57

Tardamos más de dos horas en recorrer ese kilómetro y medio. Los cerros de lava eran muy escabrosos. Habría sido fácil romperse un tobillo en esas grietas y fisuras, aun sin llevar a A. Bettik sobre mi espalda. Estaba muy oscuro —ahora había nubes que tapaban las estrellas— y creo que no habríamos llegado si Aenea no hubiera encontrado la linterna láser en la hierba cuando empacábamos para irnos.

—¿Cómo demonios llegó allí? —dije.

Recordaba que había intentado disparar el láser contra los ojos de esa mujer y de repente había desaparecido. «Bien —pensé—, qué diablos». Había sido un día de misterios. Nos marchamos con un último misterio a nuestras espaldas: la silenciosa silueta del Alcaudón, inmóvil en el mismo sitio donde había reaparecido. No intentó seguirnos.

Con Aenea precediendo la marcha con la linterna, avanzamos por la negra roca y la blanda ceniza. Habríamos llegado en la mitad del tiempo si A. Bettik no hubiera requerido tratamiento constante.

El kit médico había agotado su modesta provisión de antibióticos, estimulantes, analgésicos, plasma y goteo intravenoso. A. Bettik estaba con vida gracias al kit, pero todavía requería atención. Había perdido demasiada sangre en el río; el torniquete lo había salvado, pero el cinturón no había estado suficientemente apretado como para detener la hemorragia. Le administrábamos respiración artificial cuando era necesario, para que la sangre siguiera llegando al cerebro, y nos deteníamos cuando las alarmas del kit protestaban. El comlog nos mantuvo comunicados con el cabo de Pax, y pensé que, aunque todo fuera un truco para capturar a Aenea, teníamos una inmensa deuda de gratitud con esos dos hombres. Mientras avanzábamos por la oscuridad, la linterna de Aenea alumbrando la lava negra y los esqueletos de los árboles muertos, temía que la mano cromada de esa mujer infernal surgiera de la roca y me cogiera el tobillo.

Encontramos la nave donde nos habían indicado. Aenea quiso subir por la escalerilla de metal, pero le cogí el pantalón raído y la obligué a bajar.

—No quiero que subas ahí, niña —le dije—. Dicen que no pueden operar por remoto, pero sólo contamos con la palabra de ellos. Si subes ahí y pueden elevarte, te habrán capturado.

Aenea se apoyó en la escalerilla. Nunca la había visto tan agotada.

—Confío en ellos —dijo.

—Sí, pero no pueden capturarte si no estás dentro. Quédate aquí mientras subo a A. Bettik y veo si hay un autocirujano.

Mientras subía por la escalerilla, tuve un pensamiento que me revolvió el estómago. ¿Y si la puerta de metal estaba cerrada y las llaves estaban en el bolsillo de aquella mujer?

Había un disco luminoso.

—Seis-nueve-nueve-dos —dijo el cabo Kee por el comlog.

Tecleé los números y la puerta de la cámara se abrió. El autocirujano estaba allí y se activó con un toque. Deposité a mi amigo azul en el recinto acolchado, procurando no golpearle el muñón; me aseguré de que los paños de diagnóstico y las fajas de presión estuvieran bien colocados y cerré la tapa. Tuve la sensación de estar cerrando un ataúd.

Las lecturas no eran prometedoras, pero el cirujano se puso a trabajar. Miré el monitor un instante, hasta que noté que mi mirada se enturbiaba y me estaba durmiendo de pie. Frotándome las mejillas, regresé a la cámara abierta.

—Puedes subirte a la escalerilla, pequeña. Si la nave intenta despegar, salta.

Aenea se subió a la escalerilla y apagó la linterna láser. El autocirujano y la consola irradiaban luz.

—¿Y entonces qué? —dijo Aenea—. Yo salto y la nave parte contigo y A. Bettik. ¿Qué hago entonces?

—Te diriges al próximo portal teleyector —dije.

—No te culpamos por ser suspicaz —dijo el comlog, con la voz del padre capitán De Soya.

Sentado en la escotilla abierta mientras la brisa susurraba entre las ramas partidas, pregunté:

—¿Por qué este cambio de parecer y de planes, padre capitán? Usted vino a capturar a Aenea.

Recordé la persecución en el sistema de Parvati, su orden de disparar contra nosotros en Vector Renacimiento.

En vez de responder, el capitán sacerdote respondió:

—Tengo tu alfombra voladora, Raul Endymion.

—¿Sí? —suspiré. Traté de recordar dónde la había visto por última vez. Volando hacia la plataforma, en Mare Infinitus—. Qué pequeño es el universo —dije como si no importara. En verdad, habría dado cualquier cosa por tener la alfombra voladora en ese momento. Aenea se aferró a la escalerilla y prestó atención. De cuando en cuando ambos echábamos una ojeada para asegurarnos de que el autocirujano seguía trabajando.

—Sí —dijo el padre capitán De Soya—, y he aprendido a comprender un poco cómo pensáis, amigos míos. Quizás un día comprendáis cómo pienso yo.

—Quizá —dije. Yo no lo sabía entonces, pero un día sería literalmente cierto.

Su voz se volvió seca.

—Creemos que la cabo Nemes anuló el autopiloto remoto con una cancelación, pero no intentaremos convencerles de ello. Siéntanse en libertad de usar la nave para continuar el viaje sin temor de que nosotros tratemos de capturar a Aenea.

—¿Y cómo lo sabremos? —dije.

Las quemaduras empezaban a doler. En cualquier momento encontraría la energía para revisar los armarios que había encima del autocirujano y averiguar si la nave tenía su propio kit médico. Sin duda lo tenía.

—Abandonaremos el sistema —dijo el padre capitán De Soya.

Miré hacia arriba.

—¿Cómo podemos estar seguros?

El comlog rió.

—Una nave que abandona el pozo de gravedad de un planeta usando potencia de fusión es bastante visible. Nuestro telescopio indica que en este momento hay poca nubosidad. Nos verán.

—Les veremos salir de órbita. ¿Cómo sabremos que han salido del sistema?

Aenea me cogió la muñeca y habló por el comlog.

—Padre, ¿adónde va?

Hubo un silencio.

—Regresamos a Pacem —dijo al fin De Soya—. Tenemos una de las tres naves más rápidas del universo, y mi amigo cabo y yo hemos pensado en dirigirnos a otra parte, pero a fin de cuentas ambos somos soldados. De la flota de Pax y del Ejército de Cristo. Regresaremos a Pacem y responderemos preguntas, nos enfrentaremos a lo que nos debamos enfrentar.

El Santo Oficio de la Inquisición había arrojado su fría sombra incluso en Hyperion. Tirité, y sólo por el frío viento que barría la pila de cenizas del Arbolmundo.

—Además —continuó De Soya—, tenemos aquí a un tercer camarada que no completó su resurrección. Debemos regresar a Pacem para brindarle atención médica.

Miré el zumbante autocirujano y —por primera vez en ese día interminable— creí que aquel sacerdote no era un enemigo.

—Padre De Soya —dijo Aenea, sin soltar mi muñeca—, ¿qué harán con usted? ¿Con todos ustedes?

De nuevo se oyó una risa en medio de la estática.

—Si tenemos suerte, nos ejecutarán y luego nos excomulgarán. En caso contrario, invertirán el orden de esos dos sucesos.

A Aenea no le hizo gracia.

—Padre capitán De Soya, cabo Kee, bajen y únanse a nosotros. Envíen la nave con su amigo, y reúnanse con nosotros para atravesar el próximo portal.

Esta vez el silencio se prolongó tanto que temí que la conexión se hubiera roto.

—Me siento tentado, mi joven amiga —murmuró al fin De Soya—. Algún día me encantaría viajar por teleyector, y, más aún, me encantaría conocerte. Pero somos fieles siervos de la Iglesia, querida, y nuestros deberes están claros. Es nuestra esperanza que la aberración que era el cabo Nemes fuera un error. Debemos regresar si deseamos saberlo.

De pronto hubo un estallido de luz. Salté de la cámara de presión, y ambos vimos la azulada cola de fusión atravesando las nubes desperdigadas.

—Además de eso —dijo la voz de De Soya, tensa bajo la carga gravitatoria—, no podemos bajar sin la nave de descenso. La criatura Nemes destruyó los trajes de combate, de modo que ni siquiera podemos hacer un intento desesperado.

Desde el borde de la cámara, miramos cómo se alargaba la brillante cola de fusión. Parecía haber pasado una vida desde que habíamos volado en nuestra propia nave. Un pensamiento me sacudió como un puñetazo en el estómago. Alcé el comlog.

—Padre capitán, ¿Nemes ha muerto? Es decir, la vimos enterrada en lava fundida… ¿pero podría salir de allí?

—No tengo ni idea —dijo el padre capitán De Soya—. Mi recomendación es que os vayáis de ahí cuanto antes. La nave de descenso es nuestro regalo de despedida. Dadle buen uso.

Miré el paisaje de lava negra. Cada vez que el viento susurraba en las ramas muertas o la ceniza, tenía la certeza de que esa mujer se aproximaba.

—Aenea —dijo el padre capitán.

—Sí, padre capitán.

—Dentro de un segundo cerraremos el haz angosto y nos perderemos de vista, pero quiero decirte algo.

—¿Qué, padre?

—Hija mía, si me ordenan que regrese para encontrarte… no para lastimarte, sino para encontrarte… bien, soy un obediente siervo de la Iglesia y un oficial de Pax.

—Entiendo, padre —dijo Aenea, fijando los ojos en la cola de fusión—. Adiós, padre. Adiós, cabo Kee. Gracias.

—Adiós, hija mía —dijo el padre capitán De Soya—. Dios te bendiga.

Ambos oímos el murmullo de una bendición. Luego el haz angosto se cortó y sólo hubo silencio.

—Ven adentro —le dije a Aenea—. Nos vamos. Ya.

Cerrar las puertas de la cámara fue una tarea simple.

Echamos un último vistazo al autocirujano. Todas las luces estaban amarillas pero estables. Nos amarramos a los divanes de aceleración. Había escudos para cubrir el parabrisas, pero estaban levantados y veíamos los oscuros campos de lava. Algunas estrellas eran visibles en el este.

—Bien —dije, mirando la miríada de interruptores, discos, placas, holoalmohadillas, monitores, pantallas, botones y trastos. Entre ambos había una consola baja y dos omnicontroladores con almohadillas dactilares. Vi media docena de lugares donde uno podía conectarse directamente—. Bien —repetí, mirando a la niña—, ¿alguna idea?

—¿Salimos y caminamos?

Suspiré.

—Podría ser el mejor plan, excepto por… —Señalé el autocirujano con el pulgar.

—Lo sé —dijo Aenea, hundiéndose en sus correas—. Era una broma.

Le toqué la mano. Como de costumbre, hubo una descarga eléctrica, una suerte de déjà vu físico. Apartando la mano, dije:

—Demonios, cuanto más avanzada es una tecnología, más sencilla debería ser. Esto parece algo salido de la cabina de un caza de combate del siglo dieciocho de Vieja Tierra.

—Está construido para profesionales —dijo Aenea—. Sólo necesitamos un piloto profesional.

—Tenéis uno —gorjeó el comlog, hablando con su propia voz.

—¿Sabes pilotar una nave? —dije con suspicacia.

—Esencialmente, soy una nave —replicó el comlog. El panel se abrió—. Por favor, conecta el enchufe rojo a cualquier puerto de interfaz rojo.

Lo conecté a la consola. El panel se activó, los monitores brillaron, los instrumentos chasquearon, los ventiladores zumbaron y el omnicontrolador tembló. Un monitor amarillo se encendió en el centro del salpicadero.

—¿Hacia dónde, M. Endymion, M. Aenea? —nos preguntó el comlog.

—Al próximo teleyector —dijo la niña—. El último teleyector.