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He dicho que leías esto por razones equivocadas. Debí haber dicho que yo escribía esto por razones equivocadas.

He llenado estos días y noches y estas páginas de micropergamino con recuerdos de Aenea, Aenea en su infancia, sin mencionar una palabra de su vida como la mesías que debes conocer y a quien quizás erróneamente adoras. Pero ahora descubro que no he escrito estas páginas para ti, ni las he escrito para mí. He dado vida a la niña Aenea en mis escritos porque quiero que la mujer Aenea esté viva, a despecho de la lógica, a despecho de los acontecimientos, a despecho de la desesperanza.

Cada mañana —mejor dicho, cada vez que se encienden las luces autoprogramadas— me despierto en esta caja de gato de Schrödinger de tres por seis y me asombro de estar con vida. No hubo aroma de almendras amargas por la noche.

Cada mañana lucho contra la desesperación y el terror escribiendo estas memorias en mi pizarra, apilando las páginas de micropergamino. Pero el reciclador de este pequeño mundo es limitado; sólo puede producir una docena de páginas por vez. A medida que termino cada docena de páginas, meto las viejas en el reciclador para que salgan frescas y blancas y tener nuevas páginas donde escribir. Es la serpiente mordiéndose la cola. Es una locura. O es la esencia absoluta de la cordura.

Es posible que el chip de la pizarra haya conservado todo lo que he escrito aquí, lo que escribiré en los días venideros si el destino me los concede, pero lo cierto es que no me importa. Día a día sólo me interesan esas doce páginas de micropergamino, limpias páginas en blanco por la mañana, páginas entintadas y llenas de garrapatos por la noche.

Entonces Aenea vive para mí.

Pero anoche, cuando las luces de mi caja de gato de Schrödinger se apagaron y nada me separaba del universo excepto el casco estático-dinámico de energía congelada que me rodea con su pequeño frasco de cianuro, su temporizador y su detector de radiación… anoche oí que Aenea pronunciaba mi nombre. Me incorporé en la negrura, demasiado sobresaltado y esperanzado para siquiera encender las luces, seguro de que estaba soñando, y sentí que me tocaba las mejillas con los dedos. Eran dedos. Los conocí cuando ella era niña. Los besé cuando ella era mujer. Los rocé con mis labios cuando se la llevaron por última vez.

Sentí sus dedos en mi mejilla. Sentí su cálido aliento en el rostro. Sentí sus tibios labios en la comisura de mi boca.

—Nos iremos de aquí, querido Raul —me susurró en la oscuridad—. No pronto, pero en cuanto termines nuestra historia. En cuanto la recuerdes toda y la comprendas toda.

Estiré la mano, pero su calor se alejaba. Cuando se encendieron las luces, mi mundo ovoide estaba vacío.

Caminé de aquí para allá hasta que llegó la hora de la vigilia. Mi mayor temor en estos días o meses no ha sido la muerte —Aenea me había enseñado a poner la muerte en perspectiva— sino la locura. La locura me arrebataría la lucidez, el recuerdo… Aenea. Entonces algo me llamó la atención. La pizarra estaba activada. La pluma no estaba en su sitio de costumbre, sino bajo la tapa de la pizarra, como la dejaba Aenea en su diario durante nuestros viajes, cuando nos fuimos de la Tierra. Con dedos trémulos, reciclé los escritos del día anterior y activé el puerto de impresora.

Salió una sola página, llena de líneas manuscritas. Era la letra de Aenea. La conozco bien.

Es un punto de inflexión para mí. O bien estoy totalmente loco y nada de esto importa, o bien estoy salvado y todo importa mucho.

Leo esto, como tú, con esperanza para mi cordura, con esperanza de salvación: no salvación de mi alma, sino del yo en la renovada certeza del reencuentro —un reencuentro real, físico— con aquella a quien recuerdo y amo más que a nadie.

Y ésta es la mejor razón para leer.