Mientras flotábamos en aquel mundo desierto, parpadeando bajo la dura luz de ese sol G2 y bebiendo agua de los sacos de tripa de espectro, nuestros últimos dos días en Sol Draconi Septem parecían un sueño evanescente.
Cuchiat y su banda se habían detenido a cincuenta metros de la superficie —habíamos notado que el aire era mucho más tenue en los túneles— y allí, en el corredor de hielo, nos habíamos preparado para nuestra expedición. Para nuestro asombro, los chitchatuk se desnudaron. Aunque desviamos los ojos con embarazo, notamos que sus cuerpos eran musculosos y compactos. Cuchiat y la guerrera Chatchia se aproximaron para supervisar cómo nos desnudábamos y preparábamos para la superficie, mientras Chiaku y los demás sacaban enseres de sus mochilas.
Observamos e imitamos a los chitchatuk con ayuda de Cuchiat y Chatchia. Durante los pocos segundos que estuvimos desnudos —apoyados en las túnicas de espectro, para no congelarnos los pies— el frío nos quemó. Nos pusimos un material delgado y membranoso —una piel interior del espectro, nos informaron luego— que estaba preparado para los brazos, las piernas y la cabeza. Pero, obviamente, para brazos, piernas y cabezas más pequeñas. La membrana era ceñida y sofocante. Comprendí que esto era el equivalente chitchatuk de los trajes de presión, o bien de los sofisticados dermotrajes que las fuerzas armadas de la Hegemonía usaban en el espacio. Las membranas dejaban pasar el sudor y generaban calor y frío mientras servían para impedir que los pulmones explotaran en el vacío, la piel se magullara o la sangre hirviera. Usábamos las membranas como cogullas, dejando los ojos, la nariz y la boca al descubierto.
Cuchiat y Chatchia sacaron máscaras membranosas de la mochila. Los otros chitchatuk ya se habían puesto las suyas. No eran objetos naturales, era evidente. La máscara estaba hecha de la misma piel interior que el traje de presión, con un acolchado de cuero de espectro. Las antiparras estaban hechas con la lente externa de los ojos del animal, ofreciendo acceso infrarrojo limitado, como los ojos de nuestras túnicas. De la nariz de la máscara salía un rollo de intestinos de espectro cuyo extremo Cuchiat insertó en un saco de agua.
No era sólo un saco de agua, como comprendí cuando los chitchatuk comenzaron a respirar por su máscara.
El brasero de cápsulas derretía el hielo formando agua y gas atmosférico. Filtraban esta mezcla hasta obtener cantidades adecuadas de aire respirable. Traté de respirar por la máscara. Los otros componentes, metano y tal vez un poco de amoníaco, me hacían lagrimear, pero era respirable. Calculé que tendríamos un par de horas de aire en el saco.
Con los trajes puestos, nos pusimos las túnicas. Cuchiat bajó la cabeza de la túnica más que de costumbre, trabajando los dientes de tal modo que mirábamos por las lentes, la cabeza actuando como tosco casco sobre el traje de presión. Después nos calzamos un par de botines de cuero que se acordonaban sobre la pantorrilla, casi hasta la rodilla. Chiaku cosió la túnica externa con su aguja de hueso. El saco de agua y aire colgaba de correas, cerca de una solapa que se podía descoser y abrir rápidamente cuando era preciso llenar las bolsas. Chichticu, el portador del fuego, derretía hielo aun mientras marchábamos, y entregaba los sacos de reemplazo en orden preciso, desde Cuchiat, el primero, hasta mí, el último. Al menos ahora comprendía el orden jerárquico de la banda. También comprendía por qué, cuando el peligro amenazaba en la superficie, la banda formaba un círculo protector con Chichticu, el portador del fuego, en el centro. No era sólo que tuviera una importancia religiosa y simbólica. Su constante vigilancia y trajín nos mantenían con vida.
Hubo un añadido más a nuestro guardarropa cuando salimos de la caverna al viento arremolinado y la superficie helada. De una cavidad cercana a la entrada, Chiaku y los demás sacaron objetos largos y negros cuya parte inferior tenía un filo de navaja y cuya parte superior era chata y ancha, para apoyar los pies. Se sujetaban con correas de cuero de espectro. Estos objetos combinaban el patín con el esquí, y anduve torpemente diez metros por el glaciar hasta comprender que estábamos esquiando sobre garras de espectro.
Temía caerme en esa gravedad, pues cada caída equivalía a que siete décimos de otro Raul Endymion cayeran sobre mí, pero pronto aprendimos el movimiento, y nuestro acolchado amortiguaba los golpes. Terminé por usar uno de los troncos de la balsa como bastón de esquí cuando la superficie era demasiado desigual y me impulsaba como si yo mismo fuera una balsa.
Ojalá tuviera una holoimagen o fotografía de nuestro grupo durante esa salida. Con las pieles de espectro, los trajes de piel, los sacos de aire, los tubos de intestinos, las lanzas, el rifle de plasma, las mochilas y los esquíes de garras, debíamos parecer astronautas del paleolítico de Vieja Tierra.
Todo funcionó. Nos movíamos más deprisa en la nieve cristalizada que en los túneles de hielo. Y cuando el viento soplaba desde el sur, podíamos extender los brazos y dejarnos impulsar como veleros.
La superficie de la congelada atmósfera de Sol Draconi Septem tenía una belleza tosca pero memorable. El cielo era vacío y negro cuando el sol estaba alto, pero un instante después del poniente despuntaban miles de estrellas, como en una explosión. Nuestras túnicas y trajes internos resistían bien las extremas temperaturas diurnas, pero era obvio que ni siquiera los chitchatuk podían sobrevivir al frío por la noche. Afortunadamente nos desplazamos a suficiente velocidad como para tener un solo período de seis horas de oscuridad, y los chitchatuk habían planeado nuestra partida de tal modo que tuvimos un día entero de luz solar antes de ese anochecer.
No había montañas ni otros rasgos de superficie aparte de riscos y ríos de hielo, salvo en las primeras horas, cuando el sol del amanecer alumbró un objeto hacia el sur. Comprendí que era la punta del rascacielos del padre Glaucus, sobresaliendo del hielo a muchos kilómetros. Aparte de eso, la superficie era tan lisa que me pregunté cómo se orientaban los chitchatuk, pero vi que Cuchiat miraba el sol y luego su propia sombra. Continuamos esquiando hacia el norte durante el breve día.
Los chitchatuk se desplazaban en una formación defensiva, con el portador del fuego y hechicero en el centro, guerreros con lanzas en los flancos, Cuchiat a la cabeza y Chiaku —obviamente el lugarteniente— a retaguardia. Todos llevábamos un rollo de soga de espectro en torno de la túnica y comprendí mejor el propósito de esa soga cuando Cuchiat se detuvo abruptamente y patinó hacia el este para evitar varias grietas que yo no había visto. Miré hacia abajo. Ese abismo parecía caer en una oscuridad eterna. Traté de imaginar cómo habría sido esa caída. Al caer la tarde un guerrero desapareció en un silencioso estallido de cristales de hielo, y reapareció poco después cuando Chiaku y Cuchiat preparaban sus sogas de rescate. El guerrero había detenido su caída, se había quitado los patines y los había usado como herramientas para escalar, trepando por la abrupta pared de la grieta. Yo estaba aprendiendo a no subestimar a los chitchatuk.
No vimos espectros ese primer día. Al caer el sol notamos que Cuchiat y los demás habían dejado de patinar hacia el norte y andaban en círculos, escrutando el hielo como si buscaran algo. Entretanto, los aullantes vientos nos arrojaban cristales de hielo. Si hubiéramos usado trajes espaciales, el visor se habría cubierto de raspones y manchas. Las túnicas y lentes no revelaban ningún daño.
Al fin Aichacut nos llamó con señas desde el oeste —no había comunicación verbal con las máscaras y el vacío— y todos patinamos en esa dirección, deteniéndonos en un sitio que no parecía diferente del resto de la superficie. Cuchiat nos hizo retroceder, desató el hacha que le habíamos regalado y se puso a picar el hielo. Cuando la capa de la superficie se rajó, vimos que no era otra grieta sino la angosta entrada de una caverna. Cuatro guerreros aprontaron sus lanzas, Chichticu se les unió con su lámpara de ascuas y, con Cuchiat a la cabeza, el grupo entró en el agujero mientras los demás esperábamos en un círculo defensivo.
Poco después Cuchiat asomó la cabeza y nos llamó con señas. Todavía empuñaba el hacha, y lo imaginé sonriendo detrás de su visera de dientes de espectro y su máscara. El hacha había sido un regalo importante.
Pernoctamos en la guarida de espectro. Ayudé a Chiaku a tapar la entrada con nieve y hielo, cubrimos otro metro del túnel de entrada con cristal de hielo y fragmentos más grandes y entramos. Chichticu calentó bloques de hielo hasta que la guarida tuvo atmósfera suficiente para respirar. Dormimos amontonados, los veintitrés miembros del Pueblo Indivisible y los tres viajeros indivisibles, siempre usando las túnicas y las membranas de presión, pero sin las máscaras, respirando el bienvenido olor del sudor de los demás. Ese amontonamiento nos mantuvo con vida mientras fuera el vendaval impulsaba cristales de hielo a la velocidad del sonido… si el sonido hubiera sido posible en ese vacío.
Recuerdo otro detalle acerca de nuestra última noche con los chitchatuk. La guarida del espectro estaba revestida con cráneos y huesos humanos, encastrados en la pared circular con lo que parecía una minuciosidad de artista.
No vimos espectros durante el siguiente día de viaje, y poco antes del poniente nos quitamos y guardamos los patines y entramos en los túneles que estaban encima del segundo teleyector. Cuando estuvimos a suficiente profundidad, nos quitamos las máscaras y las membranas y se las devolvimos a Chatchia con cierta renuencia. Era como si entregáramos nuestras insignias de pertenencia al Pueblo Indivisible.
Cuchiat habló brevemente. Yo no pude seguir las rápidas sílabas, pero Aenea tradujo:
—Dice que tuvimos suerte, que es muy inusitado no tener que luchar contra los espectros cuando se cruza la superficie… pero que la suerte de un día siempre conduce a la mala suerte del día siguiente.
—Dile que espero que se equivoque —dije.
Era desconcertante ver el río con su bruma flotante y su techo de hielo. Aunque estábamos exhaustos, pusimos manos a la obra de inmediato. Ensamblar la balsa era difícil con los mitones puestos, pero los chitchatuk colaboraron, y al cabo de dos horas teníamos una versión torpe y reducida de nuestra embarcación anterior, sin el mástil, sin la tienda y sin la losa. Pero el timón estaba en su sitio, y aunque las pértigas eran más cortas, pensamos que funcionarían en este tramo poco profundo del Tetis.
La despedida fue más triste de lo que pensé. Todos se abrazaron por lo menos dos veces. Había hielo en las largas pestañas de Aenea, y yo sentía un nudo en la garganta.
Luego nos internamos en la corriente. Era extraño viajar sin mover las piernas. Yo aún sentía el eco del movimiento de los patines en los músculos y la mente. Nos aproximamos al portal teleyector y la muralla de hielo, nos agachamos para esquivar un reborde y de pronto estuvimos en otra parte.
Amanecía. El río era ancho y liso, la corriente lenta pero firme. Las riberas eran de roca roja, escalonadas como peldaños que subieran del agua; el desierto era de roca roja con chaparrales amarillos; las distantes colinas también eran de piedra lisa y roja. El enorme sol rojo que despuntaba a nuestra izquierda encendía el rojo paisaje. La temperatura ya superaba muchísimo la que habíamos tenido en la caverna de hielo. Nos protegimos los ojos y nos quitamos las túnicas de espectro, apilándolas como felpudos blancos cerca de la popa. La capa de hielo de los troncos relucía y se derretía bajo el sol de la mañana.
Llegamos a la conclusión de que estábamos en Qom-Riyadh mucho antes de consultar el comlog o la guía del Tetis. El rojo desierto nos lo indicaba: puentes de piedra arenisca roja, columnas de roca roja contra el cielo rosado, delicados y rojos arcos más grandes que el portal teleyector. El río circuló por desfiladeros en cuyas alturas se arqueaban puentes de piedra roja, luego se internó en un valle donde el viento tórrido mecía arbustos amarillos y levantaba una polvareda roja que se metía en los largos y tubulares «pelos» de las túnicas de espectro, en la boca y los ojos. Al mediodía atravesamos un valle más fértil. Vimos canales de irrigación perpendiculares a nuestro río. Cortas palmeras amarillas y arbustos color magenta bordeaban los cauces. Pronto avistamos edificios pequeños, y una aldea entera de casas rosadas y ocres, pero ni una persona.
—Es como Hebrón —susurró Aenea.
—No lo sabemos. Tal vez estén trabajando en otra parte.
Pero pasó el mediodía, llegó la tarde —el día de Qom-Riyadh tenía veintidós horas, según la guía— y, aunque los canales se multiplicaban, la vegetación proliferaba y las aldeas eran más frecuentes, no había indicios de los humanos ni de sus animales domésticos. Dos veces fuimos a la costa, una para sacar agua de un pozo artesiano y otra para explorar una aldea donde habíamos oído martillazos. Era un toldo roto que flameaba en el viento del desierto.
De repente Aenea se arqueó con un grito de dolor. Me arrodillé y apunté la pistola de plasma hacia la calle mientras A. Bettik corría a atenderla. No había nadie en la calle ni en las ventanas.
—Está bien —jadeó la niña—. Un dolor repentino…
Corrí hacia ella, sintiéndome tonto por haber desenfundado el arma. Metiéndola en la funda, me arrodillé y le cogí la mano.
—¿Qué sucede, pequeña?
Ella estaba sollozando.
—No sé. Ha sucedido algo terrible… No sé.
La llevamos de vuelta a la balsa.
—Por favor —susurró Aenea, con un castañeteo de dientes a pesar del calor—. Vámonos. Vámonos de aquí.
A. Bettik instaló la microtienda, aunque ocupaba casi toda nuestra balsa acortada. Pusimos las túnicas de espectro a la sombra, acostamos a la niña sobre ellas y le dimos agua.
—¿Es esta aldea? —pregunté—. ¿Había algo…?
—No —dijo Aenea entre sollozos secos, luchando contra las olas de emoción que la arrasaban—. No… algo espantoso… en este mundo, pero también detrás de nosotros.
—¿Detrás de nosotros? —Miré río arriba y sólo vi el valle, el ancho río y la aldea con sus palmeras amarillas meciéndose al viento.
—¿En el mundo de hielo? —murmuró A. Bettik.
—Sí —balbució Aenea arqueándose de dolor—. Duele.
Le apoyé la palma en la frente y el vientre desnudo. Tenía la piel más caliente de lo debido, aun en ese clima tórrido. Sacamos un kit médico de mi mochila y le coloqué un paño de diagnóstico. Indicó fiebre alta, dolor en grado tres, calambres y un electroencefalograma extraño. Recomendaba agua, medicación y tratamiento.
—Allá hay una ciudad —dijo el androide cuando el río dobló un peñasco.
Salí de la tienda para ver. Las torres rosadas, las cúpulas y minaretes aún estaban a quince kilómetros, y la corriente del río no llevaba prisa.
—Quédate con ella —dije, y fui a estribor para remar. Nuestra balsa abreviada era mucho más liviana que la anterior, y nos desplazamos rápidamente en la corriente.
A. Bettik y yo consultamos la ajada guía y llegamos a la conclusión de que la ciudad era Mashhad, capital del continente sur y sede de la Gran Mezquita, cuyos minaretes veíamos claramente mientras el río atravesaba aldeas cada vez más grandes, suburbios y zonas industriales y al fin entraba en la ciudad. Aenea dormía profundamente. Tenía más temperatura, y las luces rojas que parpadeaban en el kit exigían una intervención médica.
Mashhad estaba tan ominosamente desierta como Nueva Jerusalén.
—Creo recordar el rumor de que los éxters conquistaron el sistema de Qom-Riyadh cuando capturaron el Saco de Carbón —dije.
A. Bettik comentó que en la ciudad universitaria habían oído lo mismo cuando monitoreaban el tráfico radial de Pax.
Amarramos la balsa a un muelle bajo, y llevé a la niña a la sombra de las calles de la ciudad. Esto era una repetición de Hebrón, sólo que esta vez yo gozaba de buena salud y la niña estaba inconsciente. Pensé que de ahora en adelante no visitaría mundos desérticos si podía evitarlo.
Las calles eran más caóticas que en Nueva Jerusalén: vehículos terrestres aparcados en ángulos irregulares y abandonados en las aceras, desechos, ventanas y puertas abiertas, alfombras en las aceras, jardines moribundos. Me detuve ante el primer montón de alfombras que encontramos, pensando que quizá fueran alfombras voladoras. Eran sólo alfombras, y todas estaban orientadas en la misma dirección.
—Alfombras para rezar —dijo A. Bettik mientras regresábamos a la sombra. Los edificios no eran muy altos, y ninguno era tan alto como los minaretes que se elevaban desde un parque con árboles tropicales—. La población de Qom-Riyadh era casi cien por cien islámica. Se dice que Pax no pudo convertir a nadie, ni siquiera con la promesa de la resurrección. La población no quería saber nada del Protectorado.
Doblé la esquina, siempre buscando un hospital o un letrero que nos llevara a uno. Sentía la caliente frente de Aenea contra el cuello. Su respiración era rápida y entrecortada.
—Creo que este lugar se menciona en los Cantos —dije. La niña no parecía tener peso.
A. Bettik asintió.
—M. Silenus escribió sobre la victoria del coronel Kassad sobre alguien a quien llamaban el Nuevo Profeta, hace unos trescientos años.
—Los chiítas recobraron el poder cuando cayó la Red, ¿verdad? —dije. Miramos por una calle lateral. Yo buscaba una medialuna roja en vez del símbolo universal de ayuda médica, la cruz roja.
—Sí —dijo A. Bettik—, y se han opuesto violentamente a Pax. Se supone que recibieron bien a los éxters cuando la flota de Pax se retiró de este sector.
Miré las calles desiertas.
—Bien, parece que los éxters no agradecieron la bienvenida. Esto es como Hebrón. ¿Adónde habrán ido todos? ¿Pueden haber tomado como rehenes a todos los habitantes de un planeta y…?
—Mira, un caduceo —interrumpió A. Bettik.
En la ventana de un edificio alto se veía el antiguo símbolo del cetro alado rodeado por dos serpientes entrelazadas. El interior estaba sucio y desordenado, pero parecía más un edificio de oficinas que un hospital. A. Bettik se dirigió a un letrero digital que presentaba líneas de texto en árabe y murmuraba con voz de máquina.
—¿Lees árabe? —pregunté.
—Sí —dijo el androide—. También entiendo un poco el idioma hablado, que es farsi. Hay una clínica privada en el décimo piso. Tal vez tenga un centro de diagnósticos y un autocirujano.
Me dirigí a la escalera con Aenea en brazos, pero A. Bettik probó suerte con el ascensor. El pozo de cristal zumbó, y una cabina de levitación se detuvo en nuestro nivel.
—Es raro que aún haya energía —comenté.
Subimos al décimo piso. Aenea despertó gimiendo cuando atravesamos el pasillo embaldosado y una terraza abierta donde palmeras amarillas y verdes susurraban en el viento. Entramos en una aireada habitación con hileras de camas, autocirujanos y equipo de diagnóstico centralizado. Escogimos la cama más cercana a la ventana, dejamos a la niña en ropa interior y la pusimos entre sábanas limpias. Reemplazando los paños del kit por filamentos, aguardamos los paneles de diagnóstico. La voz sintética hablaba en árabe y farsi, al igual que la pantalla, pero había una banda en inglés de la Red y la sintonizamos.
El autocirujano diagnosticó agotamiento, deshidratación y un patrón EEG inusitado, que parecía derivar de un fuerte golpe en la cabeza. A. Bettik y yo nos miramos. Aenea no había recibido ningún golpe en la cabeza. Autorizamos tratamiento para el agotamiento y la deshidratación. Retrocedimos cuando la cama extendió sujetadores de flujoespuma, palpó la vena de Aenea con seudodedos y le introdujo una intravenosa con un sedante y una solución salina.
A los pocos minutos la niña dormía apaciblemente. El panel de diagnóstico habló en árabe, y A. Bettik tradujo antes de que yo pudiera ir a leer el monitor.
—Dice que la paciente dormirá toda la noche y estará mejor por la mañana.
Cogí el rifle de plasma. Nuestras polvorientas mochilas estaban en una silla. Acercándome a la ventana, dije:
—Registraré la ciudad antes de que oscurezca. Me aseguraré de que estamos solos.
A. Bettik se cruzó de brazos y miró el gran sol rojo que rozaba los edificios de enfrente.
—Creo que estamos muy solos. Sólo que aquí tardó un poco más.
—¿Qué cosa tardó más?
—Aquello que se llevó a la gente. En Hebrón no había indicios de pánico ni de lucha. Aquí la gente tuvo tiempo para abandonar los vehículos. Pero las alfombras para rezar son la señal más segura.
Noté que había finas arrugas en la frente azul del androide, en torno de sus ojos y su boca.
—¿Señal más segura de qué?
—Supieron que algo les ocurría, y pasaron los últimos minutos orando.
Apoyé el rifle de plasma junto a la silla y abrí la funda de la pistola.
—Aun así echaré un vistazo. Vigílala por si despierta, ¿de acuerdo? —Saqué las dos unidades de comunicaciones de mi mochila, le di una al androide y me calcé la otra en el cuello—. Deja abierta la frecuencia común. Me mantendré en contacto. Llámame si hay algún problema.
A. Bettik estaba de pie junto a la cama. Su gran mano tocó suavemente la frente de la niña dormida.
—Estaré aquí cuando ella despierte, M. Endymion.
Es raro que recuerde tan nítidamente mi paseo de esa noche por la ciudad abandonada. El letrero digital de un banco indicaba cuarenta grados centígrados, pero el viento del rojo desierto secaba la transpiración, y el crepúsculo rojo y rosado surtía un efecto sedante. Quizá recuerde ese anochecer porque después de esa noche todo cambiaría para siempre.
Mashhad era una extraña mezcla de ciudad moderna y de bazar de las Mil y una noches, una maravillosa compilación de los cuentos que Grandam me contaba bajo el estrellado cielo de Hyperion. Era un lugar romántico. En una esquina había un quiosco de periódicos y un cajero automático, pero al doblar la esquina aparecían puestos callejeros con toldos de franjas brillantes y pilas de frutas pudriéndose en cajas. Me imaginé el bullicio y el movimiento: camellos, caballos u otras bestias pre-Hégira dando vueltas, perros ladrando, vendedores pregonando, compradores regateando, mujeres con chador negro y burqas o velos siguiendo de largo, y en ambos lados los barrocos e ineficaces vehículos gruñendo y escupiendo monóxido de carbono, acetona o como se llamara la suciedad que los viejos motores de combustión interna arrojaban a la atmósfera…
Desperté de mi ensueño al oír la melodiosa llamada de una voz masculina, palabras que rebotaban en las calles de piedra y acero. Parecía venir del parque, un par de manzanas a la izquierda, y corrí en esa dirección, la mano en la culata de la pistola.
—¿Oyes esto? —pregunté por el micrófono.
—Sí —respondió A. Bettik—. Tengo abierta la puerta de la terraza y el sonido es muy claro.
—Parece árabe. ¿Puedes traducir?
Corrí las dos manzanas y llegué al parque donde se erguía la mezquita. Momentos antes había mirado por una de las calles intermedias y había vislumbrado el último resplandor del rojo poniente pintando el costado de un minarete, pero ahora la torre de piedra estaba gris y sólo unos cirros altos recibían la luz.
—Sí —dijo A. Bettik—. Es la llamada del almuecín para la plegaria nocturna.
Saqué los binoculares y escudriñé los minaretes. La voz del hombre llegaba desde los altavoces de un balcón que rodeaba cada torre. No había señales de movimiento. De pronto el rítmico grito cesó y parlotearon aves en las ramas del parque.
—Sin duda es una grabación —dijo A. Bettik.
—Quiero verificarlo.
Dejando los binoculares, seguí una senda de piedra entre el césped y las amarillentas palmeras, hasta la entrada de la mezquita. Atravesé un patio y me detuve en la entrada. En el interior había cientos de alfombras. Elegantes columnas soportaban complejos arcos de piedra rayada, y en la otra pared un bello arco conducía a un nicho semicircular. A la derecha del nicho había una escalera con un exquisito balaustre de piedra tallada, y arriba una plataforma con dosel de piedra. Sin entrar en el recinto, se lo describí a A. Bettik.
—El nicho es el mihrab —respondió—. Está reservado para el jefe espiritual, el imán. El balcón de la derecha es el minbar, el púlpito. ¿Hay alguien allí?
—No. —Vi el polvo rojo en las alfombras y la escalinata.
—Entonces no hay duda de que la llamada del almuecín era una grabación sincronizada.
Sentí la necesidad de entrar en el gran recinto de piedra, pero me detuvo mi reticencia a profanar una casa sagrada. Cuando era niño había sentido lo mismo en la catedral católica de Fin del Pico, y como adulto cuando un amigo de la Guardia Interna quiso llevarme a uno de los últimos templos gnósticos zen de Hyperion. Desde niño había comprendido que siempre sería un forastero en los lugares sagrados, sin tener nunca el propio, sin sentirme cómodo en los ajenos. No entré.
Regresando por las frescas y oscuras calles, encontré un bulevar con palmeras que atravesaba un bonito sector. Había carros de venta de comida y juguetes. Me detuve frente a un carro de pasta frita y olí las rosquillas. Hacía días que se encontraban en mal estado, no semanas ni meses.
El bulevar llegaba a la orilla del río, y giré a la izquierda, caminando por la explanada hacia la calle que me llevaría de vuelta a la clínica. De cuando en cuando llamaba a A. Bettik. Aenea aún dormía profundamente. El polvo borroneaba las estrellas cuando la noche se asentó sobre la ciudad. Sólo algunos edificios céntricos estaban iluminados —el acontecimiento que se había llevado a la población tenía que haber ocurrido de día— pero majestuosos y antiguos faroles alumbraban la explanada y fulguraban con luz de gas. Si no hubiera habido uno de esos faroles cerca del muelle donde habíamos amarrado la balsa, tal vez habría regresado a la clínica sin verlo. En cambio, la luz me permitió avistarlo a más de cien metros.
Alguien estaba en nuestra balsa, una figura inmensa y altísima que parecía usar un traje de plata. La luz del farol relucía sobre la superficie de esa silueta como si usara un traje espacial de cromo.
Murmurándole a A. Bettik que cuidara a la niña, pues había un intruso en la balsa, desenfundé la pistola y saqué los binoculares. En cuanto enfoqué los binoculares, la reluciente forma plateada movió la cabeza hacia mí.