Al cuarto día, los malvados volvieron a aparecer. Venían a exigir el tributo de las mujeres de la segunda sala, pero se detuvieron un momento en la puerta de la primera para preguntar si estas mujeres estaban ya restablecidas de los asaltos eróticos de la otra noche, Una buena noche, sí señor, exclamó uno, relamiéndose, y otro confirmó, Estas siete valían por catorce, claro que una no era gran cosa, pero en aquel follón ni se notaba, tienen suerte éstos, si son lo bastante hombres para ellas, Mejor que no lo sean, así llegan con más ganas. Desde el fondo de la sala, la mujer del médico dijo, Ya no somos siete, Ha escapado alguna, preguntó riéndose uno de los del grupo, No ha escapado, ha muerto, Diablo, entonces vais a tener que trabajar más la próxima vez, No se ha perdido mucho, no era gran cosa, dijo la mujer del médico. Desconcertados, los mensajeros no acertaron a responder, les parecía indecente lo que acababan de oír, alguno incluso llegó a pensar que al fin y al cabo las mujeres son todas unas cabras, qué falta de respeto, hablar de una tía en esos términos, sólo porque no tenía las tetas en su sitio y era escurrida de nalgas. La mujer del médico los miraba, parados en la entrada de la sala, indecisos, moviéndose como muñecos mecánicos. Los reconocía, había sido violada por los tres. Al fin, uno de ellos golpeó con el palo en el suelo, Venga, vámonos, dijo. Los golpes y las advertencias, Fuera, apartaos, fuera, somos nosotros, fueron alejándose a lo largo del corredor, luego hubo un silencio, después, rumores confusos, las mujeres de la sala segunda estaban recibiendo la orden de presentarse acabada la cena. Sonaron de nuevo los golpes de los garrotes en el suelo, Fuera, fuera, apartaos, los bultos de los tres ciegos pasaron el umbral de la puerta, desaparecieron.
La mujer del médico, que antes había estado contándole una historia al niño estrábico, levantó el brazo, y, sin ruido, cogió las tijeras del clavo. Le dijo al niño, Luego te cuento lo que falta. Nadie de la sala le preguntó por qué había hablado de la ciega de los insomnios con aquel desdén. Pasado algún tiempo, se descalzó y le dijo al marido, No tardo, vuelvo en seguida. Se encaminó hacia la puerta, allí se detuvo y esperó. Diez minutos después aparecieron en el corredor las mujeres de la segunda sala. Eran quince. Algunas iban llorando. No venían en fila, sino en grupos, unidos unos a otros por tiras de paño, por el aspecto parecían desgarradas de una manta. Cuando acabaron de pasar, la mujer del médico las siguió. Ninguna de ellas se dio cuenta de que llevaban compañía. Sabían lo que les esperaba, la noticia de las humillaciones no era secreto para nadie, ni había en estos vejámenes nada nuevo, seguro que el mundo comenzó así. Lo que las aterrorizaba no era tanto la violación como la orgía, la desvergüenza, la previsión de una noche terrible, quince mujeres despatarradas por las camas y el suelo, los hombres yendo de una a otra, jadeando como puercos, Lo peor será si siento placer, pensaba una de las mujeres. Cuando entraron en el corredor que llevaba a la sala de destino, el ciego de guardia dio la voz de alerta, Ya las oigo, ahí vienen. La cama que servía de cancela fue apartada rápidamente, las mujeres entraron una a una. Vaya, son muchas, exclamó el ciego de la contabilidad, e iba numerándolas con entusiasmo, Once, doce, trece, catorce, quince, son quince. Se lanzó sobre la última, metiéndole las manos voraces por debajo de la falda, Ésta es mía, está buenísima, decía. Habían dejado de pasar revista, de hacer la evaluación previa de las dotes físicas de las mujeres. Realmente, si estaban todas condenadas a pasar por lo mismo, no valía la pena gastar el tiempo enfriando la concupiscencia con selecciones de alturas y medidas de pecho y caderas. Las iban llevando a las camas, las desnudaban a tirones, en seguida se oyeron los llantos acostumbrados, las súplicas, las voces implorantes, pero las respuestas, cuando las había, no variaban, Si quieres comer, tienes que abrir las piernas. Y las abrían, a algunas les ordenaban que usasen la boca, como aquella que estaba en cuclillas entre las rodillas del jefe de los malvados, ésa no decía nada. La mujer del médico entró en la sala, se deslizó lentamente entre las camas, no era necesaria tanta prudencia, nadie la oiría aunque viniera con zuecos, y si, en medio del barullo, algún ciego la toca y se da cuenta de que se trata de una mujer, lo peor que le puede ocurrir es que tenga que unirse a las otras, en una situación como ésta no es fácil notar la diferencia entre quince y dieciséis.
La cama del jefe de los malvados seguía en el fondo de la sala, donde se amontonaban las cajas de comida. Los camastros cercanos habían sido retirados, al hombre le gustaba revolcarse a sus anchas, sin tener que tropezar con los vecinos. Iba a ser fácil matarlo. Mientras avanzaba por el pasillo central, la mujer del médico observaba los movimientos de aquel a quien no tardaría en matar, cómo el placer le hacía inclinar la cabeza hacia atrás, era como si le ofreciera el cuello. Despacio, la mujer del médico se aproximó, dio la vuelta a la cama y se colocó detrás de él. La ciega continuaba su trabajo. La mano levantó lentamente las tijeras, las hojas un poco separadas para penetrar como dos puñales. En aquel momento, el último, el ciego pareció notar una presencia inesperada, pero el orgasmo lo alejaba del mundo de las sensaciones comunes, lo privaba de reflejos, No llegarás a gozar, pensó la mujer del médico, y bajó violentamente el brazo. Las tijeras se enterraron con toda la fuerza en la garganta del ciego, girando sobre sí mismas lucharon contra los cartílagos y los tejidos membranosos, luego, furiosamente, siguieron penetrando hasta ser detenidas por las vértebras cervicales. El grito apenas se oyó, podía ser el ronquido animal de quien está a punto de eyacular, como a otros les estaba ocurriendo, y tal vez lo fuese, porque, al tiempo que un chorro de sangre le daba de lleno en la cara, la ciega recibía en la boca la descarga convulsiva del semen. Fue el grito de la mujer lo que alarmó a los ciegos, de gritos tenían experiencia sobrada, pero éste no era como los otros. La ciega gritaba, sin entender lo que estaba ocurriendo, pero gritaba de dónde viene esta sangre, probablemente, sin saber cómo, había hecho lo que por un momento pensó, arrancarle el pene a dentelladas. Los ciegos dejaron a las mujeres, avanzaban a tientas, Qué pasa, por qué gritas de ese modo, preguntaban, pero ahora la ciega tenía una mano sobre la boca, alguien le decía al oído, Cállate, y luego notó que la empujaban suavemente hacia atrás, No digas nada, era una voz de mujer y esto la tranquilizó, si tanto se puede decir en semejante situación. El ciego contable venía delante, fue el primero en tocar el cuerpo que había caído atravesado en la cama, en recorrerlo con las manos. Está muerto, dijo al cabo de un momento. La cabeza colgaba hacia el otro lado del camastro, y la sangre seguía fluyendo a borbotones, Lo han matado, dijo. Los ciegos parecían aturdidos, no podían creer lo que oían, Que lo han matado, cómo, quién ha sido, Le han hecho una herida enorme en la garganta, habrá sido la puta de mierda que estaba con él, tenemos que atraparla. Se movieron otra vez los ciegos, más despacio ahora, como si tuvieran miedo de ir al encuentro del arma que había matado a su jefe. No podían ver que el ciego de la contabilidad metía precipitadamente las manos en los bolsillos del muerto, encontraba la pistola y una bolsita de plástico con media docena de cartuchos. La atención de todos se vio distraída súbitamente por el alarido de las mujeres, ya puestas en pie, presas del pánico, queriendo salir de allí, pero algunas habían perdido la noción de dónde estaba la puerta de la sala, fueron en dirección equivocada y tropezaron con los ciegos, éstos creyeron que los atacaban, entonces la confusión de cuerpos alcanzó el delirio. Quieta, al fondo, la mujer del médico esperaba la ocasión para escapar. Mantenía a la ciega firmemente agarrada, con la otra mano empuñaba las tijeras, dispuesta a apuñalar al primer hombre que se acercara. De momento, aquel espacio libre la favorecía pero sabía que no podía estar mucho tiempo allí. Algunas mujeres consiguieron dar con la puerta, otras luchaban por liberarse de las manos que las sujetaban, alguna intentaba estrangular al enemigo y añadir un muerto a otro muerto. El ciego contable gritó a los suyos con autoridad, Calma, calma, vamos a resolver esto, y con intención de hacer la orden más acuciante, disparó un tiro al aire. El resultado fue precisamente el contrario. Sorprendidos al ver que la pistola ya estaba en otras manos y que, en consecuencia, iban a tener un nuevo jefe, los ciegos dejaron de luchar con las ciegas, desistieron de su intento de dominarlas, uno de ellos había incluso desistido de todo porque acababa de ser estrangulado. Fue entonces cuando la mujer del médico decidió avanzar. Dando golpes a diestro y siniestro, se fue abriendo camino. Ahora eran los ciegos quienes gritaban, se atropellaban, pasaban unos sobre otros, quien tuviera ojos para ver comprobaría que, comparada con ésta, la primera confusión era sólo un juego. La mujer del médico no quería matar, sólo quería salir, y lo más rápido posible, sobre todo, no dejar detrás ninguna ciega. Probablemente ése no va a sobrevivir, pensó cuando clavó las tijeras en un pecho. Se oyó otro tiro, Vamos, vamos, decía la mujer del médico empujando ante ella a las ciegas que encontraba en su camino. Las ayudaba a levantarse, y repetía, Rápido, rápido, y ahora era el ciego contable el que gritaba desde el fondo, Agarradlas, no las dejéis marchar, pero era demasiado tarde, ya estaban todas en el corredor, avanzando a tumbos, medio desnudas, sosteniendo los trapos como podían. Parada en la entrada de la sala, la mujer del médico gritó con furia, Recordad lo que dije el otro día, que no me iba a olvidar de su cara, y en adelante, pensad en lo que os digo, tampoco olvidaré las vuestras, Me las pagarás, amenazó el ciego contable, tú y tus amigas, y todos los cabrones de hombres que ahí tenéis, No sabes quién soy ni de dónde he venido, Eres de la primera sala del otro lado, dijo uno de los que habían ido a llamar a las mujeres, y el ciego de las cuentas añadió, La voz no engaña, basta que pronuncies una palabra junto a mí y estarás muerta, El otro también dijo eso, y ahí lo tienes, Pero yo no soy un ciego como ellos, como vosotros, cuando os quedasteis ciegos yo ya identificaba a todo el mundo, De mi ceguera tú no sabes nada, Tú no eres ciega, a mí no me engañas, Quizá sea la más ciega de todos, maté y volveré a matar si es necesario, Antes te morirás de hambre, ahora se os ha acabado la comida, aunque vengais aquí todas a ofrecer en bandeja los tres agujeros con que habéis nacido, Por cada día que estemos sin comer por vuestra culpa, morirá uno de vosotros, bastará con que ponga un pie fuera de esta puerta, No lo conseguirás, Lo conseguiremos, sí, a partir de ahora seremos nosotros quienes recojamos la comida, vosotros comeréis de lo que tenéis aquí, Hijaputa, Las hijas de puta no son hombres ni son mujeres, son hijas de puta, y ya sabes lo que valen las hijas de puta. Furioso, el ciego contable disparó un tiro hacia la puerta. La bala pasó entre las cabezas de los ciegos sin alcanzar a nadie hasta clavarse en la pared del corredor. No me has dado, dijo la mujer del médico, y ten cuidado, se te acabarán las municiones, hay otros ahí que también quieren ser jefes.
Se alejó, dio unos cuantos pasos todavía firmes, luego avanzó a lo largo de la pared del corredor, casi desmayándose, en un momento las rodillas se le doblaron, y cayó redonda. Los ojos se le nublaron, Voy a quedarme ciega, pensó, pero luego comprendió que no sería esta vez, eran sólo lágrimas lo que cubría su vista, lágrimas como jamás las había llorado en su vida, He matado, dijo en voz baja, quise matar y maté. Volvió la cabeza hacia la puerta de la sala, si vinieran los ciegos ahora, no sería capaz de defenderse. El corredor estaba desierto. Las mujeres habían desaparecido, los ciegos, asustados por los disparos y mucho más por los cadáveres de los suyos, no se atrevían a salir. Poco a poco le fueron regresando las fuerzas. Las lágrimas seguían fluyendo, pero lentas, serenas, como ante lo irremediable. Se levantó trabajosamente. Tenía sangre en las manos y en la ropa, y súbitamente el cuerpo agotado le dijo que estaba vieja, Vieja y asesina, pensó, pero sabía que si fuese necesario volvería a matar, Y cuándo es necesario matar, se preguntó a sí misma mientras se dirigía hacia el zaguán, y a sí misma se respondió, Cuando está muerto lo que aún está vivo. Movió la cabeza y pensó, Qué quiere decir esto, palabras, palabras, nada más. Seguía sola. Se acercó a la puerta que daba al exterior. Entre las rejas del portón distinguió con dificultad la silueta del centinela, Aún hay gente fuera, gente que ve. Un rumor de pasos detrás de ella le hizo estremecerse, Son ellos, pensó, y se volvió rápidamente con las tijeras dispuestas. Era el marido. Las mujeres de la sala segunda llegaron gritando por el camino lo que ocurriera en el otro lado, que una mujer había matado a puñaladas al jefe de los malvados, que hubo tiros, el médico no preguntó quién era la mujer, sólo podía ser la suya, le dijo al niño estrábico que después le contaría el resto de la historia, y ahora, cómo estaría, probablemente muerta también, Estoy aquí, dijo ella, y fue hacia él, lo abrazó sin reparar en que lo manchaba de sangre, o reparando, sí, era igual, hasta hoy lo habían compartido todo, Qué ha pasado, preguntó el médico, dicen que han matado a un hombre, Sí, lo he matado yo, Por qué, Alguien tenía que hacerlo, y no había nadie más, Y ahora, Ahora estamos libres, ellos saben lo que les espera si quieren servirse de nosotras otra vez, Va a haber lucha, guerra, Los ciegos están siempre en guerra, siempre lo han estado, Volverás a matar, Sí, si es preciso, de esa ceguera ya nunca me libraré, Y la comida, Vendremos nosotros a buscarla, dudo que ellos se atrevan a venir hasta aquí, por lo menos durante unos días tendrán miedo de que les pase lo mismo, que unas tijeras les atraviesen la garganta, No supimos resistir como deberíamos cuando vinieron con las primeras exigencias, Pues no, tuvimos miedo, y el miedo no siempre es buen consejero, y ahora vámonos, será conveniente, para mayor seguridad, que atravesemos camas en la puerta de la sala, camas sobre camas, como ellos hacen, y si alguno de nosotros tiene que dormir en el suelo, paciencia, antes eso que morir de hambre.
En los días siguientes se preguntaron si no sería eso lo que les iba a ocurrir. Al principio, no les extrañó, fallos en la distribución de la comida los había habido desde el principio, estaban acostumbrados, los ciegos malvados tenían razón cuando decían que los soldados a veces se retrasaban, pero esta razón la pervertían luego cuando, en tono jocoso, afirmaban que por eso no habían tenido más remedio que imponer un racionamiento, son las penosas obligaciones de quien gobierna. Al tercer día, cuando ya no era posible encontrar en las salas un mendrugo, una migaja, la mujer del médico, con algunos compañeros, salió a la cerca y preguntó, Eh, qué retraso es éste, qué pasa con la comida, llevamos ya dos días sin comer. El sargento, otro, no el de antes, se acercó a la reja asegurando que la culpa no era del Ejército, que ellos no quitaban el pan de la boca a nadie, que nunca el honor militar permitiría eso, si no había comida es porque no había comida, Y no deis un paso, porque el primero que lo haga ya sabe lo que le espera, que las órdenes no han cambiado. Así intimidados, volvieron para dentro hablando unos con otros, Y ahora qué hacemos, si no nos traen de comer, Puede que llegue mañana, O pasado mañana, O cuando ya no nos podamos mover, Tendríamos que salir, No llegaríamos ni a la puerta, Si tuviésemos vista, Si tuviésemos vista no nos habrían metido en este infierno, Cómo irá todo por ahí fuera, Tal vez a esos tipos no les importe darnos comida, si se la pedimos, en cualquier caso, si falta comida para nosotros, también les faltará a ellos, Por eso mismo no van a darnos la que tienen, Y antes de que se les acabe habremos muerto de hambre, Qué podemos hacer. Estaban sentados en el suelo, bajo la luz amarillenta de la única bombilla del zaguán, más o menos en círculo, el médico y la mujer del médico, el viejo de la venda negra, entre otros hombres y mujeres, dos o tres de cada sala, tanto del ala izquierda como del ala derecha, y entonces, siendo este mundo de los ciegos lo que es, ocurrió lo que siempre ocurre, uno de los hombres dijo, Lo que yo sé es que no estaríamos como estamos si no hubieran matado al jefe, qué importa que fueran las mujeres dos veces al mes a dar lo que la naturaleza ha dado para darse, preguntó. Hubo a quien le hizo gracia la reminiscencia, hubo quien disimuló la risa, a alguna voz de protesta no la dejó hablar el estómago, y el mismo hombre insistió, Me gustaría saber quién fue el de la hazaña, Las mujeres que estaban allí juraron que no había sido ninguna de ellas, Lo que tendríamos que hacer es tomarnos la justicia por la mano y hacérselo pagar, Eso a condición de que supiéramos quién fue, Les decíamos, aquí está el que buscáis, ahora dadnos la comida, Para eso hay que saber quién fue. La mujer del médico bajó la cabeza, pensó, Tienen razón, si alguien muere de hambre, la culpa será mía, pero, después, dando voz a la cólera que sentía crecer dentro de sí, contradiciendo esta aceptación de responsabilidad, Pero que sean éstos los primeros en morir para que mi culpa pague su culpa. Luego pensó, levantando los ojos, Si ahora les dijese que fui yo quien lo mató, me entregarían, sabiendo que me entregaban a una muerte cierta. Fuese por efecto del hambre, o porque el pensamiento súbitamente la sedujo como un abismo, una especie de aturdimiento se apoderó de su cabeza, el cuerpo se le movió hacia delante, se abrió su boca para hablar, pero en ese momento alguien la agarró por el brazo, era el viejo de la venda negra, que dijo, Mataría con mis manos a quien le denunciase, Por qué, preguntaron los del corro, Porque si todavía tiene algún significado la vergüenza, en este infierno al que nos arrojaron y que nosotros convertimos en infierno del infierno, es gracias a esa persona, que tuvo el valor de ir a matar a la hiena en el cubil de la hiena, Sí, claro, pero no será la vergüenza quien nos llene el plato, Quien quiera que seas, tienes razón, siempre hubo quien se llenó la barriga con la falta de vergüenza, pero nosotros, que nada tenemos ya, a no ser esta última y no merecida dignidad, seamos capaces, al menos, de luchar por los derechos que son nuestros, Qué quieres decir con eso, Que habiendo empezado por mandar allí a las mujeres, y comido a costa de ellas como chulos de barrio, ahora hay que mandar a los hombres, si es que aún los hay aquí, Explícate, pero primero dinos de dónde eres, De la primera sala del lado derecho, Habla, Es muy sencillo, vamos a buscar la comida con nuestras propias manos, Tienen armas, Que se sepa, sólo una pistola, y no les van a durar siempre las balas, Con las que tienen morirán algunos de los nuestros, Otros han muerto ya por menos, No estoy dispuesto a perder la vida para que los demás sigan aquí, llenando la barriga, Supongo que también estarás dispuesto a no comer si alguien pierde la vida para que tú comas, preguntó sarcástico el viejo de la venda negra, y el otro no respondió.
A la entrada de la puerta que daba a las salas del ala derecha apareció una mujer que había estado oyendo escondida, era la que recibió en la cara el chorro de sangre, aquella en cuya boca eyaculó el muerto, aquella a cuyo oído dijo la mujer del médico, Cállate, y ahora ésta está pensando, Desde aquí donde estoy, sentada en medio de éstos, no te puedo decir cállate, no me denuncies, pero sin duda reconoces mi voz, es imposible que la hayas olvidado, mi mano estuvo sobre tu boca, tu cuerpo contra mi cuerpo, y yo te dije cállate, ahora ha llegado el momento de saber realmente a quién salvé, de saber quién eres, por eso voy a hablar, por eso voy a decir en voz alta y clara, para que puedas acusarme si es ése tu destino y mi destino, ya lo digo, No irán sólo los hombres, irán también las mujeres, volveremos al lugar donde nos humillaron para que nada quede de la humillación, para que podamos liberarnos de la misma manera que escupimos lo que dejaron en nuestra boca. Lo dijo y se quedó esperando, hasta que la mujer habló, A donde tú vayas, iré yo, fue esto lo que dijo. El viejo de la venda negra sonrió, parecía una sonrisa feliz. Y tal vez lo fuese, no es ésta la ocasión para preguntárselo, mejor es fijarse en la expresión de extrañeza de los otros ciegos, como si algo hubiera pasado por encima de sus cabezas, un pájaro, una nube, una primera y tímida luz. El médico cogió la mano de la mujer, luego preguntó, Hay todavía alguien empeñado en descubrir quién mató a aquél, o estamos de acuerdo en que la mano que degolló a ese hombre era la mano de todos nosotros, más exactamente, la mano de cada uno de nosotros. Nadie respondió. La mujer del médico dijo, Démosles un plazo, esperemos hasta mañana, si los soldados no traen comida, entonces avanzamos. Se levantaron, se dividieron, unos para el lado derecho, otros para el lado izquierdo, imprudentemente no pensaron que podía haber estado escuchando algún ciego de la sala de los malvados, por fortuna el diablo no siempre está detrás de la puerta, este proverbio viene muy a cuento ahora. Fuera de tiempo habló el altavoz, últimamente unos días hablaba y otros no, pero siempre a la misma hora, como había prometido, seguro que había en el transmisor un sistema de relojería que en el momento preciso hacía entrar en movimiento la cinta grabada, la razón por la que falló algunas veces no la conoceremos, son cosas del mundo exterior, en todo caso bastante serias, porque el resultado fue un lío de calendario, la llamada cuenta de los días, que algunos ciegos, maníacos por naturaleza, o amantes del orden, que es una forma moderada de manía, intentaban llevar escrupulosamente haciendo nudos en un cordel, aquellos que no se fiaban de su memoria, como quien va escribiendo un diario. Ahora sonaba fuera de tiempo, debía de haberse averiado el mecanismo, un eje torcido, una soldadura suelta, ojalá la grabación no vuelva una y otra vez al principio, infinitamente, era lo que nos faltaba, además de ciegos, locos. Por los corredores, por las salas, como en un último e inútil aviso, resonaba la voz autoritaria, El Gobierno lamenta haberse visto forzado a ejercer enérgicamente lo que considera su derecho y su deber, proteger por todos los medios a su alcance a la población en la crisis que estamos atravesando, cuando parece comprobarse algo semejante a un brote epidémico de ceguera, provisionalmente llamado mal blanco, y desearía contar con el civismo y la colaboración de todos los ciudadanos para limitar la propagación del contagio, en el supuesto de que se trate de un contagio y no de una serie de coincidencias por ahora inexplicables. La decisión de reunir en un mismo lugar a los afectados por el mal, y en un lugar próximo, pero separado, a aquellos con los que mantuvieron algún tipo de contacto, no ha sido tomada sin ponderar seriamente las consecuencias. El Gobierno conoce plenamente sus responsabilidades, y espera que aquellos a quienes se dirige este mensaje asuman también, como ciudadanos conscientes que sin duda son, las responsabilidades que les corresponden, pensando que el aislamiento en que ahora se encuentran representará, por encima de cualquier otra consideración personal, un acto de solidaridad para con el resto de la comunidad nacional. Dicho esto, pedimos la atención de todos hacia las instrucciones siguientes, primero, las luces se mantendrán siempre encendidas y será inútil cualquier tentativa de manipular los interruptores, que por otra parte no funcionan, segundo, abandonar el edificio sin autorización supondrá la muerte inmediata de quien lo intente, tercero, en cada sala hay un teléfono que sólo podrá ser utilizado para solicitar del exterior la reposición de los productos de higiene y limpieza, cuarto, los internos lavarán manualmente sus ropas, quinto, se recomienda la elección de responsables de sala, se trata de una recomendación, no de una orden, los internos se organizarán como crean conveniente, a condición de que cumplan las reglas anteriores y las que seguidamente vamos a anunciar, sexto, tres veces al día se depositarán cajas con comida en la puerta de entrada, a la derecha y a la izquierda, destinadas, respectivamente, a los pacientes y a los posibles contagiados, séptimo, todos los restos deberán ser quemados, considerándose restos, a todo efecto, aparte de la comida sobrante, las cajas, los platos, los cubiertos, que están fabricados con material combustible, octavo, la quema deberá ser efectuada en los patios interiores del edificio o en el cercado, noveno, los internos son responsables de las consecuencias negativas de la quema, décimo, en caso de incendio, sea éste fortuito o intencionado, los bomberos no intervendrán, undécimo, tampoco deberán contar los internos con ningún tipo de intervención exterior, en el supuesto de que sufran cualquier otra dolencia, y tampoco en el caso de que haya entre ellos agresiones o desórdenes, duodécimo, en caso de muerte, cualquiera que sea la causa, los internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado, decimotercero, la comunicación entre el ala de los pacientes y el ala de los posibles contagiados se hará por el cuerpo central del edificio, el mismo por el que han entrado, decimocuarto, los contagiados que se queden ciegos se incorporarán inmediatamente al ala segunda, en la que están los invidentes, decimoquinto, esta comunicación será repetida todos los días, a esta misma hora, para conocimiento de los nuevos ingresados. El Gobierno, en este momento se apagaron las luces y calló el altavoz. Indiferente, un ciego hizo un nudo en el cordel que tenía en las manos, luego intentó contar los nudos, los días, pero desistió, había nudos sobrepuestos, ciegos, por así decir. La mujer del médico le dijo al marido, Se han apagado las luces, La bombilla se habrá fundido, no es extraño, después de tantos días encendida. Se apagaron todas, el problema ha sido fuera, Ahora también tú te has quedado ciega, Esperaré hasta que nazca el sol. Salió de la sala, atravesó el zaguán, miró hacia fuera. Esta parte de la ciudad estaba a oscuras, el proyector del Ejército estaba apagado, debían de tenerlo enchufado a la red general, y ahora, por lo visto, se había acabado la energía.
Al día siguiente, unos antes, otros después, porque el sol no nace al mismo tiempo para todos los ciegos, muchas veces depende de la finura del oído de cada uno, empezaron a reunirse en los peldaños exteriores del edificio hombres y mujeres procedentes de las distintas salas, con excepción, ya se sabe, de la de los malvados, que a esa hora deben de estar desayunando. Esperaban el ruido del portón al ser abierto, el chirrido de los goznes sin aceite, los sonidos que anunciaban la llegada de la comida, y después las voces del sargento de servicio, No salgan de ahí, que nadie se acerque, el arrastrar de los pies de los soldados, el rumor sordo de las cajas al ser depositadas en el suelo, la retirada a toda prisa, de nuevo el ruido del portón, y, al fin, la autorización, Pueden venir ya. Esperaron hasta que la mañana se hizo mediodía y el mediodía tarde. Nadie, ni siquiera la mujer del médico, quiso preguntar por la comida. Mientras no hiciesen la pregunta no oirían el temido no, y mientras no se dijera conservarían la esperanza de oír palabras como éstas, Está a punto de llegar, está a punto de llegar, paciencia, aguanten el hambre un poquito más. Algunos, por mucho que quisieran, no podían aguantar, y se desmayaban allí mismo como si se hubieran quedado dormidos de repente, menos mal que les ayudaba la mujer del médico, parecía imposible cómo esta mujer conseguía hacerse cargo de todo lo que pasaba, debía de estar dotada de un sexto sentido, de una especie de visión sin ojos, gracias a ella no se quedaron los pobres infelices allí, cociéndose al sol, los transportaron al interior como pudieron, y con tiempo, agua y palmaditas en la cara acabaron todos por salir del deliquio. Pero era inútil contar con éstos para la guerra, no podrían ni con una gata por el rabo, modo de decir muy antiguo que se olvidó de aclarar por qué extraordinaria razón es más fácil llevar por el rabo a una gata que a un gato. Finalmente, dijo el viejo de la venda negra, La comida no ha venido, la comida no vendrá, vamos por la comida. Se levantaron sabe Dios cómo y fueron a reunirse en la sala más apartada de la fortaleza de los malvados, para imprudencia bastó la del otro día. Desde allí mandaron escuchas al otro lado, lógicamente, los ciegos que vivían en aquella parte conocían mejor los sitios, Al primer movimiento sospechoso, venid a avisarnos. Fue con ellos la mujer del médico y trajo una información poco alentadora, Han cerrado la entrada con cuatro camas superpuestas, Y cómo has sabido que eran cuatro, preguntó alguien, Muy fácil, palpándolas, Y no te descubrieron, No creo, Qué hacemos, Vamos allá, volvió a decir el viejo de la venda negra, lo habíamos decidido, o lo hacemos o estamos condenados a una muerte lenta, Algunos morirán más deprisa si vamos, dijo el primer ciego, Quien va a morir está ya muerto y no lo sabe, Que hemos de morir es algo que sabemos desde que nacemos, Por eso, en cierto modo, es como si ya hubiéramos nacido muertos, Dejaos de charla inútil, dijo la chica de las gafas oscuras, yo sola no puedo ir, pero si ahora empezamos a dar lo dicho por no dicho, entonces me tumbo en la cama y me dejo morir, Sólo morirá quien tenga los días contados, nadie más, dijo el médico, y, alzando la voz, preguntó, Quien esté decidido a ir que alce la mano, es lo que le ocurre a quien no lo piensa dos veces antes de abrir la boca para hablar, de qué servía pedir que levantaran las manos si no había nadie para contarlas, así lo creían en general, y después decir, Somos trece, caso en el que, seguro, empezaría una nueva discusión para ver lo que, en buena lógica, sería más correcto, si pedir que se presentase otro voluntario que rompiera el maleficio por exceso, o evitarlo por defecto, echando a suertes quién se libraba. Algunos habían alzado la mano con poca convicción, en un movimiento que denunciaba la vacilación y la duda, bien por la consciencia del peligro a que se exponían, bien porque se habían dado cuenta de lo absurdo de la orden. El médico rió, Qué disparate, pedirles que levanten la mano, vamos a hacerlo de otra manera, que se retiren los que no puedan o no quieran ir, los demás que se queden para organizar la acción. Hubo movimientos, pasos, murmullos, suspiros, poco a poco fueron saliendo los débiles y los timoratos, la idea del médico había tenido tanto de excelente como de generosa, así será menos fácil saber quién había estado y dejó de estar. La mujer del médico contó los que quedaban, eran diecisiete, contándose ella y el marido. De la primera sala lado derecho estaba el viejo de la venda negra, el dependiente de farmacia, la chica de las gafas oscuras, y eran todos hombres los voluntarios de las otras salas, con excepción de aquella mujer que había dicho, A donde tú vayas, iré yo, ésa también estaba aquí. Se alinearon a lo largo del pasillo, el médico los contó, Diecisiete, somos diecisiete, Somos pocos, dijo el ayudante de farmacia, así no vamos a conseguir nada, La vanguardia, si puedo usar este lenguaje que más parece de militar, tendrá que ser estrecha, dijo el ciego de la venda negra, lo que nos espera es la anchura de una puerta, creo que si fuésemos más lo complicaríamos todo, Dispararían al tuntún, concordó alguien, y al fin todos parecieron contentos por ser tan pocos.
El armamento era el que ya conocemos, hierros arrancados de las camas, que tanto podrían servir de palanca como de lanza, conforme entraran en combate los zapadores o las tropas de asalto. El viejo de la venda negra, que por lo visto algunas lecciones de táctica aprendió en su juventud, recordó la conveniencia de mantenerse siempre juntos y mirando en la misma dirección, por ser ésa la única forma de no agredirse unos a otros, y que debían avanzar en silencio absoluto para que el ataque se beneficiase del efecto sorpresa, Descalcémonos, dijo, Después va a ser difícil que cada uno encuentre sus zapatos, dijo alguien, y otro comentó, Los zapatos que sobren serán los verdaderos zapatos del difunto, con la diferencia de que, en este caso, siempre habrá quien los aproveche, Qué historia es esa de los zapatos del difunto, Es un dicho, esperar los zapatos del difunto es como esperar la nada, Por qué, Porque los zapatos con que se enterraban a los muertos eran de cartón, también es cierto que no necesita más, las almas no tienen pies que se sepa, Otra cuestión, interrumpió el viejo de la venda negra, seis de nosotros, los seis que nos sintamos con más ánimo, cuando lleguemos empujamos con todas nuestras fuerzas las camas para dentro, de modo que podamos entrar todos, Siendo así tendremos que soltar los hierros, Creo que no va a ser necesario, hasta pueden servirnos, si los usamos en posición vertical. Hizo una pausa, luego dijo, con una nota sombría en la voz, Sobre todo, no nos separemos, si nos separamos somos hombres muertos, Y mujeres, dijo la chica de las gafas oscuras, no te olvides de las mujeres, Tú también vas, preguntó el viejo de la venda negra, preferiría que no fueses, Por qué, si puede saberse, Eres muy joven, Aquí no cuenta la edad, ni el sexo, así que no olvides a las mujeres, No, no me olvido, la voz con la que el viejo de la venda negra dijo estas palabras parecía pertenecer a otro diálogo, las siguientes ya estaban en su lugar, Al contrario, ojalá alguna de vosotras pudiera ver lo que nosotros no vemos, llevarnos por el camino seguro, guiar la punta de nuestros hierros contra la garganta de los malvados con tanta seguridad como hizo aquélla, Sería pedir demasiado, una vez no son veces, además, quién nos dice que no se quedó muerta allí, al menos yo no he tenido noticias de ella, recordó la mujer del médico, Las mujeres resucitan unas en otras, las honradas resucitan en las putas, las putas resucitan en las honradas, dijo la chica de las gafas oscuras. Después hubo un largo silencio, por parte de las mujeres todo estaba dicho, los hombres tendrían que buscar las palabras, y de antemano sabían que no iban a ser capaces de encontrarlas.
Salieron en fila, los seis más fuertes delante, como acordaron, entre ellos estaban el médico y el dependiente de farmacia, después venían los otros, armados cada cual con su hierro de cama, una brigada de lanceros escuálidos y andrajosos, cuando atravesaban el zaguán uno de ellos dejó caer el hierro que atronó en el enlosado como una ráfaga de metralleta, si los malvados oyeron el barullo y saben a lo que vamos, estamos perdidos. Sin dar aviso a nadie, ni siquiera al marido, la mujer del médico se adelantó al grupo, miró hacia el fondo del corredor, luego, despacio, pegada a la pared, se fue acercando a la entrada de la sala, allí quedó a la escucha, las voces de dentro no parecían alarmadas. Trajo rápidamente la información, y se reanudó el avance. A pesar de la lentitud y del silencio con que la hueste se movía, los ocupantes de las dos salas que precedían al bastión de los malvados, sabedores de lo que iba a acontecer, se acercaban a las puertas para oír mejor el fragor inminente de la batalla, y algunos de ellos, más nerviosos, excitados por el olor de una pólvora que aún estaba por quemar, decidieron en el último momento acompañar al grupo, unos pocos volvieron atrás para armarse, ya no eran diecisiete, al menos habían doblado el número, el refuerzo no iba a gustar seguramente al viejo de la venda negra, pero él no llegó a enterarse de que mandaba dos regimientos en vez de uno. Por las pocas ventanas que daban al patio interior entraba una claridad turbia, moribunda, que declinaba rápidamente, deslizándose hacia el pozo negro y profundo que esta noche iba a ser. Fuera de la tristeza irremediable causada por la ceguera que sin explicación alguna seguían padeciendo, los ciegos, válgales eso al menos, estaban a salvo de las deprimentes melancolías causadas por estas y semejantes alteraciones atmosféricas, comprobadamente responsables de innumerables acciones de desesperación en el tiempo remoto en el que la gente tenía ojos para ver. Cuando llegaron a la puerta de la sala maldita, la oscuridad era ya tal que la mujer del médico no pudo ver que no eran cuatro, sino ocho, las camas que formaban la barrera, duplicada, como los asaltantes, pero con peores consecuencias inmediatas para ellos, como no tardarán en comprobar. La voz del viejo de la venda negra sonó como un grito, Ahora, fue la orden, no se acordó del clásico Al asalto, o si lo recordó quizá le pareció ridículo tratar con tanta consideración militar una barrera de catres infectos, llenos de pulgas y de chinches, con los colchones podridos por el sudor y los orines, las mantas andrajosas, ya no grises, sino de todos los colores con que puede vestirse la repugnancia, eso lo sabía de antes la mujer del médico, no es que lo pudiera ver ahora, cuando ni siquiera se había apercibido del refuerzo de la barricada. Los ciegos avanzaron como arcángeles envueltos en su propio resplandor, se lanzaron contra el obstáculo con los hierros en alto, como habían sido instruidos, pero las camas no se movieron, cierto es que las fuerzas de estos fuertes apenas superarían las de los débiles que venían detrás, que apenas podían ya con las lanzas, como alguien que llevó una cruz a cuestas y ahora tiene que esperar que lo suban a ella. El silencio había acabado, gritaban los de fuera, comenzaron los de dentro a gritar, probablemente nadie hasta hoy habrá notado qué terribles son los gritos de los ciegos, parece que están gritando sin saber por qué, queremos decirles que se callen y acabamos gritando nosotros también, sólo nos falta ser ciegos, pero ya llegará. En esto estaban, unos gritando porque atacaban, otros gritando porque se defendían, cuando los del lado de fuera, desesperados por no haber podido apartar las camas, soltaron los hierros, que cayeron en el suelo de cualquier manera, y, todos a una, al menos aquellos que consiguieron meterse en el espacio del vano de la puerta, y los que no cupieron hacían fuerza contra los de delante, se pusieron a empujar, a empujar, a empujar, parecía que iban a conseguir la victoria, las camas se habían movido ya un poquitito, cuando de repente, sin previo aviso o amenaza, se oyeron tres disparos, era el ciego contable haciendo puntería baja. Dos de los atacantes cayeron heridos, los otros retrocedieron precipitadamente, atropellándose, tropezando con los hierros y cayendo, como locas las paredes del corredor multiplicaban los gritos, también gritaban en las otras salas. La oscuridad era ahora completa, no era posible saber quién había sido alcanzado por las balas, claro que se podría preguntar desde aquí, desde lejos, Quiénes sois, pero no parecía propio, a los heridos hay que tratarlos con respeto y consideración, acercarse a ellos caritativamente, posarles la mano en la frente, salvo si fue ahí donde la bala, por una desgraciada casualidad, les alcanzó, después preguntarles en voz baja cómo se encuentran, decirles que no es nada, que ya vienen los camilleros, y en fin, darles agua, pero sólo si no han sido heridos en el vientre, como expresamente se recomienda en el manual de primeros auxilios. Qué hacemos ahora, preguntó la mujer del médico, hay dos caídos en el suelo. Nadie le preguntó cómo sabía ella que eran dos, los disparos fueron tres, sin contar con el efecto de los rebotes, si los hubo. Tenemos que ir a buscarlos, dijo el médico. El peligro es grande, observó hundido el viejo de la venda negra, que había visto cómo su táctica acababa en desastre, si se dan cuenta de que hay gente volverán a disparar, hizo una pausa y añadió suspirando, Pero tenemos que ir, yo, por mí, estoy dispuesto, También yo voy, dijo la mujer del médico, el peligro será menor si nos acercamos a rastras, lo que necesitamos es dar con ellos pronto, antes de que los de dentro tengan tiempo de reaccionar, Yo voy también, dijo la mujer que el otro día había dicho Adonde tú vayas, iré yo, de entre tantos no hubo nadie a quien se le ocurriera decir que era facilísimo averiguar quiénes eran los heridos, cuidado, heridos o muertos, que esto aún no se sabe, bastaba con que todos fuesen diciendo, Yo voy, yo no voy, los que se hubieran quedado callados eran los tales.
Empezaron pues a arrastrarse los cuatro voluntarios, las dos mujeres en el centro, un hombre a cada lado, no lo hicieron por cortesía masculina o por un instinto caballeresco de protección a las damas, sino porque la cosa salió así, la verdad es que todo va a depender del ángulo de tiro, si el ciego contable dispara otra vez. En fin, tal vez no ocurra nada, el viejo de la venda negra tuvo una idea antes de ponerse en marcha, una idea mejor que la primera, que los que queden empiecen a hablar muy alto, incluso a gritar, que además razones no les faltan, para cubrir el inevitable ruido de ir y volver, y también el que por medio hubiese, cualquier cosa puede ocurrir, sabe Dios qué. En pocos minutos llegaron los socorristas a su destino, lo supieron cuando aún no habían tocado los cuerpos, la sangre sobre la que se iban arrastrando era como un mensajero que les decía, Yo era la vida, tras de mí ya no hay nada, Dios santo, pensó la mujer del médico, cuánta sangre, y era verdad, un charco, las manos y las ropas se pegaban al suelo como si las tablas y las losas estuvieran cubiertas de visco. La mujer del médico se alzó sobre los codos y siguió avanzando, los otros habían hecho lo mismo. Tendiendo los brazos, alcanzaron al fin los cuerpos. Los compañeros seguían detrás haciendo todo el ruido que podían, eran ahora como plañideras en trance. Las manos de la mujer del médico y del viejo de la venda negra se aferraron a los tobillos de uno de los caídos, a su vez el médico y la otra mujer habían agarrado un brazo y una pierna del segundo, se trataba ahora de tirar de ellos, de salir rápidamente de la línea de fuego. No era fácil, para eso necesitarían levantarse un poco, ponerse a gatas, era la única forma de seguir utilizando con eficacia las pocas fuerzas que aún les quedaban. La bala partió, pero esta vez no alcanzó a nadie. El miedo fulminante no les hizo huir, al contrario, les dio la porción de energía que les faltaba. Un instante después estaban ya a salvo, se habían acercado lo más posible a la pared del lado de la puerta de la sala, sólo un tiro muy sesgado tendría posibilidad de alcanzarlos, pero era dudoso que el ciego contable fuese perito en balística, incluso de la más elemental. Intentaron levantar los cuerpos pero desistieron. Lo único que podían hacer era arrastrarlos, con ellos venía, ya medio seca, como traída por una rasera, la sangre derramada, y otra, fresca aún, que seguía manando de las heridas. Quiénes son, preguntaron los que estaban esperando, Cómo lo vamos a saber, si no vemos, dijo el viejo de la venda negra, No podemos seguir aquí, dijo alguien, Si deciden hacer una salida, vamos a tener mucho más que dos heridos, dijo otro, O muertos, dijo el médico, a éstos no les noto el pulso. Cargaron con los cuerpos a lo largo del corredor como un ejército en retirada, en el zaguán hicieron alto, se diría que habían resuelto acampar allí, pero la verdad de los hechos es otra, lo que ocurrió es que se quedaron sin fuerzas, aquí me quedo, no puedo más. Es hora de reconocer que parecerá sorprendente que los ciegos malvados, antes tan prepotentes y agresivos, tan fácilmente y con tanto gusto brutales, ahora no hagan más que defenderse, levantando barricadas y disparando desde dentro a mansalva como si tuvieran miedo a la lucha en campo abierto, cara a cara, los ojos en los ojos. Como todas las cosas de la vida, también ésta tiene su explicación, y es que después de la trágica muerte del primer jefe se había relajado en la sala el espíritu de disciplina y el sentido de la obediencia, el gran error del ciego contable fue creer que bastaba apoderarse de la pistola para detentar el poder en el bolsillo, cuando el resultado fue precisamente el contrario, cada vez que hace fuego le sale el tiro por la culata, dicho con otras palabras, cada bala disparada es una fracción de autoridad que pierde, a ver qué acontece cuando la munición se le acabe. Así como el hábito no hace al monje, tampoco el cetro hace al rey, es ésta una verdad que conviene no olvidar. Y si es cierto que el cetro real lo empuña ahora el ciego contable, hay que decir que el rey, pese a estar muerto, pese a estar enterrado en la propia sala, y mal, apenas a tres palmos del suelo, sigue siendo recordado, al menos se nota por el hedor su fortísima presencia. Entretanto ha nacido la luna. Por la puerta del zaguán que da a la cerca exterior entra una difusa claridad que va creciendo poco a poco, los cuerpos que están en el suelo, muertos dos de ellos, los otros aún vivos, van lentamente ganando volumen, dibujo, rasgos, facciones, todo el peso de un horror sin nombre, entonces la mujer del médico comprendió que no tenía ningún sentido, si es que lo había tenido alguna vez, seguir fingiendo que está ciega, está visto que aquí nadie puede salvarse, la ceguera también es esto, vivir en un mundo donde se ha acabado la esperanza. Podía, pues, decir quiénes eran los muertos, éste es el dependiente de farmacia, éste es aquel que dijo que los ciegos dispararían al buen tuntún, ambos tuvieron razón en cierto modo, y si me preguntan cómo lo sé, la respuesta es sencilla, Veo. Algunos de los congregados ya lo sabían y se habían callado, otros andaban desde hacía tiempo con sospechas y ahora las veían confirmadas, inesperada fue la indiferencia de los restantes, y, con todo, pensándolo mejor, tal vez no debamos sorprendernos, en otra ocasión el descubrimiento habría sido causa de inmenso alborozo, de una desenfrenada conmoción, qué suerte la tuya, cómo conseguiste escapar del universal desastre, cómo se llaman las gotas que te pones en los ojos, dame la dirección de tu médico, ayúdame a salir de esta prisión, pero ahora da lo mismo, en la muerte la ceguera es igual para todos. Lo que no pueden hacer es seguir allí, sin defensa de ningún tipo, hasta los hierros de las camas se quedaron atrás, los puños de nada servirían. Orientados por la mujer del médico, arrastraron los cadáveres hacia el rellano exterior y allí los dejaron, a la luna, bajo el albor lechoso del astro, blancos por fuera, negros al fin por dentro. Volvamos a las salas, dijo el viejo de la venda negra, ya veremos más tarde lo que se puede hacer. Lo dijo, y fueron palabras locas a las que nadie hizo caso. No se dividieron en grupos de origen, se fueron encontrando y reconociendo por el camino, unos al lado izquierdo, otros al derecho, vinieron juntas hasta aquí la mujer del médico y aquella que había dicho A donde tú vayas, iré yo, no era ésta la idea que llevaba ahora en la cabeza, muy al contrario, pero no quiso hablar de ella, no siempre se cumplen los juramentos, unas veces por flaqueza, otras por causa de una fuerza superior con la que uno no había contado.
Pasó una hora, se alzó la luna, el hambre y el temor alejan el sueño, nadie duerme en las salas. Pero no son ésos los únicos motivos. Sea por causa de la excitación de la reciente batalla, aunque tan desastradamente perdida, o por algo indefinible que flota en el aire, los ciegos están inquietos. Nadie se atreve a salir a los corredores, pero el interior de cada sala es como una colmena sólo poblada de zánganos, bichos zumbadores que, como se sabe, son poco dados al orden y al método, no hay registro de que alguna vez hayan hecho algo por la vida o de que se hayan preocupado mínimamente por el futuro, aunque en el caso de los ciegos, desgraciada gente, sería injusto acusarlos de aprovechados o chupones, aprovechados de qué migaja, chupones de qué líquido, hay que tener cuidado con las comparaciones, no vayan a ser livianas. Con todo, no hay regla sin excepción, y ésta no falta aquí, en la persona de una mujer que, apenas entró en la sala, la segunda del lado derecho, empezó a rebuscar en sus trapos hasta encontrar un pequeño objeto que apretó en la palma de la mano como si quisiera esconderlo de la vista de los otros, los viejos hábitos son difíciles de olvidar, incluso en el momento en que los creíamos todos perdidos. Aquí, donde debería haber sido uno para todos y todos para uno, hemos podido ver con qué crueldad quitaron los fuertes el pan de la boca de los débiles, y ahora esta mujer, recordando que tenía un encendedor en el bolso, si es que en tanto desconcierto no lo había perdido, fue ansiosamente a buscarlo y celosamente lo oculta como si fuese condición de su propia supervivencia, no piensa que tal vez alguno de estos sus compañeros de infortunio tenga por ahí un último pitillo que no puede fumar por faltarle la mínima llama necesaria. Ni estaría ya a tiempo de pedir fuego. La mujer ha salido sin decir palabra, ni adiós ni hasta luego, va por el corredor desierto, pasa rozando la puerta de la sala primera, nadie de dentro se ha dado cuenta de su paso, cruza el zaguán, la luna descendente trazó y pintó un tanque de leche en las losas del suelo, ahora la mujer está en el otro lado, otra vez un corredor, su destino está al fondo, en línea recta, no engañaría a nadie. Además, oye unas voces que la llaman, manera figurada de decir, lo que llega a sus oídos es la algazara de los malvados de la última sala, están festejando la victoria comiendo por todo lo alto y bebiendo de lo fino, perdonen la exageración intencionada, no olvidemos que en la vida todo es relativo, comen y beben simplemente de lo que hay, y viva la suerte, ya les gustaría a los otros meter el diente, pero no pueden, entre ellos y el plato hay una barricada de ocho camas y una pistola cargada. La mujer está de rodillas en la entrada de la sala, junto a las camas, tira lentamente de los cobertores hacia fuera, luego se levanta, hace lo mismo en la cama que está encima, y en la tercera, a la cuarta no le llega el brazo, no importa, la mecha está ya preparada, sólo falta prenderle fuego. Aún recuerda cómo tendrá que regular el mechero para sacarle una llama grande, ya la tiene, un pequeño puñal de fuego vibrante como la punta de unas tijeras. Empieza por la cama de arriba, la llama lame trabajosamente la suciedad de los tejidos, prende al fin, ahora en la cama de en medio, ahora la cama de abajo, la mujer sintió el olor de sus propios cabellos chamuscados, tiene que andar con ojo, ella es la que prende la pira, no la que en ella debe morir, oye los gritos de los malvados en el interior, fue en ese momento cuando pensó, Y si tienen agua, si consiguen apagarlo, desesperada se metió debajo de la primera cama, paseó el mechero a todo lo ancho del jergón, aquí, allí, entonces, de repente, las llamas se multiplicaron, se convirtieron en una cortina ardiente, aún pasó entre ellas un chorro de agua y fue a caer sobre la mujer, pero inútilmente, ya era su propio cuerpo el que estaba alimentando la hoguera. Cómo va aquello por dentro, nadie puede arriesgarse a entrar, pero de algo ha de servir la imaginación, el fuego va saltando velozmente de cama en cama, quiere acostarse en todas al mismo tiempo, y lo consigue, los malvados gastaron sin criterio y sin provecho el agua escasa que tenían, intentan ahora alcanzar las ventanas, con difícil equilibrio trepan por las cabeceras de las camas a las que el fuego no ha llegado aún, pero, de pronto, el fuego allí está, y ellos resbalan, caen, y el fuego allí está también, con el calor infernal los cristales estallan, se hacen añicos, el aire fresco entra silbando y atiza el incendio, ah, sí, no lo olvidemos, los gritos de rabia y miedo, los aullidos de dolor y de agonía, ahí queda mención de ellos, nótese, en todo caso, que cada vez irán siendo menos, la mujer del mechero, por ejemplo, lleva ya mucho tiempo callada.
A estas alturas los otros ciegos corren despavoridos por los pasillos llenos de humo, Fuego, fuego, gritan, y aquí se puede observar en vivo lo mal pensados y organizados que han sido estos ajuntamientos humanos de asilo, hospital y manicomio, véase cómo cada uno de los camastros, por sí solo, con su armazón de hierros picudos, puede convertirse en una trampa mortal, véanse las consecuencias terribles de que haya una sola puerta en cada sala, cuando en ellas viven cuarenta personas, aparte de las que duermen en el suelo, si el fuego llega allí primero y les cierra la salida, no escapa nadie. Por suerte, y como la historia humana tantas veces ha mostrado, no hay cosa mala que no traiga consigo una cosa buena, se habla menos de las cosas malas traídas por las cosas buenas, así andan las contradicciones de nuestro mundo, merecen unas más consideración que otras, en este caso la cosa buena fue, precisamente, que las salas tuvieran una sola puerta, gracias a esto el fuego que quemó a los malvados se entretuvo allí tanto tiempo, si la confusión no se hace mayor, tal vez no tengamos que lamentar la pérdida de más vidas. Evidentemente, muchos de estos ciegos están siendo pisoteados, empujados, golpeados, son los efectos del pánico, efecto natural podríamos decir, la naturaleza animal es así, también la vegetal se comportaría de esa manera si no tuviera aquellas raíces que la prenden al suelo, qué bonito sería ver los árboles del bosque huyendo del incendio. El refugio del cercado interior fue bien aprovechado por los ciegos que tuvieron la idea de abrir las ventanas de los corredores. Saltaron, tropezaron, cayeron, lloraron y gritaron, pero por ahora están a salvo, mantengamos la esperanza de que al fuego, cuando haga que el tejado se desmorone, y lance por los aires un volcán de llamaradas y tizones ardientes, no se le ocurra propagarse a las copas de los árboles. En el otro lado el miedo es el mismo, a un ciego le basta con oler a humo para imaginar de inmediato que las llamas están a su lado, figúrense lo que ocurre cuando es verdad, en poco tiempo el corredor quedó abarrotado de gente, si no hay quien ponga orden, esto va a acabar en tragedia. En un momento alguien recuerda que la mujer del médico tiene ojos que ven, dónde está, preguntan, que nos diga ella lo que pasa, hacia dónde tenemos que ir, dónde está, estoy aquí, sólo ahora he logrado salir de la sala, la culpa fue del niño estrábico, que nadie conseguía saber dónde se había metido, ahora está aquí, lo agarró con fuerza de la mano, tendrían que arrancarme el brazo para que lo soltara, con la otra mano llevo la mano de mi marido, y luego viene la chica de las gafas oscuras, y luego el viejo de la venda negra, donde está uno está el otro, y después el primer ciego, y después su mujer, todos juntos, como una piña, que, al menos eso espero, ni este calor pueda abrir. Entre tanto, unos cuantos ciegos de este lado habían seguido el ejemplo de los de la otra ala, saltaron al cercado interior, no pueden ver que la mayor parte del edificio es una hoguera, pero notan en las manos y en la cara el vaho ardiente que de allí viene, por ahora aún aguanta el tejado, las hojas de los árboles se van arrugando lentamente. Entonces alguien gritó, Qué estamos haciendo aquí, por qué no salimos de una vez, la respuesta llegó de este mar de cabezas, sólo precisó cuatro palabras, Ahí están los soldados, pero el viejo de la venda negra dijo, Antes morir de un tiro que quemados, parecía la voz de la experiencia, aunque quizá no haya sido exactamente él quien habló, quizá por su boca ha hablado la mujer del mechero, que no tuvo la suerte de ser alcanzada por la última bala del ciego contable. Dijo entonces la mujer del médico, Déjenme pasar, voy a hablar con los soldados, no van a dejarnos morir así, los soldados también tienen sentimientos. Gracias a la esperanza de que los soldados tuviesen sentimientos, pudo abrirse en la apretura un estrecho canal, por el que avanzó la mujer del médico con dificultad llevando a los suyos detrás. El humo le tapaba la visión, en poco tiempo estaría tan ciega como los otros. En el zaguán apenas se podía ver nada. Las puertas que daban a la cerca habían sido destrozadas, los ciegos que se refugiaron allí, dándose cuenta de que aquel sitio no era seguro, querían salir, empujaban, pero los del otro lado resistían, hacían toda la fuerza que podían, todavía en ellos era más fuerte el miedo de aparecer a la vista de los soldados, pero cuando cedieran las fuerzas, cuando el fuego se aproximase, el viejo de la venda negra tenía razón, es preferible morir de un tiro. No fue preciso esperar tanto, la mujer del médico consiguió al fin salir al rellano, prácticamente llegó medio desnuda, por tener ambas manos ocupadas no se había podido defender de los que querían unirse al pequeño grupo que avanzaba, coger, por así decirlo, el tren en marcha, los soldados iban a abrir unos ojos como platos cuando apareciera ella con los pechos casi al aire. Ya no era la luz de la luna lo que iluminaba el espacio vacío que iba hasta el portón, sino la claridad violenta del incendio. La mujer del médico gritó, Por favor, por vuestras madres, dejadnos salir, no disparéis. Nadie respondió desde el otro lado. El proyector seguía apagado, nada se movía. Aún con miedo, la mujer del médico bajó dos peldaños, Qué pasa, preguntó el marido, pero ella no respondió, no podía creerlo. Bajó los restantes peldaños, caminó en dirección al portón, arrastrando siempre tras ella al niño estrábico, al marido y compañía, ya no había dudas, los soldados se habían ido, o se los llevaron, ciegos ellos también, ciegos todos al fin.
Entonces, para simplificar, ocurrió todo al mismo tiempo, la mujer del médico anunció a gritos que estaban libres, el tejado del ala izquierda se vino abajo con horrible estruendo, dispersando llamaradas por todas partes, los ciegos se precipitaron hacia la tapia gritando, algunos no lo consiguieron, se quedaron dentro, aplastados contra las paredes, otros fueron pisoteados hasta convertirse en una masa informe y sanguinolenta, el fuego que se extendía rápidamente hará ceniza de todo esto. El portón está abierto de par en par. Los locos salen.