Había luz diurna al otro lado. Revoloteamos sobre la corriente y avanzamos despacio. El comlog nos había enseñado a usar los controladores mientras él se encargaba de los demás sistemas e impedía que cometiéramos errores estúpidos. Condujimos la nave sobre las copas de los árboles. A menos que aquella mujer pudiera atravesar un portal teleyector, estábamos a salvo.
Resultó extraño cruzar el último teleyector sin la balsa, pero la balsa no nos habría servido de todos modos. El río Tetis se había convertido en un arroyuelo entre barrancas profundas, con apenas diez centímetros de profundidad y tres o cuatro metros de anchura. Serpenteaba por una campiña boscosa. La vegetación era extraña pero familiar al mismo tiempo, árboles similares a champa o raraleña, pero con hojas anchas y expansivas como el semirroble. Eran hojas amarillas y rojas, y alfombraban las orillas del riacho.
El cielo era gratamente azul, no azul profundo como en Hyperion, pero más profundo que en la mayoría de los mundos terroides que habíamos visto en este viaje.
El sol era grande y brillante sin ser abrumador. Su luz atravesaba el parabrisas y nos lamía las rodillas.
—Me pregunto cómo será allá fuera —dije.
El comlog, nave o lo que fuera debió de pensar que hablaba con él. El monitor central parpadeó y empezó a presentar datos.
ATMÓSFERA: 0,77 N2
0,21 O2
0,009 AR
0,00003 CO2
VARIABLE H2O (-0.01).
PRESIÓN DE SUPERFICIE: 0,986 bar.
MASA: 5,976 X 1024 KG.
VELOCIDAD DE ESCAPE: 11,2 Km/s
GRAVEDAD DE SUPERFICIE: 980 Km/s
ÁNGULO DE INCLINACIÓN DEL EJE MAGNÉTICO: 11,5°
MOMENTO BIPOLAR: 7,9 x 1025 gauss/cm3.
—Qué raro —dijo la nave—. Una coincidencia improbable.
—¿Qué? —pregunté, conociendo la respuesta.
—Estos datos planetarios coinciden casi a la perfección con mi base de datos de Vieja Tierra. Es muy extraño que un mundo coincida tanto con…
—¡Alto! —chilló Aenea, señalando el parabrisas—. Aterriza. Por favor, ya…
Yo me habría estrellado contra los árboles en el descenso, pero la nave se hizo cargo, encontró un terreno llano y rocoso a veinte metros del río y se posó en silencio. Aenea tecleó la combinación de la cámara de presión mientras yo seguía mirando el techo de la casa que había más allá de la arboleda.
Aenea bajó por la escalerilla antes de que yo pudiera hablarle. Me detuve para examinar el autocirujano, comprobé que varias luces estaban en verde.
—Cuídalo —le dije a la nave—. Ten todo preparado para un despegue rápido.
—Así lo haré, M. Endymion.
Llegamos a la casa desde el otro lado del arroyo. Es difícil describir el edificio, pero lo intentaré.
La casa estaba construida sobre una modesta cascada de tres o cuatro metros que caía en una laguna natural. Hojas amarillas flotaban en la laguna antes de perderse corriente abajo. Los rasgos más notables de la casa eran los techos delgados y las terrazas rectangulares que parecían colgar sobre el arroyo y la cascada como desafiando la gravedad.
La casa parecía estar hecha de piedra y cristal, cemento y acero. A la izquierda de la terraza había una pared de piedra de tres pisos con una ventana de similar altura. El marco de metal de las ventanas tenía color naranja suave.
—Voladizo —dijo Aenea.
—¿Qué?
—Así llama el arquitecto a esas terrazas colgantes. Terrazas en voladizo. Imitan los bordes de piedra caliza que han existido aquí durante millones de años.
Me detuve para mirarla. La nave había quedado detrás de la arboleda.
—Es tu casa —dije—. La casa con que soñaste antes de nacer.
—Sí —dijo Aenea. Le temblaban los labios—. Ahora conozco su nombre, Raul. Fallingwater.
Asentí y olí el aire. Había un intenso aroma a hojas descompuestas, plantas vivientes, suelo fecundo, agua y especias. Era muy diferente del aire de Hyperion, pero olía a hogar.
—Vieja Tierra —susurré—. ¿Es posible?
—Sólo… la Tierra —dijo Aenea. Me tocó la mano—. Entremos.
Cruzamos el arroyo por un puentecillo, subimos por una calzada de grava y atravesamos una arcada y un corredor estrecho. Fue como entrar en una acogedora caverna.
Deteniéndonos en la amplia sala, llamamos, pero nadie respondió. Aenea recorrió el recinto como en trance, pasando los dedos por la madera y la piedra, soltando exclamaciones a cada pequeño descubrimiento.
El suelo estaba alfombrado en algunas partes, y en otras era de piedra desnuda. Había anaqueles cubiertos de libros, pero no me detuve a mirar los títulos. Vi anaqueles de metal bajo el techo, pero estaban vacíos. Tal vez sólo fueran un elemento decorativo. Un enorme hogar de piedra cubría la otra pared, tal vez la cima de la roca donde la casa parecía estar posada.
Un fuego crepitaba en el hogar, a pesar de la calidez del soleado día otoñal. Llamé de nuevo, pero el silencio era intenso.
—Nos esperaban —dije, en un intento de broma. La única arma que ahora tenía era la linterna láser.
—Sí, nos esperaban —dijo Aenea. Fue hasta el costado del hogar y apoyó las manos en una esfera de metal que estaba apoyada en un nicho semiesférico de la pared. La esfera tenía un metro y medio de diámetro y estaba pintada de rojo.
—El arquitecto diseñó esto como una cacerola para calentar vino —murmuró Aenea—. Sólo se usó una vez… calentaron el vino en la cocina y lo trajeron aquí. Es demasiado grande. Y quizá la pintura sea tóxica.
—¿Es el arquitecto que buscabas? ¿El arquitecto con quien pensabas estudiar?
—Sí.
—Creí que era un genio. ¿Por qué fabricaría una cacerola demasiado grande y demasiado tóxica?
Aenea sonrió burlonamente.
—Los genios la pifian, Raul. Mira nuestro viaje, si necesitas una prueba. Ven, echemos un vistazo.
Las terrazas eran encantadoras, la vista desde la cascada agradable. Por dentro, los techos eran bajos, pero eso aumentaba la sensación de atisbar el verde mundo del bosque desde una caverna. De nuevo en la sala, un escotillón de vidrio y metal se prolongaba en peldaños, sostenidos por barras desde el piso de arriba, que conducían a una plataforma de cemento desde donde se veía el arroyo encima de la cascada.
—La rampa —dijo Aenea, como si encontrara algo muy familiar.
—¿Para qué es?
—Nada práctico. Pero el arquitecto la consideraba… «absolutamente necesaria desde todo punto de vista», en sus propias palabras.
—¿Dónde estamos, Aenea?
—Fallingwater. Bear Run. En el oeste de Pennsylvania.
—¿Es un país?
—Provincia. Mejor dicho, estado. En los ex Estados Unidos de América. El continente norteamericano. Planeta Tierra.
—Tierra —repetí, mirando en torno—. ¿Dónde están todos? ¿Dónde está tu arquitecto?
—No lo sé. Lo sabremos pronto.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí, pequeña? —Pensaba en acopiar alimentos, armas y otras provisiones mientras A. Bettik se recobraba y nos disponíamos a partir de nuevo.
—Algunos años —dijo Aenea—. Creo que no más de seis o siete.
—¿Años? —Me paré en seco en la terraza superior adonde habíamos llegado por la escalera—. ¿Años?
—Tengo que estudiar con este hombre, Raul. Tengo que aprender algo.
—¿Sobre arquitectura?
—Sí, y sobre mí misma.
—¿Y qué haré yo mientras tú aprendes sobre ti misma?
En vez de bromear, Aenea cabeceó gravemente.
—Lo sé. No parece justo. Pero tendrás algunas ocupaciones mientras yo crezco.
Esperé.
—Es necesario explorar la Tierra —dijo Aenea—. Mis padres visitaron este lugar. Fue idea de mi madre que los leones, tigres y osos, las fuerzas que se llevaron la Tierra antes de que el TecnoNúcleo pudiera destruirla… fue idea de mi madre que realizaran experimentos aquí.
—¿Experimentos? ¿Qué experimentos?
—Experimentos con el genio, principalmente. Aunque la frase más precisa sería experimentos con la humanidad.
—Explícate.
Aenea señaló la casa.
—Este lugar fue terminado en 1937.
—¿De la era cristiana?
—Sí. Estoy segura de que fue destruido en los disturbios sociales norteamericanos del siglo veintiuno, o antes. Quien trajo la Tierra aquí se las ingenió para reconstruirlo. Tal como reconstruyeron la Roma del siglo diecinueve para mi padre.
—¿Roma? —Tuve la sensación de estar repitiendo como un tonto todo lo que decía la niña.
—La Roma donde John Keats pasó sus últimos días. Pero ésa es otra historia.
—Sí, lo leí en los Cantos de tu tío Martin. Y tampoco lo comprendí entonces.
Aenea hizo ese gesto al que yo me estaba habituando.
—Yo no lo comprendo, Raul. Pero el que trajo la Tierra aquí trae gente además de viejas ciudades y edificios. Crea una dinámica.
—¿Por medio de la resurrección? —dije dubitativamente.
—No, más bien… en fin, mi padre era un cíbrido. Su personalidad residía en una matriz IA, su cuerpo era humano.
—Pero tú no eres un cíbrido.
Aenea negó con la cabeza.
—Sabes que no lo soy. —Me guió por la terraza. Debajo de nosotros, el arroyo se precipitaba por la pequeña cascada—. Tú tendrás tus tareas mientras yo… voy a la escuela.
—¿Por ejemplo?
—Además de explorar la Tierra y averiguar qué se proponen estas entidades, tendrás que partir antes que yo e ir a buscar nuestra nave.
—¿Nuestra nave? Quieres decir que debo viajar por teleyector para buscar la nave del cónsul.
—Sí.
—¿Y traerla aquí?
—Eso llevaría siglos —dijo Aenea—. Convendremos en encontrarnos en alguna parte de la vieja Red.
Me froté la mejilla, sentí la aspereza de la barba crecida.
—¿Algo más? ¿Alguna otra pequeña odisea de diez años para mantenerme ocupado?
—Sólo un viaje al Confín para ver a los éxters. Pero yo iré contigo en ese viaje.
—Bien. Espero que no nos aguarden más aventuras, pues ya no soy tan joven como antes.
Trataba de tomármelo en broma, pero Aenea me miraba con seriedad.
Me apoyó los dedos en la palma.
—No, Raul —dijo—. Esto es sólo el comienzo.
El comlog llamó.
—¿Qué? —barboté, preocupado por A. Bettik.
—Acabo de recibir coordenadas por la banda común —dijo el comlog con desconcierto.
—¿Transmisiones de audio o vídeo?
—Sólo coordenadas de viaje y altitudes de crucero óptimas. Es un plan de vuelo.
—¿Adónde?
—A un punto que está en este continente, tres mil kilómetros al sudoeste de nuestra posición actual —dijo la nave.
Miré a Aenea.
—¿Sabes algo de eso? —le pregunté.
—Algo, pero no estoy segura. Vayamos a sorprendernos.
Aún apoyaba su mano en la mía. No la solté mientras caminábamos por las hojas amarillas hacia la nave.