38

Cuando era un niño que escuchaba el incesante caudal de versos de Grandam, había una pieza breve que le pedía una y otra vez: «Algunos dicen que el mundo terminará en fuego, algunos dicen que en hielo». Grandam ignoraba el nombre del autor. Creía que podía ser un poeta pre-Hégira llamado Frost, pero aun a esa tierna edad yo pensaba que eso era demasiada coincidencia para un poema sobre el fuego y el hielo[1]. Aun así, la idea de que el mundo terminara en fuego o hielo se había grabado en mi memoria, tan indeleble como el ritmo de sonsonete de esos sencillos versos.

Mi mundo parecía terminar en hielo.

Estaba oscuro debajo de la muralla de hielo, y no encuentro palabras para describir el frío. Una vez me había quemado —una cocina de gas había estallado en una barca del Kans y yo había recibido leves pero dolorosas quemaduras en los brazos y el pecho—, así que conocía la intensidad del fuego. Este frío parecía igualmente intenso, llamas en cámara lenta desgarrándome la carne.

Llevaba la soga bajo los brazos. La poderosa corriente pronto me hizo girar y caí con los pies para delante en el túnel negro, alzando las manos para protegerme la cara mientras A. Bettik me frenaba con la cuerda. Pronto el filoso hielo me raspó las rodillas mientras la corriente seguía llevando mi cuerpo hacia arriba, golpeándome contra el escabroso techo como si me arrastraran por un terreno pedregoso.

Había llevado medias pensando en el hielo, no en el frío, pero no parecían proteger mis pies mientras me golpeaba contra las protuberancias de hielo. También usaba calzas y camiseta, pero no me protegían contra los aguijonazos del frío. Llevaba colgada del cuello la unidad de comunicaciones, con micrófonos adhesivos apretados contra la garganta para transmisión vocal o subvocal, el auricular en su sitio. Sobre el hombro, adherido con cinta, llevaba el saco hermético con los explosivos, detonadores, mechas y dos bengalas que había metido a último momento. Pegada a mi muñeca iba la linterna láser, y su haz hendía las negras aguas y rebotaba en el hielo, dando poca iluminación. Había usado poco la linterna desde el Laberinto de Hyperion: las lámparas manuales alumbraban más y requerían menos carga. El láser era inútil como arma cortante, pero serviría para abrir agujeros en el hielo donde insertar los explosivos.

Si vivía el tiempo suficiente para abrir agujeros.

El único método que había en esta locura de dejarme arrastrar por el río subterráneo había sido el conocimiento adquirido durante mi entrenamiento en la Guardia, en el casquete de hielo del continente Ursus. Allí, en el Mar Glacial de la Zarpa de Oso, donde el hielo se congelaba y volvía a congelar casi a diario durante el breve verano antártico, el riesgo de romper la delgada superficie era muy alto. Nos habían enseñado que, aunque cayéramos bajo el hielo más grueso, siempre había una delgada capa de aire entre el mar y el techo helado. Debíamos elevarnos hasta esa capa, meter la nariz en ella aunque tuviéramos sumergido el resto de la cara, y movernos por el hielo hasta llegar a una rajadura o una lámina delgada que nos permitiera emerger.

Así era en teoría. Mi única verificación real había sido como miembro de una cuadrilla que había salido en busca de un piloto de escarabajo que había bajado de su vehículo, caído a dos metros de donde el hielo soportaba su máquina de cuatro toneladas, y desaparecido. Yo fui uno de los que lo encontró, a seiscientos metros del escarabajo y el hielo seguro. Había usado esa técnica de respiración. Aún tenía la nariz apretada contra el grueso hielo cuando lo encontré, la boca abierta bajo el agua, el rostro blanco como la nieve que barría el glaciar, los ojos sólidos como cojinetes de bolas. Traté de no pensar en ello mientras ascendía a la superficie contra la corriente, tiraba de la soga para indicar a A. Bettik que me detuviera y me raspaba la cara contra astillas de hielo para encontrar aire.

Había varios centímetros de espacio entre el agua y el hielo, más donde las fisuras cruzaban el glaciar de atmósfera congelada como grietas invertidas. Aspiré el aire frío, alumbré las grietas con la linterna y moví el haz rojo de aquí para allá por el angosto túnel de hielo.

—Descansaré un minuto —jadeé—. Estoy bien. ¿A qué distancia he llegado?

—Ocho metros —susurró A. Bettik.

—Maldición —murmuré, olvidando que la unidad de comunicaciones enviaría el subvocal. Había creído que eran veinte o treinta metros—. Está bien. Pondré la primera carga aquí.

Mis dedos aún tenían flexibilidad suficiente para poner la linterna láser en alta intensidad y abrir un orificio en el flanco de la fisura. Había premodelado el plástico, así sólo me restaba amasarlo, orientarlo e insertarlo. Era un explosivo vectorial, es decir, la explosión se propagaría en la dirección que yo deseara, siempre que mis preparativos fueran correctos. Había hecho casi todo el trabajo con antelación, sabiendo que la explosión debía ir hacia arriba y hacia atrás, contra la pared de hielo. Apunté esa fuerza explosiva en zarcillos precisos: la misma tecnología que permitía que un rayo de plasma atravesara una lámina de acero como mantequilla enviaría esos zarcillos a través de la masa helada. Despedazaría ese tramo de ocho metros de hielo arrojándolo bonitamente al río. Contábamos con que los generadores de atmósfera, durante los años de terraformación, hubieran añadido a la atmósfera suficiente nitrógeno y CO2 como para impedir que la explosión se convirtiera en una arrolladora ola de oxígeno ardiente.

Como sabía adónde apuntar la fuerza de la explosión, tardé menos de cuarenta y cinco segundos en preparar las cargas. Aun así, estaba temblando y entumecido cuando terminé de instalar los detonadores. Como sabía que las unidades de comunicaciones no tenían problemas para penetrar esta cantidad de hielo, sintonicé los detonadores en un código prefijado e ignoré los cables que llevaba en el saco.

—De acuerdo —jadeé, bajando en el agua—, afloja la cuerda.

El frenético viaje empezó de nuevo, la corriente arrastrándome a la negrura y golpeándome contra el techo de cristal, la frenética búsqueda de aire, las órdenes entrecortadas, la lucha para ver y trabajar mientras mi cuerpo perdía calor.

El hielo continuaba treinta metros más, en los límites del alcance de los explosivos. Puse cargas en dos lugares más, otra fisura y un tubo angosto que abrí en el sólido hielo del techo. Tenía las manos totalmente ateridas durante la última instalación —era como usar guantes de hielo— pero dirigí las cargas hacia arriba y corriente abajo, en los vectores apropiados. Si esa muralla de hielo no terminaba pronto, todo esto sería en vano. A. Bettik y yo habíamos pensado en astillar el hielo con el hacha, pero los hachazos sólo nos abrirían paso por unos metros.

A los cuarenta y un metros emergí y aspiré. Al principio temí que fuera otra fisura, pero cuando apunté la linterna láser, el haz rojo recorrió una cámara más larga y ancha que aquella donde estaba la balsa. Habíamos discutido esto y decidido que no detonaríamos los explosivos si yo podía ver el final de una segunda cámara, pero cuando bajé el haz a lo largo del negro río, iluminando la bruma y las estalactitas, vi que el río —que ahora tenía treinta metros de anchura— doblaba perdiéndose de vista a unos cientos de metros. No había más costas ni túneles visibles que en nuestro tramo inicial, pero al menos el río parecía continuar.

Quería ver qué hacía el río después del recodo, pero no tenía la cuerda ni el calor corporal que necesitaba para llegar tan lejos, pasar un informe y regresar con vida.

—¡Arrástrame de vuelta! —jadeé.

Durante los dos minutos siguientes me aferré —o traté de aferrarme, pues mis manos ya no funcionaban— mientras el androide me arrastraba contra esa terrible corriente, deteniéndose ocasionalmente mientras yo flotaba de espaldas y aspiraba el gélido aire de las grietas. Luego el viaje negro se reanudaba.

Si A. Bettik hubiera estado en el agua y yo tirando —o si hubiera sido la niña—, yo no habría podido recobrarlos en esa pesada corriente ni siquiera en el cuádruple del tiempo que tardó A. Bettik. El era fuerte, pero no era un superhombre dotado de fuerza milagrosa, aunque ese día reveló un vigor sobrehumano. No sé qué reservas de energía usó para hacerme volver tan rápidamente a la balsa.

Ayudé como pude, cortándome las manos al empujarme por el techo y apartar los cristales más filosos, pateando débilmente contra la corriente.

Cuando asomé la cabeza, viendo la borrosa luz de los faroles y la silueta de mis dos compañeros, no tuve fuerzas para alzar los brazos y subirme a la balsa. A. Bettik me cogió por las axilas y me subió suavemente. Aenea aferró mis piernas chorreantes, y ambos me llevaron a popa. Mi aturdido cerebro recordó la iglesia católica donde nos deteníamos a veces en la aldea de Latinos (la localidad donde comprábamos nuestros alimentos y simples provisiones de pastores) y una de las grandes pinturas religiosas de la pared sur de esa iglesia: bajaban a Cristo de la cruz, un discípulo sosteniéndole los brazos flojos, la Virgen sosteniéndole los pies mutilados.

«No te des ínfulas», dijo un pensamiento involuntario en medio de mi niebla mental. Hablaba con la voz de Aenea.

Me llevaron a la tienda cubierta de escarcha, donde la manta térmica estaba preparada sobre una pila de sacos de dormir y una estera delgada. El cubo calefactor relucía cerca de este nido. A. Bettik me quitó la ropa empapada, el saco de bengalas y la unidad de comunicaciones. Desprendió la linterna láser, la apoyó en mi mochila, me depositó sobre un saco de dormir, me arropó con la manta térmica y abrió un pak médico. Pegándome los biomonitores en el pecho, el interior del muslo, la muñeca izquierda y la sien, echó un vistazo a las lecturas y me inyectó una ampolla de adrenonitrotalina, como habíamos planeado.

«Debéis de estar cansados de sacarme del agua», quise decir, pero mis mandíbulas, mi lengua y mi aparato vocal no respondían. Tenía tanto frío que ni siquiera temblaba. La conciencia era una hilacha que me conectaba con la luz y fluctuaba en medio del viento helado que me atravesaba.

A. Bettik se aproximó.

—M. Endymion, ¿las cargas están colocadas?

Logré asentir con un gesto. Era todo lo que hacía falta, pero era como si manipulara un títere.

Aenea se arrodilló junto a mí.

—Yo lo cuidaré —le dijo a A. Bettik—. Encárgate de sacarnos de aquí.

El androide salió de la tienda para alejarnos de la muralla de hielo e impulsarnos corriente arriba, usando el remo de ese extremo de la balsa.

Después del derroche de energía que había hecho para arrastrarme contra la corriente, era increíble que tuviera fuerzas para mover la balsa río arriba.

Comenzamos a movernos. Vi el fulgor del farol en la niebla y el distante techo a través de la abertura triangular de la tienda. La niebla y las estalactitas se desplazaban despacio por ese triángulo diminuto, como si espiase el noveno círculo del Infierno de Dante por un orificio de la realidad.

Aenea miraba los monitores médicos.

—Raul, Raul —susurró.

La manta térmica retenía todo el calor que yo producía, pero tenía la sensación de no estar produciendo más calor. El frío me mordía los huesos, pero mis helados nervios no transmitían el dolor. Sentía mucho sueño.

Aenea me sacudió para despertarme.

—¡Quédate conmigo, maldición!

«Lo intentaré», pensé. Estaba mintiendo. Sólo quería dormir.

—¡A. Bettik! —exclamó la niña, y noté vagamente que el androide entraba en la tienda y consultaba el pak. Las palabras de ambos eran un zumbido distante e ininteligible.

Estaba muy lejos cuando sentí un cuerpo junto a mí. A. Bettik se había ido a impulsar la balsa corriente arriba. La niña Aenea se había acostado conmigo bajo la manta térmica y el borde del saco de dormir. Al principio el calor de su cuerpo flaco no penetró en las capas de escarcha que me cubrían, pero sentí su respiración, la angulosa intrusión de sus codos y rodillas en el espacio de la tienda.

«No, no —pensé—. Yo soy tu protector, yo soy el hombre fuerte a quien contrataron para salvarte». La fría somnolencia me impedía hablar en voz alta.

No recuerdo si me abrazó. Sé que yo reaccionaba con la rigidez de un tronco escarchado, que era tan receptivo como las estalactitas que se desplazaban por mi campo triangular de visión iluminadas por el farol y se perdían en la oscuridad y la niebla como mi mente.

Al fin empecé a sentir la temperatura que irradiaba su cuerpecito. No percibía el calor, sino que mi piel sentía hormigueos de dolor en los sitios donde su tibieza pasaba de su piel a la mía. Quise decirle que se apartara y me dejara dormir en paz.

Más tarde —quince minutos o dos horas después— A. Bettik regresó a la tienda. Yo estaba algo consciente y comprendí que debía de haber seguido nuestro plan: «anclar» la balsa con las pértigas y el timón para dirigirnos hacia la parte de la caverna de hielo donde se veía un fragmento de teleyector. Nuestra teoría era que el arco de metal nos protegería de un alud cuando detonaran las cargas.

«Vuela las cargas», quise decirle. Sin embargo, en vez de teclear el código, el androide se desnudó hasta quedar en pantalones cortos y camisa y se metió bajo la manta térmica con la niña y conmigo.

Esto debía de resultar cómico —y quizá te resulte cómico mientras lo lees—, pero nada en mi vida me había emocionado tanto como este acto de compartir el calor de mis dos compañeros de viaje. Ni siquiera su valiente rescate en el mar violáceo me había conmovido así. Los tres nos quedamos allí, Aenea a mi izquierda, el brazo izquierdo sobre mí, A. Bettik a mi derecha, el cuerpo acurrucado contra el frío que penetraba bajo la punta de la manta térmica. A los pocos minutos yo lloraría por el dolor que me causaba la vuelta de mi circulación, pero en ese momento lloré ante el íntimo don que era el calor de la vida fluyendo de la niña y el hombre azul, de su sangre y su carne a la mía. Lloro ahora, al contarlo.

No sé cuánto tiempo estuvimos así. Nunca se lo pregunté y nunca hablaron de ello. Debió de pasar por lo menos una hora. Fue como una vida entera de calor y dolor, y la abrumadora alegría del retorno de la vida.

Al fin empecé a tiritar, a temblar levemente, luego espasmódicamente. Mis amigos me sostuvieron, sin permitir que escapara del calor. Creo que Aenea también lloraba, aunque nunca se lo pregunté y ella nunca lo mencionó después.

Una vez que pasaron el dolor y los espasmos, A. Bettik se levantó, consultó el pak y habló con la niña en un idioma que yo volvía a comprender.

—Todo está en verde —murmuró—. No hay lesión permanente.

Aenea se levantó y me ayudó a incorporarme, poniendo dos mochilas detrás de mi espalda y mi cabeza. Puso a hervir agua en el cubo, preparó té y me llevó una taza a los labios. Yo ya podía mover las manos y flexionar los dedos, pero el inmenso dolor me impedía agarrar las cosas bien.

—M. Endymion —dijo A. Bettik, asomándose en la tienda—. Estoy preparado para emitir el código de detonación.

Asentí.

—Quizá caigan algunos escombros —añadió.

Asentí de nuevo. Habíamos comentado ese riesgo. Las cargas despedazarían las murallas de hielo que estaban delante, pero las vibraciones sísmicas resultantes bien podían derrumbar todo ese glaciar de atmósfera congelada, arrastrando la balsa al fondo y sepultándonos. Habíamos considerado que el riesgo valía la pena. Miré el escarchado interior de la microtienda y sonreí ante la idea de que esto fuera nuestro refugio. Asentí por tercera vez, instándolo a seguir adelante.

El ruido de la explosión fue más sordo de lo que había esperado, menos estruendoso que el derrumbe de bloques de hielo y estalactitas y la salvaje turbulencia del río. Por un segundo pensé que se elevaría, aplastándonos contra el techo de la caverna, pues olas de agua empujadas por la presión y el desplazamiento del hielo pasaban bajo la balsa. Nos acurrucamos en nuestra losa, tratando de alejarnos de las gélidas aguas, montados en los oscilantes troncos como pasajeros de un bote salvavidas en la tormenta.

Al fin las olas y el estruendo se apaciguaron. Las violentas maniobras habían partido el remo y alejado una pértiga, arrancándonos de nuestro refugio y llevándonos río abajo hacia la muralla de hielo.

Pero ya no había muralla.

Las cargas habían cumplido su función, tal como habíamos planeado: la caverna que habían creado era baja y escabrosa pero conducía hacia el canal abierto. Aenea lanzó una ovación. A. Bettik me palmeó la espalda. Me avergüenza admitir que lloré de nuevo.

No fue una victoria tan fácil como parecía al principio. Algunos bloques y columnas de hielo aún nos estorbaban el paso, y cuando disminuyó el torrente en la brecha, tuvimos que impulsarnos con la pértiga restante y hacer frecuentes pausas mientras A. Bettik partía el hielo a hachazos.

A la media hora fui al frente de la maltrecha balsa y di a entender que era mi turno con el hacha.

—¿Estás seguro, M. Endymion? —preguntó el hombre azul.

—Seguro —respondí, obligándome a pronunciar correctamente a pesar del entumecimiento que sentía en la lengua y en los labios.

Pronto entré en calor trabajando con el hacha, al punto de que dejé de temblar. Sentía las magulladuras y raspones que me había causado el techo de hielo, pero más tarde me encargaría de esos dolores.

Nos abrimos paso entre las últimas barras de hielo, hasta flotar en la corriente. Los tres chocamos nuestros calcetines-mitones empapados y nos fuimos a acurrucar cerca del cubo calefactor para alumbrar con las lámparas el nuevo paisaje.

El nuevo paisaje era idéntico al viejo: paredes verticales de hielo en ambos lados, estalactitas que amenazaban con derrumbarse en cualquier momento, la torrentosa agua negra.

—Tal vez permanezca despejado hasta el próximo arco —dijo Aenea, y la niebla de su aliento permaneció en el aire como una promesa.

Nos levantamos cuando la balsa dobló el recodo del río. Hubo un instante de confusión mientras A. Bettik usaba la pértiga y yo usaba el tronchado timón para esquivar la pared de hielo de babor. Luego estuvimos nuevamente en la corriente central, aumentando la velocidad.

—Oh —dijo la niña desde su puesto del frente de la balsa. Su tono lo decía todo.

El río continuaba sesenta metros, se angostaba y terminaba en una segunda muralla de hielo.

Aenea tuvo la idea de enviar el comlog como explorador.

—Tiene una microcámara —dijo.

—Pero no tenemos monitor. Y no puede enviar las imágenes a la nave.

Aenea sacudió la cabeza.

—No, pero el comlog mismo puede ver. Puede contarnos lo que hace.

—Sí —dije, comprendiendo al fin—, ¿pero es inteligente sin que la IA de la nave comprenda lo que él ve?

—¿Se lo preguntamos? —sugirió A. Bettik, que había sacado el brazalete de mi mochila.

Activamos el comlog y le preguntamos. Nos aseguró, con la petulante voz de la nave, que era capaz de procesar sus datos visuales y retransmitir sus análisis por la banda de comunicaciones. También nos aseguró que aunque no podía flotar ni sabía nadar, era totalmente impermeable.

Aenea cortó el extremo de un tronco con la linterna láser, martilló clavos y pernos para sostener el brazalete y añadió una argolla para la cuerda. Usó un nudo doble para asegurar la soga.

—Tendríamos que haber usado esto con la primera muralla de hielo —dije.

Aenea sonrió. Le colgaban carámbanos de la gorra cubierta de escarcha.

—El brazalete habría tenido problemas para instalar las cargas —comentó con aire de fatiga.

—Buena suerte —dije estúpidamente mientras arrojábamos el tronco con el brazalete al río. El comlog tuvo la deferencia de no responder. Al instante se hundió bajo la muralla de hielo.

Llevamos el cubo calefactor adelante y nos acuclillamos alrededor mientras A. Bettik aflojaba la cuerda. Aumenté el volumen de los altavoces, y nadie dijo una palabra mientras la soga se desenrollaba y la voz de hojalata del comlog nos informaba.

—Diez metros. Grietas arriba, pero ninguna más ancha de seis centímetros. El hielo no termina.

»Veinte metros. El hielo continúa.

»Cincuenta metros. Hielo.

»Setenta y cinco metros. No hay final a la vista.

»Cien metros. Hielo.

La cuerda había llegado a su extremo. Añadimos nuestro último tramo de cuerda de escalar.

—Ciento cincuenta metros. Hielo.

»Ciento ochenta metros. Hielo.

»Doscientos metros. Hielo.

Estábamos sin cuerda y sin esperanzas. Comencé a recobrar el comlog. Aunque mis manos funcionaban bastante bien, me costaba arrastrar ese brazalete liviano corriente arriba, tan fuerte era la corriente y tan pesada la soga cargada de hielo. Una vez más me costó imaginar el esfuerzo que A. Bettik había hecho para salvarme.

La cuerda estaba tan rígida que apenas se curvaba. Tuvimos que limpiar el hielo que rodeaba el comlog cuando al fin lo subimos a bordo.

—Aunque el frío agota mi potencia y el hielo cubre mis antenas visuales —gorjeó el brazalete—, estoy dispuesto a continuar la exploración.

—No, gracias —dijo cortésmente A. Bettik, apagando el aparato y devolviéndomelo. Sentí el metal helado, a pesar de los mitones. Lo guardé en la escarchada mochila.

—No habríamos tenido suficientes explosivos plásticos para cincuenta metros de hielo —comenté con calma. Había dejado de tiritar, y comprendí que mi serenidad obedecía a la absoluta claridad de la sentencia de muerte que acababan de dictarnos.

Y había, comprendo ahora, otro motivo para el oasis de paz que surgió en medio de ese desierto de dolor y desesperanza. Era el calor. El calor recordado. El flujo de la vida de esas dos personas hacia mí, mi aceptación, el sentido de sagrada comunión que había en ello. Bajo la mortecina luz de los faroles, continuamos con el urgente asunto de tratar de sobrevivir, mencionando opciones imposibles tales como usar el rifle de plasma para abrir un boquete, desechando unas opciones y discutiendo otras. Pero entretanto, en ese frío y negro pozo de confusión y creciente desesperanza, el calor que me habían brindado estos dos amigos me mantenía sereno, tal como su proximidad humana me había mantenido con vida. En los difíciles tiempos que vendrían —y aún ahora, mientras escribo esto, mientras espero la sigilosa llegada de la muerte por cianuro con cada bocanada de aire que aspiro— ese recuerdo de calor común, esa vitalidad compartida, me mantiene firme y sereno en medio de la tormenta de temores humanos.

Decidimos retroceder por el nuevo canal, buscando una grieta, nicho o conducto que hubiéramos pasado por alto. No era una gran esperanza, pero era mejor que dejar la balsa apoyada contra esa muralla terminal.

Encontramos la grieta debajo del sitio donde el río doblaba bruscamente a la derecha. Evidentemente habíamos estado demasiado ocupados esquivando las paredes de hielo y retomando la corriente central para reparar en la angosta rajadura del lado de estribor. Aunque buscáramos con atención, no habríamos descubierto la estrecha abertura sin el haz de la linterna láser: la luz del farol, distorsionada por las facetas de cristal y el hielo colgante, resbaló encima de ella. El sentido común nos indicaba que era sólo otro pliegue en el hielo, un equivalente horizontal de las grietas verticales que habíamos visto en el techo de hielo, un respiradero que no conducía a ninguna parte. Nuestra necesidad de esperanza rogaba que el sentido común se equivocara.

La abertura, pliegue o lo que fuera tenía menos de un metro de anchura y estaba a dos metros de la superficie del río. A la luz del láser, vimos que la abertura terminaba o su angosto corredor se curvaba a menos de tres metros. El sentido común nos decía que era el final de un helado callejón sin salida. Una vez más ignoramos el sentido común.

Mientras Aenea se apoyaba en la larga pértiga tratando de mantener la balsa en su lugar en las caudalosas aguas, A. Bettik me alzó. Usé la parte curva del martillo como herramienta de escalada, clavándola en el suelo de hielo del angosto boquete y trepando impulsado por la desesperación. Una vez que estuve allí, a gatas, jadeante y débil, contuve el aliento, me puse de pie y con una seña indiqué a los otros que aguardaran mi informe.

El angosto túnel se curvaba bruscamente a la derecha. Apunté el láser al segundo corredor con crecientes esperanzas. La luz rebotó en otra pared de hielo, pero esta vez no parecía haber un recodo en el túnel. Sin embargo… Al avanzar por el segundo corredor, agachándome a medida que bajaba el techo de hielo, comprendí que el túnel se elevaba bruscamente después. El láser estaba alumbrando el piso de esa rampa helada. Aquí no había percepción de profundidad.

Arrastrándome por ese espacio estrecho, avancé una docena de metros, clavando las botas en el hielo. Recordé la tienda de la desierta Nueva Jerusalén donde había «comprado» esas botas, dejando mis pantuflas de hospital y un puñado de monedas de Hyperion en el mostrador, y traté de recordar si había zapatones de hielo en venta en la sección de camping. Demasiado tarde.

En un punto tuve que deslizarme de bruces, nuevamente seguro de que el corredor terminaría un metro después, pero esta vez viró a la izquierda y siguió en línea recta, internándose otros veinte metros en el hielo, antes de doblar a la derecha y subir de nuevo. Avancé cuesta abajo, corriendo, patinando y clavando el martillo, hasta la abertura. El haz láser alumbraba un sinfín de reflejos de mi agitada expresión en el claro hielo.

Aenea y A. Bettik se habían puesto a empacar el equipo necesario en cuanto yo me perdí de vista. La niña ya había subido al nicho de hielo y ordenaba utensilios mientras A. Bettik se los arrojaba. Nos gritamos instrucciones y sugerencias. Todo parecía útil. Sacos de dormir, manta térmica, la tienda plegada —que sólo se podía reducir a un tercio de su diminuto tamaño anterior, a causa del hielo y la escarcha—, el cubo calefactor, alimentos, brújula inercial, armas, lámparas de mano.

Al fin pusimos la mayor parte del equipo en ese rellano. Discutimos un poco más, un ejercicio que nos mantuvo en calor por un minuto, escogimos sólo lo que era imprescindible y cabía en nuestras mochilas y bolsas. Me calcé la pistola en el cinturón y apoyé el rifle de plasma en mi mochila. A. Bettik aceptó llevar la escopeta. Por suerte no había ropa en las mochilas —estábamos usando toda la que llevábamos— así que cargamos los paks de alimentos y los utensilios. Aenea y el androide llevaban las unidades de comunicaciones; yo me calcé el helado comlog en la muñeca. A pesar de esta precaución, no teníamos intenciones de perdernos de vista.

Me preocupaba que la balsa se alejara —la pértiga trabada y el timón partido no resistirían mucho—, pero A. Bettik lo resolvió en un santiamén, anudando sogas a proa y a popa, abriendo boquetes en el hielo con el láser, y sujetando las cuerdas a sólidas clavijas de hielo.

Antes de internarnos en el angosto corredor de hielo, eché un último vistazo a nuestra fiel balsa, dudando que la viéramos de nuevo. Era un espectáculo patético: la losa aún estaba en su sitio, pero el timón estaba astillado, el mástil de proa roto y rajado, los bordes carcomidos y los troncos de ambos flancos despedazados, la popa estaba hundida, y toda la embarcación estaba cubierta de hielo y oculta por gélidas volutas de vapor. Me despedí con gratitud de la desvencijada balsa, di media vuelta y precedí la marcha, empujando la mochila y la bolsa delante de mí durante el tramo más bajo y más angosto.

Había temido que el corredor terminara a pocos metros del sitio que yo había explorado, pero a los treinta minutos de trepar, arrastrarnos, resbalar y gatear llegamos a otros túneles, otros recodos, y siempre subíamos. Aunque el esfuerzo nos mantenía vivos, todos sentíamos la paulatina invasión del frío. Tarde o temprano el agotamiento nos vencería y tendríamos que detenernos, tender nuestras esteras y sacos y ver si despertábamos después de dormir en semejante frío. Pero todavía no.

Pasando barras de chocolate hacia atrás, deteniéndome para derretir el hielo de nuestras cantimploras con el láser sintonizado en su mayor anchura, dije:

—No falta mucho.

—¿No falta mucho para qué? —preguntó Aenea—. No podemos estar cerca de la superficie. No hemos subido tanto.

—No falta mucho para algo interesante —dije. En cuanto hablé, el vapor de mi aliento se congeló, adhiriéndose al frente de mi chaqueta y mi barba crecida. Mis cejas goteaban hielo.

—Interesante —repitió dubitativamente la niña. Comprendí. Hasta ahora, interesante había significado todo aquello que podía matarnos.

Una hora después nos detuvimos para calentar comida en el cubo. Había que colocarlo con cuidado para que no derritiera el suelo de hielo mientras calentaba nuestro guisado, y consulté la brújula inercial para tener una idea de cuánto habíamos recorrido y a qué altura habíamos trepado.

—¡Silencio! —dijo A. Bettik.

Los tres contuvimos el aliento.

—¿Qué? —susurró Aenea—. No oigo nada.

Era un milagro que pudiéramos oírnos con la cabeza enfundada en nuestras improvisadas bufandas y gorras. A. Bettik frunció el ceño y se llevó el dedo a los labios.

—Pisadas —susurró al cabo—. Y vienen hacia aquí.