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El Rafael llega al sistema de Sol Draconi. A pesar de las explicaciones recibidas por el padre capitán De Soya y otros que viajan en naves Arcángel, su mecanismo de impulso no es una modificación del antiguo motor Hawking, que ha desafiado la barrera de la velocidad de la luz desde antes de la Hégira. El motor del Rafael es en gran medida un engaño: cuando llega a velocidades cuasicuánticas, emite una señal en un medio antes conocido como el Vacío Que Vincula. Una fuente energética que está en Otra Parte activa un dispositivo remoto que perfora un subplano de ese medio, rasgando la urdiembre del espacio y del tiempo. Esa ruptura es instantáneamente fatal para la tripulación humana, que muere dolorosamente: las células se desgarran, los huesos se hacen polvo, las sinapsis se anulan, las tripas se vacían, los órganos se licúan. Nunca conocerán los detalles: todo recuerdo de los últimos microsegundos de horror y muerte se borra durante la reconstrucción del cruciforme y la resurrección.

El Rafael inicia su trayectoria de frenado, dirigiéndose a Sol Draconi Septem, y su motor de fusión detiene la nave bajo doscientas toneladas de tensión. En sus divanes de aceleración y sus nichos de resurrección, el padre capitán De Soya, el sargento Gregorius y el cabo Kee yacen muertos; sus cuerpos desgarrados son pulverizados por segunda vez, porque la nave conserva automáticamente la energía al no inicializar los campos internos hasta que la resurrección haya comenzado. Además de los tres humanos muertos, hay a bordo otro par de ojos. Rhadamanth Nemes ha abierto la tapa de su nicho de resurrección y se encuentra en el diván expuesto. La brutal desaceleración azota su cuerpo compacto sin dañarlo. Siguiendo la programación estándar, el sistema de soporte vital de la cabina está apagado: no hay oxígeno, la presión atmosférica es demasiado baja para permitir que un humano sobreviva sin traje espacial y la temperatura es de treinta grados centígrados bajo cero. Nemes no se inmuta. Acostada en el diván, vestida con su mono carmesí, mira los monitores, interrogando a la nave y recibiendo respuestas por enlace de fibrohebra.

Seis horas después de antes que se enciendan los campos internos y los cuerpos comiencen a ser reparados en sus complejos sarcófagos, aun mientras la cabina está en el vacío, Nemes se pone de pie, soporta impasiblemente doscientas gravedades y camina al cubículo de conferencias y la mesa de rastreo. Pide un mapa de Sol Draconi Septem y pronto encuentra el itinerario anterior del río Tetis. Ordenando a la nave que transmita imágenes visuales de largo alcance, acaricia la imagen holográfica de tajos, dunas y grietas en el hielo. La cúspide de un edificio asoma en el glaciar atmosférico. Nemes chequea el mapa: está a treinta kilómetros del río sepultado.

Al cabo de once horas de frenado, el Rafael entra en órbita en torno de la reluciente y nívea esfera de Sol Draconi Septem. Los campos internos ya están activados, los sistemas de soporte vital en funcionamiento, pero Rhadamanth Nemes les presta tan poca atención como al peso y al vacío. Antes de abandonar la nave, chequea los monitores de los nichos de resurrección. Faltan más de dos días para que De Soya y sus guardias se muevan en los nichos.

Abordando la nave de descenso, Nemes activa un enlace de fibra óptica entre su muñeca y la consola, ordena la separación y guía la nave por el terminador, entrando en la atmósfera sin consultar instrumentos ni controles. Dieciocho minutos después la nave se posa en la superficie, a doscientos metros de la rechoncha torre cubierta de hielo.

La luz del sol brilla sobre el glaciar escalonado, pero el cielo es negro. No se ven estrellas. Aunque la atmósfera es casi inexistente, los sistemas térmicos del planeta, fluyendo de polo a polo, generan «vientos» incesantes que impulsan los cristales de hielo a cuatrocientos kilómetros por hora. Ignorando los trajes espaciales y atmosféricos que cuelgan en la cámara de presión, Rhadamanth Nemes abre las puertas. Sin esperar el descenso de la escalerilla, salta tres metros hasta la superficie, cayendo erguida en el campo gravitatorio de uno-coma-siete. Agujas de hielo la acribillan como dardos.

Nemes enciende una fuente interna que activa un campo biomórfico a cero-coma-ocho milímetros de su cuerpo. Para un observador externo, esta compacta mujer de cabello negro y corto y ojos negros y chatos se convierte súbitamente en una escultura de mercurio con forma humana. Corre por el hielo a treinta kilómetros por hora, se detiene ante el edificio, no encuentra la entrada, destroza un panel de plastiacero con el puño. Atravesando la hendidura, recorre el resplandor del hielo hasta llegar al pozo del ascensor. Abre las puertas a manotazos. Hace tiempo que los ascensores han caído al sótano, que está ochenta pisos más abajo.

Rhadamanth Nemes entra en el pozo abierto y cae a treinta metros por segundo en la oscuridad. Cuando ve pasar una luz, aferra una viga de acero para detenerse. Y ha llegado a su velocidad terminal de más de quinientos kilómetros por hora y desacelera hasta cero en menos de tres centésimas de segundo.

Nemes sale del ascensor, entra en la sala, mira los muebles, los faroles, los anaqueles. El viejo está en la cocina. Yergue la cabeza al oír los rápidos pasos.

—¿Raul? —pregunta—. ¿Aenea?

—Exacto —dice Rhadamanth Nemes, insertando dos dedos en el pecho del viejo sacerdote y levantándolo del piso—. ¿Dónde está la niña Aenea? ¿Dónde están todos?

Asombrosamente, el sacerdote ciego no grita de dolor. Aprieta los dientes carcomidos y fija los ojos ciegos en el techo, pero sólo dice:

—No lo sé.

Nemes asiente y lo deja caer al suelo. Montándose en su pecho, le apoya el índice en el ojo e inserta un micro filamento de búsqueda en el cerebro. La sonda llega hasta una región precisa del córtex cerebral.

—Ahora, padre, probemos de nuevo. ¿Dónde está la niña? ¿Con quién?

Las respuestas circulan por el microfilamento como borbotones codificados de energía neural moribunda.