50

—¡Raul!

Faltaba una hora para el amanecer de Qom-Riyadh. A. Bettik y yo estábamos sentados en la habitación donde Aenea dormía. Yo me había adormilado. A. Bettik estaba despierto, como de costumbre, pero yo llegué primero a la cama de la niña. La única iluminación venía de la pantalla del biomonitor. Fuera, la tormenta de polvo había aullado durante horas.

—Raul…

La pantalla indicaba que había bajado la fiebre, que sólo quedaba ese EEG errático.

—Aquí estoy, pequeña. —Le cogí la mano derecha. Sus dedos ya no parecían febriles.

—¿Viste al Alcaudón?

Esto me sorprendió, pero comprendí al instante que no se trataba de adivinación ni telepatía. Yo le había hablado a A. Bettik por radio. Él debía de tener los altavoces encendidos, Aenea estaba despierta y lo había registrado.

—Sí. Pero no te alarmes. No está aquí.

—Pero lo viste.

—Sí.

Aenea me aferró con ambas manos y se incorporó. Sus ojos oscuros resplandecían en la luz tenue.

—¿Dónde, Raul? ¿Dónde lo viste?

—En la balsa. —Usé la mano libre para recostarla en la almohada.

La funda de la almohada y su ropa interior estaban empapadas de sudor.

—Está muy bien, pequeña. No hizo nada. Estaba allí cuando me marché.

—¿Volvió la cabeza, Raul? ¿Te miró a ti?

—Bien, sí, pero… —Me interrumpí. Aenea gemía suavemente, moviendo la cabeza—. Aenea, está todo bien…

—No, no está bien. Por Dios, Raul. Le pedí que viniera conmigo. Esa última noche. ¿Sabías que le pedí que viniera? Él dijo que no.

—¿Quién dijo que no? ¿El Alcaudón? —A. Bettik se acercó. La arena roja chocaba contra las ventanas y la puerta.

—No, no, no —dijo Aenea. Tenía las mejillas húmedas, aunque no distinguí si era llanto o sudor—. El padre Glaucus. Esa última noche pedí al padre Glaucus que nos acompañara. No debí pedírselo, Raul… no era parte de mis sueños… pero se lo pedí, y debí de haber insistido.

—Está bien —dije, apartándole un mechón de pelo húmedo de la frente—. El padre Glaucus está bien.

—No, no está bien. La cosa que nos persigue lo mató. A él y a los chitchatuk.

Miré de nuevo el monitor. Todavía indicaba una mejoría, a pesar de los delirios. Miré a A. Bettik, pero el androide clavaba los ojos en la niña.

—¿Quieres decir que los mató el Alcaudón? —pregunté.

—No, no fue el Alcaudón —murmuró Aenea—. No lo creo. No, no fue el Alcaudón. —Me aferró con fuerza la mano—. Raul, ¿me amas?

Me quedé estupefacto. Sin apartar la mano, respondí:

—Claro, pequeña…

Aenea pareció mirarme por primera vez desde que se había despertado.

—No, cállate. —Rió suavemente—. Lo lamento. Me despegué del tiempo por un momento. Claro que no me amas. Me olvidé del cuándo… de lo que éramos ahora.

—Está bien —respondí sin entender. Le palmeé la mano—. Siento afecto por ti, niña. También A. Bettik, y vamos a…

—Cállate —repitió Aenea. Liberó su mano y me llevó un dedo a los labios—. Cállate. Me desorienté por un momento. Creí que éramos… nosotros. Tal como seremos… —Se recostó en la almohada y suspiró—. Por Dios, es la noche anterior a Bosquecillo de Dios. Nuestra última noche de viaje.

Aún no sabía si Aenea estaba en sus cabales. Esperé.

—M. Aenea —preguntó A. Bettik—. ¿Bosquecillo de Dios es nuestro próximo destino en el río?

—Creo que sí —respondió Aenea, hablando más como la niña que yo conocía—. Sí. No lo sé. Todo se evapora… —Se incorporó de nuevo—. No nos persigue el Alcaudón. Tampoco Pax.

—Claro que es Pax —dije, procurando que recobrara el contacto con la realidad—. Nos han perseguido desde…

Aenea sacudió la cabeza en una negativa rotunda. Su pelo colgaba en mechones húmedos.

—No —murmuró con firmeza—. Pax nos persigue porque el Núcleo le dice que somos peligrosos para ellos.

—¿El Núcleo? Pero desde la Caída está…

—Vivo, y es peligroso. Cuando Gladstone y los demás destruyeron el sistema teleyector que brindaba al Núcleo su red neural, se replegó… pero no fue demasiado lejos, Raul. ¿No lo entiendes?

—No. No lo entiendo. ¿Dónde ha estado si no se fue demasiado lejos?

—Pax —dijo la niña—. Mi padre, su personalidad residente en el bucle Schron de mi madre, me lo explicó antes de que yo naciera. El Núcleo esperó a que la Iglesia recobrara vitalidad bajo Paul Duré… el papa Teilhard I. Duré era un buen hombre, Raul. Mi madre y el tío Martin lo conocieron. Él llevaba dos cruciformes… el suyo y el del padre Lenar Hoyt. Pero Hoyt era débil.

Le palmeé la muñeca.

—¿Qué tiene que ver esto con…?

—¡Escucha! —exclamó la niña, apartando el brazo—. Mañana en Bosquecillo de Dios puede suceder cualquier cosa. Yo puedo morir. Todos podemos morir. El futuro nunca está escrito, sólo esbozado. Si yo muero pero tú sobrevives, quiero que le expliques al tío Martin, a quienquiera que te escuche…

—No vas a morir, Aenea.

—Sólo escucha —suplicó la niña. De nuevo estaba llorando. Asentí y escuché. Hasta el aullido del viento pareció amainar—. Teilhard fue asesinado en su noveno año de reinado. Mi padre lo predijo. No sé si fueron agentes del TecnoNúcleo… ellos usan cíbridos… o meros políticos del Vaticano, pero cuando Lenar Hoyt resucitó a partir de sus cruciformes compartidos, el Núcleo intervino. El Núcleo brindó la tecnología para permitir que el cruciforme reviviera a los humanos para no volverlos asexuados e idiotas, como la tribu bikura de Hyperion.

—¿Pero cómo? ¿Cómo pudieron las IAs del TecnoNúcleo saber cómo dominar el cruciforme?

Vi la respuesta antes de que ella hablara.

—Ellos crearon los cruciformes. No el Núcleo actual, sino la IM que crearán en el futuro. Ella envió esas cosas hacia el pasado en Hyperion, tal como hizo con las Tumbas de Tiempo. Probó los parásitos en la tribu perdida, los bikura, vio los problemas.

—Problemas pequeños, como que la resurrección destruyera los órganos reproductores y la inteligencia.

—Sí —dijo Aenea, cogiéndome de nuevo la mano—. El Núcleo pudo corregir esos problemas con su tecnología. La tecnología que cedió a la Iglesia bajo el nuevo papa, Lenar Hoyt, Julio VI.

Comencé a entender.

—Un pacto fáustico.

—El pacto fáustico. Lo único que debía hacer la Iglesia para ganar el universo era vender su alma.

—Y así nació el Protectorado de Pax —murmuró A. Bettik—. El poder político por medio de un parásito…

—Es el Núcleo el que nos persigue… el que me persigue —continuó Aenea—. Soy una amenaza para ellos, no sólo para la Iglesia.

Sacudí la cabeza.

—¿Por qué eres una amenaza para el Núcleo? Eres una niña…

—Una niña que estuvo en contacto con un cíbrido renegado antes de nacer. Mi padre estaba suelto, Raul. No sólo en la esfera de datos o la megaesfera… sino en la metaesfera. Suelto en la red psicocibernética que hasta el Núcleo temía…

—Leones, tigres y osos —murmuró A. Bettik.

—Exacto —dijo Aenea—. Cuando la personalidad de mi padre penetró la megaesfera del Núcleo, preguntó a la IA Ummon de qué tenía miedo el Núcleo. Ellos decían que no se expandían más en la metaesfera porque estaba llena de leones, tigres y osos.

—No entiendo. Estoy confundido.

Aenea me estrujó la mano.

—Raul, tú conoces los Cantos del tío Martin. ¿Qué sucedió con la Tierra?

—¿Vieja Tierra? —pregunté estúpidamente—. En los Cantos la IA Ummon decía que los tres elementos del TecnoNúcleo estaban en guerra. Hemos hablado de esto.

—Repítelo.

—Ummon le dijo a la personalidad Keats, tu padre, que los Volátiles querían destruir a la humanidad. Los Estables, el grupo de Ummon, querían salvarla. Fingieron que el agujero negro había destruido Vieja Tierra y se la llevaron a las Nubes Magallánicas o el Cúmulo de Hércules. A los Máximos, el tercer grupo, les importaba un bledo qué sucedía con Vieja Tierra o la humanidad mientras pudieran llevar a cabo su proyecto de la Inteligencia Máxima.

Aenea aguardó.

—Y la Iglesia sostiene lo que creen todos los demás —continué sin entusiasmo—. Que Vieja Tierra fue devorada por el agujero negro y murió cuando se supone que murió.

—¿Qué versión crees, Raul?

—No sé. Me gustaría que existiera Vieja Tierra, pero no me parece tan importante.

—¿Y si hubiera una tercera posibilidad?

Las puertas de vidrio crujieron y temblaron. Llevé la mano a la pistola de plasma, temiendo que el Alcaudón estuviera raspando el vidrio. Sólo era el viento del desierto.

—¿Una tercera posibilidad? —repetí.

—Ummon mintió. La IA le mintió a mi padre. Ningún elemento del Núcleo desplazó la Tierra… ni los Estables, ni los Volátiles, ni los Máximos.

—Entonces sí fue destruida.

—No. Mi padre no les entendió entonces. Les entendió después. Vieja Tierra fue trasladada a las Nubes Magallánicas, en efecto, pero no por elementos del Núcleo. No poseían la tecnología ni los recursos energéticos para semejante nivel de control del Vacío Que Vincula. El Núcleo ni siquiera puede viajar a la Nube Magallánica. Está demasiado lejos.

—¿Quién, entonces? ¿Quién robó Vieja Tierra?

Aenea se recostó en la almohada.

—No lo sé. Y creo que el Núcleo tampoco lo sabe. Pero no quiere saberlo, y teme que nosotros lo averigüemos.

A. Bettik se aproximó.

—¿Entonces no es el Núcleo el que activa los teleyectores en nuestro viaje?

—No.

—¿Averiguaremos quién es?

—Si sobrevivimos. Si sobrevivimos. —Ahora los ojos de Aenea se veían cansados, no febriles—. Mañana nos estarán esperando, Raul. Y no me refiero a ese sacerdote capitán ni a sus hombres. Alguien del Núcleo nos estará esperando.

—Esa cosa que según crees mató al padre Glaucus, Cuchiat y los demás.

—Sí.

—¿Es como una visión? —pregunté—. Me refiero a lo que sabes del padre Glaucus.

—No es una visión —dijo la niña—. Sólo un recuerdo del futuro.

Miré la tormenta que amainaba.

—Podemos quedarnos aquí —sugerí—. Podemos conseguir un deslizador o un VEM que funcione, viajar al hemisferio norte y ocultarnos en Al, o una de las grandes ciudades que menciona la guía. No tenemos que seguirles el juego y atravesar ese portal teleyector.

—Sí, debemos —dijo Aenea.

Iba a protestar, pero me callé. Al cabo de un rato dije:

—¿Y qué función cumple el Alcaudón?

—No lo sé. Depende de quién lo haya enviado esta vez. O quizás esté actuando por su cuenta. No lo sé.

—¿Por su cuenta? Creí que era sólo una máquina.

—No, no es sólo una máquina.

Me froté la mejilla.

—No entiendo. ¿Podría ser un amigo?

—Jamás —dijo la niña. Se incorporó y me apoyó la mano en la mejilla—. Lo lamento, Raul. No quiero hablar en círculos. Es sólo que no lo sé. Nada está escrito. Todo es fluido. Y cuando llego a vislumbrar cosas en movimiento, es como mirar una hermosa pintura hecha de arena un segundo antes de que el viento la disperse… —Las últimas ráfagas de la tormenta sacudieron las ventanas como para aclarar el símil. Aenea sonrió—. Lamento que hace un rato me haya despegado del tiempo…

—¿Despegado?

—Cuando te pregunté si me amabas. A veces me olvido del dónde y del cuándo.

—No importa, pequeña —respondí desconcertado—. Te amo. Y no permitiré que te lastimen mañana. Ni la Iglesia, ni el Núcleo, ni nadie.

—Yo también lucharé para impedir semejante cosa, M. Aenea —dijo A. Bettik.

La niña sonrió y nos tocó las manos.

—El Hombre de Hojalata y el Espantapájaros. No merezco tales amigos.

—¿Y dónde está el León Cobarde? —pregunté, sonriendo a mi vez.

La sonrisa de Aenea se disipó.

—Ésa soy yo —murmuró—. Yo soy la cobarde.

Ninguno de nosotros durmió más esa noche. Cargamos nuestros bártulos y fuimos hacia la balsa en cuanto el primer fulgor del alba tocó las rojas colinas que rodeaban la ciudad.