52

Esperaba que el Alcaudón se hubiera ido cuando llegamos a la calle costera de Mashhad, poco antes del alba de ese último y ominoso día. No se había ido.

Nos paramos en seco al ver esa escultura de cromo de tres metros de altura en nuestra balsa. Estaba en la misma posición que yo la había visto la noche anterior. Entonces yo había retrocedido cautelosamente, apuntando con el rifle. Ahora me aproximé cautelosamente, alzando el rifle.

—Calma —dijo Aenea, apoyándome la mano en el brazo.

—¿Qué diantres quiere? —dije, quitando el seguro del rifle. Metí un cartucho de plasma en la recámara.

—No lo sé —dijo Aenea—. Pero tu arma no lo lastimará.

Me relamí los labios y miré a la niña. Quería decirle que un rayo de plasma lastimaría cualquier cosa que no estuviera envuelta en veinte centímetros de blindaje de impacto de tiempos de la Red. Aenea estaba pálida y tensa. Tenía ojeras. No dijo nada.

—Bien —dije, bajando el rifle—, no podemos abordar la balsa mientras esa cosa esté allí.

Aenea me estrujó el brazo y lo soltó.

—Tenemos que hacerlo.

Echó a andar hacia el muelle de hormigón.

Miré a A. Bettik, a quien la idea parecía gustarle tan poco como a mí. Ambos echamos a trotar para alcanzar a la niña.

De cerca el Alcaudón era aún más aterrador que visto a distancia. Antes usé la palabra escultura, y la criatura tenía ese aire, si podemos imaginar una escultura hecha de pinchos de cromo, alambre cortante, hojas, espinas y un liso caparazón de metal. Era enorme, más de un metro más alta que yo, y yo no soy bajo. Su forma era complicada: piernas macizas con articulaciones envueltas en bandas tachonadas de espinas; un pie chato con hojas curvas en vez de dedos y una hoja con forma de cuchara en el talón, que podía ser un utensilio perfecto para destripar; un complejo caparazón de cromo liso entrecruzado por bandas de alambre filoso. Tenía un par de brazos largos y un par de brazos más cortos debajo; cuatro manazas filosas colgaban a los costados.

En el cráneo liso y alargado, una mandíbula de excavadora presentaba una hilera tras otra de dientes de metal. En la frente tenía una hoja curva, y otra en el cráneo blindado. Los ojos eran grandes, profundos y rojos.

—¿Quieres abordar la balsa con esa cosa? —le susurré a Aenea cuando estábamos a cuatro metros. El Alcaudón no había vuelto la cabeza para mirarnos, y sus ojos parecían muertos como reflectores, pero el impulso de alejarme de él y echar a correr era muy fuerte.

—Tenemos que abordar la balsa —susurró la niña—. Tenemos que salir de aquí hoy. Hoy es el último día.

Sin apartar los ojos del monstruo, eché una ojeada al cielo y los edificios. Con la frenética tormenta de polvo de la noche anterior, cualquiera hubiera esperado que el cielo estuviera más rosado, con más arena en el aire. Aún aleteaban nubes rojizas en la última brisa del desierto, pero el cielo estaba más azul que el día anterior. La luz del sol rozaba la parte superior de los edificios más altos.

—Quizá podamos encontrar un VEM que funcione y viajar cómodamente —susurré—. Algo que no tenga ese adorno en el capó. —Ni siquiera a mí me causó gracia esta broma, pero requirió todas las agallas que tenía.

—Vamos —respondió Aenea.

Bajamos por la escalerilla de hierro del muelle y subimos a la maltrecha balsa. Me apresuré a acompañarla, siempre apuntando el rifle hacia esa pesadilla de cromo mientras con la otra mano aferraba la escalerilla. A. Bettik nos siguió sin decir palabra.

No había advertido cuán maltrecha estaba la balsa.

Los troncos acortados estaban astillados en varios sitios, el agua llegaba hasta el tercero de proa y lamía los enormes pies del Alcaudón, y la roja arena de la tormenta llenaba la tienda. El soporte del timón parecía a punto de descalabrarse en cualquier momento, y el equipo que habíamos dejado a bordo tenía un aire de abandono. Guardamos las mochilas en la tienda y nos pusimos de pie titubeando, mirando la espalda del Alcaudón y esperando un movimiento: tres ratones que se habían subido al felpudo donde dormía el gato.

El Alcaudón no se volvió. La espalda era tan poco tranquilizadora como el frente, salvo que no veíamos los ojos rojos y opacos.

Aenea suspiró y caminó hacia el monstruo. Alzó una mano, pero no tocó ese hombro filoso.

—Está bien. Vámonos —nos dijo.

—¿Cómo puede estar bien? —rezongué en un susurro. No sé por qué susurraba, pero por algún motivo era imposible hablar normalmente cerca de esa cosa.

—Si hoy fuera a matarnos, ya estaríamos muertos —afirmó la niña. Fue a babor, el rostro pálido y los hombros flojos, y cogió una pértiga—. Corta las amarras, por favor —le pidió a A. Bettik—. Tenemos que irnos.

El androide no tembló cuando se aproximó al Alcaudón para desatar la soga de proa y enrollarla. Yo desaté la soga de popa con una mano, sosteniendo el rifle con la otra. La balsa se hundía un poco más con esa maciza criatura en el frente, y el agua llegaba casi hasta la tienda. Varios troncos del frente y de babor estaban flojos.

—Tenemos que reparar la balsa —dije, cogiendo el timón y dejando el rifle.

—No en este mundo —replicó Aenea, moviendo la pértiga para llevarnos hacia la corriente central—. Después de cruzar el portal.

—¿Sabes adónde vamos?

La niña negó con la cabeza. Tenía el cabello opaco esa mañana.

—Sólo sé que hoy es el último día.

Lo había dicho unos minutos antes, y yo había sentido la misma alarma que sentí ahora.

—¿Estás segura?

—Sí.

—Pero no sabemos adónde vamos.

—No. No exactamente.

—¿Qué sabes? Quiero decir…

Ella sonrió tímidamente.

—Sé qué quieres decir, Raul. Sé que si sobrevivimos a las próximas horas, buscaremos el edificio que he visto en sueños.

—¿Qué aspecto tiene?

Aenea abrió la boca para hablar pero se apoyó contra la pértiga un momento. Nos desplazábamos rápidamente por el centro del río. Los altos edificios céntricos dieron paso a pequeños parques y veredas en ambas márgenes.

—Conoceré el edificio cuando lo vea. —Dejó la pértiga y se me acercó. Me agaché para oír sus susurros—. Raul, si yo no sobrevivo y tú sí, regresa a casa para hablarle al tío Martin de lo que dije. De los leones, los tigres y los osos, y de lo que el Núcleo se trae entre manos.

Le aferré el delgado hombro.

—No hables así. Todos sobreviviremos. Tú se lo contarás a Martin cuando le veamos.

Aenea asintió sin convicción y volvió junto a la pértiga. El Alcaudón seguía mirando hacia delante. El agua le lamía los pies y la luz de la mañana centelleaba sobre sus espinas y sus filosas superficies.

Pensaba que nos internaríamos en el desierto después de la ciudad de Mashhad, pero una vez más mis expectativas fueron erradas. Los parques y veredas estaban más cubiertos de vegetación: siempreazules, árboles de hojas caducas de Vieja Tierra y una proliferación de palmeras amarillas y verdes. Pronto los edificios de la ciudad quedaron atrás y el ancho y recto río atravesó un poblado bosque. Aún era temprano, pero el calor del sol era agobiante. El timón no era necesario en la corriente central. Lo trabé, me quité la camisa, la plegué encima de mi mochila y reemplacé a la exhausta Aenea en su puesto. Ella me miró con sus ojos oscuros pero no se opuso.

A. Bettik había desarmado la microtienda y la había sacudido para quitarle la arena. Se sentó junto a mí mientras la corriente nos impulsaba por una ancha curva, hacia un bosque tropical aún más tupido. Usaba la camisa abombada y los cortos y raídos pantalones amarillos que le había visto en Hebrón y Mare Infinitus. Tenía el sombrero de paja a sus pies. Asombrosamente, se fue al frente de la balsa para sentarse junto al inmóvil Alcaudón mientras nos internábamos en la jungla.

—Esto no puede ser nativo —dije, enderezando la balsa mientras la corriente la empujaba de costado—. En este desierto no hay precipitaciones suficientes para mantener todo esto.

—Creo que era un gran jardín plantado por los peregrinos religiosos chiítas, M. Endymion —dijo A. Bettik—. Escuche.

Escuché. El bosque hervía con el susurro de las aves y el viento. Por debajo de esos ruidos se oía el siseo de los sistemas de riego.

—Es increíble que usaran esa preciosa agua para mantener este ecosistema —comenté—. Debe de tener kilómetros.

—El paraíso —dijo Aenea.

—¿Cómo dices?

—Muchos musulmanes eran gentes del desierto en Vieja Tierra. El agua y el verdor eran su idea del paraíso. Mashhad era un centro religioso. Tal vez esto estuviera destinado a dar a los fieles una vislumbre de lo que sucedería si obedecían las enseñanzas que Alá dejó en el Corán.

—Un costoso preestreno —comenté, arrastrando la pértiga mientras virábamos de nuevo a la izquierda y el río se ensanchaba—. Me pregunto qué habrá sucedido con la gente.

—Pax —dijo Aenea.

—¿Qué? Estos mundos… Hebrón, Qom-Riyadh… estaban bajo control éxter cuando desapareció la población.

—Eso dice Pax.

Pensé en ello.

—¿Qué tienen en común ambos mundos, Raul?

No tardé mucho en responder.

—Ambos se negaban a convertirse al cristianismo. Ambos se negaban a aceptar la cruz. Judíos y musulmanes.

Aenea no dijo nada.

—Es una idea escalofriante —comenté. Me dolía el estómago—. La Iglesia puede errar en sus criterios, Pax puede ser arrogante con su poder, pero… —Me enjugué el sudor de los ojos—. Por Dios… ¿Genocidio?

Aenea se volvió hacia mí.

Detrás de ella las filosas piernas del Alcaudón reflejaron la luz.

—No lo sabemos —murmuró—. Pero hay elementos de la Iglesia y de Pax que estarían dispuestos a hacerlo, Raul. Recuerda que el Vaticano necesita al Núcleo para conservar el control de la resurrección y, por medio de éste, el control de los pobladores de todos los mundos.

Sacudí la cabeza.

—¿Genocidio? No puedo creerlo. —Ese concepto pertenecía a las leyendas de Horace Glennon-Height y Adolf Hitler, no a las personas e instituciones que yo había visto en mi vida.

—Está sucediendo algo espantoso —dijo Aenea—. Ése debe de ser el motivo por el cual nos llevaron por este camino… Hebrón y Qom-Riyadh.

—Lo has dicho antes —respondí, empujando la pértiga—. Nos llevaron. Pero no el Núcleo. ¿Entonces quién? —Miré la espalda del Alcaudón. Sudaba a mares en el calor del día. La acechante criatura era todo filo y espinas.

—No lo sé —dijo Aenea. Dio media vuelta y se apoyó los brazos en las rodillas—. Allá está el teleyector.

El oxidado portal, cubierto de lianas, se elevaba sobre la exuberante jungla. Si esto aún era el paradisíaco parque de Qom-Riyadh, se había descontrolado. Sobre la techumbre verde, el viento empujaba nubes de polvo rojo en el cielo azul. Enfilé al centro del río, dejé la pértiga y fui a buscar el rifle. Se me hacía un nudo en el estómago con sólo pensar en el genocidio. El nudo se cerró aún más cuando pensé en cavernas de hielo, cascadas, mundos oceánicos y el despertar del Alcaudón.

—Aferraos —advertí innecesariamente cuando pasamos bajo el arco de metal.

El paisaje se diluyó como si nos rodeara una vaharada de calor. De repente la luz cambió, la gravedad cambió, nuestro mundo cambió.