36

Nos apoyamos en las pértigas y detuvimos la balsa antes de estrellarnos contra la muralla de hielo. Habíamos encendido nuestros faroles y las lámparas eléctricas arrojaban sus haces contra la gélida caverna. De las negras aguas brotaba una niebla que colgaba bajo el techo escabroso como los ominosos espíritus de los ahogados. Facetas de cristal distorsionaban y reflejaban los haces de luz mortecina, profundizando las tinieblas que nos rodeaban.

—¿Por qué el río todavía está líquido? —preguntó Aenea, abrazándose y pateando para calentarse. Se había puesto todo el abrigo que llevaba, pero no era suficiente. El frío era terrible.

Me arrodillé en el borde de la balsa, me llevé un poco de agua a los labios.

—Salinidad. Es tan salado como el mar de Mare Infinitus.

A. Bettik proyectó su luz contra la muralla de hielo que estaba a diez metros.

—Llega hasta el borde del agua. Y se extiende un poco por debajo. Pero la corriente no se detiene.

Tuve un arrebato de esperanza.

—Apagad los faroles —dije, oyendo el eco de mi voz en la vaporosa oquedad de ese lugar—. Apagad las lámparas.

Esperaba ver un destello de luz a través de la muralla de hielo, un indicio de salvación, una señal de que esta caverna de hielo era finita y sólo se había derrumbado la salida.

La oscuridad era absoluta. Por mucho que esperamos, no tuvimos visión nocturna. Maldije y lamenté haber perdido mis gafas en Mare Infinitus: si funcionaban aquí, habría significado que llegaba luz de alguna parte. Aguardamos otro instante a ciegas. Oía el temblor de Aenea, sentía el vapor de nuestra respiración.

—Encended las luces —dije al fin.

No había ningún destello de esperanza.

Proyectamos los haces contra las paredes, el techo y el río. La niebla continuaba elevándose y condensándose cerca del techo. Los carámbanos caían constantemente en las aguas brumosas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Aenea, tratando en vano de que no le castañetearan los dientes.

Hurgué en mi mochila, encontré la manta térmica que había empacado en la torre de Martin Silenus tanto tiempo atrás y envolví a Aenea.

—Esto conservará el calor. No… quédatela.

—Podemos compartirla —dijo la niña.

Me acuclillé cerca del cubo calefactor, elevando su potencia al máximo. Cinco de las seis caras de cerámica se pusieron brillantes.

—La compartiremos cuando sea necesario —dije. Proyecté la luz contra la muralla de hielo que nos cerraba el paso—. Como respuesta a tu pregunta, creo que estamos en Sol Draconi Septem. Algunos de mis clientes más ricos y más recios cazaban espectros árticos aquí.

—Concuerdo —dijo A. Bettik. Cuando se acercó al farol y al cubo calefactor, su tez azul creaba la impresión de que él tenía más frío del que yo sentía. La microtienda estaba cubierta de escarcha, quebradiza como metal delgado—. Ese mundo tiene un campo gravitatorio de uno-coma-siete gravedades. Y desde la Caída y la destrucción del proyecto de terraformación de la Hegemonía, se dice que la mayor parte ha vuelto a su estado de hiperglaciación.

—¿Hiperglaciación? —repitió Aenea—. ¿Qué significa eso? —Estaba recobrando el color en las mejillas a medida que la manta térmica capturaba la tibieza de su cuerpo.

—Significa que la mayor parte de la atmósfera de Sol Draconi Septem es un sólido —dijo el androide—. Congelado.

Aenea miró en torno.

—Creo que mi madre me habló de este lugar. Una vez persiguió a alguien aquí por un caso. Era lusiana, así que estaba acostumbrada a uno-coma-cinco gravedades estándar, pero hasta ella recordaba que este mundo era incómodo. Me sorprende que el río Tetis pasara por aquí.

A. Bettik se incorporó para alumbrar y se acuclilló de nuevo junto al cubo; hasta su vigorosa espalda sufría la agobiante gravedad.

—¿Qué dice la guía? —le pregunté.

Sacó el pequeño volumen.

—Muy pocos datos. Hacía poco que el Tetis se había extendido a Sol Draconi Septem cuando se publicó el libro. Está en el hemisferio norte, más allá de la zona que la Hegemonía intentaba terraformar. La principal atracción de este tramo del río parecía consistir en avistar un espectro ártico.

—¿Es la criatura que buscaban tus amigos cazadores? —me preguntó Aenea.

Asentí.

—Es blanca. Vive en la superficie. Es rápida y mortífera. Estaba casi extinguida en tiempos de la Red, pero resurgió después de la Caída, según los cazadores que yo escuché. Evidentemente su dieta consiste en residentes humanos de Sol Draconi Septem… o lo que queda de ellos. Sólo los indígenas —los colonos de la Hégira que volvieron a la vida salvaje hace siglos— sobrevivieron a la Caída. Se supone que son primitivos. Los cazadores decían que el único animal que los indígenas pueden cazar aquí es el espectro. Y los indígenas odian a Pax. Se rumorea que matan misioneros y usan sus tendones como cuerdas para sus arcos, como si fueran los de un espectro.

—Este mundo nunca fue acogedor para las autoridades de la Hegemonía —señaló el androide—. Según la leyenda, los lugareños quedaron muy complacidos con la caída de los teleyectores. Hasta la peste, desde luego.

—¿Peste? —preguntó Aenea.

—Un retrovirus —expliqué—. Redujo la población humana de la Hegemonía, de varios cientos de millones a menos de un millón. La mayoría perecieron a manos de los pocos miles de indígenas. Evacuaron al resto en los primeros días de Pax. —Hice una pausa para mirar a la niña. Parecía el bosquejo de una joven madonna arropada en la manta térmica, la piel reluciente a la luz del farol y del cubo—. Fueron tiempos duros en la Red después de la Caída.

—Así parece —dijo ella secamente—. No eran tan malos cuando yo me crié en Hyperion. —Miró las aguas negras que lamían la balsa, las estalactitas—. Me pregunto por qué se tomaron tantas molestias para incluir sólo unos kilómetros de caverna de hielo en la excursión.

—Eso es lo raro —dije, señalando la guía—. Dice que la principal atracción es la oportunidad de ver un espectro ártico. Pero, por lo que me han dicho, los espectros no se refugian en el hielo. Viven en la superficie.

Aenea me clavó sus ojos oscuros al comprender lo que esto significaba.

—Entonces esto no era una caverna…

—Creo que no —dijo A. Bettik. Señaló el techo de hielo—. El intento de terraformación se concentró en crear suficiente temperatura y presión de superficie en ciertas zonas bajas, para permitir que la atmósfera de bióxido de carbono y oxígeno pasara de la forma sólida a la gaseosa.

—¿No dio resultado? —preguntó la niña.

—En zonas limitadas —respondió el androide. Señaló las tinieblas—. Yo diría que esto era un descampado en los tiempos en que los turistas recorrían este breve tramo del río Tetis. O tal vez fuera un descampado excepto por campos de contención que ayudaban a retener la atmósfera y protegerse del tiempo más inclemente. Me temo que esos campos han desaparecido.

—Y nosotros estamos encerrados bajo una masa de aquello que respiraban los turistas —dije. Mirando el techo y el rifle de plasma, murmuré—: Me pregunto cuál será el grosor.

—Lo más probable es que sea de varios cientos de metros —dijo A. Bettik—. Tal vez un kilómetro vertical de hielo. Entiendo que ése era el grosor de la glaciación atmosférica al norte de las zonas terraformadas.

—Sabes mucho sobre este lugar.

—Al contrario. Acabamos de agotar la totalidad de mis conocimientos sobre la ecología, la geología y la historia de Sol Draconi Septem.

—Podríamos preguntar al comlog —sugerí, señalando mi mochila, donde ahora guardaba el brazalete.

Los tres nos miramos.

—No —dijo Aenea.

—Concuerdo —dijo A. Bettik.

—Tal vez después —sugerí, aunque mientras hablaba estaba pensando en algunas de las cosas que tenía que haber insistido en sacar del armario de herramientas extravehiculares: trajes ambientales con calefactores potentes, equipo de buceo, hasta un traje espacial habría sido preferible a la insuficiente ropa de abrigo en que ahora tiritábamos.

—Estaba pensando en disparar contra el techo, tratando de abrir un boquete, pero el riesgo de derrumbe parece mucho mayor que la probabilidad de abrir una vía de escape.

A. Bettik asintió. Se había puesto una gorra de lana con orejeras largas. El delgado androide parecía rechoncho con tanta ropa.

—Quedan explosivos plásticos en la bolsa de bengalas, M. Endymion.

—Sí, estaba pensando en eso. Queda suficiente para media docena de cargas moderadas… pero sólo tengo cuatro detonadores. Podríamos tratar de abrir un camino hacia arriba, o hacia el costado, o a través de esa muralla de hielo que nos cierra el paso. Pero sólo tenemos cuatro explosiones.

La trémula figura de madonna me miró.

—¿Dónde aprendiste a usar explosivos, Raul? ¿En la Guardia Interna de Hyperion?

—Al principio. Pero realmente aprendí a usar el anticuado plástico despejando tocones y rocas para Avrol Hume, cuando hacíamos jardinería en las fincas del Pico. —Me interrumpí, notando que sentía demasiado frío para permanecer quieto tanto tiempo. Mis dedos entumecidos enviaban esa señal—. Podríamos tratar de regresar río arriba —dije, pateando con los pies y flexionando los dedos.

Aenea frunció el ceño.

—Los teleyectores siempre están río abajo…

—Es verdad, pero tal vez haya una salida río arriba. Encontramos un poco de calor, una salida, un lugar para permanecer un tiempo, y luego nos preocupamos por atravesar el próximo portal.

Aenea asintió.

—Buena idea —dijo el androide, dirigiéndose al remo de estribor.

Antes de continuar, volví a colocar el mástil, cortándole un metro para que despejara las estalactitas más bajas, y colgué un farol allí.

Pusimos una lámpara en cada esquina de la balsa y seguimos río arriba, proyectando aureolas amarillas en la niebla helada.

El río era poco profundo —no llegaba a tres metros— y las pértigas ejercían buena tracción contra el fondo. Pero la corriente era muy fuerte y A. Bettik y yo tuvimos que usar todas nuestras fuerzas para empujar la pesada balsa corriente arriba. Aenea cogió otra pértiga y me ayudó a impulsar la balsa desde mi lado. Detrás de nosotros, las rápidas aguas negras se hinchaban y arremolinaban sobre las planchas de popa.

Durante unos minutos este gran esfuerzo nos mantuvo calientes —yo chorreaba gotas de sudor que se congelaban contra mi ropa— pero al cabo de media hora de empujar y descansar, empujar y descansar, estábamos nuevamente helados y sólo cien metros corriente arriba.

—Mira —dijo Aenea, dejando su pértiga y cogiendo la lámpara más potente.

A. Bettik y yo nos apoyamos en nuestros remos, manteniendo la balsa en su sitio mientras mirábamos. El extremo de un portal teleyector entre los macizos carámbanos como el arco de la rueda de un vehículo terrestre atrapado en un banco de hielo. Más allá del fragmento de portal expuesto, el río se angostaba hasta convertirse en una fisura de un metro de anchura que desaparecía bajo otra pared de hielo.

—El río debía de tener cinco o seis veces la anchura de hoy —dijo A. Bettik—, si el portal se extendía de orilla a orilla.

—Sí —dije, exhausto y desalentado—. Regresemos al otro extremo.

Empuñamos las pértigas y pronto recorrimos la galería de hielo, atravesando en dos minutos lo que nos había llevado media hora corriente arriba. Los tres tuvimos que usar las pértigas para detener la balsa y no estrellarnos contra la muralla de hielo.

—Bien —dijo Aenea—. Hénos nuevamente aquí. —Alumbró las paredes verticales de hielo—. Podríamos ir a la costa, si hubiera orilla. Pero no la hay.

—Podemos crear una con los explosivos. Hacer una especie de caverna de hielo.

—¿Sería más cálida? —preguntó la niña. Sin la manta térmica, estaba tiritando de nuevo. Comprendí que tenía tan poca grasa en el cuerpo que perdía el calor.

—No —dije con franqueza. Por vigésima vez caminé hasta la tienda y hurgué en el equipo en busca de algo que fuera nuestra salvación. Bengalas. Explosivos plásticos. Las armas, con sus estuches ahora cubiertos por la escarcha que estaba tapando todo. Una manta térmica. Comida. El cubo calefactor aún resplandecía, y la niña y el hombre de tez azul se le acercaron de nuevo. En ese ámbito duraría cien horas antes de agotar su carga. Con un buen material aislante, podríamos tener una cueva acogedora para sobrevivir tres o cuatro veces ese tiempo en una gradación más baja.

No teníamos material aislante. La tela de la microtienda era resistente, pero no aislaba bien. Y la idea de esperar la muerte en una tumba de hielo mientras se agotaban nuestras lámparas y faroles —cosa que sucedería pronto con este frío— me daba dolor de estómago.

Caminé hacia el frente de la balsa, alumbré el hielo lechoso y el agua negra.

—Bien —dije—, esto es lo que haremos.

Aenea y A. Bettik me miraron desde el pequeño círculo de luz que irradiaba el cubo calefactor. Los tres estábamos tiritando.

—Cogeré explosivos plásticos, los detonadores, toda la mecha que tengamos, la cuerda, una unidad de comunicaciones y mi linterna láser. Pasaré a nado bajo esta maldita muralla, dejaré que la corriente me lleve río abajo. Espero que sea sólo un derrumbe y el río continúe más allá. Si es así, emergeré y pondré las cargas en el lugar más conveniente. Tal vez podamos abrir un boquete para la balsa. De lo contrario, dejaremos la balsa y seguiremos a nado.

—Morirás —dijo la niña sin rodeos—. Sufrirás hipotermia a los diez segundos. ¿Y cómo nadarás río arriba contra esta corriente?

—Por eso me llevo la cuerda. Si hay un lugar para mantenerme a cubierto de la explosión, me quedaré al otro lado mientras abrimos el boquete. En caso contrario, halaré la cuerda y me traeréis de vuelta. Cuando llegue a la balsa, me desnudaré y me envolveré en la manta térmica. Es ciento por ciento aislante. Si me queda calor corporal, sobreviviré.

—¿Y si todos tenemos que salir a nado? —preguntó Aenea—. La manta térmica no alcanza para los tres.

—Llevaremos el cubo calefactor. Usaremos la manta como tienda hasta calentarnos.

—¿Dónde? —preguntó la niña con angustia—. Aquí no hay orilla. ¿Por qué habría una al otro lado?

—Por eso intentaremos abrir un boquete para la balsa —expliqué pacientemente—. Si no podemos, usaré los explosivos para derribar parte de la muralla. Flotaremos en un trozo de hielo. Cualquier cosa para llegar al próximo portal teleyector.

—¿Y si usamos todos los explosivos para avanzar veinte metros más y hay otra muralla de hielo? ¿Y si el teleyector está a cincuenta kilómetros en el hielo?

Iba a responder con un ademán, pero me temblaban las manos, y no sólo de frío. Me las puse en las axilas.

—Entonces moriremos al otro lado de la muralla. Es mejor que morir aquí.

Al cabo de un instante de silencio, A. Bettik dijo:

—Ese plan parece nuestra mejor opción, M. Endymion, pero debería ser yo quien nade. Es lo más lógico. Tú te estás recuperando, debilitado por tus heridas recientes. Yo fui biofacturado para resistir temperaturas extremas.

—No tan extremas. Veo que estás temblando. Además, no sabrías dónde colocar las cargas.

—Tú puedes indicármelo, M. Endymion. Con la unidad de comunicaciones.

—No sabemos si funcionará a través del hielo. Además, será difícil. Será como tratar de cortar un diamante. Hay que poner las cargas en los sitios apropiados.

—Aun así, lo sensato es que yo…

—Será sensato —interrumpí—, pero no lo haremos así. Este trabajo es mío. Si yo fracaso, inténtalo tú. Además, necesitaré a alguien muy fuerte que me arrastre de vuelta por la corriente, de un modo u otro. —Me acerqué al hombre azul y le apoyé la mano en el hombro—. Esta vez impondré mi rango, A. Bettik.

Aenea se quitó la manta térmica a pesar de sus temblores.

—¿Qué rango? —preguntó.

Me erguí y remedé una pose heroica.

—Debes saber que fui sargento lancero de tercera clase en la Guardia Interna de Hyperion.

Mis dientes castañeteaban, arruinándome un poco el discurso.

—Sargento —dijo la niña.

—Tercera clase —dije yo.

La niña me rodeó con sus brazos. Ese abrazo me sorprendió y la palmeé con torpeza.

—De acuerdo —murmuró, retrocediendo y soplándose las manos—. ¿Qué hacemos?

—Yo buscaré las cosas que necesito. ¿Por qué no me dais ese tramo de cien metros de cuerda que usasteis como ancla en Mare Infinitus? Eso debería alcanzar. A. Bettik, deja que la balsa se aproxime a la muralla de hielo de tal modo que toda la popa no quede a merced de la corriente. Tal vez metiendo el frente bajo ese reborde de hielo…

Los tres pusimos manos a la obra. Cuando nos reunimos en el frente de la balsa, bajo el mástil cortado, le dije a Aenea:

—¿Aún crees que alguien o algo nos manda a estos mundos del río Tetis por alguna razón?

La niña escrutó la oscuridad unos segundos. A nuestras espaldas otra estalactita cayó al río con un chapoteo hueco.

—Sí —respondió.

—¿Y cuál es la razón de este callejón sin salida?

Aenea se encogió de hombros. En otras circunstancias habría resultado cómico, tan abrigada como estaba.

—Una tentación —dijo.

No comprendí.

—¿Tentación para qué?

—Odio el frío y la oscuridad. Siempre los he odiado. Quizás alguien me esté tentando para que use ciertas facultades que aún no he explorado del todo. Ciertos poderes que no me he ganado.

Miré las arremolinadas aguas negras donde estaría nadando dentro de un minuto.

—Bien, pequeña, si tienes poderes o facultades que pueden sacarnos de aquí, te sugiero que los explores y los uses, háyaslos ganado o no.

Me tocó el brazo. Usaba un par de mis calcetines de lana como mitones.

—Lo estoy intentando —dijo, y el vapor de su aliento se congeló junto a su gorra—. Pero nada que yo aprenda nos sacará a los tres de aquí. Sé que eso es cierto. Quizá la tentación sea… No importa, Raul. Veamos si podemos pasar por esa muralla de hielo.

Asentí, aspiré y me quité toda la ropa salvo mis paños menores. El choque del aire frío era terrible. Anudándome la cuerda alrededor del pecho, notando que mis dedos se estaban poniendo tiesos, cogí el saco de plástico que contenía los explosivos plásticos.

—El agua estará tan fría que quizá me detenga el corazón. Si no doy un tirón fuerte en los primeros treinta segundos, traedme de vuelta.

El androide asintió. Habíamos reseñado las otras señales que usaría con la cuerda.

—Y si me traéis de vuelta y estoy en coma o muerto —dije, tratando de demostrar calma—, no olvidéis que podéis revivirme varios minutos después del paro cardíaco. El agua fría retardará la muerte cerebral.

A. Bettik asintió de nuevo. Estaba de pie con la cuerda sobre un hombro y enrollada en torno de la cintura hasta la otra mano, en clásica postura de escalador.

—De acuerdo —dije, notando que me estaba demorando y perdiendo calor corporal—. Os veré dentro de poco. —Me arrojé al agua negra.

Creo que mi corazón se detuvo un minuto, pero luego empezó a latir penosamente. La corriente me arrastró con más fuerza de la que esperaba y me impulsó varios metros a babor de la balsa. Choqué contra el filoso hielo, abriéndome un tajo en la frente y pegándome brutalmente en los antebrazos. Me aferré a un escabroso cristal con todas mis fuerzas, sintiendo que el vórtice subterráneo me chupaba las piernas, y tratando de mantener la cara fuera del agua. La estalactita que se había derrumbado detrás de nosotros se estrelló contra la muralla de hielo a mi izquierda. Si me hubiera golpeado, me habría dejado inconsciente y yo me habría ahogado sin saber lo que ocurría.

—Quizá no sea tan buena idea —jadeé, antes de aflojar las manos y ser arrastrado bajo el filoso hielo.