Le dices a un ciego, Estás libre, le abres la puerta que lo separaba del mundo, Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle, él y los otros, están asustados, no saben adónde ir, y es que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como es, por definición, un manicomio, y aventurarse, sin mano de guía ni traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de nada va a servir la memoria, pues sólo será capaz de mostrar la imagen de los lugares y no los caminos para llegar. Apostados ante el edificio, que arde de un extremo al otro, los ciegos sienten en la cara las olas vivas del calor del incendio, las reciben como algo que en cierto modo los resguarda, como antes habían sido las paredes, prisión y seguridad al mismo tiempo. Se mantienen juntos, apretados, como un rebaño, ninguno quiere ser la oveja perdida, porque de antemano saben que no habrá pastor para buscarlos. El fuego va decreciendo lentamente, la luna ilumina otra vez, los ciegos comienzan a inquietarse, no pueden continuar allí, Eternamente, dijo uno. Alguien preguntó si era de día o de noche, la razón de aquella incongruente curiosidad se supo enseguida, Quién sabe si nos traerán comida, puede que hubiera una confusión, un retraso, otras veces pasó, Pero aquí no hay soldados, Eso no tiene nada que ver, puede que se hayan ido porque ya no son necesarios, No entiendo, Por ejemplo, porque se ha acabado la epidemia, O porque se ha descubierto el remedio para nuestra enfermedad, No estaría mal eso, Qué hacemos, Yo me quedo aquí hasta que se haga de día, Y cómo vas a saber tú cuándo es de día, Por el sol, por el calor del sol, Eso si no está el cielo cubierto, Alguna vez será de día, después de tantas horas. Agotados, muchos ciegos se habían sentado en el suelo, otros, aún más debilitados, simplemente se dejaron caer, unos cuantos se habían desmayado, es probable que el fresco de la noche los haga volver en sí, pero podemos tener por seguro que a la hora de levantar el campamento no se pondrán en pie algunos de estos míseros, habían aguantado hasta aquí, son como aquel corredor de maratón que se derrumbó tres metros antes de la meta, a fin de cuentas lo que está claro es que todas las vidas acaban antes de tiempo. Se sentaron también, o se tumbaron, los ciegos que todavía esperan a los soldados, o a otros que lleguen en vez de ellos, la Cruz Roja, por ejemplo, con la comida y los otros confortos que la vida necesita, el desengaño para éstos llegará un poco después, es la única diferencia. Y si alguien creyó que se ha descubierto cura para nuestra ceguera, no por eso parece más contento.
Por otras razones pensó la mujer del médico, y se lo dijo a los suyos, que sería mejor esperar a que la noche acabase, Lo más urgente, ahora, es encontrar comida, y a oscuras no va a ser fácil, Tienes idea de dónde estamos, preguntó el marido, Más o menos, Lejos de casa, Bastante. Los otros quisieron saber también a qué distancia estarían de sus casas, dieron las direcciones, y la mujer del médico les dio los datos que pudo, sólo el niño estrábico no consiguió recordar dónde vivía, no es extraño, hace ya tiempo que dejó de preguntar por su madre. Si fueran de casa en casa, desde la más cercana a la que está más lejos, la primera sería la de la chica de las gafas oscuras, la segunda la del viejo de la venda negra, después la de la mujer del médico, y, finalmente, la del primer ciego. Seguirán este itinerario, porque la chica de las gafas oscuras ha pedido que la lleven, cuando sea posible, a su casa, No sé cómo estarán mis padres, dijo. Esta sincera preocupación muestra qué infundados son los prejuicios de quienes niegan la posibilidad de que existan sentimientos profundos, incluyendo el amor filial, en los casos, desgraciadamente abundantes, de comportamientos irregulares, mayormente en el plano de la moralidad pública. Ha refrescado la noche, al incendio no le queda ya gran cosa por quemar, el calor que se desprende del brasero no llega para calentar a los ciegos transidos que se encuentran más lejos de la entrada, como es el caso de la mujer del médico y su grupo. Están sentados juntos, las tres mujeres y el niño en medio, los tres hombres alrededor, quien los viese diría que nacieron así, verdad es que parecen un cuerpo solo, con una sola respiración y una única hambre. Uno tras otro se fueron quedando dormidos, un sueño leve del que despertaron varias veces porque había ciegos que, saliendo de su propio torpor, se levantaban y acababan tropezando como sonámbulos en este accidente humano, uno de ellos se quedó allí, le daba igual dormir aquí que en otro lado. Cuando nació el día sólo unas tenues columnas de humo ascendían de los escombros, pero ni ésas duraron mucho, porque al cabo de un rato empezó a llover, una llovizna fina, una leve rociada, es verdad, pero persistente, al principio ni conseguía llegar al suelo abrasado, se convertía antes en vapor, pero, con la insistencia, ya se sabe, agua blanda en brasa viva tanto da hasta que apaga, la rima que la ponga otro. Algunos de estos ciegos no lo son sólo de los ojos, también lo son del entendimiento, no se explica de otro modo el raciocinio tortuoso que los llevó a concluir que la deseada comida, con aquella lluvia, no llegaría. No hubo manera de convencerlos de que la premisa estaba errada y que, en consecuencia, errada tenía que estar también la conclusión, de nada sirvió decirles que todavía no era la hora del desayuno, desesperados, se tiraron al suelo llorando, No vienen, está lloviendo, no vienen, repetían, si aquella lamentable ruina tuviera algunas condiciones de habitabilidad, aunque fueran mínimas, volvería a ser el manicomio que fue antes.
El ciego que en la noche se quedó a dormir con ellos después de haber tropezado no pudo levantarse. Enrollado en sí mismo, como si hubiera querido proteger el último calor del vientre, no se movió, pese a la lluvia, que había empezado a caer más persistente y abundante. Está muerto, dijo la mujer del médico, y es mejor que nosotros también nos vayamos de aquí mientras nos queden fuerzas. Se levantaron trabajosamente, vacilando, con vértigos, agarrándose unos a otros, luego se pusieron en fila, primero la de los ojos que ven, luego los que teniendo ojos no ven, la chica de las gafas oscuras, el viejo de la venda negra, el niño estrábico, la mujer del primer ciego, su marido, el médico va el último. El camino que tomaron lleva al centro de la ciudad, pero no es ésa la intención de la mujer del médico, lo que ella quiere es encontrar rápidamente un sitio donde dejar seguros a los que vienen detrás, e ir sola en busca de comida. Las calles están desiertas, es aún temprano, o quizá sea la lluvia, que cae cada vez más fuerte. Hay basura por todas partes, algunas tiendas tienen las puertas abiertas, pero la mayoría están cerradas, no parece que haya gente dentro, ni luz. La mujer del médico pensó que sería una buena idea dejar a sus compañeros en una de aquellas tiendas, reteniendo el nombre de la calle, el número de la puerta, no vaya a perderlos al volver. Se paró, le dijo a la chica de las gafas oscuras, Esperaos aquí, no os mováis, y fue a mirar por la puerta acristalada de una farmacia, le pareció ver dentro unos bultos tumbados, llamó en los cristales, una de las sombras se movió, alguien se levantó volviendo la cara hacia el lugar de donde venía el ruido, Están todos ciegos, pensó la mujer del médico, sin entender por qué se encontraban allí, quizá sea la familia del farmacéutico, pero, si es así, por qué no están en su propia casa, con más comodidad que aquel suelo duro, a no ser que estuviesen guardando el establecimiento, contra quién, y menos siendo estas mercancías lo que son, que tanto pueden salvar como matar. Se alejó de allí, un poco más adelante se detuvo a mirar el interior de otra tienda, vio más gente tumbada en el suelo, mujeres, hombres, niños, algunos parecían estar preparándose para salir, uno de ellos se acercó a la puerta, tendió el brazo hacia fuera y dijo, Está lloviendo, Mucho, fue la pregunta de dentro, Sí, tendremos que esperar a ver si escampa, el hombre, era un hombre, estaba a dos pasos de la mujer del médico, no había reparado en que estaba acompañado, por eso se sobresaltó al oír decir, Buenos días, se había perdido la costumbre de dar los buenos días, no sólo porque días de ciegos, propiamente hablando, nunca pueden ser buenos, sino también porque nadie está completamente seguro de que los días no fuesen tardes, o noches, y si ahora, en una aparente contradicción con lo que acaba de ser explicado, estas personas despiertan más o menos al mismo tiempo que la mañana, es porque algunas se quedaron ciegas hace pocos días y aún no han perdido del todo el sentido de la sucesión de los días y las noches, del sueño y de la vigilia. El hombre dijo, Está lloviendo, y luego, Quién es usted, No soy de aquí, Anda buscando comida, Sí, llevamos cuatro días sin comer nada, Y cómo sabe que son cuatro días, Es un cálculo, Está sola, Estoy con mi marido y unos compañeros, Cuántos son, Siete en total, Si están pensando en quedarse con nosotros, quítenselo de la cabeza, ya somos muchos aquí, Sólo estamos de paso, De dónde vienen, Estuvimos internados desde que empezó la ceguera, Ah, sí, en cuarentena, no ha servido de nada, Por qué dice eso, Los han dejado salir, Hubo un incendio y entonces nos dimos cuenta de que los soldados que nos vigilaban habían desaparecido, Y salieron, Sí, Vuestros soldados serían los últimos en quedarse ciegos, todo el mundo está ciego, Todos, la ciudad entera, todo el país, Si alguien ve, no lo dice, se lo calla, Por qué no vive en su casa, Porque no sé dónde está, No lo sabe, Y usted, sabe dónde está la suya, Yo, la mujer del médico iba a responder que precisamente se dirigía allí con su marido y los compañeros, se habían detenido sólo para comer algo, para recuperar fuerzas, pero en este mismo instante vio con toda claridad la situación, ahora, alguien que estando ciego saliera de casa, sólo por milagro conseguiría reencontrarla, no es lo mismo que antes, pues los ciegos de aquel tiempo podían siempre contar con la ayuda de un transeúnte, bien para cruzar una calle, bien para volver al camino cierto en caso de que se hubieran desviado inadvertidamente del habitual, Sólo sé que está lejos, dijo, Pero no es capaz de llegar a ella, No, Pues mire, a mí me pasa igual, ustedes, todos los que estuvieron en cuarentena, tienen mucho que aprender, no saben lo fácil que es quedarse sin casa, No comprendo, Los que andan en grupo, como nosotros, como casi todo el mundo, cuando vamos a buscar comida tenemos que ir juntos, es la única manera de no perdernos unos de otros, y como vamos todos, como no queda nadie cuidando la casa, lo más seguro, suponiendo que consigamos volver, es que esté ocupada por otro grupo que tampoco ha podido encontrar la suya, somos una especie de noria, siempre dando vueltas, al principio hubo algunas peleas, pero pronto nos dimos cuenta de que nosotros, los ciegos, por así decir, no tenemos nada a lo que podamos llamar nuestro, a no ser lo que llevamos encima, La solución sería vivir en una tienda de comestibles, al menos mientras duren los alimentos no será necesario salir, A quien lo hiciera, lo mínimo que le podría ocurrir es que no tuviera nunca un minuto de sosiego, digo lo mínimo porque he oído hablar del caso de unos que lo intentaron, se encerraron dentro, cerraron las puertas, pero no pudieron evitar que saliera el olor a comida, así que se reunieron fuera los que querían comer y, como los de dentro no abrían, le pegaron fuego a la tienda, fue santo remedio, yo no lo vi, me lo contaron, que yo sepa nadie más se ha atrevido, Y no se vive ya en las casas, en los pisos, Sí, se vive, pero es igual, por mi casa debe de haber pasado cantidad de gente, no sé si algún día conseguiré dar con ella, además, en esta situación, es mucho más práctico dormir en las tiendas, en los almacenes, nos ahorramos andar subiendo y bajando escaleras, Ya no llueve, dijo la mujer del médico, Ya no llueve, repitió el hombre hacia dentro. Al oír estas palabras se levantaron los que todavía estaban tumbados, recogieron sus cosas, mochilas, maletines, bolsas de tela y de plástico, como si fueran de expedición, y era verdad, iban a cazar comida, uno a uno fueron saliendo de la tienda, la mujer del médico observó que iban abrigados, cierto es que los colores de las ropas no casaban entre sí, que los pantalones eran tan cortos que dejaban los tobillos al aire, o tan largos que tenían que enrollar los bajos, pero no les entraría el frío, algunos hombres usaban gabardinas o abrigos, dos de las mujeres llevaban abrigos largos de piel, lo que no se veía eran paraguas, probablemente por lo incómodos que son, siempre las varillas amenazando los ojos. El grupo, unas quince personas, se alejó. A lo largo de la calle aparecían otros grupos, también personas aisladas, arrimados a las paredes había hombres aliviando la urgencia matinal de la vejiga, las mujeres preferían el resguardo de los coches abandonados. Ablandados por la lluvia, los excrementos, aquí y allá, moteaban la calle.
La mujer del médico volvió al lado de los suyos, recogidos por instinto bajo el toldo de una pastelería de donde salía un hedor de nata ácida y otras podredumbres, Vamos, dijo, he encontrado un abrigo, y los llevó a la tienda de donde los otros acababan de salir. Los estantes del establecimiento estaban intactos, la mercancía no era de las de comer o vestir, había frigoríficos, máquinas de lavar ropa y vajilla, hornos normales y de microondas, batidoras, exprimidores, aspiradoras, las mil y una invenciones electrodomésticas destinadas a hacer más fácil la vida. La atmósfera estaba cargada de malos olores, haciendo absurda la blancura inmaculada de los objetos. Descansad aquí, dijo la mujer del médico, voy a buscar comida, no sé dónde la encontraré, cerca, lejos, esperad con paciencia, hay grupos por ahí fuera, si alguien quiere entrar, decidle que el sitio está ocupado, será suficiente para que se vayan a otro lugar, es la costumbre. Voy contigo, dijo el marido, No, es mejor que vaya sola, tenemos que saber cómo se vive ahora, por lo que he oído toda la gente está ciega, Entonces, dijo el viejo de la venda negra, es como si todavía estuviéramos en el manicomio, No hay comparación, podemos movernos libremente, y lo de la comida ya se resolverá, no vamos a morir de hambre, también tengo que hacerme con algo de ropa, vamos andrajosos, quien más lo necesitaba era ella, de cintura para arriba casi desnuda. Besó al marido, sintió en ese momento una punzada en el corazón, Por favor, pase lo que pase, aunque alguien quiera entrar, no dejéis este sitio, y si os echan, cosa que no creo que ocurra, es sólo para tener prevista cualquier posibilidad, quedaos en la puerta, juntos, hasta que yo llegue. Los miró con los ojos anegados en lágrimas, allí estaban, dependían de ella como los niños pequeños dependen de la madre, Si les falto, pensó, no se le ocurrió que fuera estaban todos ciegos y vivían, tendría que quedarse ciega ella también para comprender que una persona se acostumbra a todo, especialmente si ha dejado de ser persona, incluso sin llegar a tanto, ahí está el niño estrábico, por ejemplo, que ya ni por su madre pregunta. Salió a la calle, miró y fijó en su memoria el número de la puerta, el nombre de la tienda, ahora tenía que ver cómo se llamaba la calle, en aquella esquina, no sabía hasta dónde la iba a llevar la búsqueda de comida, y qué comida, serían tres puertas o trescientas, no podía perderse, no habría nadie a quien preguntar el camino, los que antes veían estaban ahora ciegos, y ella, viendo, no sabría dónde estaba. El sol había salido, brillaba en los charcos formados entre la basura, se veía mejor la hierba que crecía entre las losetas de la calzada. Había mucha gente fuera. Cómo se orientarán, se preguntó la mujer del médico. No se orientaban, caminaban rozando las casas, con los brazos tendidos hacia delante, tropezaban continuamente unos con otros, como las hormigas que van en cadena, pero cuando esto ocurría, no se oían protestas, ni necesitaban hablar, una de las familias se despegaba de la pared, avanzaba a lo largo de la que venía en dirección contraria, y así seguían hasta el próximo tropiezo. De vez en cuando se paraban, olfateaban a la entrada de las tiendas, por ver si olía a comida, sea lo que fuera, luego continuaban su camino, doblaban una esquina, desaparecían de la vista, poco después aparecía otro grupo, no traían aire de haber encontrado lo que buscaban. La mujer del médico se mueve con mayor rapidez, no pierde el tiempo entrando en las tiendas para saber si son de comestibles, pero pronto tuvo claro que no resultaría fácil abastecerse en cantidad, las pocas tiendas que encontró parecían haber sido devoradas por dentro, eran como caparazones vacíos.
Estaba ya muy lejos del lugar donde aguardaban el marido y los compañeros, había cruzado y recruzado calles, avenidas, plazas, cuando se encontró ante un supermercado. Dentro el aspecto no era diferente, estanterías vacías, vitrinas rotas, vagaban ciegos por los pasillos, la mayoría a gatas, barriendo con las manos el suelo inmundo, con la esperanza de encontrar algo que se pudiera aprovechar, una lata de conservas que hubiese resistido los golpes con que intentaron abrirla, un paquete cualquiera, de lo que fuese, una patata, aunque estuviese pisoteada, un trozo de pan, aunque pareciera una piedra. La mujer del médico pensó, Aun así, algo habrá, esto es enorme. Un ciego se levantó del suelo quejándose, se había clavado un casco de botella en la rodilla y la sangre le corría por la pierna. Los ciegos del grupo lo rodearon, Qué te pasa, qué te pasa, y él dijo, un vidrio, en la rodilla, En cuál, En la izquierda, una de las ciegas se agachó, Cuidado no sea que haya más por aquí, tanteó, palpó para distinguir una pierna de otra, Ésta es, dijo, lo tienes espetado ahí, uno de los ciegos se echó a reír, Pues si está espetado, aprovecha, y los otros rieron también, sin diferencia entre mujeres y hombres. Haciendo una pinza con el pulgar y el índice, es un gesto natural que no precisa aprendizaje, la ciega extrajo el cristal, luego ató la rodilla con un trapo que rebuscó en el saco que llevaba a hombros, y después contribuyó con su propio chiste al buen humor general, No hay nada que hacer, el espeto se le ha pasado, todos rieron, y el herido replicó, Cuando tengas ganas, me lo dices, verás si tengo vara de espetar, seguro que entre éstos no hay esposos y esposas, nadie se escandalizó, será toda gente de costumbres liberales y de uniones libres, a no ser que éstos, justamente, sean marido y mujer, de ahí la confianza, pero realmente no lo parecen, en público no hablarían así. La mujer del médico miró alrededor, lo que había de aprovechable se lo disputaban otros ciegos a puñetazos, que casi siempre se perdían en el aire, y empujones que no distinguían entre amigos y adversarios, ocurría a veces que el objeto de la pelea se les caía de las manos y acababa en el suelo esperando que alguien tropezase con él, Aquí no hay más que mierda, pensó, usando una palabra que no formaba parte de su léxico habitual, demostrando una vez más que la fuerza de las circunstancias y su naturaleza influyen mucho en el léxico, pensemos si no en aquel militar que también dijo mierda cuando le pidieron que se rindiera, absolviendo así del delito de mala educación futuros desahogos en situaciones menos peligrosas. Aquí no hay más que mierda, volvió a pensar, y se disponía a salir cuando otro pensamiento le acudió como una providencia, Un establecimiento como éste debe tener un almacén, no digo un almacén grande, que ése estará en otro sitio, probablemente lejos, sino una reserva de los productos de más consumo. Excitada por la idea se lanzó a la busca de una puerta cerrada que la condujera a la cueva de los tesoros, pero todas estaban abiertas, y dentro reinaba la misma devastación, los mismos ciegos rebuscando en la misma basura. Al fin, en un pasillo oscuro, donde apenas llegaba la luz del sol, vio lo que le parecía un montacargas. Las puertas metálicas estaban cerradas, y al lado había otra puerta lisa, de las que se deslizan sobre carriles, El sótano, pensó, los ciegos que llegaron hasta aquí encontraron el camino cerrado, sin duda se dieron cuenta de que se trataba de un ascensor, pero a nadie se le ocurrió que lo normal es que haya también una escalera para cuando falle la energía eléctrica, por ejemplo, como es el caso. Empujó la puerta corredera y recibió, casi simultáneas, dos poderosas impresiones, primero, la de la oscuridad profunda por donde tendría que bajar para llegar al sótano, y luego, el olor inconfundible de cosas que se comen, aunque estén encerradas en recipientes de esos que llamamos herméticos, y es que el hambre siempre tuvo un olfato finísimo, capaz de atravesar todas las barreras, como el de los perros. Volvió rápidamente atrás para coger de la basura las bolsas de plástico que iba a necesitar para transportar la comida, al tiempo que se preguntaba, Sin luz, cómo voy a saber lo que tengo que llevarme, se encogió de hombros, la preocupación era estúpida, la duda ahora, teniendo en cuenta el estado de debilidad en que se encontraba, debería ser si tendría fuerzas para cargar con los sacos llenos, desandar el camino por donde vino, en este momento le entró un miedo horrible de no encontrar el lugar donde el marido la estaba esperando, sabía el nombre de la calle, eso no lo había olvidado, pero fueron tantas las vueltas que la desesperación la paralizó, luego, lentamente, como si el cerebro inmóvil se hubiese puesto al fin en movimiento, se vio a sí misma inclinada sobre un plano de la ciudad, buscando con la punta del dedo el itinerario más corto, como si tuviese dos veces ojos, unos que la miraban viendo el plano, otros que veían el plano y el camino. El pasillo seguía desierto, era una suerte, a causa del nerviosismo que le había provocado su descubrimiento, olvidó cerrar la puerta. La cerró ahora cuidadosamente, y se encontró sumergida en una oscuridad total, tan ciega ella como los ciegos que estaban fuera, la diferencia era sólo el color, si efectivamente son colores el blanco y el negro. Rozando la pared, empezó a bajar la escalera, si este lugar no fuera tan secreto como es, si alguien subiera desde el fondo, tendrían que hacer como había visto en la calle, despegarse uno de ellos de la seguridad del muro, avanzar rozando la imprecisa sustancia del otro, tal vez por un instante temer absurdamente que la pared no continuara del otro lado, Estoy a punto de volverme loca, pensó, y tenía razones para eso, bajando por aquel agujero tenebroso, sin luz ni esperanza de verla, hasta dónde, estos almacenes subterráneos en general no son altos, primer tramo de escaleras, ahora sé lo que es ser ciega, segundo tramo de escaleras, Voy a gritar, voy a gritar, tercer tramo, las tinieblas son como un engrudo negro que ha cuajado en su cara, los ojos transformados en bolas de brea, Quién es ese que está ahí delante, y luego, de inmediato, otro pensamiento, aún más amedrentador, Y cómo voy a dar luego con la escalera, un desequilibrio súbito la obligó a inclinarse para no caer desamparada, con la consciencia casi perdida balbuceó, Está limpio, se refería al suelo, le parecía asombroso, un suelo limpio. Poco a poco comenzó a volver en sí, sentía un dolor sordo en el estómago, no es que sea una novedad, pero en este momento era como si no existiese en su cuerpo ningún otro órgano vivo, allá estarían, pero no daban señales de vida, el corazón, sí, el corazón resonaba como un tambor inmenso, siempre trabajando a ciegas en la oscuridad, desde la primera de todas las tinieblas, el vientre donde lo formaron, hasta la última, cuándo llegará ésa. Llevaba en la mano unas bolsas de plástico, no las había soltado, ahora tendrá que llenarlas, tranquilamente, un almacén no es lugar de fantasmas y dragones, aquí no hay más que oscuridad, y la oscuridad no muerde ni ofende, en cuanto a la escalera, ya la encontraré, seguro, aunque tenga que dar la vuelta entera a este agujero. Decidida, iba a levantarse, pero recordó que ahora estaba tan ciega como los ciegos, mejor sería hacer como ellos, avanzar a gatas hasta encontrar algo al frente, estanterías abarrotadas de comida, lo que fuese, con tal de que se pueda comer como está, sin preparaciones de cocina, que no está el tiempo para fantasías.
Volvió el miedo, subrepticio, pero ella avanzó algunos metros, tal vez estuviera equivocada, quizá allí mismo, ante ella, invisible, un dragón la esperase con la boca abierta. O un fantasma con la mano tendida, para llevarla al mundo terrible de los muertos que nunca acaban de morir, porque siempre viene alguien a resucitarlos. Luego, prosaicamente, con una infinita, resignada tristeza, pensó que el sitio donde estaba no era un depósito de comida sino un garaje, incluso le pareció sentir el olor a gasolina, hasta este punto puede engañarse el espíritu cuando se rinde a los monstruos que él mismo ha creado. Entonces, su mano tocó algo, no los dedos viscosos del fantasma, no la lengua ardiente y las fauces del dragón, lo que ella sintió fue el contacto con un metal frío, una superficie vertical, lisa, adivinó, sin saber que era ése el nombre, el montante de una estantería metálica. Calculó que debía de haber otras iguales a ésta, paralelas, como era normal, se trataba ahora de saber dónde estaban los productos alimenticios, no aquí, que este olor no engaña, detergentes. Sin pensar más en las dificultades que iba a tener para encontrar la escalera, empezó a recorrer las estanterías, palpando, oliendo, agitando. Había envases de cartón, botellas de vidrio y de plástico, frascos pequeños, medianos y grandes, latas que debían de ser de conservas, recipientes varios, tubos, bolsas, frasquitos. Llenó al azar una de las bolsas, Será todo de comer, se preguntaba inquieta. Pasó a otras estanterías, y en la segunda de ellas ocurrió lo inesperado, la mano ciega, que no podía ver por dónde iba, tocó e hizo caer unas cajitas. El ruido que hicieron al chocar contra el suelo casi le paraliza el corazón a la mujer del médico, Son fósforos, pensó. Temblorosa de excitación, se inclinó, paseó las manos por el suelo, encontró lo que buscaba, éste es un olor que no se confunde con ningún otro, y el ruido de los palitos al agitar la caja, el deslizamiento de la tapa, la aspereza de la lija exterior, el raspar la cabeza del palito, al fin la deflagración de una pequeña llama, el espacio alrededor, una difusa esfera luminosa como un astro a través de la niebla, Dios mío, la luz existe, y yo tengo ojos para verla, alabada sea la luz. A partir de ahora, la cosecha sería fácil. Empezó por las cajas de fósforos, y llenó casi una bolsa. No es necesario llevarlas todas, le decía la voz del buen sentido, pero ella no hizo caso del buen sentido, después las trémulas llamas de los fósforos fueron mostrando las estanterías, aquí, allá, en poco tiempo llenó las bolsas, la primera la vació porque no había metido nada útil, las otras ya llevaban riqueza suficiente para comprar la ciudad, no es de extrañar la diferencia de valores, basta que recordemos que un día hubo un rey que quiso cambiar su reino por un caballo, qué no daría él si estuviese muriéndose de hambre y le mostraran estas bolsas de plástico. La escalera está allí, el camino es todo recto. Antes, sin embargo, la mujer del médico se sienta en el suelo, abre un envase de chorizo, otro de lonchas de pan negro, una botella de agua y, sin remordimientos, come. Si no comiese ahora no tendría fuerzas para llevar la carga a donde hace falta, ella es la abastecedora. Cuando acabó, enfiló en los brazos las asas de las bolsas, tres en cada lado, y con las manos alzadas delante fue encendiendo cerillas hasta llegar a la escalera, luego, penosamente, la subió, la comida aún no ha pasado del estómago, precisa tiempo para llegar a los músculos y a los nervios, en este caso lo que ha aguantado mejor es la cabeza. La puerta corrediza se deslizó sin ruido, Y si hay alguien en el corredor, pensó la mujer del médico, qué hago. No había nadie, pero ella volvió a preguntarse, Qué hago. Podría, cuando llegase a la salida, volverse hacia dentro y gritar, Al fondo del corredor hay comida, una escalera lleva al almacén, aprovechaos, he dejado la puerta abierta. Podría hacerlo, pero no lo hizo. Ayudándose con el hombro, cerró la puerta, se decía a sí misma que lo mejor era callar, imaginen lo que ocurriría, los ciegos corriendo hacia allí como locos, sería como en el manicomio, cuando se declaró el incendio, rodarían escaleras abajo, pisoteados y aplastados por los que venían detrás, que caerían también, no es lo mismo poner el pie en un peldaño firme que en un cuerpo resbaladizo. Y cuando se acabe la comida, podré volver a por más, pensó. Cogió las bolsas con las manos, respiró hondo y avanzó por el corredor. No la verían, pero el olor de lo que había comido, Chorizo, qué idiota he sido, sería como un rastro vivo. Cerró los dientes, apretó con toda su fuerza las asas de las bolsas, Tengo que correr, dijo. Se acordó del ciego herido en la rodilla por un casco de botella, Si me ocurre lo mismo a mí, si no voy con cuidado y me clavo un vidrio en el pie, quizá hayamos olvidado que esta mujer va descalza, no ha tenido tiempo de entrar en las zapaterías, como hacen los ciegos de la ciudad, que pese a ser desgraciados invidentes pueden elegir el calzado por el tacto. Tenía que correr, y corrió. Al principio intentó deslizarse entre los grupos de ciegos, procurando no rozarlos, pero eso la obligaba a ir lentamente, parándose para elegir camino, lo suficiente para desprender un aura de olor, porque no sólo las auras perfumadas y etéreas son auras, al cabo de un instante empezó a gritar un ciego, Quién anda por aquí comiendo chorizo, apenas dichas estas palabras la mujer del médico se dejó de cuidados y se lanzó a una carrera desenfrenada, atropellando, empujando, derribando, en un sálvese el que pueda merecedor de severa crítica, pues no es así como se trata a unos ciegos, que para desgracia ya tienen bastante.
Llovía torrencialmente cuando llegó a la calle. Mejor, pensó, jadeando, con las piernas temblándole, así se sentiría menos el olor. Alguien la había agarrado por el último andrajo que apenas la cubría de cintura arriba, ahora iba con los pechos al aire, por ellos, lustralmente, palabra fina, corría el agua del cielo, no era la libertad guiando al pueblo, las bolsas, afortunadamente llenas, pesan demasiado como para llevarlas alzadas como una bandera. Tiene esto sus inconvenientes, ya que las excitantes fragancias van viajando a la altura de la nariz de los perros, cómo podían faltar los perros, ahora sin dueños que los cuiden y alimenten, es casi una jauría lo que va tras la mujer del médico, ojalá no se le ocurra a uno de estos animales soltar una dentellada para comprobar la resistencia del plástico. Con una lluvia así, que es casi diluvio, sería de esperar que la gente estuviera recogida, esperando que escampase. Pero no es así, por todas partes hay ciegos con la boca abierta hacia las alturas, matando la sed, almacenando agua en todos los rincones del cuerpo, y otros ciegos, más previsores, y sobre todo más sensatos, sostienen en sus manos cubos, palanganas, cazos, y los levantan al cielo generoso, cierto es que Dios da nubes cuando hay sed. No se le había ocurrido a la mujer del médico la posibilidad de que de los grifos de las casas no saliera ni una gota del precioso líquido, es defecto de la civilización, nos habituamos a la comodidad del agua canalizada, llevada a domicilio, y olvidamos que, para que tal suceda, tiene que haber gente que abra y cierre las válvulas de distribución, estaciones elevadoras que necesitan energía eléctrica, computadoras para regular los débitos y administrar las reservas, y para todo faltan ojos. También faltan para ver este cuadro, una mujer cargada con bolsas de plástico, andando por una calle inundada, entre basura podrida y excrementos humanos y de animales, automóviles y camiones abandonados de cualquier manera, bloqueando la vía pública, algunos con las ruedas ya cercadas de hierba, y los ciegos, los ciegos, con la boca abierta, abriendo también los ojos hacia el cielo blanco, parece imposible cómo puede llover de un cielo así. La mujer del médico va leyendo los nombres de las calles, unos los recuerda, otros no, hasta que llega un momento en que comprende que se ha desorientado y anda perdida. No hay duda, se ha extraviado. Dio una vuelta, dio otra, ya no reconoce ni las calles ni los nombres que llevan, entonces, desesperada, se dejó caer en un suelo sucísimo, empapado en cieno negro, y, vacía de fuerzas, de todas las fuerzas, rompió a llorar. Los perros la rodearon, olfatean las bolsas, pero sin convicción, como si ya se les hubiera pasado la hora de comer, uno de ellos le lame la cara, tal vez desde pequeño esté habituado a enjugar llantos. La mujer le acaricia la cabeza, le pasa la mano por el lomo empapado, y el resto de lágrimas las llora abrazada a él. Cuando al fin alzó los ojos, mil veces alabado sea el dios de las encrucijadas, vio que tenía ante ella un gran plano, de esos que los departamentos de turismo colocan en el centro de las ciudades, sobre todo para uso y tranquilidad de los visitantes, que tanto quieren poder decir adónde han ido como saber dónde están. Ahora, estando todos ciegos, parece fácil dar por mal empleado el dinero gastado, pero, en fin, hay que tener paciencia, dar tiempo al tiempo, debíamos haber aprendido ya, y de una vez para siempre, que el destino tiene que dar muchos rodeos para llegar a cualquier parte, sólo él sabe lo que le habrá costado traer aquí este plano para decir a esta mujer dónde está. No estaba tan lejos como creía, sólo se había desviado un poco en otra dirección, no tienes más que seguir por esta calle hasta una plaza, ahí cuentas dos calles a la izquierda, doblas después en la primera a la derecha, ésa es la que buscas, del número no te has olvidado. Los perros se fueron quedando atrás, algo los distrajo por el camino, o están muy acostumbrados al barrio y no quieren dejarlo, sólo el perro que había bebido las lágrimas acompañó a quien las lloraba, probablemente este encuentro de la mujer y el plano, tan bien dispuesto por el destino, incluía igualmente al perro. Lo cierto es que entraron juntos en la tienda, al perro de las lágrimas no le sorprendió ver a todas aquellas personas tendidas en el suelo, tan inmóviles que parecían muertos, estaba habituado, a veces lo dejaban dormir entre ellas, y cuando era hora de levantarse, casi siempre estaban vivas. Despertad, si estáis durmiendo, traigo comida, dijo la mujer del médico, pero primero había cerrado la puerta, no la vaya a oír alguien que pase por la calle. El niño estrábico fue el primero en levantar la cabeza, sólo eso puede hacer, la debilidad no le dejaba, los otros tardaron un poco más, estaban soñando que eran piedras, y nadie ignora lo profundo que es el sueño de las piedras, un simple paseo por el campo lo demuestra, allí están durmiendo, medio enterradas, esperando no se sabe qué despertar. Tiene, no obstante, la palabra comida poderes mágicos, mayormente cuando aprieta el apetito, hasta el perro de las lágrimas, que no conoce lenguaje, empezó a mover el rabo, el instintivo movimiento le hizo recordar que aún no había hecho aquello a que están obligados los perros mojados, se agitó con violencia, salpicando todo a su alrededor, en ellos es fácil, llevan la piel como quien lleva un abrigo.
Agua bendita de la más eficaz, bajada directamente del cielo, aquella rociada ayudó a las piedras a transformarse en personas, mientras la mujer del médico participaba de la metamorfosis abriendo una tras otra las bolsas de plástico. No todo olía a lo que contenía, pero el perfume de un trozo de pan duro ya sería, hablando elevadamente, la esencia misma de la vida. Están, al fin, todos despiertos, tienen las manos trémulas, las caras ansiosas, y entonces el médico, tal como le había ocurrido antes al perro de las lágrimas, recuerda quién es, Cuidado, no conviene comer mucho, puede hacernos daño, Lo que nos hace daño es el hambre, dijo el primer ciego, Haz caso de lo que dice el doctor, le reprendió la mujer, y el marido se calló, pensando con una sombra de rencor, Éste ni de ojos entiende, palabras injustas éstas, tanto más si tenemos en cuenta que no está el médico menos ciego que los otros, la prueba es que ni advirtió que su mujer venía desnuda de cintura para arriba, fue ella quien le pidió la chaqueta para taparse, los otros ciegos miraron en su dirección, pero era demasiado tarde, que hubieran mirado antes.
Mientras comían, la mujer del médico contó sus aventuras, de todo lo que hizo y le ocurrió, sólo calló que había dejado la puerta del almacén cerrada, no estaba muy segura de las razones humanitarias que a sí misma se había dado, en compensación contó el episodio del ciego que se había clavado el vidrio en la rodilla, todos se rieron a gusto, todos no, que el viejo de la venda negra no hizo más que esbozar una sonrisa cansada, y el niño estrábico sólo tenía oídos para el ruido que hacía al masticar. El perro de las lágrimas recibió su parte, que pronto pagó ladrando furiosamente cuando alguien de fuera empujó la puerta con violencia. Quienquiera que fuese no insistió, se decía que había perros rabiosos por las calles, para rabia ya tengo bastante con ésta de no ver dónde pongo los pies. Volvió la calma, y entonces, sosegada ya en todos la primera hambre, la mujer del médico contó la charla con el hombre que había salido de esta misma tienda para ver si llovía. Luego, concluyó, Si lo que me dijo es verdad, no podemos tener la seguridad de encontrar nuestras casas tal como las dejamos, ni siquiera sabemos si podremos entrar en ellas, hablo de aquellos que se olvidaron de llevarse las llaves cuando salieron, o que las perdieron, nosotros, por ejemplo, no las tenemos, se quedaron allí, cuando el incendio, sería imposible encontrarlas ahora entre los escombros, pronunció la palabra y fue como si estuviese viendo las llamas envolviendo las tijeras, quemando primero la sangre seca que hubiese en ellas, luego mordiéndole el filo, las puntas agudas, embotándolas, y tornándolas al cabo de un tiempo en romas, blandas, informes, deshechas, imposible creer que aquello hubiera perforado la garganta de nadie, cuando el fuego acabe su trabajo, será imposible, en la masa única de metal fundido, distinguir dónde están las tijeras y dónde están las llaves, Las llaves, dijo el médico, las tengo yo, e introduciendo con dificultad tres dedos en un bolsillo pequeño de los andrajosos pantalones, junto a la cintura, extrajo de dentro una argollita con tres llaves. Y cómo las tienes tú, si yo las había metido en mi bolso, que se quedó allí, Las saqué, tenía miedo de que pudieran perderse, creí que estaban más seguras conmigo, y era también una forma de seguir confiando en que algún día íbamos a volver a casa, Está bien eso de tener las llaves, pero puede que nos encontremos con la puerta derribada, Pueden haberlo intentado, o no, por un momento se olvidaron de los otros, pero ahora es preciso saber, de todos ellos, lo que ha pasado con sus llaves, la primera en hablar fue la chica de las gafas oscuras, Mis padres se quedaron en casa cuando la ambulancia fue a buscarme, no sé qué les habrá ocurrido luego, después habló el viejo de la venda negra, Yo estaba en mi cuarto cuando me quedé ciego, llamaron a la puerta, la dueña de la casa vino a decirme que unos enfermeros me buscaban, no era momento para pensar en llaves, sólo faltaba la mujer del primer ciego, pero ésta dijo, No sé, no me acuerdo, sabía, se acordaba, pero no quería confesar que cuando se vio ciega, expresión absurda, pero enraizada, que no hemos conseguido evitar, salió de casa gritando, llamando a las vecinas, las que estaban en casa se guardaron muy bien de acudir en su ayuda, y ella, que tan firme y capaz se había mostrado cuando la desgracia cayó sobre el marido, se comportaba ahora alocadamente, abandonando la casa con la puerta abierta de par en par, ni se le ocurrió pedir que la dejaran volver atrás, sólo un minuto, sólo cerrar la puerta y ya estoy aquí. Al niño estrábico nadie le preguntó por la llave de su casa, el pobrecillo ni de dónde vivía se acordaba. Entonces, la mujer del médico tocó levemente la mano de la chica de las gafas oscuras, Empezaremos por tu casa, que es la que está más cerca, pero antes tenemos que encontrar ropa y zapatos, no podemos andar así por la calle, sucios y rotos. Hizo un movimiento para levantarse, pero reparó en el niño estrábico, que, confortado ya, y harto, había vuelto a quedarse dormido. Dijo, descansemos, durmamos un poco, ya veremos más tarde lo que nos espera. Se quitó la falda mojada, luego, para calentarse, se acercó al marido, lo mismo hicieron el primer ciego y su mujer, Eres tú, preguntó él, ella se acordaba de su casa y sufría, no dijo Consuélame, pero fue como si lo hubiera pensado, lo que no se sabe es qué sentimiento habrá llevado a la chica de las gafas oscuras a poner un brazo sobre el hombro del viejo de la venda negra, pero el caso es que lo hizo, y así permanecieron, ella durmiendo, él no. El perro fue a tumbarse junto a la puerta, guardando el paso, es un animal áspero e intratable cuando no tiene que enjugar lágrimas.