46

Nuestros cuatro días con el padre Glaucus fueron memorables por su calidez, su tranquilidad y sus conversaciones. Lo que más recuerdo son las conversaciones.

Poco antes del regreso de los chitchatuk conocí una de las razones por las que A. Bettik realizaba este viaje.

—¿Tienes hermanos, M. Bettik? —le preguntó el padre Glaucus, aún negándose a usar el honorífico de androide.

Para mi asombro, A. Bettik respondió que sí. ¿Cómo era posible? Los androides eran diseñados y biofacturados, cultivados en artesas a partir de elementos genéticos, como los órganos para trasplantes.

—Durante nuestra biofacturación —continuó A. Bettik— los androides eran tradicionalmente clonados en colonias de cinco, habitualmente cuatro varones y una mujer.

—Quintillizos —dijo el padre Glaucus desde su mecedora—. Tienes tres hermanos y una hermana.

—Sí.

—Pero sin duda no fuisteis… —empecé, y me interrumpí, frotándome la barbilla. Acababa de afeitarme (parecía lo más civilizado en el hogar del padre Glaucus) y el contacto de la piel lisa me sobresaltó—. Pero sin duda no crecisteis juntos. Es decir, ¿los androides no eran…?

—¿Biofacturados con forma adulta? —dijo A. Bettik con su sonrisa leve—. No, nuestro proceso de crecimiento era acelerado. Alcanzábamos la madurez a los ocho años estándar, pero había un período de infancia. Esta demora era uno de los motivos por los cuales la biofacturación de androides era prohibitivamente costosa.

—¿Cómo se llaman tus hermanos? —preguntó el padre Glaucus.

A. Bettik cerró el libro que estaba hojeando.

—La tradición era llamar a cada miembro del grupo de cinco en orden alfabético —dijo—. Mis hermanos eran A. Anttibe, A. Corresson, A. Darria y A. Evvik.

—¿Cuál era la mujer? —preguntó Aenea—. ¿Darria?

—Sí.

—¿Y cómo fue tu infancia?

—Ante todo consistió en recibir educación, entrenamiento y definición de parámetros de servicio.

Aenea estaba acostada en la alfombra, la barbilla en las manos.

—¿Ibas a la escuela? ¿Jugabas?

—Nos instruían en la fábrica, aunque la mayor parte de nuestros conocimientos llegaban por transferencia ARN. Y si por «jugar» te refieres a compartir ratos de distensión con mis hermanos, la respuesta es sí.

—¿Qué sucedió con tus hermanos? —preguntó Aenea.

A. Bettik sacudió la cabeza.

—Al principio nos transfirieron juntos, pero poco después nos separaron. Yo fui comprado por el reino de Mónaco-en-Exilio y embarcado a Asquith. En ese momento entendí que cada uno de nosotros prestaría servicios en diferentes partes de la Red o el Confín.

—¿Y nunca más oíste hablar de ellos? —pregunté.

—No —dijo A. Bettik—. Aunque importaron mucha mano de obra androide para la construcción de la Ciudad de los Poetas durante la transferencia de la colonia del rey Guillermo XXIII a ese mundo, la mayoría había prestado servicios en Asquith antes que yo, y nadie había conocido a mis hermanos durante los períodos de trasbordo.

—En tiempos de la Red —dije—, habría sido fácil investigar los otros mundos por teleyector y esfera de datos.

—Sí —confirmó A. Bettik—, salvo que la ley y los inhibidores ARN prohibían a los androides viajar por teleyector o tener acceso directo a la esfera de datos. Y poco después de mi creación se hizo ilegal biofacturar o poseer androides dentro de la Hegemonía.

—Así que trabajabas en el Confín. En mundos lejanos como Hyperion.

—Precisamente, M. Endymion.

—¿Y por eso deseabas realizar este viaje? ¿Para encontrar a tus hermanos?

A. Bettik sonrió.

—Las probabilidades en contra son astronómicas, M. Endymion. No sólo sería improbable la coincidencia, sino que es improbable que hayan sobrevivido a la destrucción general de androides que siguió a la Caída. Pero… —A. Bettik se interrumpió y abrió las manos, como explicando su necedad.

En la noche anterior al regreso de la banda oí que Aenea exponía por primera vez su teoría del amor. Empezó hablando de los Cantos de Martin Silenus.

—Bien —dijo—, entiendo que pasaba al Index de Libros Prohibidos en cuanto Pax se hacía cargo, ¿pero qué hay de los mundos que Pax aún no había absorbido cuando se publicó? ¿Recibió los elogios críticos que él siempre había querido?

—Recuerdo que comentábamos los Cantos en el seminario —rió el padre Glaucus—. Sabíamos que estaba prohibido, pero eso lo hacía más tentador. Nos resistíamos a leer a Virgilio, pero esperábamos nuestro turno para leer esa ajada compilación de patrañas que eran los Cantos.

—¿Patrañas? —preguntó Aenea—. Siempre consideré al tío Martin un gran poeta, pero sólo porque él me dijo que lo era. Mi madre decía que era un tío insufrible.

—Los poetas pueden ser ambas cosas —dijo el padre Glaucus. Rió de nuevo—. En verdad, a menudo lo son. Por lo que recuerdo, la mayoría de los críticos despreció los Cantos en los pocos círculos literarios que existían antes de que la Iglesia los absorbiera. Algunos lo tomaban en serio… como poeta, no como cronista de lo que realmente sucedió en Hyperion antes de la Caída. Pero la mayoría se burlaba de su apoteosis del amor hacia el final del segundo volumen.

—Lo recuerdo —dije—. El personaje de Sol, el viejo estudioso cuya hija ha envejecido al revés, descubre que el amor es la respuesta a lo que él llama el dilema de Abraham.

—Recuerdo que un crítico mordaz que reseñó el poema en nuestra ciudad capital citó algunos graffiti encontrados en la pared de una ciudad de Vieja Tierra anterior a la Hégira. «Si el amor es la respuesta, ¿cuál era la pregunta?».

Aenea me miró buscando una explicación.

—En los Cantos —dije—, Sol descubre que aquello que el Núcleo IA denominaba el Vacío Que Vincula es el amor. Ese amor es una fuerza básica del universo, como la gravedad y el electromagnetismo, como la fuerza nuclear fuerte y débil. En el poema Sol ve que la Inteligencia Máxima del Núcleo nunca será capaz de comprender que la empatía es inseparable de esa fuente, del amor. El viejo poeta describe el amor como «la imposibilidad subcuántica que llevaba información de fotón en fotón».

—Teilhard no habría disentido, aunque lo habría dicho de otra manera.

—De cualquier modo, la reacción general ante el poema, según Grandam, fue que su sensiblería le quitaba fuerza.

Aenea sacudió la cabeza.

—El tío Martin tenía razón. El amor es una de las fuerzas básicas del universo. Sé que Sol Weintraub creía sinceramente que él lo había descubierto. Se lo dijo a mi madre antes de que él y su hija desaparecieran dentro de la Esfinge, dirigiéndose hacia el futuro de la niña.

El sacerdote ciego dejó de hamacarse y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas huesudas. Su sotana acolchada habría resultado cómica en un hombre menos digno.

—¿Esto es más complicado que decir que Dios es amor? —preguntó.

—Sí —respondió Aenea, de pie frente al fuego. En ese momento me pareció mayor, como si hubiera crecido y madurado en los meses que habíamos compartido—. Los griegos veían la gravedad en funcionamiento, pero la explicaban diciendo que uno de los cuatro elementos, la tierra, «regresaba a su familia». Lo que vislumbró Sol Weintraub fue la física del amor… dónde reside, cómo funciona, cómo se la puede comprender y dominar. La diferencia entre «Dios es amor» y aquello que vio Sol Weintraub, aquello que el tío Martin intentó explicar, es la diferencia entre la explicación griega de la gravedad y las ecuaciones de Isaac Newton. Una es una frase perspicaz. La otra ve la cosa misma.

—Lo haces sonar cuantificable y mecánico, querida —objetó el padre Glaucus.

—No —dijo Aenea, con un vigor que le desconocía—. Así como usted explicó que Teilhard sabía que la evolución del universo hacia una mayor conciencia no podía ser puramente mecánica, que las fuerzas no eran desapasionadas como suponía la ciencia, sino que derivaban de la pasión absoluta de la divinidad, bien, de la misma manera una comprensión del aspecto amoroso del Vacío Que Vincula nunca puede ser mecánica. En cierto sentido, es la esencia de la humanidad.

Contuve el impulso de reírme.

—¿Estás diciendo que se requiere otro Isaac Newton para explicar la física del amor? —dije—. ¿Qué nos dé sus leyes de la termodinámica, sus reglas de entropía? ¿Qué nos muestre el cálculo del amor?

—Sí —afirmó la niña.

El padre Glaucus aún estaba inclinado hacia delante, las manos sobre las rodillas.

—¿Eres tú esa persona, joven Aenea de Hyperion?

Aenea se alejó, caminando hacia la oscuridad y el hielo que había al otro lado del cristal antes de dar media vuelta para regresar lentamente al círculo de luz. Estaba cabizbaja, lagrimeaba.

—Sí —dijo con voz trémula—. Me temo que sí. No quiero serlo. Pero lo soy. O podría serlo… si sobrevivo.

Esto me provocó un escalofrío. Lamenté que hubiéramos entablado esta conversación.

—¿Nos lo revelarás ahora? —dijo el padre Glaucus, con la voz suplicante de un niño.

Aenea irguió el rostro.

—No puedo. No estoy preparada. Lo lamento, padre.

El sacerdote ciego se reclinó en la silla y de pronto pareció muy viejo.

—Está bien, niña. Te he conocido. Eso es suficiente.

Aenea se le acercó y lo abrazó un largo minuto.

Cuchiat y su banda regresaron antes de que despertáramos y nos levantáramos a la mañana siguiente. Durante nuestra permanencia entre los chitchatuk, nos habíamos acostumbrado a dormir pocas horas consecutivas y a reanudar la marcha en la eterna sombra del hielo, pero con el padre Glaucus seguíamos su sistema y atenuábamos las luces de las habitaciones internas para tener ocho horas de «noche». Observé que uno siempre estaba cansado en un entorno de uno-coma-siete gravedades.

A los chitchatuk les disgustaba internarse en el edificio, así que se quedaron en la ventana y se pusieron a ulular hasta que nos vestimos y fuimos a la carrera.

La banda había vuelto al saludable número primo veintitrés, aunque el padre Glaucus no preguntó dónde habían encontrado una nueva integrante y los demás nunca lo sabríamos. Cuando entré en la habitación, la imagen me impresionó tanto que nunca he podido olvidarla: los vigorosos chitchatuk en cuclillas, el padre Glaucus hablando con Cuchiat, la remendada sotana extendida sobre el hielo como una flor negra, el fulgor de los faroles resbalando sobre los cristales de la entrada y, mas allá del cristal, la opresiva presencia del hielo, el peso y la oscuridad.

Habíamos pedido al padre Glaucus que oficiara de intérprete para formular nuestra solicitud de ayuda a los indígenas, y el viejo abordó el tema, pidiendo a los chitchatuk que nos ayudaran a llevar nuestra balsa río abajo.

Los chitchatuk respondieron, cada cual esperando para interpelar individualmente al padre Glaucus y a nosotros, y cada cual diciendo esencialmente lo mismo: estaban dispuestos a efectuar el viaje.

No era un viaje sencillo. Cuchiat confirmó que había túneles que descendían hasta el río en el segundo arco, casi doscientos metros más abajo que donde estábamos ahora, y que había una extensión de aguas abiertas donde el río pasaba bajo el segundo teleyector, pero…

No había túneles entre este lugar y el segundo arco, veintiocho kilómetros al norte.

—Quería preguntar por el origen de estos túneles —le dijo Aenea—. Son demasiado redondos y regulares para ser grietas o fisuras. ¿Los crearon los chitchatuk en algún momento del pasado?

El padre Glaucus miró a la niña con incredulidad.

—¿Quieres decir que no lo sabes? —dijo.

Habló con los chitchatuk, cuya reacción fue explosiva: un animado parloteo, esos ladridos que asociábamos con la risa.

—Espero no haberte ofendido, querida —dijo el risueño sacerdote—. Es algo tan común en nuestra vida que tanto para mí como para el Pueblo Indivisible resulta muy cómico que alguien atraviese el hielo sin saberlo.

—¿El Pueblo Indivisible? —preguntó A. Bettik.

—Chitchatuk —dijo el padre Glaucus—. Significa «indivisible», o quizá se acerque más al matiz de la palabra que significa «incapaz de mayor perfección».

Aenea sonrió.

—No me siento ofendida. Pero me gustaría participar de la broma. ¿Quién creó los túneles?

—Los espectros —intervine antes de que hablara el sacerdote.

Él se volvió hacia mí.

—Precisamente, amigo Raul. Precisamente.

Aenea frunció el ceño.

—Sus zarpas son temibles, pero ni siquiera los adultos podrían abrir túneles tan grandes en hielo tan sólido ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

—Creo que no hemos visto a los adultos.

—Precisamente. —El viejo cabeceaba—. Raul está en lo cierto, querida. Los chitchatuk cazan los cachorros más jóvenes. Los cachorros más grandes cazan a los chitchatuk. Pero los espectros que ves son etapas larvales de la criatura. Durante ese período se alimentan y merodean por la superficie, pero al cabo de tres órbitas de Sol Draconi Septem…

—Serían veintinueve años estándar —murmuró A. Bettik.

—Precisamente. Al cabo de tres años locales, veintinueve estándar, el espectro inmaduro, el «cachorro» (aunque esta palabra se suele usar para mamíferos), sufre varias metamorfosis y se convierte en el auténtico espectro, que horada el hielo a veinte kilómetros por hora. Tiene unos quince metros de longitud y… bien, quizá veas uno en tu viaje hacia el norte.

Me aclaré la garganta.

—Creo que Cuchiat y Chiaku estaban explicando que no había más túneles que conectaran esta zona con el teleyector, veintiocho kilómetros al norte.

—Ah sí —dijo el padre Glaucus, y reanudó su conversación en el crepitante idioma chitchatuk. Cuando Cuchiat le respondió, el ciego explicó—: Veinticinco kilómetros por la superficie, que es más de lo que el Pueblo Indivisible suele recorrer de un tirón. Y Aichacu observa que la zona está llena de espectros, tanto cachorros como adultos, que los chitchatuk que han vivido allí durante siglos hoy son collares de cráneos para los espectros. Observa que las tormentas estivales arrasan la superficie este mes. Pero por vosotros, amigos míos, están dispuestos a emprender el viaje.

Sacudí la cabeza.

—No entiendo. En la superficie no hay aire, ¿verdad?

—Ellos tienen todos los materiales que necesitaréis para el viaje, hijo mío.

Aichacut gruñó. Cuchiat añadió algo más, en tono templado.

—Están dispuestos a partir cuando lo deseéis, amigos. Cuchiat dice que necesitaréis dos sueños y tres marchas para regresar a vuestra balsa. Luego os dirigiréis hacia el norte hasta que se acaben los túneles.

El viejo sacerdote hizo una pausa.

—¿Qué sucede? —preguntó Aenea con preocupación. El padre Glaucus sonrió forzadamente, pasándose los dedos huesudos por la barba.

—Os echaré de menos. Ha pasado un largo tiempo desde que… Bah, me estoy poniendo senil. Venga, os ayudaré a empacar, desayunaremos y veré si puedo completar vuestras provisiones con algunas cosas del depósito.

La despedida fue dolorosa. La idea de que el anciano se quedara nuevamente solo en el hielo, enfrentando los espectros y ese glaciar planetario con sólo unas lámparas encendidas, me estrujaba el pecho. Aenea lloró. Cuando A. Bettik fue a estrechar la mano del sacerdote, el padre Glaucus abrazó fervorosamente al sorprendido androide.

—Tu día llegará, amigo M. Bettik. Lo sé. Lo presiento.

A. Bettik no respondió, pero más tarde, mientras seguíamos a los chitchatuk, noté que el hombre azul miraba la alta silueta recortada contra la luz hasta que doblamos un recodo del túnel y el edificio, la luz y el viejo sacerdote se perdieron de vista.

Necesitamos tres marchas y dos períodos de sueño para llegar a la cuesta final de hielo, atravesar una grieta y bajar adonde estaba amarrada la balsa. Yo no veía manera de transportar los troncos en las curvas de esos túneles incesantes, pero esta vez los chitchatuk no perdieron tiempo en admirar la embarcación, sino que se pusieron de inmediato a desatarla y a separar tronco por tronco.

Toda la banda había admirado nuestra hacha en la primera visita, y ahora pude mostrarles cómo funcionaba, mientras reducía cada tronco a fragmentos de sólo un metro y medio.

Usando la linterna láser, A. Bettik y Aenea hacían lo mismo en nuestra improvisada línea de montaje, mientras los chitchatuk limpiaban el hielo de la embarcación casi hundida, cortaban o desataban nudos y subían los segmentos para que los cortáramos y apiláramos. Una vez que terminamos, la losa, los faroles y el hielo quedaron en el reborde de hielo y la madera quedó apilada en el largo túnel como si fuera leña.

Al principio me divirtió la idea, pero luego pensé que ésta sería una bienvenida reserva de combustible para los chitchatuk: calor y luz para ahuyentar a los espectros. Miré nuestra balsa desmantelada con otros ojos. Bien, si no lográbamos atravesar el segundo portal…

Usando a Aenea como traductora, comunicamos a Cuchiat que nos gustaría dejarles el hacha, la losa y otros elementos. Los chitchatuk quedaron estupefactos. Dieron vueltas, abrazándonos y palmeándonos la espalda hasta dejarnos sin aliento. Incluso el huraño Aichacut nos palmeó con algo semejante a un tosco afecto.

Cada miembro de la banda se sujetó tres o cuatro troncos a la espalda. A. Bettik, Aenea y yo hicimos lo mismo —en este campo gravitatorio eran pesados como cemento— e iniciamos la larga travesía ascendente hacia la superficie, el vacío, la tormenta y los espectros.