Ha sido una tarde larga y aburrida para Nemes. Ha dormido unas horas, despertando cuando sintió la distorsión de desplazamiento, al activarse el portal quince kilómetros río arriba. Sube unos metros, se oculta detrás de unas rocas, espera el próximo acto.
El próximo acto es dramático. Ve los forcejeos en medio del río, el torpe rescate del hombre artificial —«hombre artificial menos brazo artificial», corrige— y luego, con cierto interés, la extraña aparición del Alcaudón. Sabía que el Alcaudón estaba en las inmediaciones, pues los temblores de desplazamiento que causa al atravesar el continuo no son tan diferentes de la apertura del portal. Incluso ha pasado a tiempo rápido para ver cómo el monstruo se mete en el río y asusta a los humanos. Eso le divierte. ¿Qué hace esa criatura obsoleta? ¿Impide que los humanos caigan en la trampa de las tijeretas o los arrea hacia ella como un buen perro pastor? Nemes sabe que la respuesta depende de qué poderes hayan enviado al monstruo en esta misión. Pero no tiene importancia. En el Núcleo se piensa que una iteración temprana de la IM creó y envió el Alcaudón hacia atrás en el tiempo. Se sabe que el Alcaudón ha fracasado y que será derrotado nuevamente en las futuras luchas entre la floreciente IM humana y el Dios Máquina. Fuera como fuese, el Alcaudón es un fracaso, una nota al pie en este viaje. Nemes sólo estudia a la criatura con la vaga esperanza de que resulte ser un adversario interesante.
Observando a los humanos exhaustos y al comatoso androide tendido en la hierba, se aburre de su pasividad. Metiéndose el saco de especímenes en el cinturón e insertándose en la muñeca la tarjeta de la trampa esfinge, baja por la roca.
El joven Raul está arrodillado, ajustando un láser de baja potencia. Nemes no puede contener una sonrisa.
—No usarás eso contra mí, ¿verdad?
El hombre no responde. Alza el láser. Si lo usa, en un intento de encandilarla, Nemes pasará a fase rápida y se lo meterá en el colon hasta el intestino, sin apagar el rayo.
Aenea la mira por primera vez. Nemes entiende por qué el Núcleo teme el potencial de esta joven humana. Elementos de acceso del Vacío Que Vincula titilan en torno de la niña como electricidad estática. También advierte que a la niña le faltan años para usar ese potencial. Tanto revuelo y alharaca han sido en vano. La niña humana no sólo es inmadura en el uso de poderes, sino que ignora para qué sirven.
Nemes temía que la niña planteara un problema en sus segundos finales, conectándose con una interfaz del Vacío y creando dificultades. Reconoce que su preocupación era un error. Extrañamente, esto la decepciona.
—No sé por qué, pero esperaba algo más interesante —dice, avanzando otro paso.
—¿Qué quieres? —pregunta el joven Raul, incorporándose. Nemes comprende que el joven está agotado después de rescatar a sus amigos.
—No quiero nada de ti. Ni de tu moribundo amigo azul. En cuanto a Aenea, sólo necesito unos segundos de conversación. —Nemes señala la arboleda donde ha colocado las minas—. ¿Por qué no te llevas a tu gólem hacia los árboles y esperas a que la niña se reúna contigo? Hablaremos en privado, y luego será tuya. —Avanza otro paso.
—No te acerques —dice Raul, alzando la linterna láser.
Nemes se cubre con las manos como si tuviera miedo.
—Oye, socio, no dispares —dice. Nemes no se preocuparía ni aunque el láser tuviera diez mil veces más amperaje.
—No te acerques —repite Raul, el pulgar en el gatillo. Apunta el láser de juguete a los ojos de Nemes.
—De acuerdo —dice Nemes. Retrocede un paso. Y cambia de fase, convirtiéndose en una reluciente figura de cromo.
—¡Raul! —exclama Aenea.
Nemes está aburrida. Pasa a tiempo rápido. El cuadro que ve frente a ella está congelado. Aenea abre la boca, todavía hablando, pero las vibraciones del aire no se mueven. El torrentoso río está petrificado, como en una fotografía tomada con una imposible velocidad de obturador. Gotas de espuma cuelgan en el aire. Otra gota cuelga a un milímetro de la barbilla de Raul.
Nemes se acerca y le arrebata el láser. Siente la tentación de obedecer su impulso inicial y luego pasar a tiempo lento para observar la reacción de todos, pero ve a Aenea por el rabillo del ojo —la niña aún aprieta los puños— y recuerda que tiene una tarea que cumplir antes de su diversión. Anula la capa mórfica de cambio de fase el tiempo suficiente para extraer el saco de especímenes del cinturón y luego cambia de nuevo. Camina hacia la niña acuclillada, sostiene el saco abierto como un cesto bajo la barbilla de la niña y endurece el canto de la mano derecha y el antebrazo en una hoja cortante.
Sonríe tras la máscara de cromo.
—Hasta pronto… pequeña —dice. Había escuchado la conversación de todos cuando el terceto estaba kilómetros río arriba.
Baja el filoso antebrazo en un arco mortífero.
—¿Qué diablos está ocurriendo? —grita el cabo Kee—. No veo.
—Silencio —ordena De Soya. Ambos escudriñan los monitores desde sus sillas de mando.
—Nemes se volvió… metálica —jadea Kee, reproduciendo el vídeo en una caja de inserción mientras observa la confusa escena—. Y luego desapareció.
—El radar no la muestra —dice De Soya, pulsando varias modalidades sensoras—. No hay infrarrojo… aunque la temperatura ambiente se ha elevado diez grados centígrados en la región inmediata. Mucha ionización.
—¿Tormenta local? —sugiere Kee, desconcertado. Antes de que De Soya pueda responder, Kee señala el monitor—. ¿Y ahora qué? La niña ha caído. Algo sucede con ese joven…
—Raul Endymion —dice De Soya, afinando la recepción de vídeo. El calor creciente y la turbulencia atmosférica borronean la imagen a pesar de los esfuerzos del ordenador para estabilizarla. Rafael está sólo doscientos ochenta kilómetros sobre el hipotético nivel del mar de Bosquecillo de Dios, demasiado bajo para una órbita geosincrónica, pero tan bajo como para que la nave tema que la expansión de la atmósfera se sume al calentamiento molecular que la nave encuentra.
El padre capitán De Soya ha visto suficiente como para tomar una decisión.
—Desvía toda energía de las funciones de la nave y reduce el soporte vital a niveles mínimos —ordena—. Lleva el núcleo de fusión a ciento quince por ciento y elimina los campos de deflexión delanteros. Cambia la energía a uso táctico.
—No sería aconsejable… —dice la nave.
—Anula respuestas por voz y protocolos de seguridad —ruge De Soya—. Código delta-nueve-nueve-dos-cero. Prioridad disco papal, ya. Confirmación de lectura.
Columnas de datos llenan los monitores encima de la imagen fluctuante del suelo.
Kee mira boquiabierto.
—Santo Jesús —susurra el cabo—. Por Dios.
—Sí —susurra De Soya, mientras la potencia de todos los sistemas cae por debajo de las líneas rojas, excepto en monitoreo visual y espacio táctico.
En la superficie comienzan las explosiones.
A estas alturas tuve tiempo suficiente para tener un eco retinal de la mujer convertida en un borrón plateado. Parpadeé, y la linterna láser se me escurrió entre los dedos. El aire se estaba recalentando. A ambos lados de Aenea el aire se enturbió y apareció una turbulenta figura de cromo —seis brazos, cuatro piernas, filos giratorios— y yo salté hacia la niña, sabiendo que no podría llegar a tiempo, pero —asombrosamente— llegando a tiempo para apartarla del estallido de aire caliente y movimiento borroso.
La alarma del kit médico chirrió como uñas en una pizarra. Estábamos perdiendo a A. Bettik. Cubrí a Aenea con el cuerpo y la arrastré hacia A. Bettik. Entonces comenzaron las explosiones en los bosques.
Nemes mueve el brazo, pensando que no sentirá nada cuando el canto rebane músculos y vértebras, y se sorprende del violento contacto. Mira hacia abajo. Dos manos cortantes como escalpelos detienen su mano en fase. La mole del Alcaudón se aproxima, el filoso torso casi sobre el rostro de la niña petrificada. Los rojos ojos de la criatura relucen.
Nemes se sobresalta y se irrita, pero no se alarma. Aparta la mano y salta hacia atrás.
El cuadro es tal como un segundo antes: el río congelado, la mano vacía de Raul Endymion tendida como si apretara el gatillo del láser, el androide agonizando en el suelo. Sólo que ahora la mole del Alcaudón arroja su sombra sobre la niña.
Nemes sonríe tras su máscara de cromo. Se había concentrado en el cuello de la niña y no había reparado en esa torpe criatura que se le aproximaba en tiempo rápido. No cometerá de nuevo ese error.
—¿La quieres? —dice—. ¿También te han enviado a matarla? Adelante… siempre que me des la cabeza.
El Alcaudón echa los brazos hacia atrás y se adelanta. Sus espinos pasan a menos de un centímetro de los ojos de Aenea. Separando las piernas, el Alcaudón se planta entre Nemes y Aenea.
—Ah —dice Nemes—, no la quieres. Entonces la recobraré.
Nemes se mueve a más velocidad que en tiempo rápido, una finta a la izquierda, un círculo a la derecha, una agachada. Si el espacio que la rodea no estuviera distorsionado por el desplazamiento, varias explosiones habrían arrasado todo en kilómetros a la redonda.
El Alcaudón frena el golpe, saltan chispas del cromo, el relámpago se descarga en tierra. La criatura apuñala el aire donde Nemes estaba un nanosegundo antes. Ella se acerca por detrás, lanzando un puntapié que arrancará el corazón de la niña por el pecho.
El Alcaudón desvía el puntapié y tumba a Nemes. La silueta cromada de la mujer vuela treinta metros hacia los árboles, derribando ramas y troncos que quedan colgando en el aire. El Alcaudón la persigue en tiempo rápido.
Nemes choca contra una roca y queda hundida cinco centímetros en la piedra. Detecta que el Alcaudón pasa a tiempo lento mientras vuela hacia ella, e imita el desplazamiento. Los árboles crujen, se parten y estallan en llamas. Las minas no detectan palpitaciones ni respiración, pero sienten una presión y saltan hacia ella. Cientos estallan en una reacción en cadena que impulsa a Nemes hacia el Alcaudón como si ambos fueran mitades de una vieja bomba de implosión de uranio.
El Alcaudón tiene una larga hoja curva en el pecho. Nemes conoce todas las historias acerca de las víctimas que la criatura ha empalado y arrastrado para clavarlas en los largos espinos de su Árbol del Dolor. No le impresiona. Mientras los dos son arrastrados por las explosiones, el campo de desplazamiento de Nemes curva la espina del pecho del Alcaudón sobre sí misma. La criatura abre sus mandíbulas y ruge en ultrasónico. Nemes le hunde un puntiagudo antebrazo en el cuello y lo empuja quince metros hacia el río.
Ignora al Alcaudón y se vuelve hacia Aenea y los demás. Raul se ha arrojado sobre la niña. «Conmovedor», piensa Nemes, y pasa a tiempo rápido, congelando aun las ondeantes nubes de llamas anaranjadas que se propagan desde donde ella se yergue, en el corazón de la explosión.
Atraviesa la pared semisólida de la onda de choque y echa a correr hacia la niña y su amigo. Los decapitará a ambos, guardando la cabeza del joven como recuerdo una vez que entregue la de la niña.
Nemes está a un metro de esa mocosa cuando el Alcaudón emerge de la nube de humo que es el río y ataca por la izquierda, desviando la estocada. Nemes y el Alcaudón ruedan alejándose del río, girando sobre césped y piedra y partiendo árboles hasta estrellarse contra otra pared de roca. El caparazón del Alcaudón chispea mientras la bestia abre las mandíbulas para cerrarlas sobre la garganta de Nemes.
—¿Bromeas? —jadea ella. Ser masticada por un obsoleto viajero del tiempo no figura en sus planes de hoy. Nemes transforma su mano en navaja y la hunde en el tórax del Alcaudón mientras las filas de dientes arrancan chispas a su garganta protegida. Nemes sonríe al sentir que los cuatro dedos de su mano penetran en el blindaje. Coge un puñado de entrañas y tironea, esperando arrancar los repugnantes órganos que mantienen con vida a la bestia, pero sólo extrae un puñado de tendones filosos y astillas de caparazón. Pero el Alcaudón se tambalea, agitando los cuatro brazos como guadañas. Las macizas mandíbulas aún se mueven como si la criatura no pudiera creer que no está masticando trozos de su víctima.
—¡Vamos! —dice Nemes, acercándose a la cosa—. ¡Vamos!
Quiere destruirla. Tiene la sangre caliente, como dirían los humanos, pero todavía conserva suficiente calma como para saber que éste no es su propósito. Sólo tiene que distraer o incapacitar a la bestia hasta que pueda decapitar a la niña humana. Luego el Alcaudón perderá importancia. Tal vez Nemes y su especie lo conserven en un museo para cazarlo cuando estén aburridos.
—Vamos —insiste, avanzando otro paso.
La criatura está lastimada y sale de tiempo rápido sin bajar los campos de desplazamiento que la rodean. Nemes podría haberla destruido, salvo por el campo de desplazamiento; si Nemes se aleja ahora, el Alcaudón puede volver a tiempo rápido a sus espaldas. Nemes pasa a tiempo lento, complacida de conservar la energía.
—Cielos —grité, aún echado sobre Aenea. Ella miraba desde el círculo protector de mi brazo.
Todo sucedía al mismo tiempo. La alarma del kit de A. Bettik chirriaba, el aire estaba caliente como un horno de fundición, el bosque estallaba en llamas y ruido, las astillas de los árboles que el vapor súper caliente hacía estallar llenaban el aire. El río hizo erupción en un géiser de vapor, y de pronto el Alcaudón y una silueta humana cromada se lanzaban tajos a tres metros de nosotros.
Aenea ignoró el jaleo y abandonó el refugio de mi cuerpo arrastrándose hacia A. Bettik por el suelo lodoso. La seguí, observando los borrones cromados que se atacaban y chocaban. La electricidad estática brotaba de ambas formas, saltando a las rocas y al suelo roturado.
—¡Respiración artificial! —exclamó la niña, y empezó a administrársela a A. Bettik. Salté al otro lado y leí las indicaciones del kit. El androide no respiraba. Su corazón se había detenido medio minuto antes. Demasiada pérdida de sangre.
Una mancha plateada y puntiaguda se lanzó hacia la espalda de Aenea. Intenté alejar a la niña, pero antes de que yo pudiera tocarla otra forma metálica interceptó a la primera y el aire estalló con el chirrido de metal contra metal.
—¡Déjame a mí! —le grité a Aenea, apartándola del androide, tratando de mantenerla detrás de mí mientras intentaba resucitarlo. Las luces del kit médico indicaron que la sangre volvía al cerebro de A. Bettik. Sus pulmones recibían y expulsaban aire, aunque no sin nuestra ayuda. Continué el movimiento, mirando por encima del hombro mientras las dos siluetas chocaban, rodaban y se estrellaban a gran velocidad. El aire apestaba a ozono. Los rescoldos del bosque en llamas formaban remolinos y las nubes de vapor formaban volutas susurrantes.
—El año próximo —gritó Aenea por encima del estrépito— iremos de vacaciones a otra parte.
Erguí la cabeza, pensando que se había vuelto loca. Ojos desorbitados pero no desquiciados, fue mi diagnóstico. La alarma del kit chilló, y continué con la respiración.
Una implosión estalló a nuestras espaldas, muy audible por encima del crepitar de las llamas, el siseo del vapor y el choque de las superficies metálicas. Miré por encima del hombro, sin dejar de atender a A. Bettik.
Una sola silueta de cromo se erguía en el aire chispeante. La superficie metálica onduló y desapareció. Allí estaba la mujer de la roca. No tenía el cabello desordenado ni mostraba signos de fatiga.
—Bien —dijo—, ¿dónde estábamos?
Se aproximó sin prisa.
En esos últimos segundos de la batalla no resultó fácil insertar la trampa esfinge. Nemes está usando todas sus energías para desviar las chirriantes hojas del Alcaudón. Es como luchar contra aspas giratorias. Nemes ha estado en mundos donde usaban aeronaves con propulsión de hélice. Dos siglos antes mató al cónsul de la Hegemonía en uno de esos mundos.
Ahora desvía esos brazos arremolinados sin apartar la vista de esos ojos relucientes. «Tu tiempo ha pasado», piensa mirando al Alcaudón, mientras los brazos y piernas de ambos chocan como guadañas invisibles dentro del campo de desplazamiento. Atravesando el campo menos focalizado de la criatura, coge una articulación del brazo superior y arranca espinas y hojas. El brazo cae, pero cinco escalpelos de la mano inferior le penetran el abdomen, tratando de destriparla a través del campo.
—No tan rápido —dice ella, haciendo trastabillar a la criatura.
El Alcaudón se tambalea, y en ese instante de vulnerabilidad ella saca la tarjeta esfinge de su muñeca, se la inserta en la palma de la mano —una pausa de cinco nanosegundos en su campo de desplazamiento— y la apoya en un pincho del cuello del Alcaudón.
—Eso es todo —grita Nemes saltando hacia atrás, pasando a tiempo rápido para impedir que el Alcaudón se saque la tarjeta, y pensando en un círculo rojo para activarla.
Retrocede aún más mientras el campo hiperentrópico se activa con un zumbido y envía al monstruo cinco minutos hacia el futuro. No podrá regresar mientras exista el campo. Rhadamanth Nemes sale de tiempo rápido y desactiva el campo. La brisa —recalentada y cubierta de brasas— le resulta deliciosamente refrescante.
—Bien —dice, disfrutando de la expresión de esos dos pares de ojos humanos—, ¿dónde estábamos?
—¡Hágalo! —grita el cabo Kee.
—No puedo —dice De Soya desde los controles. Apoya el dedo en el omnicontrol táctico—. Agua. Explosión de vapor. Los mataría a todos.
Los tableros del Rafael muestran que ha desviado cada erg de energía, pero no sirve de nada.
Kee se acomoda el micrófono, pone la sintonía en todos los canales y transmite en haz angosto, asegurándose de que la retícula apunte hacia el hombre y la niña, no hacia la mujer.
—No servirá de nada —dice De Soya. Nunca ha sentido tanta frustración.
—Rocas —grita Kee por el micrófono—. ¡Rocas!
Yo estaba de pie, con Aenea a mis espaldas, lamentando no tener la pistola, el láser, nada, mientras la mujer se acercaba. El rifle de plasma todavía estaba en el saco hermético cerca de la orilla. Sólo tenía que saltar, abrir el saco, quitar el seguro, abrir la culata plegable, apuntar y disparar. No creía que esa mujer sonriente me diera tiempo. Tampoco creía que Aenea estuviera viva cuando yo atinara a disparar.
En ese momento el estúpido comlog comenzó a vibrar contra mi piel como uno de esos antiguos relojes de alarma sin sonido. Lo ignoré. El comlog me clavó agujas diminutas en la muñeca. Me acerqué ese tonto objeto a la oreja.
—A las rocas —me susurró—. Coge a la muchacha y corre a las rocas de lava.
Nada tenía sentido. Miré a A. Bettik, los indicadores que pasaban de verde a amarillo, y empecé a retroceder, interponiéndome entre la mujer y Aenea.
—Vaya, vaya —dijo la mujer—. Eso no está bien. Aenea, si vienes aquí, tu amiguito sobrevivirá. Tu falso hombre azul también puede vivir, si tu amigo logra salvarlo.
Eché un vistazo a Aenea, temiendo que aceptara el ofrecimiento. Ella me aferró el brazo. Sus ojos mostraban una terrible intensidad, pero no temor.
—Todo saldrá bien, pequeña —le susurré, siempre moviéndome hacia la izquierda. A nuestras espaldas estaba el río. Cinco metros a la izquierda comenzaban las rocas de lava.
La mujer se movió a la derecha, cerrándonos el paso.
—Esto se está demorando demasiado —murmuró—. Sólo me quedan cuatro minutos. Mucho, mucho tiempo. Una eternidad.
—Vamos. —Cogí la muñeca de Aenea y corrí hacia las rocas. No tenía ningún plan. Sólo tenía esas palabras descabelladas dichas en una voz que no era la del comlog.
No llegamos a las rocas de lava. Hubo un estallido de aire caliente y la silueta cromada de la mujer apareció ante nosotros, de pie en la roca negra.
—Adiós, Raul Endymion —dijo la máscara de cromo, alzando el brazo de metal titilante.
El borbotón de calor me quemó las cejas y la camisa. La niña y yo caímos hacia atrás. Chocamos contra el suelo y echamos a rodar, alejándonos del insoportable calor. Aenea tenía el cabello chamuscado, y se lo froté para que no se encendiera.
El kit de A. Bettik seguía protestando, pero el rugido del aire supercalentado ahogaba el ruido. Vi que la manga de mi camisa humeaba, y me la arranqué antes de que se encendiera. Aenea y yo dimos la espalda al calor y nos alejamos a rastras. Era como estar en el borde de un volcán.
Cogimos a A. Bettik, lo llevamos a la orilla, nos zambullimos en la corriente humeante. Procuré mantener la cabeza del inconsciente androide encima del agua mientras procurábamos que la corriente no nos arrastrase. Por encima de la superficie el aire era respirable.
Sintiendo las ampollas que se formaban en mi frente, sin saber aún que me faltaban las cejas y mechones de cabello, erguí la cabeza para mirar.
La silueta de cromo estaba en el centro de un círculo de luz anaranjada que se extendía hasta el cielo y desaparecía en un punto infinito, a cientos de kilómetros de altura. El haz de energía sólida rasgaba la atmósfera haciendo ondear el aire.
La metálica silueta trató de venir hacia nosotros, pero el rayo de alta energía ejercía demasiada presión. Aun así resistía, y el campo de cromo se puso rojo, verde, blanco. Pero resistía, alzando el puño hacia el cielo. Bajo sus pies la roca de lava hirvió, se enrojeció, se derritió. Hilillos de lava cayeron en el río a diez metros de nosotros, y las nubes de vapor se elevaron con un estruendoso zumbido. Admito que en ese momento pensé, por primera vez en mi vida, en volverme religioso.
La figura cromada pareció vislumbrar el peligro segundos antes de que fuera demasiado tarde. Desapareció, reapareció como un borrón —alzando el puño hacia el cielo—, desapareció, reapareció por última vez y se hundió en la lava que instantes antes era roca sólida.
El rayo continuó un minuto más. Yo ya no podía mirarlo directamente, y el calor me estaba quemando la piel de las mejillas. Apreté la cara contra el fresco lodo y retuve a A. Bettik y la niña contra la orilla mientras la corriente trataba de arrastrarnos hacia el vapor, la lava y los microfilamentos.
Miré por última vez, vi que el puño cromado se hundía bajo la superficie de lava, y al fin el campo pareció partirse en colores y se apagó. La lava empezó a enfriarse de inmediato. Cuando saqué a Aenea y A. Bettik del agua e iniciamos de nuevo la respiración artificial, la roca se estaba solidificando y sólo quedaban unos riachos líquidos. Copos de roca fría flotaban en el aire caliente, sumándose a las brasas del incendio forestal que aún aullaba a nuestras espaldas. La mujer de cromo no estaba a la vista.
Asombrosamente, el kit médico aún funcionaba. Las luces pasaron de rojo a amarillo cuando hicimos circular la sangre de A. Bettik hasta el cerebro y las extremidades y le insuflamos vida. La manga del torniquete estaba ceñida. Cuando pareció estabilizarse, miré a la niña.
—¿Y ahora qué? —dije.
Oímos una implosión de aire a nuestras espaldas, y al volverme vi que el Alcaudón regresaba con un relampagueo.
—Santo cielo —mascullé.
Aenea sacudió la cabeza. Vi las ampollas que el calor le había hecho en los labios y la frente. Tenía el cabello chamuscado, y su camisa era un trapo hollinoso. Aparte de eso, parecía estar bien.
—No —dijo—, no temas.
Yo me había puesto de pie para buscar el rifle de plasma en el saco impermeable. Era inútil. Estaba demasiado cerca del haz de energía. La cubierta del gatillo estaba derretida y los elementos plásticos de la culata se habían fusionado con el cañón de metal. Era un milagro que los cartuchos de plasma no hubieran estallado, vaporizándonos. Solté el saco y enfrenté al Alcaudón apretando los puños. «Que me liquide de una vez, maldición».
—No temas —repitió Aenea—, no hará nada. Todo está bien.
Nos agazapamos junto a A. Bettik. El androide movió las pestañas.
—¿Me perdí algo? —jadeó.
No nos reímos. Aenea tocó la mejilla del hombre azul y me miró. El Alcaudón se quedó donde había aparecido mientras las brasas flotaban junto a sus ojos rojos y el hollín se asentaba sobre su caparazón.
A. Bettik cerró los ojos, los indicadores parpadearon.
—Debemos ayudarlo —le susurré a Aenea—. De lo contrario lo perderemos.
Ella asintió. Pensé que me había respondido algo, pero no era su voz la que hablaba.
Alcé el brazo izquierdo, ignorando la camisa harapienta y las cuñas rojas. Todo el vello de mi brazo estaba quemado.
Ambos escuchamos. El comlog hablaba con una voz conocida.