde cuándo, Desde el principio, salimos sólo hace tres días, como le he dicho, Creo que yo fui el primero en quedarme ciego, dijo el primer ciego, Debió de ser horrible, Otra vez esa palabra, dijo la mujer del médico, Perdone, de repente me parece ridículo todo lo que he estado escribiendo desde que nos quedamos ciegos, mi familia y yo, De qué trata, De lo que hemos sufrido, sobre nuestra vida, Cada uno debe hablar de lo que sabe, y lo que no sepa, pregunta, Yo le pregunto a usted, Y yo le responderé, no sé cuándo, un día. La mujer del médico tocó con la hoja de papel la mano del escritor, No le importa mostrarme dónde trabaja, lo que está escribiendo, Al contrario, venga conmigo, Nosotros también podemos ir, preguntó la mujer del primer ciego, La casa es suya, dijo el escritor, yo aquí sólo estoy de paso. En el dormitorio había una mesita y sobre ella una lámpara apagada. La luz turbia que entraba por la ventana dejaba ver, a la izquierda, unas hojas en blanco, otras, a la derecha, escritas, en el centro una estaba a medio escribir. Había dos bolígrafos nuevos al lado de la lámpara. Aquí tienen, dijo el escritor. La mujer del médico preguntó, Puedo, sin esperar la respuesta cogió las hojas en blanco, serían unas veinte, pasó los ojos por aquella menuda caligrafía, por las líneas que subían y bajaban, por las palabras inscritas en la blancura del papel, grabadas en la ceguera, Estoy de paso, había dicho el escritor, y éstas eran las señales que iba dejando, al pasar. La mujer del médico le posó la mano en el hombro, y él con sus dos manos la buscó, se la llevó lentamente a sus labios, No se pierda, no se deje perder, dijo, y eran palabras inesperadas, enigmáticas, no parecía que vinieran a cuento.

Cuando volvieron a casa, cargando alimentos suficientes para tres días, la mujer del médico, intercalado con las excitadas explicaciones del primer ciego y de su mujer, contó lo que había ocurrido. Y por la noche, como tenía que ser, leyó para todos unas cuantas páginas de un libro que sacó de la biblioteca. El tema del libro no le interesaba al niño estrábico, que se quedó dormido al poco tiempo con la cabeza en el regazo de la chica de las gafas oscuras y los pies sobre las piernas del viejo de la venda negra.