Si el ciego encargado de escriturar las ganancias ilícitas de la sala de los malvados hubiese decidido, por efecto de una iluminación esclarecedora de su dudoso espíritu, pasarse a este lado con sus tableros de escribir, su papel grueso y su punzón, sin duda andaría ahora ocupado en redactar la instructiva y lamentable crónica de la magra pitanza y de los muchos sufrimientos de estos nuevos y expoliados compañeros. Empezaría por decir que en el lugar de donde había venido, no sólo los usurpadores expulsaron de la sala a los ciegos honrados, para quedar dueños y señores de todo el espacio, sino que, encima, prohibieron a los ocupantes de las otras dos salas del ala izquierda el acceso y uso de sus respectivas instalaciones sanitarias, como son llamadas. Comentaría que el resultado inmediato de la infame prepotencia había sido el que toda aquella afligida gente acudiera a las letrinas de este lado, con consecuencias fáciles de imaginar por quien no haya olvidado el estado en que todo esto se encontraba antes. Haría constar que no se puede andar por el cercado interior sin tropezar con ciegos aliviando sus urgencias y retorciéndose con la angustia de diarreas que habían prometido mucho y al fin se resolvían en nada, y, siendo un espíritu observador, no dejaría de registrar la patente contradicción entre lo poco que se ingería y lo mucho que se evacuaba, quedando así demostrado que la célebre relación de causa y efecto, tantas veces citada, no es siempre de fiar, al menos desde un punto de vista cuantitativo. También diría que, mientras a estas horas la sala de los malvados deberá estar abarrotada de cajas de comida, aquí los desgraciados no tardarán en verse obligados a recoger las migajas del suelo inmundo.
No se olvidaría el ciego escribano de condenar, en su doble calidad de parte en el proceso y de cronista de él, el procedimiento criminal de los ciegos opresores, que prefieren dejar que se pudra la comida antes de darla a quienes de ella tan precisados están, pues si es cierto que algunos de aquellos alimentos pueden durar unas semanas sin perder su virtud, otros, en particular los que vienen cocinados, si no son consumidos de inmediato acaban en poco tiempo ácidos y cubiertos de moho, impresentables, pues, para seres humanos, si es que todavía éstos lo son. Cambiando de asunto, pero no de tema, escribiría el cronista, con gran pena en su corazón, que las enfermedades de aquí no son sólo del tracto digestivo, sea por carencia de ingestión suficiente, sea por mórbida descomposición de lo ingerido, que para este lugar no han venido sólo personas saludables, aunque ciegas, incluso algunas de éstas, que parecían traer salud para dar y vender, están ahora, como las otras, sin poderse levantar de sus pobres camastros, derrumbadas por unas gripes fortísimas que entraron no se sabe cómo. Y no se encuentra en ninguna parte de las cinco salas una aspirina que pueda bajar esta fiebre y aliviar este dolor de cabeza, que en poco tiempo se acabó lo que había, rebuscando hasta en el forro de los bolsos de las señoras. Renunciaría el cronista, por circunspección, a hacer un relato discriminativo de otros males que están afligiendo a muchas de las casi trescientas personas puestas en tan inhumana cuarentena, pero no podría dejar de mencionar, al menos, dos casos de cáncer bastante avanzados, que no quisieron las autoridades tener contemplaciones humanitarias a la hora de cazar a los ciegos y traerlos aquí, dijeron incluso que la ley cuando nace es igual para todos, y que la democracia es incompatible con tratos de favor. Médicos, entre tanta gente, así lo quiso la mala suerte, hay sólo uno, y para colmo oculista, el que menos falta nos hace. Llegado a este punto, el ciego cronista, cansado de describir tanta miseria y tanto dolor, dejaría caer sobre la mesa el punzón metálico, buscaría con mano trémula el mendrugo de pan duro que había dejado a un lado mientras cumplía con sus obligaciones de escribano, pero no lo encontraría, porque otro ciego, de tanto le puede valer el olfato para esta necesidad, se lo había robado. Entonces, renegando de su gesto fraternal, del abnegado impulso que lo había traído a este lado, decidió el ciego cronista que lo mejor, si aún estaba a tiempo, era volver a la tercera sala lado izquierdo, donde al menos, por mucho que se le revuelva el espíritu de santa indignación ante la injusticia de aquellos malvados, no pasará hambre.
De esto realmente se trata. Cada vez que los encargados de ir a buscar comida vuelven a las salas con lo poco que les fue entregado, estallan, furiosas, las protestas. Hay siempre alguien que propone una acción colectiva organizada, una masiva manifestación, presentando como argumento en su apoyo la tantas veces comprobada fuerza expansiva del número, sublimada en la afirmación dialéctica de que las voluntades, en general apenas adicionables unas a otras, también son muy capaces, en ciertas circunstancias, de multiplicarse entre sí hasta el infinito. No obstante, los ánimos se calmaban pronto, bastaba con que alguien, más prudente, con la simple y objetiva intención de ponderar las ventajas y los riesgos de la acción propuesta, recordase a los entusiastas los efectos mortales que suelen tener las pistolas, Quienes vayan delante saben lo que les espera, decían, en cuanto a los de atrás, lo mejor es no imaginar qué sucederá en el caso bastante probable de que nos asustemos al primer disparo, seremos más los que moriremos aplastados que a tiros. Como solución intermedia, se decidió en una de las salas, y de esa decisión pasaron noticia a las otras, que mandarían a buscar la comida, no a los ya escarmentados emisarios de costumbre, sino a un grupo nutrido de ellos, manera de decir ésta obviamente impropia, unas diez o doce personas, que tratarían de expresar, coralmente, el descontento de todos. Pidieron voluntarios, pero, tal vez por efecto de las conocidas advertencias de los cautelosos, en ninguna sala fueron tantos los que se presentaron para la misión. Gracias a Dios, esta evidente muestra de flaqueza moral dejó de tener cualquier importancia, e incluso de ser motivo de vergüenza, cuando, dando la razón a la voz de la prudencia, se tuvo conocimiento del resultado de la expedición organizada por la sala autora de la idea. Los ocho valerosos que se presentaron fueron inmediatamente corridos a garrotazos, y si bien es verdad que sólo fue disparada una bala, no es menos cierto que ésta no llevaba la puntería tan alta como las primeras, la prueba está en que los reclamantes juraron después haberla oído silbar cerquísima de sus cabezas. Si hubo aquí intención asesina, tal vez lo vengamos a saber después, concédase por ahora al tirador el beneficio de la duda, es decir, que aquel disparo no pasó de ser un aviso, aunque más en serio, o que el jefe de los malvados se equivocó acerca de la altura de los manifestantes, por imaginarlos más bajos, o quizá, suposición inquietante, el equívoco fue imaginarlos más altos de lo que realmente eran, en cuyo caso la intención de matar tendría que ser inevitablemente considerada. Dejando ahora de lado estas menudas cuestiones, y atendiendo a los intereses generales, que son los que cuentan, se celebró como una auténtica providencia, aunque haya sido sólo casualidad, que los reclamantes se hubieran anunciado como delegados de la sala número tal. Así sólo ella tuvo que ayunar por castigo durante tres días, y con mucha suerte, que podían haberles privado de víveres para siempre, como es justo que ocurra con quien osa morder la mano que le da de comer. No tuvieron, pues, más remedio los de la sala insurrecta, durante esos tres días, que andar de puerta en puerta implorando la limosna de un mendrugo por las almas del purgatorio, y si es posible, adornado con algún condumio, no murieron de hambre, es verdad, pero tuvieron que oír lo que no quisieron, Con ideas de ésas bien pueden cambiar de oficio, Si hubiéramos hecho caso de lo que decíais, en qué situación estaríamos ahora, pero lo peor fue cuando les dijeron, Tened paciencia, tened paciencia, no hay palabras más duras de oír, mejor los insultos. Y cuando los tres días de castigo acabaron y parecía que iba a nacer un día nuevo, se vio que el castigo de la infeliz sala donde se albergaban los cuarenta ciegos insurrectos no había acabado, pues la comida, que hasta entonces apenas llegaba para veinte, pasó a ser tan poca que ni diez conseguían calmar el hambre. Se puede uno imaginar la revuelta, la indignación y, también, duela a quien duela, que hechos son hechos, el miedo de las salas restantes, que se veían asaltadas por los necesitados, divididas, ellas, entre el deber clásico de humana solidaridad y la observancia del viejo y no menos clásico precepto de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo.
Estaban así las cosas cuando llegó orden de los malvados para que les fuese entregado más dinero y objetos valiosos, dado que, decían, la comida proporcionada rebasaba con mucho el valor del pago inicial, que, aseguraban, habían calculado con generosidad. Respondieron desconsoladas las salas que no, que no quedaba en sus bolsillos ni un céntimo, que todos sus bienes fueron puntualmente entregados, y que, argumento éste en verdad vergonzoso, no sería del todo ecuánime cualquier decisión que deliberadamente dejase de lado las diferencias de valor entre las distintas contribuciones, es decir, con palabras sencillas y de fácil entendimiento, no estaba bien que pagaran justos por pecadores, y por tanto, no se debían cortar los alimentos a quienes, probablemente, tendrían todavía un saldo a su favor. Ninguna de las salas, evidentemente, conocía el valor de lo entregado por las restantes, pero cada una imaginaba razones para continuar comiendo cuando a las demás se les hubiese acabado el crédito. Felizmente los conflictos latentes murieron al nacer, porque los malvados fueron terminantes, la orden tenía que ser cumplida por todos, si había diferencias en la valuación de lo recaudado, pertenecían al secreto registro del ciego contable. En las salas, la discusión fue encendida, áspera, algunas veces llegó a la violencia. Sospechaban algunos que otros, egoístas y malintencionados, ocultaron parte de sus valores en el momento de la recogida, y que estuvieron, en consecuencia, comiendo a costa de quienes honestamente se habían despojado de todo en beneficio de la comunidad. Alegaban otros, recuperando para uso personal lo que hasta entonces era argumentación colectiva, que lo que entregaron daría para continuar comiendo durante muchos días, en vez de tener que estar allí sustentando parásitos. La amenaza que los ciegos malvados hicieron al principio, de venir a pasar revista a las salas y castigar a los infractores, acabó siendo ejecutada dentro de cada una, ciegos buenos contra ciegos malos, malvados también. No se encontraron riquezas estupendas, pero fueron descubiertos aún unos cuantos relojes y anillos, más de hombre que de mujer. En cuanto a los castigos de la justicia interna, no pasaron de unos tortazos al azar, unos débiles puñetazos mal dirigidos, lo que más se oyó fueron insultos, alguna frase perteneciente a una antigua retórica acusatoria, por ejemplo, Serías capaz de robar a tu propia madre, imagínense, como si una ignominia así, y otras de mayor consideración, para ser cometidas, tuvieran que esperar al día en que toda la gente se quedara ciega y, por haber perdido la luz de los ojos, perder también el faro del respeto. Los ciegos malvados recibieron el pago con amenazas de duras represalias, que por suerte luego no cumplieron, se pensó que por olvido, cuando lo cierto es que andaban ya con otra idea en la cabeza, como no tardará en saberse. Si hubiesen ejecutado sus amenazas, nuevas injusticias vendrían a agravar la situación, acaso con consecuencias dramáticas inmediatas, porque dos salas, para ocultar el delito de retención de que eran culpables, se presentaron en nombre de otras, cargando a las salas inocentes con culpas que no eran suyas, pues alguna era tan honesta que lo había entregado todo el primer día. Felizmente, para no tener tanto trabajo, el ciego contable había resuelto escriturar aparte, en una sola hoja de papel, las distintas nuevas contribuciones, y eso los salvó a todos, tanto inocentes como culpables, porque sin duda la irregularidad fiscal le habría saltado a los ojos si la hubiera llevado a las respectivas cuentas.
Pasada una semana, los ciegos malvados mandaron aviso de que querían mujeres. Así, simplemente, Tráigannos mujeres. Esta inesperada, aunque no del todo insólita, exigencia causó la indignación que es fácil imaginar, los aturdidos emisarios que vinieron con la orden volvieron de inmediato para informar que las salas, las tres de la derecha y las dos de la izquierda, sin exceptuar siquiera a los ciegos y ciegas que dormían en el suelo, habían decidido, por unanimidad, no acatar la degradante imposición, objetando que no podía rebajarse hasta ese punto la dignidad humana, en ese caso femenina, y que si en la tercera sala lado izquierdo no había mujeres, la responsabilidad, si la había, no les podía ser atribuida. La respuesta fue corta y seca, Si no nos traen mujeres, no comen. Humillados, los emisarios regresaron a las salas con la orden, O van allá, o no nos dan de comer. Las mujeres solas, las que no tenían pareja o no la tenían fija, protestaron inmediatamente, no estaban dispuestas a pagar la comida de los hombres de las otras con lo que tenían entre las piernas, una de ellas tuvo incluso el atrevimiento de decir, olvidando el respeto que a su sexo debía, Yo soy muy señora de ir allí, pero, en todo caso, será en beneficio propio, y si me apetece me quedo a vivir con ellos, así tengo cama y mesa asegurada. Con estas inequívocas palabras lo dijo, pero no pasó a los actos subsecuentes, porque pensó a tiempo lo que sería aguantar sola el furor erótico de veinte machos desbocados que, por la urgencia, parecían estar ciegos de celo. No obstante, esta declaración, así, livianamente proferida en la segunda sala lado derecho, no cayó en saco roto, uno de los emisarios, con especial sentido de la oportunidad, propuso de inmediato que se presentasen voluntarias para el servicio, teniendo en cuenta que lo que se hace por propia voluntad cuesta en general menos que lo que se hace por obligación. Sólo cierta cautela, una última prudencia, le impidió coronar su llamada con el conocido proverbio, Sarna con gusto no pica. Incluso así, las protestas estallaron apenas acabó de hablar, saltaron las furias de todos los lados, sin dolor ni piedad los hombres fueron moralmente arrasados, les llamaron chulos, proxenetas, alcahuetes, vampiros, explotadores, según la cultura, el medio social y el estilo personal de las justamente indignadas mujeres. Algunas de ellas se declararon arrepentidas por haber cedido, por pura generosidad y compasión, a las solicitaciones sexuales de sus compañeros de infortunio, que tan mal se lo agradecían ahora, queriendo empujarlas a la peor de las suertes. Los hombres intentaron justificarse, que no era eso, que no dramatizasen, qué diablo, que hablando se entiende la gente, fue sólo porque la costumbre manda pedir voluntarios en las situaciones difíciles y peligrosas, como ésta sin duda lo es, Estamos todos en peligro de morir de hambre, vosotras y nosotros. Se calmaron algunas mujeres, así llamadas a razón, pero otra, súbitamente inspirada, lanzó una nueva tea a la hoguera preguntando, irónicamente, Y qué haríais vosotros si ésos, en vez de pedir mujeres, hubiesen pedido hombres, qué haríais, a ver, decidlo para que lo oigamos. Las mujeres estaban exultantes, A ver, qué haríais, gritaban a coro, entusiasmadas por tener a los hombres acorralados contra la pared, cogidos en su propia trampa lógica, de la que no podrían escapar, ahora querían ver hasta dónde llegaba la tan pregonada coherencia masculina, Aquí no hay maricas, se atrevió a protestar un hombre, Ni putas, replicó la mujer que había hecho la pregunta provocadora, y aunque las haya, puede que no estén dispuestas a serlo para vosotros. Incomodados, los hombres se encogieron, conscientes de que sólo habría una respuesta capaz de dar satisfacción a las vengativas hembras, Si ellos pidieran hombres, iríamos, pero ninguno tuvo el valor suficiente para pronunciar estas palabras desinhibidas, y tan perturbados quedaron que ni tuvieron en cuenta que no habría gran peligro en pronunciarlas, dado que aquellos hijos de puta no querían desahogarse con hombres, sino con mujeres.
Ahora bien, lo que ningún hombre pensó, parece que lo pensaron las mujeres, no tenía otra explicación el silencio que poco a poco se fue apoderando de la sala donde se produjeron estas confrontaciones, como si hubiesen comprendido que, para ellas, la victoria en la pelea verbal no se distinguía de la derrota que inevitablemente vendría después. Es posible que en las salas restantes no hubiera sido diferente el debate, sabido es que las razones humanas se repiten mucho, y las sinrazones también. Aquí, quien dio la sentencia final fue una mujer de unos cincuenta años que tenía consigo a su anciana madre y ningún otro modo de darle de comer, Pues yo voy, dijo, y no sabía que estas palabras eran el eco de las que en la primera sala del lado derecho pronunció la mujer del médico, Yo voy, en esta sala son pocas las mujeres, tal vez por eso las protestas no fueron tan numerosas ni tan vehementes, estaba la chica de las gafas oscuras, estaba la mujer del primer ciego, estaba la empleada del consultorio, estaba la camarera del hotel, estaba una que no se sabía quién era, estaba la que no podía dormir, pero ésta era tan infeliz, tan desgraciada, que lo mejor sería dejarla en paz, de la solidaridad entre las mujeres no tenían por qué beneficiarse sólo los hombres. El primer ciego comenzó por decir que su mujer no se sometería a la vergüenza de entregar su cuerpo a unos desconocidos, diéranle a cambio lo que le dieran, que ni ella querría ni él lo permitiría, que la dignidad no tiene precio, que una persona empieza por ceder en las pequeñas cosas y acaba por perder todo el sentido de la vida. El médico le preguntó qué sentido de la vida veía él en la situación en que todos se encontraban, hambrientos, cubiertos de porquería hasta las orejas, devorados por los piojos, comidos por las chinches, picados por las pulgas, Tampoco quisiera yo que mi mujer fuese, pero ese querer mío no sirve de nada, dijo que está dispuesta a ir, fue ésa su decisión, sé que mi orgullo de hombre, esto que llamamos orgullo de hombre, si es que después de tanta humillación aún conservamos algo que merezca tal nombre, sé que va a sufrir, ya está sufriendo, no lo puedo evitar, pero es probablemente el único recurso si queremos sobrevivir, Cada uno actúa de acuerdo con la moral que tiene, yo pienso así, y no tengo intención de cambiar de ideas, replicó agresivo el primer ciego. Entonces, la chica de las gafas oscuras dijo, Los otros no saben cuántas mujeres hay aquí, puede quedarse usted con la suya para su uso exclusivo, que nosotros los alimentaremos, a usted y a ella, pero me gustaría saber cómo va a sentirse de dignidad después, cómo le va a saber el pan que le traigamos, La cuestión no es ésa, empezó el primer ciego a responder, la cuestión es, pero se quedó con la frase en el aire, en realidad no sabía cuál era la cuestión, lo que él había dicho antes no pasaba de unas cuantas opiniones sueltas, sólo opiniones, pertenecientes a otro mundo, no a éste, lo que él tendría que hacer, eso sí, era alzar las manos al cielo y agradecer la suerte de que las vergüenzas se queden en casa, por así decirlo, en vez de soportar el vejamen de saberse sostenido por las mujeres de los otros. Por la mujer del médico, para ser preciso y exacto, porque las restantes, exceptuando a la chica de las gafas oscuras, soltera y libre, de cuya vida disipada ya tenemos información más que suficiente, si tenían maridos no estaban allí. El silencio que siguió a la frase interrumpida parecía esperar que alguien aclarase definitivamente la situación, por eso no tardó mucho en hablar quien tenía que hacerlo, la mujer del primer ciego, que dijo sin que le temblase la voz, Soy como las otras, y lo que ellas hagan, lo haré yo, Sólo harás lo que yo diga, interrumpió el marido, Déjate de autoridades, que aquí no te sirven de nada, estás tan ciego como yo, Eso es una indecencia, En tu mano está no ser indecente, a partir de ahora no comas, ésta fue la cruel respuesta, inesperada en persona que hasta ese momento se había mostrado dócil y respetuosa con su marido. Se oyó una brusca carcajada, era la camarera de hotel, Vaya si comerá, pobrecillo, qué va a hacer si no, de repente la risa se convirtió en llanto, las palabras cambiaron, Qué vamos a hacer, dijo, era casi una pregunta, una pregunta apenas resignada para la que no existía respuesta, como un desalentado movimiento de cabeza, tanto así que la empleada del consultorio la repitió, Qué vamos a hacer. La mujer del médico alzó los ojos hacia las tijeras colgadas de la pared, por la expresión de ellos se diría que estaba haciéndoles la misma pregunta, a no ser que buscase una respuesta a la pregunta que las tijeras le devolvían, Qué quieres hacer conmigo.
No obstante, cada cosa llegará a su propio tiempo, no por mucho madrugar se muere más temprano. Los ciegos de la sala tercera lado izquierdo son gente organizada, y han decidido que empezarán por lo que tienen más cerca, por las mujeres de las salas de su ala. La aplicación del método rotativo, palabra más que justa, presenta todas las ventajas y ningún inconveniente, en primer lugar porque permitirá saber, en cualquier momento, lo hecho y lo por hacer, es como mirar un reloj y decir del día que pasa, He vivido desde aquí hasta aquí, me falta tanto o tan poco, en segundo lugar porque, cuando la rotación de las salas esté terminada, el regreso al principio traerá una indiscutible brisa de novedad, sobre todo para los de memoria sensorial más corta. Descansen pues las mujeres de las salas del ala derecha, con el mal de mis vecinas yo puedo, palabras que ninguna pronunció pero que todas pensaron, en verdad aún está por nacer el primer ser humano desprovisto de esa segunda piel a la que llamamos egoísmo, mucho más dura que la otra, que por cualquier cosa sangra. Hay que decir todavía que estas mujeres descansan doblemente, así son los misterios del alma humana, pues la amenaza, de todos modos próxima, de la humillación a que van a ser sometidas, despertó y exacerbó, dentro de cada sala, apetitos sensuales que la convivencia había debilitado, era como si los hombres estuviesen poniendo en las mujeres desesperadamente su marca antes de que se las llevasen, era como si las mujeres quisieran llenar la memoria de sensaciones experimentadas voluntariamente para defenderse mejor de la agresión de aquellas que, pudiendo ser, rechazarían. Es inevitable preguntar, tomando como ejemplo la primera sala del lado derecho, cómo se resolvió la cuestión de la diferencia de cantidades de hombres y mujeres, descontando incluso a los incapaces del sexo masculino, que los hay, como debe de ser el caso del viejo de la venda negra en el ojo y de otros, desconocidos, viejos o jóvenes, que por esto o por lo de más allá no dijeron ni hicieron nada que interesara al relato. Se ha dicho que son siete las mujeres que hay en esta sala, incluyendo la ciega de los insomnios y aquella que nadie sabe quién es, y que las parejas normalmente constituidas sólo son dos, lo que da una desequilibrada cantidad de hombres, el niño estrábico aún no cuenta. Acaso haya en otras salas más mujeres que hombres, pero una regla no escrita, que el uso hizo nacer y convirtió luego en ley, manda que todas las cuestiones se resuelvan dentro de las salas en que se hayan suscitado, a ejemplo de lo que enseñaban los antiguos, cuya sabiduría nunca nos cansaremos de loar, Fui a casa de la vecina, me avergoncé, volví a la mía, me remedié. Darán, pues, las mujeres de la primera sala lado derecho remedio a las necesidades de los hombres que viven bajo su mismo techo, con excepción de la mujer del médico, a la que, Dios sabe por qué, nadie se atrevió a solicitar, con palabras o con la mano tendida. Ya la mujer del primer ciego, después del paso al frente que había sido la abrupta respuesta al marido, hizo, aunque discretamente, igual que las otras, como ella misma había advertido. Hay, sin embargo, resistencias contra las cuales no pueden ni razón ni sentimiento, como el caso de la chica de las gafas oscuras, a quien el dependiente de farmacia, por más que multiplicó los argumentos, por más que se deshizo en súplicas, no consiguió rendir, pagando así la falta de respeto que cometió al principio. Esta misma chica, entienda a las mujeres quien pueda, que es la más bonita de todas las que aquí se encuentran, la de mejor cuerpo, la más atractiva, la que todos desearon cuando corrió la voz de lo que valía, fue al fin, una de estas noches, a meterse por su propia voluntad en la cama del viejo de la venda negra, que la recibió como a lluvia de abril, y cumplió lo mejor que pudo, bastante bien para su edad, quedando así demostrado, una vez más, que las apariencias engañan, y que no es por el aspecto de la cara ni por la presteza del cuerpo por lo que se conoce la fuerza del corazón. Toda la sala comprendió que había sido pura caridad lo que llevó a la chica de las gafas oscuras a ofrecerse al viejo de la venda negra, pero hubo hombres, de los sensibles y soñadores, que, habiendo gozado de ella, se pusieron a devanear, a pensar que no había mejor premio en este mundo que encontrarse un hombre tendido en su cama, solo, imaginando imposibles, y descubrir que una mujer acaba de levantar los cobertores muy despacio y bajo ellos se insinúa, rozando lentamente el cuerpo a lo largo del cuerpo, hasta quedarse quieta al fin, en silencio, a la espera de que el ardor de las sangres apacigüe el súbito temblor de la piel sobresaltada. Y todo esto por nada, sólo porque ella lo quiso. Son fortunas que no andan por ahí al desbarato, a veces es preciso ser viejo y llevar una venda negra tapando una órbita definitivamente ciega. O quizá, ciertas cosas es mejor dejarlas sin explicación, decir simplemente lo que ocurrió, no interrogar lo íntimo de las personas, como aquella vez que la mujer del médico salió de la cama para ir a tapar al niño estrábico, que se había destapado. No se acostó inmediatamente. Apoyada en la pared del fondo, en el espacio estrecho entre las dos filas de camastros, miraba desesperada la puerta del otro extremo, aquella por la que había entrado un día que ya parecía distante y que no llevaba ahora a parte alguna. Así estaba cuando vio al marido levantarse, con los ojos fijos, como un sonámbulo, dirigiéndose a la cama de la chica de las gafas oscuras. No hizo un gesto para detenerlo. De pie, sin moverse, vio cómo él levantaba la manta y se acostaba después junto a ella, cómo la chica despertó y lo recibió sin protestas, cómo las dos bocas se buscaron y se encontraron, y después lo que tenía que pasar pasó, el placer de uno, el placer del otro, el placer de ambos, los murmullos sofocados, ella dijo, Doctor, y esta palabra podía haber sido ridícula y no lo fue, él dijo, Perdón, no sé qué me ha pasado, realmente teníamos razón, cómo podríamos nosotros, que apenas vemos, saber lo que ni él sabe. Acostados en el catre estrecho, no podían imaginar que estaban siendo observados, el médico seguro que sí, súbitamente inquieto, estaría durmiendo la mujer, se preguntó, andará por los corredores como todas las noches, hizo un movimiento para volver a su cama, pero una voz dijo, No te levantes, y una mano se posó en su pecho con la levedad de un pájaro, iba él a hablar, quizá a repetir que no sabía lo que le había ocurrido, pero la voz dijo, Lo comprenderé mejor si no dices nada. La chica de las gafas oscuras empezó a llorar, Qué desgraciados somos, murmuraba, y después, También yo quise, también quise, el doctor no tiene la culpa, Calla, dijo suavemente la mujer del médico, callémonos todos, hay ocasiones en las que de nada sirven las palabras, ojalá pudiera llorar yo también, decirlo todo con lágrimas, no tener que hablar para ser entendida. Se sentó al borde de la cama, tendió el brazo por encima de los dos cuerpos, como para ceñirlos en el mismo abrazo, e, inclinándose hacia la chica de las gafas oscuras, murmuró muy bajo a su oído, Yo veo. La chica se quedó inmóvil, serena, sólo perpleja porque no sentía ninguna sorpresa, era como si lo supiese desde el primer día y no hubiera querido decirlo en voz alta por ser un secreto que no le pertenecía. Volvió la cabeza un poco y susurró a su vez al oído de la mujer del médico, Lo sabía, no sé si estoy segura de que lo sabía, pero lo sabía, Es un secreto, no puedes decir nada a nadie, No se preocupe, no lo haré, Tengo confianza en ti, Puede tenerla, preferiría morir a engañarla, Debes tratarme de tú, Eso no, no puedo. Murmuraban al oído, ahora una, ahora la otra, tocando con los labios el cabello, el lóbulo de la oreja, era un diálogo insignificante, era un diálogo profundo, si pueden darse juntos estos contrarios, una pequeña charla cómplice que parecía no conocer el hombre acostado entre las dos, pero que lo envolvía en una lógica fuera del mundo de las ideas y de las realidades comunes. Luego, la mujer del médico le dijo al marido, Puedes quedarte aquí un poco más si quieres, No, voy a nuestra cama, Entonces te ayudo. Se levantó para dejarle libres los movimientos, contempló por un instante las dos cabezas ciegas, posadas lado a lado en la almohada sucia, las caras sucias también, el pelo enmarañado de los dos, sólo los ojos resplandecían inútilmente. Él se levantó con lentitud, buscando apoyo, luego se quedó parado al lado de la cama, indeciso, como si de pronto hubiese perdido la noción del lugar donde se hallaba, entonces ella, como siempre hiciera, lo cogió de un brazo, pero ahora el gesto tenía un sentido nuevo, nunca él había necesitado tanto que lo guiasen como en este momento, pero no podría saber hasta qué punto, sólo las dos mujeres lo supieron realmente cuando la mujer del médico tocó con la otra mano el rostro de la chica y ella se la tomó para llevársela a los labios. Le pareció al médico que oía llorar, un sonido casi inaudible, como sólo puede ser el de unas lágrimas que se van deslizando lentamente hasta las comisuras de la boca y ahí desaparecen para reanudar el ciclo eterno de los inexplicables dolores y alegrías humanas. La chica de las gafas oscuras iba a quedarse sola, ella era quien debía ser consolada, por eso la mano de la mujer del médico tardó tanto en desprenderse.
Al día siguiente, a la hora de la cena, si unos míseros mendrugos de pan duro y carne mohosa merecen tal nombre, aparecieron en la puerta de la sala tres ciegos del otro lado, Cuántas mujeres hay aquí, preguntó uno, Seis, respondió la mujer del médico con la buena intención de dejar fuera a la ciega de los insomnios, pero ella enmendó con voz apagada, Somos siete. Los ciegos se echaron a reír, Bueno, bueno, entonces vais a tener que trabajar mucho esta noche, y otro sugirió, Quizá sería mejor ir a buscar refuerzos a la sala siguiente, No vale la pena, dijo el tercer ciego, que sabía aritmética, prácticamente tocan a tres hombres por cada mujer, ya verás como ellas aguantan. Se rieron otra vez, y el que había preguntado cuántas mujeres había dio la orden, Venga, vamos, eso si queréis comer mañana y dar de mamar a vuestros hombres. Decían estas palabras en todas las salas, pero continuaban divirtiéndose tanto con la gracia como el día que la inventaron. Se retorcían de risa, pateaban, batían en el suelo con los garrotes, uno de ellos avisó súbitamente, Eh, si alguna está con sangre, no la queremos, será para la próxima, Ninguna está con sangre, dijo serenamente la mujer del médico, Entonces, preparaos, y no tardéis, que estamos esperando. Se volvieron y desaparecieron en el pasillo. La sala quedó en silencio, un minuto después dijo la mujer del primer ciego, No puedo seguir comiendo, casi no era nada lo que tenía en la mano y no conseguía comer, Ni yo, dijo la ciega de los insomnios, Ni yo, dijo aquella que no sabían quién era, Yo ya he acabado, dijo la camarera de hotel, Yo también, dijo la empleada del consultorio, Yo vomitaré en la cara del primero que se acerque a mí, dijo la chica de las gafas oscuras. Estaban todas levantadas, trémulas y firmes. Entonces, la mujer del médico dijo, Yo voy delante. El primer ciego se tapó la cabeza con la manta, como si eso le sirviese de algo, ciego ya estaba, el médico atrajo hacia él a su mujer y, sin hablar, le dio un rápido beso en la frente, qué más podía hacer él, a los otros hombres tanto les daba, no tenían ni derechos ni obligaciones de marido sobre ninguna de las mujeres que salían, por eso nadie podrá decirles, Cuerno consentidor es dos veces cuerno. La chica de las gafas oscuras se colocó detrás de la mujer del médico, luego, sucesivamente, la camarera de hotel, la empleada del consultorio, la mujer del primer ciego, aquella de quien nada se sabe, y, al fin, la ciega de los insomnios, una fila grotesca de mujeres malolientes, con las ropas inmundas y andrajosas, parece imposible que la fuerza animal del sexo sea tan poderosa, hasta el punto de cegar el olfato, que es el más delicado de los sentidos, siendo así que hay teólogos que dicen, aunque no con estas exactas palabras, que la mayor dificultad para poder vivir razonablemente en el infierno es el hedor que allí hay. Lentamente, guiadas por la mujer del médico, cada una con la mano en el hombro de la siguiente, las mujeres empezaron a caminar. Iban todas descalzas porque no querían perder los zapatos en medio de las aflicciones y angustias por las que tendrían que pasar. Cuando llegaron al zaguán de entrada, la mujer del médico se encaminó hacia la puerta, querría saber si aún había mundo. Al sentir el frescor del aire, la camarera de hotel recordó asustada, No podemos salir, los soldados están ahí fuera, y la ciega de los insomnios dijo, Más valdría, al menos en un minuto estaríamos muertas, era como deberíamos estar, todas muertas, Nosotras, preguntó la empleada del consultorio, No, todas, todas las que estamos aquí, al menos tendríamos la mejor de las razones para estar ciegas. Nunca había pronunciado tantas palabras seguidas desde que la trajeron. La mujer del médico dijo, Vamos, sólo quien tenga que morir morirá, la muerte escoge sin avisar. Pasaron la puerta que daba acceso al ala izquierda, se metieron por los amplios corredores, las mujeres de las dos primeras salas podrían, si quisieran, decirles lo que les esperaba, pero estaban encogidas en sus camas, como bestias apaleadas, los hombres no se atrevían a tocarlas, ni siquiera intentaban acercarse a ellas porque empezaban a chillar.
En el último corredor, allá al fondo, la mujer del médico vio a un ciego que estaba de centinela, como de costumbre. Debía de haber oído los pasos arrastrados, dio el aviso, Ahí vienen, ahí vienen. De dentro salieron gritos, relinchos, carcajadas. Cuatro ciegos apartaron rápidamente la cama que servía de barrera a la entrada. Rápido, chicas, adentro, que estamos todos aquí como caballos, vais a hartaros, decía uno. Los ciegos las rodearon, intentaban palparlas, pero retrocedieron luego, tropezando, cuando el jefe, el que tenía la pistola, gritó, El primero que elige soy yo, ya lo sabéis. Los ojos de aquellos hombres buscaban golosamente a las mujeres, algunos tendían las manos ávidas, si fugazmente tocaban a una, sabían al fin para dónde mirar. En medio del pasillo central de la sala, entre las camas, las mujeres eran como soldados formados esperando que les pasen revista. El jefe de los ciegos, pistola en mano, se acercó, tan ágil y despierto como si con los ojos que tenía pudiera ver. Puso la mano libre en la ciega de los insomnios, que era la primera, la palpó por delante y por detrás, las nalgas, los pechos, la entrepierna. La ciega comenzó a gritar y él la empujó, No vales nada, puta. Pasó a la siguiente, que era aquella que no se sabe quién es, palpaba ahora con las dos manos, se había metido la pistola en el bolsillo del pantalón, No está nada mal ésta, no, y fue luego a la mujer del primer ciego, luego a la empleada del consultorio, luego a la camarera de hotel, exclamó, muchachos, están realmente buenas. Los ciegos relincharon, patalearon, Venga, vamos, que se hace tarde, gritó alguno, Calma, dijo el de la pistola, dejadme ver primero cómo son las otras. Palpó a la chica de las gafas oscuras y soltó un silbido, Olé, nos tocó el gordo, ganado como éste no había aparecido nunca por aquí. Excitado, mientras continuaba palpando a la chica, pasó a la mujer del médico y silbó otra vez, Ésta es de las maduras, pero está también para comérsela. Atrajo hacia sí a las dos mujeres, casi se babeaba cuando dijo, Me quedo con éstas, cuando las despache os las paso. Las arrastró hasta el fondo de la sala, donde se amontonaban las cajas de comida, los paquetes, las latas, una despensa que podría abastecer a un regimiento. Las mujeres, todas ellas, estaban gritando, se oían golpes, bofetadas, órdenes, A callar, a callar, so putas, todas son iguales, siempre tienen que gritar, Dale con fuerza, verás como se calla, Ya veréis cuando me toque a mí, ya veréis como piden más, Date prisa, no aguanto un minuto. La ciega de los insomnios aullaba de desesperación bajo un ciego gordo, las otras cuatro estaban rodeadas de hombres con los pantalones bajados que se empujaban unos a otros como hienas en torno de la carroña. La mujer del médico se encontraba junto al catre adonde había sido llevada, estaba de pie, con las manos convulsas aferradas a los hierros de la cama, vio cómo el ciego de la pistola rasgó la falda de la chica de las gafas oscuras, cómo se bajó los pantalones y, guiándose con los dedos, apuntó al sexo de la chica, cómo empujó y forzó, oyó los ronquidos, las obscenidades. La chica de las gafas oscuras no decía nada, sólo abrió la boca para vomitar, con la cabeza de lado, los ojos vueltos hacia la otra mujer, él ni se enteró de lo que ocurría, el olor del vómito sólo se nota cuando el aire y lo demás no huelen a lo mismo, al fin el hombre se agitó, dio dos o tres sacudidas violentas como si clavase tres estoques, gruñó como un cerdo atragantado, había acabado. La chica de las gafas oscuras lloraba en silencio. El ciego de la pistola retiró el sexo goteante aún y dijo con voz que vacilaba, mientras tendía el brazo hacia la mujer del médico, No tengas celos, ahora voy por ti, y luego, subiendo el tono, Eh, podéis venir a por ésta, pero a ver si la tratáis con cariño, que aún la puedo necesitar. Media docena de ciegos avanzaron en tropel por el pasillo central, pusieron sus manos sobre la chica de las gafas oscuras, se la llevaron casi a rastras, Primero yo, primero yo, decían todos. El ciego de la pistola se había sentado en la cama, el sexo flácido estaba posado en el borde del colchón, los pantalones enrollados sobre los pies. Arrodíllate aquí, entre mis piernas, dijo. La mujer del médico se arrodilló. Chupa, dijo él, No, dijo ella, O chupas o te muelo a palos y te vas sin comida, dijo él, No tienes miedo de que te la arranque de un mordisco, preguntó ella, Puedes intentarlo, tengo las manos en tu cuello, te estrangulaba antes de que me hicieras sangre, respondió él. Luego dijo, Reconozco tu voz, Y yo tu cara, Eres ciega, no me puedes ver, No, no te puedo ver, Entonces, por qué dices que reconoces mi cara, Porque esa voz sólo puede tener esa cara, Chupa y déjate de charla fina, No, O chupas, o tu sala no verá nunca más una migaja de pan, vas y les dices que si no comen es porque te negaste a chuparme, y luego vuelves para contarme qué ha pasado. La mujer del médico se inclinó hacia delante, con las puntas de dos dedos de la mano derecha cogió y alzó el sexo pegajoso del hombre, la mano izquierda se apoyó en el suelo, tocó los pantalones, tanteó, sintió la dureza metálica y fría de la pistola, Puedo matarlo, pensó. No podía. Con los pantalones así como estaban, enrollados sobre los pies, era imposible llegar al bolsillo donde se encontraba el arma. No lo puedo matar ahora, pensó. Avanzó la cabeza, abrió la boca, la cerró, cerró los ojos para no ver, empezó a chupar.
Amanecía cuando los ciegos malvados dejaron ir a las mujeres. La ciega de los insomnios tuvo que ser llevada en brazos por sus compañeras, que apenas podían, ellas mismas, arrastrarse. Durante horas habían pasado de hombre en hombre, de humillación en humillación, de ofensa en ofensa, todo lo que es posible hacerle a una mujer dejándola con vida. Ya sabéis, el pago es en especie, decidles a los hombrecitos que vengan por la sopa boba, las escarneció aún más al despedirlas el ciego de la pistola. Y añadió chocarrero, Hasta la vista, chicas, e iros preparando para la próxima sesión. Los otros ciegos repitieron más o menos a coro, Hasta la vista, algunos dijeron chicas, otros dijeron putas, pero se les notaba la fatiga en la escasa convicción de las voces. Sordas, ciegas, calladas, a tumbos, sólo con la voluntad suficiente para no dejar la mano de la que llevaban delante, la mano, no el hombro como cuando vinieron, ninguna podría responder si le preguntasen, Por qué vais con las manos cogidas, ocurrió así, hay gestos para los que no se puede encontrar una explicación fácil, a veces ni la difícil se encuentra. Cuando atravesaron el zaguán, la mujer del médico miró hacia fuera, allí estaban los soldados, había también un camión que estaría distribuyendo la comida por las cuarentenas. En aquel preciso instante la ciega de los insomnios cayó, literalmente, como si le hubiesen segado las piernas de un tajo, también el corazón se le fue abajo, ni acabó la sístole que había iniciado, al fin sabemos por qué esta ciega no conseguía dormir, ahora dormirá, no la despertemos. Está muerta, dijo la mujer del médico, y su voz no tenía ninguna expresión, si era posible que una voz así, tan muerta como la palabra que había dicho, saliera de una boca viva. Levantó en brazos el cuerpo repentinamente descoyuntado, las piernas ensangrentadas, el vientre torturado, los pobres senos descubiertos, marcados con furia, una mordedura en el hombro, Éste es el retrato de mi cuerpo, pensó, el retrato del cuerpo de cuantas aquí vamos, entre estos insultos y nuestros dolores no hay más que una diferencia, nosotras, por ahora, todavía estamos vivas. Adónde la llevamos, preguntó la chica de las gafas oscuras, De momento a la sala, más tarde la enterraremos, dijo la mujer del médico.
Los hombres esperaban en la puerta, sólo faltaba el primer ciego, que se había vuelto a cubrir la cabeza con la manta al notar que venían las mujeres, y el niño estrábico, que estaba durmiendo. Sin vacilar, sin necesidad de contar las camas, la mujer del médico acostó a la ciega de los insomnios en el camastro que le había pertenecido. No le importó la posible extrañeza de los otros, a fin de cuentas toda la gente sabía que ella era la ciega que mejor conocía los rincones de la casa. Está muerta, repitió. Cómo fue, preguntó el médico, pero la mujer no respondió, la pregunta de él podría ser lo que parecía significar, Cómo murió, pero también podría ser, Qué os han hecho, ni para una ni para otra habría respuesta, murió, simplemente, no importa de qué, preguntar de qué ha muerto alguien es estúpido, con el tiempo se olvida la causa, sólo una palabra queda, Murió, y nosotras ya no somos las mismas mujeres que de aquí salimos, las palabras que ellas dirían ya no las podemos decir nosotras, y en cuanto a las otras, lo innominable existe, y ése es su nombre, nada más. Podéis ir a buscar la comida, dijo la mujer del médico. El azar, el hado, la suerte, el destino o como se llame exactamente lo que tantos nombres tiene, están hechos de pura ironía, no se puede entender de otro modo que fueran precisamente los maridos de estas dos mujeres los elegidos para representar a la sala y recoger los alimentos cuando nadie imaginaba que el precio acabaría siendo el que habían pagado. Podrían haber sido otros hombres, solteros, libres, sin un honor conyugal que defender, pero tuvieron que ser éstos, seguro que ahora no van a querer pasar la vergüenza de tender la mano de la limosna a los salvajes y a los malvados que violaron a sus mujeres. Lo dijo el primer ciego con todas las letras de una firme decisión, Que vaya quien quiera, yo no voy, Yo iré, dijo el médico, Yo voy con usted, dijo el viejo de la venda negra, No va a ser mucha la comida, pero pesará, Para transportar el pan que como aún me quedan fuerzas, Lo que más pesa es siempre el pan de los otros, No tengo derecho a quejarme, el peso de la parte de los otros es el que pagará mi alimento. Imaginemos, no el diálogo, que ése queda dicho, sino a los hombres que lo sostuvieron, están uno frente al otro como si se pudieran ver, que en este caso no es imposible, basta con que la memoria de cada uno de ellos haga brotar de la deslumbrante blancura del mundo la boca que está articulando las palabras, y después, como una lenta irradiación a partir de ese centro, lo restante de las caras irá apareciendo también, una de hombre viejo, otro no tanto, no se diga que es ciego quien así es capaz de ver. Cuando se alejaban para cobrar el salario de la vergüenza, y como el primer ciego protestaba, la mujer del médico dijo a las otras mujeres, Quedaos aquí, vuelvo en seguida. Sabía lo que quería, no sabía si lo iba a encontrar. Quería un cubo o algo que sirviera como tal, quería llenarlo de agua, aunque fétida, aunque podrida, quería lavar a la ciega de los insomnios, limpiarle la sangre propia y la mocada ajena, entregarla purificada a la tierra, si algún sentido tiene aún hablar de purezas de cuerpo en este manicomio en el que vivimos, que las del alma, ya se sabe, no hay quien pueda alcanzarlas.
En las amplias mesas del refectorio había ciegos tumbados, De un grifo mal cerrado salía un hilillo de agua. La mujer del médico miró a su alrededor en busca de un cubo, un recipiente, pero no vio nada que pudiera servirle. A uno de los ciegos le extrañó aquella presencia, preguntó, Quién anda ahí. Ella no respondió, sabía que no iba a ser bien recibida, nadie le iba a decir, Quieres agua, pues llévatela, y si es para lavar a una muerta, toda la que necesites. En el suelo, desperdigadas, había bolsas de plástico de las de la comida, grandes algunas. Supuso que estarían rotas, luego pensó que usando dos o tres, metidas unas en otras, sería poca el agua que se perdiera. Actuó rápidamente, los ciegos bajaban ya de las mesas y preguntaban, Quién está ahí, más alarmados cuando oyeron el ruido del agua que corría, avanzaron en aquella dirección, la mujer del médico empujó una mesa para que no pudieran acercarse, volvió después a la bolsa, el agua fluía lentamente, desesperada forzó la manilla y entonces, como si la hubieran liberado de una prisión, el agua salió con fuerza y la salpicó de pies a cabeza. Los ciegos se asustaron y retrocedieron, pensaron que se había reventado una cañería, y más razón tuvieron para pensarlo cuando el agua les mojó los pies, no podían saber que fue derramada por el extraño que había entrado, porque la mujer comprendió que no podría con tanto peso. Retorció y anudó la boca de la bolsa, se la echó a cuestas, y, como pudo, salió corriendo de allí.
Cuando el médico y el viejo de la venda negra entraron en la sala con la comida, no vieron, no podían ver, a siete mujeres desnudas, la ciega de los insomnios tendida en la cama, limpia como en su vida lo había estado, mientras otra mujer lavaba, una tras otra, a sus compañeras, y después a sí misma.