Dada la velocidad relativamente baja del Rafael en el punto de traslación del sistema de Sol Draconi, debe reducir menos la velocidad cuando entra en el espacio de Bosquecillo de Dios. La desaceleración es moderada —nunca supera las veinticinco gravedades— y dura sólo tres horas. Rhadamanth Nemes aguarda en su nicho de resurrección.
Cuando la nave entra en órbita, Nemes abre la puerta del ataúd y se dirige al cubículo para vestirse. Antes de salir del módulo de mando para entrar en el tubo de la nave de descenso, chequea los monitores y establece contacto directo con el nivel operativo de la nave. Los otros tres nichos funcionan normalmente, programados para el período de resurrección de tres días. Cuando De Soya y sus hombres hayan despertado, esta cuestión estará zanjada. Usando el microfilamento para comunicarse con el ordenador principal, instala las mismas directivas de programación y anulación de registros que usó en el sistema de Sol Draconi. La nave recibe el programa de giro de la nave de descenso y se dispone a olvidarlo.
Antes de entrar en el tubo, Nemes teclea la combinación de su armario. Además de mudas de ropa y enseres personales falsos —holos de «familiares» y «cartas» de su ficticio hermano—, lo único que hay dentro es un cinturón con morrales. Alguien que examinara esos morrales sólo encontraría un ordenador jugador de naipes, como los que se compran en cualquier tienda por ocho o diez florines, un rollo de hilo, tres frascos de píldoras y un paquete de tampones. Se pone el cinturón y se dirige a la nave de descenso.
Aun desde una órbita de treinta mil kilómetros, Bosquecillo de Dios —las partes que son visibles a través de las gruesas capas de nubes— se revela como el mundo lacerado que es. En vez de estar dividido en continentes y océanos, el planeta ha evolucionado tectónicamente como una sola masa terrestre con miles de «lagos» de agua salada en medio del paisaje, como zarpazos en una verde mesa de billar. Además de los lagos y el sinfín de lagunas que ocupan las grietas de las verdes masas terrestres, ahora hay miles de raspones pardos, vestigios del bombardeo que los éxters —según creen los humanos— lanzaron contra esa apacible tierra hace casi tres siglos.
Mientras la nave atraviesa la capa de ionización, penetrando en la sólida atmósfera con un triple estruendo, Nemes mira el paisaje que se extiende bajo las masas nubosas. La mayor parte de los bosques de pinos y secuoyas de doscientos metros de altura que habían atraído a la Hermandad del Muir ha desaparecido, abrasada en un incendio forestal planetario que luego provocó un invierno nuclear. Grandes segmentos de los hemisferios norte y sur aún emiten un resplandor blanco, por la nevisca y la radiación, que sólo ahora comienza a atenuarse, a medida que la capa de nubes retrocede desde una franja de mil kilómetros a cada lado del ecuador. Nemes se dirige a esa zona ecuatorial en recuperación.
Tomando el control manual de la nave, Nemes inserta el filamento. Examina los mapas planetarios que ha copiado de la biblioteca principal del Rafael. Allí está. El río Tetis recorría antaño ciento sesenta kilómetros de oeste a este, rodeando las raíces del Arbolmundo de Bosquecillo de Dios y pasando frente al Museo Muir. La mayor parte de la excursión del Tetis seguía un gigantesco arco semicircular. El río serpentea en torno de una pequeña muesca en la circunferencia norte del Arbolmundo. Los templarios se consideraban la conciencia ecológica de la Hegemonía, y siempre interponían su indeseada opinión en todo proyecto de terraformación de la Red o del Confín. El Arbolmundo era el símbolo de su arrogancia. A decir verdad, ese árbol era único en el universo conocido: con un tronco de ochenta kilómetros de diámetro y ramas de quinientos kilómetros de diámetro, similares a la base del legendario Olympus Mons de Marte, ese organismo viviente clavaba su ramaje superior en los lindes del espacio.
Ya no existe, desde luego. Fue despedazado e incendiado por la flota «éxter» que incineró el planeta antes de la Caída. En vez del glorioso y viviente Árbol, sólo queda el Tocónmundo, una pila de cenizas y carbón semejante a los restos erosionados de un antiguo volcán.
Como los templarios murieron o huyeron en sus naves-árbol el día del ataque, Bosquecillo de Dios ha estado en barbecho más de dos siglos y medio. Nemes sabe que Pax pudo haber recolonizado ese mundo si el Núcleo no le hubiera ordenado que desistiera: las IAs tienen sus propios planes para Bosquecillo de Dios, y esos planes no incluyen misioneros ni colonias humanas.
Nemes encuentra el teleyector río arriba —diminuto en comparación con las cenicientas laderas del Tocónmundo al sur— y revolotea sobre él.
Una vegetación secundaria puebla las orillas del río y las erosionadas cuestas de ceniza, y parecen malezas comparadas con los viejos bosques, pero aún tienen árboles de veinte metros de altura, y Nemes ve algunas marañas de tupido sotobosque. No es buen sitio para una emboscada. Nemes desciende en la ribera norte del río y camina hasta el arco teleyector.
Desechando un panel de acceso, encuentra un módulo de interfaz y se arranca la carne humana de la mano y la muñeca derechas. Guardando la piel para su regreso al Rafael, se conecta con el módulo y revisa los datos. Este portal no se ha activado desde la Caída. El grupo de Aenea aún no ha pasado.
Nemes regresa a la nave y vuela río abajo, tratando de encontrar el lugar perfecto. Debería ser un sitio del que no se pueda escapar por tierra: suficiente vegetación como para ocultar a Nemes y sus trampas, no tanta como para brindar refugio a Aenea y sus compañeros. Además, un lugar donde Nemes pueda hacer limpieza cuando todo haya terminado, idealmente una superficie rocosa.
Encuentra el sitio perfecto quince kilómetros río abajo. Aquí el Tetis entra en una garganta rocosa, una serie de rápidos creados por los rayos éxters y los consecuentes aludes. Nuevos árboles han crecido en las cuestas de ceniza y a lo largo de las angostas barrancas. El estrecho desfiladero está bordeado por pedrejones caídos y por las grandes franjas de lava negra que descendieron durante el bombardeo éxter, formando terrazas al enfriarse. No hay vados en ese tosco terreno, y quien guíe una balsa por estos rápidos se concentrará en timonear por aguas blancas y tendrá poco tiempo para observar las rocas o las orillas. Desciende un kilómetro al sur, saca un espécimen encerrado en vacío del armario de objetos extravehiculares, se lo calza en el cinturón, oculta la nave bajo el ramaje y regresa corriendo al río.
Nemes saca el rollo de hilo, arroja el hilo y extrae cientos de metros de monofilamento invisible. Lo entrecruza sobre los rápidos como una telaraña, untando con una gelatina transparente de policarbono los objetos donde sujeta el filamento, no sólo para tener una referencia visual sino para impedir que el filamento los corte. Si alguien estuviera de excursión por las rocas y los campos de lava, la gelatina luciría como una tenue línea de savia o liquen. La telaraña cortaría el Rafael en pedazos si alguien intentara descender allí con la nave espacial.
Una vez tendida la trampa, Nemes va río arriba por un reborde chato, abre su caja de píldoras y desparrama cientos de minas en el suelo y entre los árboles. Los microexplosivos adoptan de inmediato el color y la textura de la superficie donde han caído. Cada mina saltará hacia el blanco ambulante antes de estallar, y la explosión está programada para ser penetrante. Las minas son activadas por la proximidad del pulso, las exhalaciones de bióxido de carbono y el calor corporal, así como por la presión de una pisada a diez metros.
Nemes evalúa el terreno. Esta zona chata es el único tramo de la orilla de los rápidos por donde una persona puede retirarse a pie, y con las minas diseminadas esa persona no podrá sobrevivir. Nemes regresa al campo de rocas y activa los sensores de las minas con un código.
Para impedir que alguien regrese río arriba a nado, abre los estuches de tampones y siembra el fondo del río con huevos de tijereta forrados con cerámica. En el fondo del río son iguales a los guijarros que los rodean. Se activan cuando un ser viviente pasa por encima de ellos. Si alguien intenta regresar río arriba, las tijeretas saldrán de sus huevos de cerámica y atravesarán el agua o el aire para taladrar el cráneo del blanco, abriéndose en un estallido de filamentos al tocar el tejido cerebral.
Rhadamanth Nemes espera en una roca a diez metros de los rápidos. Los dos artículos que le quedan en el cinturón son el ordenador jugador de naipes y el saco de especímenes.
El «ordenador» es el ítem más avanzado que ha traído en esta excursión de caza. Las entidades que lo crearon lo llaman «trampa de la esfinge», en homenaje a la Esfinge de Hyperion, que fue creada por la misma especie de IAs. Es capaz de crear una burbuja de cinco metros de mareas antientrópicas o hiperentrópicas. La energía requerida para crear la burbuja podría alimentar un planeta habitado como Vector Renacimiento durante una década, pero Nemes sólo necesita tres minutos de desplazamiento temporal. Tocando la tarjeta chata, Nemes piensa que habría que llamarla «trampa del Alcaudón».
La mujer mira río arriba. En cualquier momento. Aunque el portal está a quince kilómetros, pronto recibirá una advertencia. Nemes es sensible a la distorsión teleyectora. Espera que el Alcaudón venga con ellos y prevé que la tratará como adversaria. En realidad, se sentiría defraudada si el Alcaudón no viniera y no fuera su enemigo.
Rhadamanth Nemes toca el último artículo que lleva en el cinturón. El saco de especímenes es lo que parece: un saco al vacío. Allí llevará la cabeza de la niña al Rafael, donde la almacenará en el armario secreto, detrás del panel de acceso del motor de fusión. Sus amos quieren una prueba.
Sonriendo, Nemes se recuesta en la negra lava, cambia de posición para que el sol de la tarde le entibie el rostro, se cubre los ojos con la muñeca y se permite una breve siesta. Todo está a punto.